sábado, 9 de septiembre de 2017

La partida. Leónidas Berletta.

Trajeron agua del río, y se lavó, despacio.
-Mire, Adelina, déme una camisa limpia -dijo con voz ahogada-, quiero irme decente.
La mujer le anudó el pañuelo al cuello y le peinó el cabello largo alrededor de las orejas.
-Bueno; me voy -dijo con una exaltación ahogada-. Tráigame el rebenque grande, ¿quiere?
Los ojos, chiquitos, con un anillo de agua en la pupila, brillaron agudos por un instante.
-Bueno; me voy -repitió, ensimismado.
La mujer se movió; fija la mirada triste, las manos, cruzadas sobre el vientre.
-Bueno; me voy -tornó a decir, y agregó con cierta firmeza: -Déjela entrar nomás a la Elenita.
La muchacha entró, demudada. Quedó inmóvil junto a su padre y gruesas lágrimas empezaron a mojarle la cara.
-¿Por qué llora, pues? -dijo él suavecito-. Enjúguese. Acérquese a besar a su padre. No pierda el tiempo. Ya tendrá ocasión de llorar. Béseme de una vez y hágalo entrar al Emilio.
La separó despacito de su rostro y la muchacha salió, hipando.
Afuera se detuvo frente a su hermano y a su madre y dijo, aspirando las sílabas:
¡Se va!
La puerta del rancho volvió a chirriar y entró el varón, serio, indeciso, mirando con insistencia al suelo, balanceándose como si tuviese que tomar impulso para dar un salto.
El padre lo miró de hito en hito, y de repente, exclamó con la voz alterada:
-Vea, muchacho… Déme su mano… ¡Qué embromar…! ¡Si es un alivio…! -y al apretar la mano, añadió…: -¡Esto me basta!
Y como sabía que su hijo no iba a soltar palabra, dijo por él:
¡Y que me vaya lindo!
Fue un apretón de manos corto, firme.
Deje entrar ahora a su madre, que está esperando.
Salió el mozo, con la boca apretada, respirando fuerte y esquivando los ojos. Se plantó frente a su madre y a su hermana y masculló entre dientes, como con rabia:
-¡Se va!
Y entró la madre. Se aproximó lentamente al hombre; los ojos colorados, la boca estremecida.
-Siéntese -murmuró él-. Quédese un ratito así. No me diga nada. ¿Comprende?
Varillas de luz caían desde el techo del rancho. Oían distintamente el ruido que hacían los dos al respirar.
Él no necesitó mirarla para saber que tenía los ojos llenos de lágrimas. Le dijo con dulzura:
-Mire, Adelina, usté no pudo ser mejor de lo que fue… Mire… ¡y ojalá yo hubiese sido como usted quiso que fuera…! ¡Verdá…! ¡Verdá…!
Hizo un instante de silencio y luego:
-¡Está bueno…! Mire, Adelina, prepárese nomás. Y déjese de andar lloriqueando. Todas las partidas son lo mesmo. Verdá. Y ahora, con su licencia, déjeme que me vaya.
Entonces la mujer se arrodilla y barbota entro sollozos:
-No; Bautista, si usté no se me va. ¡Qué se me va a ir! ¡Cómo me va a dejar a mí solita! ¡Hemos andado tanto tiempo acollarados! ¡No; si usté no se me va!
Pero se interrumpe de golpe porque la mano de su hombre ha caído inerte fuera del camastro.
Ahora se enjuga los ojos, sale del rancho, enfrenta desesperada a sus hijos y dice con voz ronca:
¡Se jue!


viernes, 8 de septiembre de 2017

Finlandia. Hernán Casