¡Qué grato confort! Me arrellano en mi sillón, junto a la chimenea donde crepita el fuego, con la copa de coñac en la mano derecha y la izquierda caída descuidadamente, acariciando la cabeza peluda de mi perro...
hasta que recuerdo que no tengo perro.
lunes, 26 de mayo de 2025
Cuento de fantasmas inspirado por M. R. James. Fernando Savater.
domingo, 25 de mayo de 2025
Los combates. Donald Ray Pollock.
Jim me echó una ojeada por encima de su taza blanca.
—¿Cómo está tu viejo? —me preguntó.
Estábamos de palique en el Bridge Street Diner. Yo estaba fumando a cuenta de él y bebiendo café a cuenta de la casa. Jim era mi padrino en Alcohólicos Anónimos y acabábamos de asistir al Grupo de Sobrios Chiflados del Sábado Noche en la iglesia luterana de High Street. Le gustaba pasarse por la cafetería después de las reuniones y ver si la rubia huesuda que hacía el turno de noche tenía algún piercing nuevo. Ya era viejo, pero todavía le gustaba mirar las cosas jóvenes. Cada vez que aquella potranca se inclinaba junto a una mesa, él gemía como un perro que estuviera teniendo una pesadilla.
—Pues sigue igual, que yo sepa. —Me encogí de hombros y soplé mi café.
Aunque casi nunca sacaba el tema de mi padre con nadie, a Jim sí le había contado hacía un par de semanas que el viejo tenía el corazón cada vez peor. Según mi hermana, los cirujanos decían que ya no se podía hacer más. Jeannette siempre me llamaba para ponerme al corriente de la situación. Se preocupaba en nombre de la familia entera y un poco más.
—Ya tiene demasiado tejido cicatrizado —me decía. «Y no es el único», me daban ganas de decir a mí.
Jim asintió con la cabeza y le dio otra calada a su Kool.
—¿Qué ha pasado con el dinero que robaste? —me preguntó—. ¿Ya lo has devuelto?
Hostia puta, pensé, no se lo tendría que haber contado.
—Sólo fueron veinte putos dólares. Hablas como si les hubiera robado los ahorros de toda una vida.
La última vez que había ido a ver a mis padres, le había sacado a mi madre un mísero billete de veinte del bolso. Aunque yo ya no bebía, seguía haciendo toda clase de barrabasadas.
—Por mí como si es una puta moneda de cinco centavos. Sigue siendo importante, maldita sea. Si no eres honrado, nunca podrás quitarte de la bebida.
Le daba tanta puñetera importancia a decir la verdad que yo suponía que debía de estar luchando constantemente contra el deseo de soltar una trola como una catedral.
Asentí con la cabeza. No quería discutir. Jim era negro, y siempre que estaba con él tenía que andarme con cuidado de no decir palabrotas. Aunque ya se me empezaba a dar mejor, seguía teniendo miedo de que se me escapara un «negrata» o un «cara de betún» cuando me hacía cabrear. Cuesta romper los viejos hábitos. En la hondonada donde había crecido, todo el mundo era blanco. Sólo veíamos negros cuando íbamos a Meade a comprar comida o a pagar la factura de la electricidad. En Knockemstiff, Ohio, había palurdos que se negaban a ver los programas de la tele donde salían negros. Mi viejo era uno de los peores.
Jim se frotó la barbilla y se arrancó un pelo rizado del cuello viejo y amigado.
—Tú no quieres volver a la bebida, ¿verdad, Bobby?
Tenía el pelo canoso tan tupido y áspero como un estropajo de níquel, y las luces fluorescentes le arrancaban de la piel un brillo negro como de alquitrán húmedo. Siempre que hablaba en las reuniones, contaba cómo solía recorrerse los bares de las inmediaciones de la fábrica de papel buscando copas gratis, con los ojos rojos y oliendo a meados, fingiendo que era sordomudo. A cambio de una pinta de Thunderbird dejaba que los blancos intentaran romperle los dientes. Ahora conducía un Cadillac color jade y era propietario de una empresa de jardinería con tres cuadrillas de trabajadores. Se tomaba muy en serio todo lo que tenía que ver con Alcohólicos Anónimos, y como antiguo fanático cristiano que era podía llegar a ser un auténtico coñazo, aunque eso ya le había permitido pasarse quince años sin probar la bebida.
Le eché un vistazo y me acordé de los últimos dos años que yo había pasado bebiendo. Mucha gente tiene la impresión equivocada de que tocar fondo tiene algo de romántico o trágico. De vez en cuando llamaban desconocidos a mi puerta y me amenazaban con arrearme una paliza por algo que decían que había hecho. A veces me escondía en un rincón, sin atreverme ni a respirar, y otras veces les pillaba la mentira. Un día un detective me detuvo por violación y tuve que admitir en la sala de interrogatorios que lo cierto era que no me acordaba. Gracias a Dios que después decidió que no era la clase de pervertido que estaban buscando. Me quedé en la ruina, cogí ladillas y me rompí la nariz contra la acera. Acosé a mi ex mujer y falté tantos días al trabajo en la fábrica de papel que hasta el sindicato se hartó de defenderme. Unos meses después de quedarme en el paro, me desperté en una clínica de desintoxicación de la beneficencia, envuelto en una manta del ejército. Mi compañero de habitación era un viejo vomitón infestado de llagas amarillas. Se llamaba Hobo, y en algún momento había tenido un ojo de cristal, pero lo había perdido. Cogí miedo y empecé a ir a las reuniones.
—Jim, si quisiera volver a beber no estaría sentado en este maldito lugar —respondí.
Hice el gesto de cogerle un cigarrillo, pero puso la mano encima del paquete.
—Pues entonces ve a hacerles una visita como Dios manda a tus padres este fin de semana. Y ya de paso, le devuelves ese dinero a tu pobre madre.
—Bueno, vale. Te haré caso.
—¿Te hace falta un préstamo?
—No. Acaban de pagarme.
—Bien.
De las narices le salieron flotando sendos chorros de humo mientras apagaba la colilla y sacaba otro cigarrillo agitando el paquete. Me lo dio. Luego salió del reservado y se hurgó en el bolsillo en busca de unas monedas que desparramar sobre la mesa.
—Todos la cagamos, Bobby. Pero no hay que bajar la guardia.
Me dio una palmada en el hombro, le echó una última mirada a la rubia y se largó dejándome la cuenta.
Al día siguiente me puse la camisa que había comprado con el dinero que le había robado a mi madre y me fui con el coche para Knockemstiff. Pese a que no quería volver a vivir allí nunca más, me entristecía ver cuánto había cambiado el sitio en los últimos años. Tanto la tienda como el bar habían cerrado, y los campos que antaño habían estado cubiertos de maíz y de heno ahora estaban atiborrados de casas nuevas con revestimiento de vinilo. En la entrada para coches estaba aparcada la camioneta oxidada de mi hermano, con el cristal trasero cubierto de adhesivos de NASCAR y una bandera confederada. De la antena de radio colgaba una cola marchita de ardilla. Mientras me acercaba al porche delantero, vi a mi viejo por el enorme ventanal de la sala de estar. Tenía los tubos gemelos de la bomba de oxígeno metidos en las narices y estaba reclinado en su butaca abatible azul de lujo, la que le había comprado mi hermana después de que a su corazón se le quemara el primer fusible. Desde entonces había tenido por lo menos tres ataques, cada uno peor que el anterior.
Ahora estaba viendo los combates con mi hermano. Ni siquiera tuve que entrar para adivinarlo. Después de caer enfermo, el único placer que le quedaba en la vida era ver cómo aquellos hombres se destrozaban a golpes. Cuanto más graves fueran sus heridas, mejor se lo pasaba. La mayoría de combates tenían lugar en sórdidos casinos indios entre hombres que eran como él, aunque mi viejo jamás lo admitiría. Ponía a mi hermana a grabarle hasta el último minuto de boxeo que cogía con el satélite y luego se pasaba el día entero viendo las cintas, como si estuviera preparándose para llevar a cabo algún tipo de regreso.
Entré por el porche. Encontré a mi madre sentada a la mesa de la cocina, con sus manos apergaminadas en torno a una taza de café con leche. Estaba viendo otra tele.
—Dichosos los ojos —dijo, luchando por desviar la atención de la película que la tenía hipnotizada—. Oooh, me gusta esa camisa. ¿Dónde la has comprado?
—En Penney’s.
Me incliné y la besé en la coronilla; a continuación me llené una taza con la cafetera que había en la encimera. Al lado del bote de leche en polvo estaba el bolso que había saqueado durante la última visita. Me volví hacia mi madre, le guiñé un ojo y crucé el corto pasillo que llevaba a la sala de estar.
—Anda, la hostia —dijo mi viejo—. Mira quién ha venido.
Mi padre había sido el cabrón más duro de la hondonada, pero ahora tenía la piel gris y la carne de los brazos le colgaba fláccida como la de una mujer. Apenas había terminado el sexto curso, y había crecido en una familia que cambió su fuerza de trabajo por sacos de harina y rollos de tabaco. A los quince años había clavado estacas para el ferrocarril y en el ejército había sido boxeador. Una vez yo había visto cómo casi mataba a un tipo a puñetazos en el autocine Torch. Siempre supe que nunca podría llegar a ser tan duro como él. Pero ya quedaba poco de aquel hombre.
—¿Qué está pasando? —dije, sentándome en el borde de una silla.
Mi hermano Sam estaba tirado en el sofá, con la larga coleta colgando del cojín y la punta casi tocando el suelo de madera. Era un hombre nervudo pero fuerte, igual que mi padre antes de enfermar; iba en Harley hasta en invierno y herraba caballos para pagarse las cervezas. Sam seguía viviendo en el sótano de mis padres, cuando no estaba apalancado con alguna fulana mantenida por la asistencia social, y aunque nunca lo habían encerrado por ningún delito mayor, daba la impresión de que se había pasado la vida entera en la cárcel. Mi viejo siempre había hecho gala de favoritismos, y la mayor parte del amor que tenía dentro se lo había dedicado a él.
—Que ese negrata se está llevando una paliza de mil demonios, eso es lo que está pasando —respondió Sam, con un matiz de regocijo en la voz.
—Oh, vaya cabrón de negrata —dijo mi viejo.
Miré la tele. Había dos hombres, un negro y un hispano, abrazándose en el centro del ring como si les fuera la vida en ello.
—¿Quiénes son? —pregunté.
Di un sorbo de café y deseé que todavía nos dejaran fumar en casa.
—Un par de don nadies —contestó el viejo—. Ni siquiera tendrían que estar ahí.
Sam se levantó del sofá y se puso a dar puñetazos al aire.
—Joder —le gritó a la tele—, ¿por qué no le das un beso, ya puestos?
Suspiré y eché un vistazo a la sala y a las fotos de familia que había en las paredes. Una de ellas mostraba a la nuestra toda sudorosa y plantada en el borde del Gran Cañón en 1970. Mi hermano todavía llevaba pañal. Le habíamos dado un dólar a un indio desdentado para que nos hiciera una foto con nuestra cámara. Se suponía que era nuestro verano de monumentos nacionales, pero acabó siendo un simple episodio chungo más de nuestras vidas. Mientras nos acercábamos aquella tarde al precipicio, el viejo le había dejado un ojo morado a mi madre por intentar defenderme. En aquella época siempre se llevaba los puñetazos de los demás. Yo tenía doce años y acababa de vomitar un bocadillo de huevo frito que el viejo me había obligado a comerme en una parada para camioneros. Me juró que no iba a comer más que pollo hasta que volviéramos a Ohio. En la fotografía es el único que sonríe. Los músculos esbeltos le llenan la camiseta ajustada y tiene los ojos fruncidos para protegerse del resplandeciente sol de Arizona. Parece que se lo esté pasando bien.
—¿Qué tienes encima del labio? —preguntó el viejo. Me estaba mirando el fino bigote, otro de mis patéticos intentos de reinventarme.
—Nada —respondí, dejando de mirar la foto.
Volvió a prestar atención al combate y se recolocó el edredón rojo y amarillo que tenía echado por encima.
—Yo a los catorce años ya tenía toda la barba —dijo.
—¿Cuánto dinero ganas en el sitio ese de las pizzas? —preguntó Sam.
—Lo justo para ir tirando —contesté.
No quería hablar del tema. Jim había insistido en que buscara trabajo después de la desintoxicación, y hacer pizzas en el Tommy’s era lo mejor que había encontrado de momento. Cuando había poco trabajo me hacían salir a la calle mayor junto con un retrasado nervioso llamado Joel y aguantar un letrero de plástico que anunciaba el plato del día a 3,99 $. Cada vez que algún cabrón tocaba la bocina o nos hacía un gesto feo con el dedo, Joel se volvía de golpe como si fuera un frisbee y dejaba caer su lado del letrero. Nos pasábamos la mitad del tiempo recogiéndolo del suelo. Yo confiaba en que lo enchironaran o lo mandaran de vuelta a la escuela para discapacitados, a ver si allí lo adiestraban un poco más.
—¿Sigues sin probar el alcohol? —me preguntó el viejo.
—Ya llevo cinco meses.
—Joder. Es mucho tiempo sin beberse una birra. —Después de nacer mi hermano, había dejado el alcohol fuerte, pero seguía gustándole la cerveza. Estiró el brazo y ajustó una válvula de encima del tanque de oxígeno—. ¿Y a esas reuniones de alcohólicos? ¿Sigues yendo?
—Voy una vez al día.
—¿Y alguna vez has visto a un tipo llamado Jim Woodfork? Me han dicho que también va.
Me lo pensé un segundo. Tenía prohibido decir a quién veía en las reuniones. Jim era muy estricto con aquello.
—Bueno. No puedo…
—Menudo chiflado hijo de puta —soltó mi viejo, negando con la cabeza—. Era capaz de hacer lo que fuera por una copa. Lo peor que he visto en mi vida.
—Sí, lo conozco —dije.
—No se acordará, de tan borracho que estaba, pero una vez me dejó que casi lo matara a hostias a cambio de un dólar.
Y todo para comprarse un litro de vino. Debe de ser el mejor dólar que he gastado en toda mi vida.
—Ahora le va bastante bien.
—Eso he oído. —Se encogió de hombros—. Pero sigue siendo un negrata, ¿verdad, Bobby?
Levanté la vista de la taza vacía. Me estaba sonriendo con una expresión mezquina en los ojos de color azul claro, esperando respuesta. Me pregunté si se habría enterado de que Jimmy era mi padrino.
—Sí —dije por fin, apartando la mirada—. Sigue siendo un negrata.
Luego me puse de pie y fui a la cocina. Mi madre negó con la cabeza.
—Creo que está peor —me susurró. Siempre estaba haciendo aquella misma declaración sobre el viejo, como si alguna vez se pusiera mejor.
—Agnes, ¿de qué coño estás hablando? —le gritó él desde la butaca.
Tenía el oído más fino que un lince. Cuando éramos chavales, nos arreaba por susurrar a sus espaldas. «Enseñarles a bailar», lo llamaba. Y aunque aquellos tiempos quedaban lejos, y aunque ya no podía ni ir a mear sin arrastrar un tanque de aire, todos le seguíamos teniendo miedo, hasta un tipo duro como mi hermano.
Mi madre agarró el mando de su tele y bajó el volumen.
—Le contaba a Bobby que han ascendido a Jeannette.
Me miró y se encogió de hombros. Hacía meses que me había contado que por fin la habían hecho ayudante de encargada de la tienda de saldos donde trabajaba.
—Vaya mierda de ascenso —vociferó el viejo, con la voz repentinamente ronca y débil—. ¿Te he dicho que la hija del puñetero Clyde Chaney se ha sacado la licencia de enfermera? Clyde dice que cobra treinta y dos dólares por hora. Por el amor de Dios, a eso lo llamo yo un trabajo, ¿no te parece, Bobby?
Pensé en los seis dólares por hora que ganaba en el Tommy’s y traté de no imaginarme las cosas que debía de decir de mí el viejo cuando yo no estaba.
—Sí —le grité a modo de respuesta.
—Eso es. Mata a ese negro cabrón.
Mi madre y yo nos pasamos unos minutos sentados en silencio en la cocina. Ella seguía viendo la tele pero no se había molestado en volver a subir el sonido, y yo estaba mirando el campo de detrás de la casa por la ventana. Era una tarde húmeda de marzo y del bosque del otro lado del arroyo llegaba una niebla fina y gris. Un ciervo pasó al trote por los pastos y saltó sin esfuerzo por encima de una cerca combada. En la sala de estar, una campana marcó el fin de otro asalto.
—Y bueno —le dije por fin a mi madre—, ¿qué película estás viendo?
—Oh, no sé cómo se titula. No le he prestado demasiada atención. Es una de asesinatos, creo.
Sacó una galleta de un paquete que había sobre la mesa y la mojó en el café. En ese momento mi hermano entró paseándose en la cocina. Se levantó la camiseta y se frotó con gran teatralidad la barriga peluda. Por entre el vello marrón le asomaba un tatuaje amarillo descolorido de Piolín. Agarró un cuenco del armario de encima del fregadero y lo llenó de chile de una cazuela que había al fuego.
—Tengo unas birras en la camioneta por si te entra la sed —me dijo.
—Y yo un trabajo de repartidor de pizzas por si alguna vez te da por trabajar —le contesté.
Me apuntó con la cuchara y retorció la cara como si estuviera a punto de echarse a llorar. Luego se rio y se volvió para la sala de estar, soplando el chile por el camino. Oí que el viejo le decía:
—Cuidado, nene. Parece que eso está muy caliente.
—Joder, no entiendo cómo lo aguantas —le dije a mi madre en voz baja.
Ya casi era oscuro y había llegado a la mitad del jardín cuando me acordé del dinero que se suponía que tenía que devolverle a mi madre. La próxima vez, me dije. En el aire helado flotaba un humo de leña procedente de la casa de un vecino. Pensé en todos los años de mi infancia en que nos habían tenido prohibido pasar por encima de las cercas que mi padre había levantado en torno a su propiedad. El viejo siempre había controlado absolutamente todo lo que afectaba a su vida, pero ahora no podía ni gobernar su propio corazón. En algún punto de la siguiente loma, un perro ladró tres o cuatro veces, y en la carretera el motor de un coche escopeteó y se apagó. Había crecido allí pero nunca me había sentido como en casa.
Me volví y me quedé mirando al viejo a través del ventanal. Él seguía observando cómo aquellos hombres de la tele se molían a golpes por un atisbo de felicidad. Con él todo había sido siempre cuestión de combates, y me di cuenta con tristeza de que no íbamos a conocernos realmente el uno al otro antes de que se muriera. Por primera vez desde que había dejado la bebida, me vinieron ganas de tomar una copa. Hasta el olor del humo de leña me recordaba al whisky. Allí plantado, me acordé de una cosa que Jim me decía cada vez que me veía: «Antes de tomarte la primera, coge el teléfono y llámame, Bobby. Por lo menos tenme ese respeto». Pero le había llamado «negrata» a sus espaldas, solamente para contentar al resentido de mi viejo, y no estaba seguro de que aquella noche pudiera pedirle ayuda a nadie.
De pronto mi padre dio un puñetazo al aire y soltó un chillido de entusiasmo lo bastante fuerte como para que yo lo oyera desde fuera. Se le puso cara de éxtasis. Luego se le salió el tubo de plástico de la nariz y miré cómo lo agarraba. Por un momento pareció vacilar, como si estuviera planteándose la otra opción, y vi claramente que ya estaba cansado de todo. Sin embargo, después de echar un vistazo a mi hermano, se volvió a encajar la manguera con cuidado. Respiró hondo y yo respiré hondo con él. La luz de la tele aumentó de intensidad y luego bajó. Tiré mi cigarrillo a la hierba, me di la vuelta y eché a andar hacia el coche. El combate casi había terminado.
Knockemstiff, 2008.
sábado, 24 de mayo de 2025
El sonido de San Juan. Daniela Anglada Cadenas.
Aquella tarde, después de visitar al doctor, mamá estuvo llorando y papá me arropó dos horas antes de lo habitual. No comprendí el porqué hasta meses después.
Una semana más tarde llegué a la escuela muy feliz con las gafas nuevas que había escogido con la tía Carmen. Aunque creo que dejaron de funcionar después de un tiempo ¿estarían rotas? Volvimos a la clínica, últimamente íbamos mucho. Los fines de semana mis padres me llevaban a museos, al cine o a excursiones por la montaña. Y me leían ellos los libros antes de dormir, cosa que no entendí, porque meses atrás se habían empeñado en que leyera yo sola. Dos días después fuimos al hospital, y mamá volvió a llorar.
La noche de San Juan, papá me llevo a la azotea para ver los fuegos artificiales, como hacíamos año tras año. Me preguntó si me gustaban y yo contesté que sí. Mentí. Ni siquiera los veía.
jueves, 22 de mayo de 2025
Epidemia de Dulcineas del Toboso. Marco Denevi.
El peligro está en que, más tarde o más temprano, la noticia llegue al Toboso. Llegará convertida en la fantástica historia de un joven apuesto y rico que, perdidamente enamorado de una dama tobosina, ha tenido la ocurrencia (para algunos, la locura) de hacerse caballero andante.
Las versiones, orales y disímiles, dirán que don Quijote se ha prendado de la dama sin haberla visto sino una sola vez y desde lejos. Y que, ignorando cómo se llama, le ha dado el nombre de Dulcinea. También dirán que en cualquier momento vendrá al Toboso a pedir la mano de Dulcinea.
Entonces las mujeres del Toboso adoptan un aire lánguido, ademanes de princesa, expresiones soñadoras, posturas hieráticas. Se les da por leer poemas de un romanticismo exacerbado. Si llaman a la puerta, sufren un soponcio. Andan todo el santo día vestidas de lo mejor. Bordan ajuares infinitos. Algunas aprenden a cantar o a tocar el piano. Y todas, hasta las más feas, se miran en el espejo y hacen caras.
No quieren casarse. Rechazan ventajosas propuestas de matrimonio. Frunciendo la boca y mirando lejos, le dicen al candidato: “Disculpe, estoy comprometida con otro”. Si sus padres les preguntan a qué se debe esa actitud, responden: “No pretenderán que me casé con un cualquiera”. Y añaden: “Felizmente no todos los hombres son iguales”.
Cuando alguien narra en su presencia la última aventura de don Quijote, tienen crisis histéricas de hilaridad o de llanto. Ese día no comen y esa noche no duermen. Pero el tiempo pasa, don Quijote no aparece y las mujeres del Toboso han empezado a envejecer. Sin embargo, siguen bordando los ajuares y mirándose en el espejo. Han llegado al extremo de leer el libro de Cervantes y juzgarlo un libelo difamatorio.
Falsificaciones, 1966.
miércoles, 21 de mayo de 2025
En la carretera de Brighton. Richard Middleton.
El sol había ascendido lentamente las escarpadas lomas blancas, hasta romper un poco el misterioso ritual del amanecer en un centelleante mundo de nieve. Había caído una fuerte helada durante la noche, y los pájaros, que saltaban aquí y allí con escasas expectativas de vida, no dejaban ninguna huella de su paso sobre el suelo plateado. En algunos lugares, las resguardadas aberturas en los setos rompían la monotonía de la blancura que cubría la tierra coloreada, y el cielo, arriba, variaba del anaranjado al azul oscuro, y de éste a un azul tan pálido que sugería una delgada lámina de papel más que el espacio limitado. A ras de los campos corría un viento frío y silencioso que hacía caer un fino polvo de nieve desde los árboles, pero que apenas movía los setos empenachados. Cuando sobrepasó el horizonte, el sol pareció ascender con mayor rapidez, y cuando se elevó más empezó a transmitir un calor que se mezclaba con el viento penetrante. Pudo haber sido la extraña alternancia de calor y frío lo que perturbó el sueño del vagabundo, porque luchó por un momento contra la nieve que le cubría, como quien se encuentra incómodamente retorcido entre las sábanas y se levanta con la mirada fija e interrogante.
-¡Dios mío! Creía que estaba en la cama -se dijo, mientras tomaba conciencia del paisaje vacío. Estiró los miembros y, levantándose cuidadosamente se sacudió la nieve del cuerpo. Mientras lo hacía, el viento le produjo escalofríos, y recordó el calor de su cama. «Vaya, me siento muy en forma», pensó. «Supongo que soy afortunado despertándome o desgraciado; pero no es cosa de volver atrás» -levantó la vista y vio las lomas brillando contra el azul, como los Alpes en una tarjeta postal-. «Esto significa otros sesenta y cuatro kilómetros más o menos, supongo. Dios sabe lo que hice ayer. Anduve hasta que caí rendido, y ahora me encuentro sólo a unos diecinueve kilómetros de Brighton. ¡Maldita nieve, maldito Brighton y maldito todo!»
El sol se elevaba cada vez más, y el hombre comenzó a caminar pacientemente por la carretera, con la espalda vuelta a las colinas.
-¿Estoy contento o triste de que fuera solamente un sueño? ¿Contento o triste?, ¿contento o triste? Sus pensamientos parecían acompasarse al ritmo firme de sus pasos, y apenas murmuraba una respuesta a su pregunta. Al poco tiempo, cuando habían quedado atrás tres mojones, dio alcance a un muchacho que estaba agachado encendiendo un cigarrillo. No llevaba abrigo, y parecía inexpresablemente frágil contra la nieve.
-¿Va a seguir por la carretera? -preguntó el muchacho con voz ronca.
-Creo que sí -dijo el vagabundo.
-Oh, entonces le acompañaré una parte del camino, si no anda demasiado deprisa. Se siente uno un poco solo caminando a estas horas del día. El vagabundo asintió con la cabeza y el muchacho comenzó a cojear a su lado.
-Tengo dieciocho años -dijo sin darle importancia-. Apuesto a que usted creía que era más joven.
-Yo diría que quince años.
-Ha vuelto a perder. Cumplí dieciocho en agosto, y llevo seis años en la carretera. Me escapé de casa cinco veces cuando era pequeño, y la policía me devolvió todas. Vale mucho la policía. Ahora no tengo casa de la que escaparme.
-Ni yo -dijo el vagabundo tranquilamente.
-Oh, ya sé lo que es usted -jadeó el muchacho-; usted es un caballero venido a menos. Es más duro para usted que para mí. El vagabundo miró a la renqueante, débil figura, y aminoró el paso.
-No llevo en la carretera tanto tiempo como tú -admitió.
-Lo noto por su manera de andar. Usted no se ha cansado aún. ¿Acaso espera algo al otro extremo? El vagabundo reflexionó un momento.
-No lo sé -dijo amargamente-. Siempre espero cosas.
-Ya dejará de hacerlo -comentó el muchacho-. Londres es más cálido, pero más duro. Allí no hay mucho realmente.
-Sin embargo, existe la oportunidad de que alguien le eche a uno una mano...
-La gente del campo es mejor -interrumpió el muchacho-. La noche pasada alquilé un establo por nada y dormí con las vacas, y esta mañana el granjero me hizo salir y me dio té y un bollo porque yo era pequeño. Desde luego me fue bien allí; pero en Londres, ya se sabe, sopa por la noche en la Beneficencia, y el resto del tiempo a ver pasar calderilla.
-Pues yo anduve la noche pasada por el borde de la carretera y dormí donde caí. Es maravilloso que no muriera -dijo el vagabundo.
El muchacho le miró intensamente.
-¿Cómo sabe usted que no murió? -dijo.
-No lo creo -respondió el vagabundo después de una pausa.
-Le diré algo -dijo el muchacho con voz ronca-: la gente como nosotros no puede escaparse de estas cosas aunque quiera. Siempre hambre y sed y cansancio, y no parar de andar. Pero si alguien me ofrece una bonita casa y trabajo, mi estómago se siente enfermo. ¿Parezco fuerte? Sé que soy pequeño para mi edad, pero he sido maltratado durante seis años, ¿y aún cree usted que no estoy muerto? Me ahogué bañándome en Margate, y me mató un gitano con una estaca; me aplastó la cabeza; y me quedé congelado dos veces, como usted la pasada noche, y un coche me hizo papilla en esta misma carretera, y sin embargo aquí me tiene caminando, caminando hacia Londres para marcharme de allí de nuevo, porque no lo puedo remediar. ¡Muerto! Le digo que no podemos escapar aunque queramos. El muchacho rompió en un ataque de tos, y el vagabundo se detuvo mientras aquél se recuperaba.
-Lo mejor sería que aceptaras mi chaqueta un rato, Tommy -dijo-. No me gusta tu tos.
-¡Váyase al infierno! -replicó el muchacho furiosamente, dando una chupada a su cigarrillo-; estoy muy bien. Le hablaba de la carretera. Usted no se ha enterado aún, pero lo descubrirá dentro de poco. Todos estamos muertos, todos los que seguimos en ella, y todos estamos cansados, pero de algún modo no podemos dejarla. Hay ricos olores en verano, polvo y heno, y el viento le azota a uno la cara en los días calurosos, y es agradable despertarse en la hierba húmeda en una hermosa mañana. No sé, no sé... -se tambaleó hacia delante repentinamente, y el vagabundo le cogió en sus brazos.
-Estoy enfermo -murmuró el muchacho-, enfermo. El vagabundo oteó la carretera arriba y abajo, pero no vio casas, ni ninguna señal de donde pudiera llegar ayuda. Sin embargo, mientras sujetaba vacilantemente al muchacho en mitad de la carretera, un coche brilló a media distancia y se acercó con suavidad a través de la nieve.
-¿Pasa algo? -preguntó el conductor tranquilamente, mientras se acercaba- Soy médico -miró al muchacho fijamente y escuchó su tensa respiración-. Pulmonía -comentó-. Le llevaré hasta el hospital, y a usted también, si quiere. El vagabundo pensó en el asilo de pobres y sacudió la cabeza.
-Prefiero andar -dijo. El muchacho pestañeó débilmente cuando le introdujeron en el coche y le dijo al vagabundo en un murmullo: -Le veré más allá de Reigate. Y el coche desapareció por la blanca carretera.
Durante toda la mañana el vagabundo chapoteó a través de la nieve, pero al mediodía mendigó pan a la puerta de una casa de campo y se arrastró hasta un granero solitario para comérselo. Hacía calor allí, y después de comer se quedó dormido entre el heno. Cuando se despertó era ya de noche, y una vez más empezó a andar cansinamente por los fangosos caminos. Dos millas más allá de Reigate una figura, una frágil figura, brotó de la oscuridad y se dirigió hacia él.
-¿Va a seguir por la carretera? -dijo una voz ronca-. Entonces le acompañaré una parte del camino, si no anda demasiado deprisa. Se siente uno un poco solo caminando a estas horas del día.
-Pero, ¿la pulmonía? -exclamó el vagabundo, espantado.
-Morí en Crawley esta mañana -dijo el muchacho.
martes, 20 de mayo de 2025
La infinita Sherezada. José de la Colina.
En la noche mil y una Sheherezada contó al sultán el cuento de una muchacha llamada Sheherezada que durante mil y una noches contaba al sultán un cuento en el que una muchacha llamada Sheherezada contaba en mil y una noches un cuento en el que...
Y así sucesivamente.
Y, en fin, en la noche mil y una el sultán preguntó:
—¿Entonces, podría ser que nosotros también sólo seamos los personajes de un cuento?
Y Sheherezada dijo:
—Sí.
Y el sultán volvió a preguntar:
—¿Luego no somos reales ni tú ni yo ni este palacio?
Y ella volvió a responder:
—En efecto, no somos reales ni el palacio ni su inmenso jardín ni esta ciudad ni el desierto que nos rodea.
Y él parpadeó y dijo:
—¿No hay nada, pues, que sea de verdad?
Y respondió ella:
—Sí, la noche.
Portarrelatos, 2007.
lunes, 19 de mayo de 2025
Cánsate conmigo. Víctor Lorenzo Cinca.
No puedo quedarme collado: me gastas. Quiero hacer el humor contigo, que fallemos como animales. Y luego, si quieres, nos coseremos. Y haremos un viejo, donde tú profieras. Jamás me iré de tu lodo, por muy mal que lo posemos. Veremos la tela de plasma, tarados en el sofá, enlozadas las monas. Dedicaré mi veda a hacerte falaz. Y tendremos un ojo, o dos, y procuraremos que cometan los mismos horrores que nosotros. No te quedes ahí pirada. Ven. Sógame.
Cambio de rasante, 2016
domingo, 18 de mayo de 2025
La caja de sorpresas. Ray Bradbury.
Miró por las ventanas de la mañana fría, con la caja de resorte en las manos, escudriñando la tapa oxidada. Pero todos los esfuerzos eran inútiles: el polichinela no saltaba a la luz con un grito, ni sacudía las mangas de terciopelo en el aire, ni se balanceaba en una docena de direcciones con una sonrisa amplia y pintada. Seguía apretado bajo la tapa, en un rígido entumecimiento, resorte sobre resorte. Poniendo la oreja en la caja podían oírse la presión interior, el miedo y el pánico del juguete atrapado. Era como tener en la mano el corazón de alguien. Edwin no podía saber si los latidos venían de adentro o eran los golpes de su propia sangre en la madera de la caja.
Dejó caer la caja y miró hacia afuera. Los árboles rodeaban la casa, que rodeaba a Edwin. No alcanzaba a ver detrás de los árboles. Si trataba de descubrir otro mundo, más allá, los árboles oscilaban con el viento, parando la curiosidad de Edwin, deteniéndole los ojos.
—¡Edwin! —Detrás, el aliento expectante y nervioso de la madre que bebía el café del desayuno—. Deja de mirar. Come.
—No —murmuró Edwin.
—¿Qué? —Un susurro tieso. La madre debía de haberse dado vuelta—. ¿Qué es más importante, el desayuno o la ventana?
—La ventana —murmuró Edwin, y dejó que los ojos pasearan por los caminos y senderos que habían recorrido durante trece años. ¿Sería cierto que los árboles se extendían durante diez mil kilómetros hasta la nada? No podía saberlo. Los ojos de Edwin retornaron, derrotados, al césped cercano, los escalones, las manos que temblaban en el alféizar.
Se volvió a comer los melocotones insípidos, solo con su madre en la vasta y resonante sala del desayuno. Cinco mil mañanas ante esta mesa, esta ventana, y ningún movimiento más allá de los árboles.
Los dos comieron en silencio.
Ella era esa mujer pálida que a las seis de la mañana, a las cuatro de la tarde, a las nueve de la noche y un minuto después de medianoche aparece silenciosa y blanca, alta y sola y serena en las casas de campo de cuatro tejados. Sólo los pájaros la ven. Es como pasar junto a un invernadero abandonado en donde un último y raro capullo blanco alza la cabeza a la luz de la luna.
Y el hijo de esa mujer, Edwin, es la flor de cardo que uno respira en una noche de viento, en la temporada de los cardos. Tiene un pelo sedoso y unos ojos siempre azules y febriles. Mira desvaídamente, como si hubiese dormido poco. Si una cierta puerta se cerrara de golpe, Edwin podría volar en pedazos como un paquete de triquitraques.
La madre de Edwin empezó a hablar, lentamente y con mucho cuidado al principio, luego más rápido, en seguida con furia, y al fin casi escupiéndole las palabras en la cara.
—¿Por qué me desobedeces todas las mañanas? No me gusta verte con los ojos clavados en la ventana, ¿entiendes? ¿Qué esperas? ¿Quieres verlos? —gritó retorciendo los dedos. El rostro encendido y hermoso de la mujer era como una furiosa flor blanca—. ¿Quieres ver a las Bestias que corren por los caminos y aplastan a la gente como si fueran fresas?
Sí, pensó Edwin, me gustaría ver a las Bestias, horribles, tal como son.
—¿Quieres salir? —gritó la mujer—. ¿Como salió tu padre antes que tú nacieras, y que te maten como lo mataron a él, aplastado en el camino por uno de esos Terrores? ¿Te gustaría eso?
—No…
—¿No te basta que hayan matado a tu padre? No sé ni cómo se te ocurre pensar en esas Bestias. —La mujer señaló el bosque con un ademán—. Bueno, si tanto quieres morir, ¡adelante!
La mujer se tranquilizó, pero los dedos siguieron abriéndose y cerrándose sobre el mantel.
—Edwin, Edwin, tu padre construyó todo este mundo. Era algo muy hermoso para él, y así tendría que ser también para ti. No hay nada, nada más allá de esos árboles, excepto la muerte. ¡No quiero que te acerques ahí! Éste es el Mundo. No hay otro que valga la pena.
Edwin asintió apenas.
—Sonríe ahora y termina tu tostada —dijo la mujer.
Edwin comió lentamente, con la ventana reflejada en secreto sobre la cuchara de plata.
—¿Mamá…? —No se atrevía a preguntarlo—. ¿Qué es… morir? Hablas siempre de lo mismo. ¿Es un sentimiento?
—Para quienes siguen vivos, sí, un mal sentimiento. —La mujer se incorporó de pronto—. Se te hace tarde para la escuela. ¡Corre!
Edwin la besó mientras recogía los libros.
—Adiós.
—Saluda a la maestra de mi parte.
Edwin se alejó de ella como una bala del revólver. Subió por escaleras interminables, cruzando pasillos, vestíbulos, junto a ventanas que derramaban luz en oscuros paneles de galerías, como cascadas blancas. Subió más arriba, a través de las capas de tarta de los Mundos, separadas por la escarcha espesa de las alfombras orientales y coronadas de cirios brillantes.
Desde la escalera más alta miró hacia abajo a través de cuatro intervalos de Universo.
Las Tierras Bajas de la cocina, el comedor, la sala. Dos mesetas de música, juegos, cuadros y habitaciones cerradas, prohibidas. Y aquí —dio media vuelta— las alturas de los picnics, la aventura y el aprendizaje. Aquí se paseaba ociosamente, o cantaba solitarias canciones infantiles en el ventoso viaje a la escuela.
Éste, pues, era el Universo. Papá (o Dios, como mamá lo llamaba a menudo) había levantado estas montañas de yeso empapelado, hacía mucho tiempo. Ésta era la creación de Dios-Padre, en la que bastaba con apretar un botón para que brillaran las estrellas. Y el sol era mamá, y mamá era el sol, y a su alrededor giraban todos los mundos. Y Edwin, un meteoro pequeño y oscuro, daba vueltas una y otra vez en las alfombras oscuras y los tapices deslumbrantes del espacio. Se podía ver cómo subía y se desvanecía en los vastos cometas de las escaleras, en marchas y exploraciones.
A veces él y la madre comían en las Tierras Altas, extendiendo manteles frescos como la nieve en velludos y rojizos prados de Persia, sobre las hierbas de color escarlata, en el aire enrarecido de las mesetas, en la cima de los mundos, donde retratos escamosos de desconocidos de cara cetrina bajaban los ojos malévolos espiando las comidas y fiestas. Sacaban agua de unos grifos de plata ocultos en nichos de azulejo, quebraban los leños en hornos de piedra, chillando. Jugaban a las escondidas en encantados países altos, en tierras ocultas, desconocidas y salvajes, donde la madre encontraba a Edwin envuelto como una momia en el terciopelo de una cortina o bajo los muebles enchapados como una planta rara protegida contra el viento. En una ocasión se extravió y anduvo durante horas por extrañas faldas montañosas de polvo y de ecos, donde los ganchos y perchas de los armarios sostenían sólo la noche. Pero la madre lo encontró y llevó al lloroso Edwin escaleras abajo, al Universo del nivel del suelo, a la sala donde las motas de polvo, exactas y familiares, caían en lloviznas de chispas en el aire iluminado por el sol.
Edwin corrió escaleras arriba.
Aquí golpeó miles de miles de puertas, todas cerradas y prohibidas. Aquí unas señoras de Picasso y unos caballeros de Dalí gritaban silenciosamente desde los asilos de las telas, observando con ojos dorados y ardientes los holgazaneos de Edwin.
—Esas cosas viven ahí afuera —había dicho la madre, señalando las familias Dalí-Picasso.
Ahora, corriendo rápidamente, Edwin les sacó la lengua.
Dejó de correr.
Una de las puertas prohibidas estaba abierta.
La clara luz del sol asomaba oblicuamente, tentándolo.
Más allá de la puerta, una escalera de espiral subía en el sol y el silencio.
Edwin se quedó allí un rato, jadeando. Año tras año había probado los pestillos de las puertas prohibidas, y siempre estaban cerradas. ¿Qué ocurriría ahora si abría esta puerta del todo y subía por la escalera? ¿Habría algún Monstruo oculto allá arriba?
—Hola.
La voz subió saltando en la espiral del sol.
—Hola… —suspiró un eco débil, perezoso, lejano, alto, alto, que se apagó en seguida.
Edwin cruzó el umbral.
—Por favor, por favor, no me hagas daño —le susurró al alto sitio soleado.
Subió deteniéndose en cada escalón, esperando el castigo, con los ojos cerrados como un penitente. Más rápido ahora, saltó alrededor y alrededor y hacia arriba hasta que las rodillas le dolieron y el aliento le entró y le salió como impulsado por una bomba neumática y la cabeza le resonó como una campana hasta que al fin alcanzó la cima terrible y se encontró en la terraza de una torre, inundada de sol.
El sol le golpeó los ojos. Nunca, nunca había conocido tanto sol. Se apoyó en la barandilla de hierro.
—¡Está ahí! —Abrió la boca moviendo la cabeza hacia uno y otro lado—. ¡Está ahí! —Corrió en círculos—. ¡Ahí!
Estaba más arriba de la sombría barrera de árboles. Era aquélla la primera vez que podía mirar por encima de los castaños y olmos ventosos, y hasta donde le alcanzaba la vista había hierba verde, árboles verdes y cintas blancas por donde corrían los coleópteros, y la otra mitad del mundo era azul e interminable, y el sol parecía perdido y goteaba en una increíble y honda habitación azul, tan vasta que Edwin sintió que se caía, y gritó, y se tomó con las dos manos del borde del parapeto, y más allá de los árboles, más allá de las cintas blancas donde corrían los coleópteros vio cosas que se alzaban como dedos, pero no vio terrores de la familia Dalí-Picasso, vio sólo unos pañuelitos azules y blancos y rojos que ondeaban en unos mástiles blancos.
Se sintió enfermo de pronto; estaba enfermo otra vez.
Volviéndose, casi cayó escaleras abajo.
Cerró de un golpe la puerta prohibida, apoyándose contra ella.
—Te quedarás ciego. —Se apretó las manos contra los ojos—. No tenías que haber visto, no, ¡no!
Cayó de rodillas y se quedó retorcido allí en el suelo. Sólo tenía que esperar un momento; la ceguera llegaría pronto.
Cinco minutos más tarde estaba de pie junto a una ventana común de las Tierras Altas, mirando el Mundo Jardín familiar.
Vio una vez más los olmos y los nogales y la pared de piedra, y aquel bosque que había sido para él hasta entonces como una muralla infinita que cerraba el Mundo, de modo que más allá no había nada sino una nada de pesadilla, y neblina, lluvia, y noche eterna. Ahora sabía que el Universo no terminaba con el bosque. Había otros mundos además de aquellos de las Tierras Altas y las Tierras Bajas.
Probó otra vez la puerta prohibida. Cerrada.
¿Había subido realmente? ¿Había descubierto de verdad aquella vastedad azulada y verde? ¿Dios lo había visto? Edwin se estremeció. Dios, Dios, que fumaba misteriosas pipas negras y esgrimía bastones mágicos. Dios, que quizás estaba observándolo aun ahora.
—Todavía puedo ver. Gracias, gracias, ¡todavía puedo ver!
A las nueve y media, una hora y media tarde, llamó a la puerta de la escuela.
—¡Buenos días, maestra!
La puerta se abrió. La maestra esperaba vestida con unos hábitos de monje, largos, grises, de tela basta; la capucha le ocultaba el rostro, y tenía puestos los lentes de plata. Las manos cubiertas con guantes grises le hicieron una seña.
—Llegas tarde.
Más allá, el fuego de la chimenea coloreaba el país de los libros. Había paredes enladrilladas con enciclopedias, y una chimenea en la que uno se podía meter sin golpearse la coronilla. Un leño ardía con un resplandor feroz.
La puerta se cerró y hubo un silencio cálido. Aquí estaba el pupitre, donde Dios se había sentado una vez; Dios había pisado esta misma alfombra, y había llenado la pipa con tabaco aromático, mirando ceñudamente la vasta ventana de vidrios emplomados. El cuarto olía a Dios, a madera pulida, tabaco, cuero y monedas de plata. Aquí la voz de la maestra cantaba como un arpa solemne, hablando de Dios, los viejos días, y el Mundo que la determinación de Dios había sacudido, y el ingenio de Dios había estremecido, y la mano de Dios había sacado de la nada, con un esbozo, un grito, una madera alzada al aire. Las huellas dactilares de Dios todavía estaban en media docena de lápices afilados, como copos de nieve derretidos a medias, y guardados en vitrinas. Nunca había que tocarlos, pues si no, se desvanecerían para siempre.
Aquí, aquí en las Tierras Altas, al sonido blando de la voz de la maestra que hablaba y hablaba, Edwin aprendía lo que debía aprender: de él mismo y de su cuerpo. Crecería con los años hasta ser una Presencia; tenía que acomodarse a los olores y a la voz de trompeta de Dios. Un día se alzaría envuelto en un fuego pálido, junto a la elevada ventana, y dando un grito libraría de polvo a los rayos de los Mundos; sería Dios él mismo. Nada podía impedirlo. Ni el cielo, ni los árboles, ni las cosas que estaban más allá de los árboles.
La maestra se movió en el cuarto como una nube de vapor.
—¿Por qué has llegado tarde, Edwin?
—No sé.
—Te lo preguntaré de nuevo. Edwin, ¿por qué has llegado tarde?
—Una…, una de las puertas prohibidas estaba abierta y…
Edwin oyó que la maestra contenía el aliento, siseando. Vio que se echaba lentamente hacia atrás y se hundía en la silla alta labrada a mano, y que la oscuridad la devoraba, y que los lentes emitían una luz débil, antes de desvanecerse. Sintió que la maestra lo miraba desde la sombra y que le hablaba con una voz apagada, como una voz que se oye de noche, la propia voz de uno poco antes de despertar de una pesadilla.
—¿Qué puerta? ¿Dónde? —preguntó la maestra—. Ah, ¡tenía que estar cerrada!
—La puerta junto a la gente de Dalí-Picasso —dijo Edwin, aterrorizado. Él y la maestra habían sido siempre amigos. ¿Había terminado esa amistad? ¿Él la había estropeado?—. Subía las escaleras. ¡Tuve que hacerlo! De veras lo siento. No se lo cuente a mamá, por favor.
La maestra parecía perdida en el hueco de la silla, en el hueco de la capucha. Los lentes eran como débiles luciérnagas en aquel pozo de soledad.
—¿Y qué viste allí? —murmuró la maestra.
—¡Una sala grande y azul!
—¿Sí?
—Y una sala verde, y cintas con bichos que corrían, pero me quedé allí poco tiempo, poco tiempo, ¡lo juro!
—Una sala verde, y cintas, sí, cintas, y bichos que corren, sí —dijo la mujer con una voz que entristeció a Edwin.
Trató de tocar la mano de la maestra, pero la mano cayó en el regazo y retrocedió a la oscuridad del pecho.
—Bajé en seguida, cerré la puerta, y no miraré otra vez, ¡nunca! —gritó Edwin.
La voz de la mujer era ahora tan débil que Edwin apenas podía oírla.
—Pero ahora has visto, y querrás ver otras cosas, y ya nadie te quitará la oscuridad. —La capucha se movía lentamente hacia atrás y hacia adelante, volviéndose hacia Edwin, interrogando—. ¿Te…, te gustó lo que viste?
—Me asusté. Era grande.
—Grande, sí. Grande, grande, Edwin. No como nuestro mundo. Grande, vasto, incierto. Oh, ¿por qué lo hiciste? Sabías que estaba mal.
El fuego floreció y se marchitó en el hogar mientras la maestra esperaba la respuesta de Edwin, y al fin, como el niño no pudo responder, ella dijo, con labios que apenas se movían:
—¿Es a causa de tu madre?
—¡No lo sé!
—¿La encuentras nerviosa, irritante, sientes que te persigue, que te está siempre encima, te gustaría estar solo a veces, no es eso, no es eso, no es eso?
Edwin sollozó, sacudiéndose.
—¡Sí, sí!
—¿Por eso te escapas, porque ella te exige demasiado, te pide todo tu tiempo, todos tus pensamientos? —La voz de la maestra parecía perdida y triste—. Dime…
Edwin tenía las manos pegajosas de lágrimas.
—¡Sí! —Se mordió los dedos y el dorso de las manos—. ¡Sí! —No estaba bien admitir cosas semejantes, pero no tenía que decirlas ahora, ella las decía, ella las decía, y él sólo tenía que asentir, sacudir la cabeza, morderse los nudillos, gritar entre sollozos.
La maestra tenía un millón de años.
—Aprendemos —dijo fatigada. Dejando la silla se movió haciendo oscilar las ropas grises y se acercó al escritorio, donde la mano enguantada buscó largo rato hasta que encontró lápiz y papel—. Aprendemos, oh Dios, pero tan despacio, y con tanto dolor, aprendemos. Pensamos que actuamos bien, pero todo el tiempo, todo el tiempo, echamos a perder el Plan…
La maestra respiró siseando y levantó bruscamente la cabeza. La capucha tembló, como si estuviese vacía.
La maestra escribió unas palabras en el papel.
—Dale esto a tu madre. Dice ahí que debes tener dos horas todas las tardes, para ti mismo, para que andes por donde quieras. Excepto allá afuera, por supuesto. ¿Me escuchas, niño?
—Sí. —Edwin se secó la cara—. Pero…
—Adelante.
—¿Me mintió mamá acerca de los sitios de afuera y las Bestias?
—Mírame —dijo la mujer—. He sido tu amiga. Nunca te castigué, como tu madre ha tenido que hacerlo, a veces. Las dos estamos aquí para ayudarte a entender y a crecer, y para que no te destruyan como a Dios.
La maestra se incorporó, y en ese momento torció la capucha, de modo que el color del fuego le bañó la cara. Rápidamente, el fuego le borró las innumerables arrugas.
Edwin se quedó sin aliento. El corazón se le volcó en un sobresalto.
—¡El fuego! —Edwin miró el fuego y se volvió otra vez hacia la cara de la maestra. La capucha se sacudió, ocultándose. La cara desapareció en el pozo profundo—. Su cara —dijo Edwin—. ¡Se parece a la de mamá!
La maestra se movió rápidamente hacia los libros y tomó uno. Le habló a los estantes con aquella voz alta, cantarina, monótona.
—Las mujeres se parecen todas, es cosa sabida. ¡Olvídalo! ¡Toma, toma! —Y la maestra le alcanzó el libro a Edwin—. Lee el capítulo primero. ¡Lee el diario!
Edwin tomó el libro, pero no sintió el peso en las manos. El fuego retumbó y se succionó a sí mismo brillantemente subiendo por el cañón de la chimenea mientras Edwin comenzaba a leer, y a medida que Edwin leía la maestra iba aflojándose y apaciguándose y tranquilizándose, y cuanto más leía Edwin, más se serenaba y se meneaba la capucha gris, y la cara oculta parecía un badajo silencioso y solemne dentro de una campana. La luz del fuego encendió en los estantes el oro animal de las letras de los libros, y Edwin leía en alta voz, pero pensaba realmente en esos libros con páginas cercenadas o recortadas, donde se habían tachado ciertas líneas y se habían arrancado ciertas ilustraciones, los libros de mandíbulas de cuero apretadamente encoladas, y esos otros como perros rabiosos, sujetos con duras correas de bronce para que él, Edwin, no se acercase.
Todo esto pensó Edwin mientras movía los labios en la calma del fuego:
—En el Principio era Dios. Quien creó el Universo, y los Mundos dentro del Universo, los Continentes dentro de los Mundos, y las Tierras dentro de los Continentes, y de la mente y de la mano de Dios nació Su esposa amantísima y un hijo que con el tiempo llegaría él mismo a ser Dios…
La maestra asintió lentamente. El fuego bajó poco a poco y quedó reducido a unos carbones humeantes. Edwin siguió leyendo.
Deslizándose por el pasamanos, sin aliento, Edwin bajó al vestíbulo.
—¡Mamá! ¡Mamá!
La madre estaba sin aliento, echada en un sillón mullido, de color castaño, como si ella también hubiese venido corriendo desde lejos.
—¡Mamá, mamá, estás empapada!
—¿Sí? —preguntó la madre, como si hubiese corrido por culpa de Edwin—. Sí, sí. —Respiró hondamente y suspiró. Luego le tomó las manos a Edwin, besándoselas. Lo miró, serena, abriendo más y más los ojos—. Bueno, escúchame. Tengo una sorpresa para ti. ¿Sabes qué día es mañana? ¡No lo imaginas! ¡Es el día de tu cumpleaños!
—¡Pero sólo pasaron diez meses!
La madre se rió.
—¡Es mañana! Ocurren maravillas, digo yo. Y si yo digo que una cosa es así, es así, mi querido.
Edwin estaba aturdido.
—¿Y abriremos otro cuarto secreto?
—¡El cuarto catorce, sí! ¡El quince el año próximo, el dieciséis, el diecisiete, y así uno tras otro hasta que cumplas veintiún años, Edwin! Luego, oh, ¡abriremos las puertas de triple cerrojo del más importante de los cuartos, y tú serás el Hombre de la Casa, el Padre, Dios, Señor del Universo!
—Oh —dijo Edwin, y en seguida—: ¡Oh!
Echó los libros al aire, y los libros estallaron como una vasta y susurrante explosión de palomas. Edwin rió. La madre rió. Las risas subieron y cayeron con los libros. Edwin corrió para deslizarse otra vez chillando por el pasamanos.
La madre lo esperó al pie de las escaleras, con los brazos abiertos.
Edwin estaba acostado en cama, a la luz de la luna, tocando la caja de resorte con las puntas de los dedos, pero la tapa no se abría. Movió la caja entre las manos, ciegamente, sin mirarla. Mañana, su cumpleaños, ¿por qué? ¿Era él, Edwin, tan bueno? No. ¿Por qué entonces llegaba tan pronto el día del cumpleaños? Bueno, simplemente porque las cosas se le habían puesto… ¿Cómo decirlo? ¿Nerviosas? Sí, las cosas habían empezado a estremecerse, tanto de día como de noche. Había visto el temblor blanco, la luz de la luna que descendía y descendía tocando la nieve invisible de la cara de la madre. Ya era necesario otro cumpleaños para que se tranquilizara de nuevo.
—Mis cumpleaños —le dijo al techo— vendrán cada vez más rápido desde ahora. Lo sé, lo sé. Mamá se ríe tan alto, y tiene algo en los ojos…
¿Invitarían a la maestra a la fiesta? No. Mamá y la maestra no se encontraban nunca. «¿Por qué no?». «Porque no», dijo mamá. «¿No quiere conocer a mamá, maestra?». «Algún día», dijo la maestra, débilmente, alejándose, flotando como una telaraña a lo largo del pasillo. «Algún… día…».
¿Y dónde pasaba las noches la maestra? ¿Se paseaba por todos esos secretos países montañosos, altos, cerca de la luna, donde una piel de polvo velaba los candeleros, o iba de un lado a otro más allá de los árboles que se extendían más allá de los árboles que se extendían más allá de los árboles? No, no parecía posible.
Edwin apretó el juguete entre las manos sudorosas. El año anterior, cuando las cosas habían empezado a estremecerse y a temblar, ¿mamá no había adelantado también el cumpleaños varios meses? Sí, oh, sí, sí.
Trató de pensar en otra cosa. Dios. Dios constructor de un sótano de medianoche fría, de un altillo tostado por el sol, y todos los milagros intermedios. Pensó en la hora de la muerte, aplastado al fin por un monstruoso escarabajo que esperaba más allá de la pared. ¡Ay, cómo debieron de haberse estremecido los mundos al paso de Dios!
Edwin se acercó la caja de resorte a la boca, murmurando junto a la tapa.
—¡Hola! ¡Hola! Hola, hola…
No hubo respuesta, excepto la tensión del muelle interior. Te sacaré afuera, pensó Edwin. Espera, espera y verás. Puede doler, pero hay un solo modo. Mira, mira…
Edwin salió de la cama y se asomó a la ventana sacando medio cuerpo afuera, mirando el sendero de losas de mármol iluminado por la luna. Alzó la caja todo lo posible, sintió las gotas de sudor en las axilas, sintió la presión de los dedos, sintió el estiramiento de los brazos. Arrojó afuera la caja, gritando. La caja dio vueltas en el aire, cayendo. Tardó un rato en chocar contra el pavimento de mármol.
Edwin se asomó todavía más, jadeante.
—¿Bueno? —gritó—. ¿Bueno? —y otra vez—: ¡Eh, tú! —y luego—: ¡Tú!
Los ecos se apagaron. La caja yacía a la sombra del bosque. Edwin no alcanzaba a ver si el golpe la había abierto. No lograba ver si el polichinela se había alzado, sonriente, saliendo del calabozo horrible o si oscilaba con el viento ya para este lado ya para el otro, mientras las campanillas de plata tintineaban débilmente. Escuchó. Estuvo en la ventana una hora, escuchando, y al fin se volvió a la cama.
La mañana. Unas voces brillantes se movían cerca y lejos, dentro y fuera del Mundo de la Cocina, y Edwin abrió los ojos. ¿De quiénes eran esas voces, de quiénes podían ser? ¿Algunos de los trabajadores de Dios? ¿La gente de Dalí? Pero mamá las odiaba; no. Las voces se apagaron en un rugido zumbante. Silencio. Y desde un sitio remoto llegó un ruido de pasos apresurados, más y más alto y todavía más hasta que la puerta se abrió bruscamente.
—¡Feliz cumpleaños!
Bailaron, comieron pasteles congelados, mordieron helados de limón, bebieron vinos rosados, y allí estaba el nombre de Edwin en una tarta nevada mientras mamá sacaba acordes al piano en una precipitación de sonidos y abría la boca para cantar, y luego se volvía para apartar a Edwin de más fresas, más vinos, más risas que sacudían los candeleros en lluvias temblorosas. Luego, floreció una llave de plata, corrieron a abrir la prohibida puerta catorce.
—¡Listos! ¡Prepárate!
La puerta susurró en la pared.
—Ah —dijo Edwin, bastante decepcionado.
Pues esta habitación decimocuarta no era más que un armario polvoriento, de un color castaño deslucido. ¡No había allí ninguna de las promesas que había encontrado en las salas de los otros aniversarios! El regalo de su sexto cumpleaños había sido el aula de las Tierras Altas. En su séptimo cumpleaños había abierto el cuarto de juegos de las Tierras Bajas. En el octavo, la sala de música; en el noveno, ¡la cocina milagrosa de fuegos infernales! El décimo había sido el día de la habitación donde los fonógrafos susurraban: una continua exhalación de espectros que cantaban en un aire suave. ¡La undécima fue la vasta habitación verde adiamantada del Jardín donde había que cortar la alfombra en vez de barrerla!
—Oh, no te desilusiones, ¡muévete! —La madre, riendo, empujó a Edwin dentro del armario—. ¡Espera hasta descubrir qué mágica es! ¡Cierra la puerta!
Apretó un botón rojo oculto en la pared.
Edwin chilló:
—¡No!
Pues el cuarto se estremecía, animado como una boca que lo sostenía entre mandíbulas de hierro; el cuarto se movió, la pared se deslizó hacia abajo.
—Oh, tranquilo, querido —dijo la madre.
La puerta flotó y bajó al piso, y una larga pared insensatamente vacía se retorció a un lado como una interminable serpiente susurrante para abrirse en otra puerta y otra puerta que no se detuvo y que continuó pasando mientras Edwin gritaba abrazado a la cintura de la madre. El cuarto se quejó y carraspeó en algún sitio; los temblores cesaron, el cuarto se tranquilizó. Edwin se quedó mirando una puerta nueva y extraña y oyó que su madre le decía: Adelante, ábrela, ahí, adelante, ahí. Y la puerta nueva se abrió a un misterio todavía mayor. Edwin parpadeó.
—¡Las Tierras Altas! ¡Éstas son las Tierras Altas! ¿Cómo llegamos aquí? ¡Dónde está el vestíbulo, madre, dónde está el vestíbulo!
La madre lo empujó a través de la puerta.
—Saltamos hacia arriba, y volamos. ¡Una vez por semana subirás volando a la escuela en vez de dar ese largo rodeo!
Edwin no podía moverse aún, y contempló el misterio de una Tierra cambiada por otra Tierra, de un País reemplazado por otro País todavía más alto y lejano.
—Oh, madre, madre… —dijo.
Fue un tiempo largo y dulce en las hierbas altas del jardín donde conocieron los ocios más deleitables, bebiendo copones de sidra con los codos apoyados en almohadones de seda escarlata, descalzos, los dedos de los pies envueltos en la aspereza de los dientes de león, la dulzura de los tréboles. La madre se sobresaltó dos veces cuando oyó el rugido de los Monstruos del otro lado de la floresta. Edwin le besó la mejilla.
—No te preocupes —le dijo—. Aquí estoy para protegerte.
—Lo sé muy bien —dijo ella, pero se volvió a mirar la figura de los árboles como si en cualquier momento el caos que esperaba allá afuera pudiese destruir instantáneamente el bosque, estampando un pie de Titán y reduciéndolos a polvo.
Cuando ya caía la tarde larga y azul vieron un pájaro de cromo que volaba atravesando una abertura brillante entre los árboles, alto y rugiente. Corrieron al vestíbulo, las cabezas inclinadas como antes de una tormenta verde de relámpagos y lluvia, sintiendo que el sonido los empapaba con cataratas enceguecedoras.
Una crepitación y otra… y el cumpleaños se apagó en una nada de celofán. A la caída del sol, en el país de la sala, iluminada apenas, la madre inhaló champaña por la nariz, delicada y diminuta como el brote de una planta, y por la boca, pálida como una rosa de verano. Luego, aturdida y soñolienta, arrastró a Edwin al dormitorio y lo encerró.
Edwin se desvistió en una lenta pantomima de asombro, pensando: este año, el año próximo, y qué habitación dentro de dos años, de tres. ¿Qué serían las Bestias, los Monstruos? ¿Y la destrucción y el asesinato que venían de Dios? ¿Qué era un asesinato? ¿Qué era la muerte? ¿Sería la muerte un sentimiento? ¿Lo había disfrutado tanto Dios que por eso no había vuelto nunca? ¿Era entonces la muerte un viaje?
En el vestíbulo, mientras iba escaleras abajo, la madre dejó caer una botella de champaña. Edwin lo oyó y sintió frío, pues el pensamiento que lo asaltó entonces fue: ése es el sonido de mamá. Si ella se caía, si se rompía, a la mañana siguiente uno descubriría un millón de fragmentos. Unos cristales brillantes y un vino claro en la alfombra, eso era todo lo que uno vería al alba.
La mañana fue un aroma de viñas y uvas y musgo en el cuarto de Edwin, un aroma de sombra fresca. Escaleras abajo, en ese mismo instante, el desayuno estaba quizá manifestándose a sí mismo como un castañeteo de dedos sobre las mesas invernales.
Edwin se levantó para lavarse y vestirse y esperó, sintiéndose magníficamente bien. Ahora todo parecería fresco y nuevo por lo menos durante un mes. Hoy, como todos los días, habría desayuno, escuela, almuerzo, canciones en la sala de música, una hora o dos de juegos eléctricos, y luego… té en las Tierras Exteriores, sobre el césped luminoso. Después otra vez la escuela, en una última hora tardía, rondando junto con la maestra la biblioteca censurada, devanándose los sesos ante palabras y pensamientos que hablaban del mundo exterior censurado.
Había olvidado la nota de la maestra. Tenía que dársela a la madre.
Abrió la puerta. El vestíbulo estaba vacío. Descendiendo a las profundidades de los Mundos, flotaba una niebla tenue, y ninguna pisada quebraba el silencio. Había quietud en las colinas; las fuentes de plata no latían a la primera luz del sol, y la baranda que subía retorciéndose entre las nieblas era un monstruo prehistórico que husmeaba el dormitorio. Se apartó de la criatura, buscando a la madre, como un bote blanco arrastrado por las mareas del alba y los vapores abisales.
La madre no estaba allí. Se precipitó descendiendo por las tierras serenas, gritando:
—¡Mamá!
La encontró en la sala, echada en el suelo. Tenía puesto el brillante vestido de fiesta de color verde oro, y apretaba en una mano el cuello de una botella de champaña. La alfombra estaba cubierta de vidrios.
La madre dormía, obviamente, de modo que Edwin se sentó a la mágica mesa del desayuno. Miró parpadeando el mantel blanco y vacío y los platos resplandecientes. No había comida. Toda la vida lo habían esperado allí unos alimentos maravillosos. Hoy no.
—¡Mamá, despierta! —Corrió hacia la madre—. ¿Iré a la escuela? ¿Dónde está la comida? ¡Despierta!
Corrió escaleras arriba.
En las Tierras Altas había frío y sombras, y los soles de vidrio blanco no brillaban más en los techos de ese día, de nieblas tétricas. Edwin corrió por pasillos oscuros, por descoloridos continentes de silencio. Llamó y llamó a la puerta de la escuela. La puerta se abrió lentamente, sola, gimiendo.
La escuela estaba vacía y oscura. En la chimenea no rugía ningún fuego arrojando sombras a las vigas del techo… No se oía ningún crujido, ningún suspiro.
—¿Maestra?
Edwin se detuvo en el centro de la habitación muerta y helada.
—¡Maestra! —gritó.
Tiró de las cortinas; un débil rayo de sol cayó atravesando los vidrios emplomados.
Edwin movió las manos. Le ordenó al fuego que estallara como un grano de maíz. Le ordenó que floreciera en vida. Cerró los ojos, esperando a que la maestra apareciera. Abrió los ojos y miró estupefacto el pupitre.
La túnica y la bufanda gris estaban allí cuidadosamente dobladas, y los lentes de plata brillaban encima, al lado de un guante gris. Edwin los tocó. El otro guante había desaparecido. Descubrió encima de la túnica un pedazo de lápiz de cosmética. Lo probó dibujándose unas líneas oscuras en las manos.
Retrocedió, los ojos clavados en la túnica vacía, los lentes, el lápiz grasoso. Tocó el pestillo de una puerta que siempre había estado cerrada. La puerta se abrió lentamente. Edwin se encontró mirando el interior de un armarito pardo.
—¡Maestra!
Entró de prisa en el armario, y la puerta se cerró bruscamente, detrás. Apretó un botón rojo. La habitación se hundió, y junto con ella se hundió también una frialdad lenta y mortal. En el mundo había silencio, quietud y calma. La maestra había desaparecido, y la madre… dormía. El cuarto cayó todavía más, sosteniendo a Edwin entre unas mandíbulas de hierro.
Un golpe de maquinarias. Una puerta se abrió deslizándose. Edwin salió corriendo. ¡La sala!
Detrás no dejaba una puerta sino un simple panel de roble.
La madre yacía aún en el piso, imperturbable. Edwin movió el cuerpo y alcanzó a ver debajo un guante gris y blando, un guante de la maestra.
Se quedó de pie junto a la madre, largo rato, mirando el guante increíble que tenía en la mano. Al fin se puso a gimotear.
Huyó corriendo a las Tierras Altas. La chimenea estaba fría; el cuarto, vacío. Esperó. La maestra no aparecía. Descendió de nuevo corriendo a las solemnes Tierras Bajas, y le ordenó a la mesa que se cubriera con platos humeantes. No ocurrió nada. Se sentó junto a la madre, hablándole y rogándole y tocándola, y las manos de ella estaban frías.
El tictac del reloj continuó y la luz cambió en el cielo y la madre no se movía, y Edwin tenía hambre y el polvo silencioso descendía en el aire a través de todos los Mundos. Edwin pensó en la maestra y supo que no estaba en ninguna de las colinas y montañas de arriba, y que sólo podía estar en un sitio. Había entrado por error en las Tierras Exteriores, y se había extraviado y no saldría de allí hasta que alguien fuera a buscarla. De modo que él, Edwin, tenía que salir, llamarla, traerla de vuelta para despertar a mamá, pues si no mamá se quedaría allí para siempre mientras el polvo caía en los vastos espacios oscurecidos.
Atravesó la cocina, salió por atrás, y encontró el sol poniente y oyó débilmente los cascos de las Bestias más allá de la frontera del Mundo. Se apoyó en la pared del jardín, no atreviéndose a seguir, y en las sombras, a la distancia, vio la caja rota que había arrojado por la ventana. Unas motas de luz solar chispeaban en la tapa rota y tocaban temblorosamente una y otra vez la cara del polichinela, que había saltado afuera y ahora abría los brazos en un eterno ademán de libertad. El muñeco sonreía y no sonreía, sonreía y no sonreía, mientras el sol parpadeaba sobre la boca, y Edwin miraba, de pie, hipnotizado, por encima y más allá. El muñeco abría los brazos hacia el sendero que se alejaba entre los árboles secretos, el sendero prohibido, manchado por los excrementos oleosos de las Bestias. Pero el sendero se extendía en silencio y el sol calentaba y Edwin oyó el viento que soplaba apenas entre los árboles. Al fin se adelantó dejando atrás la pared del jardín.
—¿Maestra?
Siguió caminando a lo largo del sendero, unos pocos metros.
—¡Maestra!
Los zapatos le resbalaban en los excrementos de las Bestias, y Edwin miraba sin ver el extremo del túnel inmóvil. El sendero se movía debajo, los árboles encima.
—¡Maestra!
Caminó lentamente, pero sin detenerse ni aminorar la marcha. Al fin se volvió. Detrás se extendía el Mundo y aquel nuevo silencio. ¡El Mundo parecía disminuido, menor! Qué raro era verlo más pequeño que antes. Hasta hacía poco había sido siempre inmenso, y Edwin no había pensado nunca que cambiaría alguna vez. Sintió que se le paraba el corazón. Dio un paso atrás. Pero casi en seguida sintió que el silencio del Mundo lo aterrorizaba y se volvió de nuevo hacia el sendero del bosque.
Todo lo que se extendía delante era nuevo. Los olores le colmaban la nariz; los colores, las formas raras, las dimensiones increíbles le colmaban los ojos.
Si corro más allá de los árboles me moriré, pensó, pues eso es lo que mamá decía. Te morirás, te morirás.
Pero ¿qué era morirse? ¿Otro cuarto? ¡Un cuarto azul, un cuarto verde, mucho más grande que todos los cuartos anteriores! Pero ¿y la llave? Allá, muy lejos, un portón de hierro abierto de par en par, una puerta de hierro forjado. ¡Más allá un cuarto tan inmenso como el cielo, todo coloreado de verde con hierbas y árboles! Oh, mamá, maestra…
Edwin corrió, tropezó, cayó, se levantó, corrió de nuevo, y dejó atrás las piernas entumecidas mientras caía y caía por la pendiente de una loma, fuera del sendero, gimoteando, llorando; y al fin los gimoteos y los llantos se transformaron en nuevos sonidos. Llegó a la puerta de hierro enmohecida y chirriante y la cruzó de un salto. El Universo se bamboleó detrás. Edwin corrió otra vez y ya no miró más los Mundos Antiguos, que se marchitaron y desvanecieron.
El policía se detuvo al borde de la acera, mirando la calle.
—Esos niños…, no los entenderé nunca.
—¿Qué pasó? —preguntó el peatón.
El policía pensó un rato frunciendo el ceño.
—Hace un par de segundos un niño pasó corriendo. Reía y lloraba, reía y lloraba, todo a la vez. Saltaba arriba y adelante y tocaba todas las cosas. Cosas como faroles, postes telefónicos, bocas de agua, perros, gente. Cosas como aceras, vallas, puertas, coches, ventanas de vidrio esmerilado, cilindros de barbería. Demonios, hasta me tocó a mí y me miró, y miró el cielo, y viera cómo lloraba, y en todo ese tiempo gritaba y gritaba algo raro.
—¿Qué gritaba? —preguntó el peatón.
—Gritaba siempre: «¡Estoy muerto, estoy muerto, me alegra estar muerto, estoy muerto, estoy muerto, me alegra estar muerto, estoy muerto, estoy muerto, es bueno estar muerto!». —El policía se rascó lentamente la barbilla—. Otro de esos nuevos juegos de niños, supongo.
El país de octubre, 1955.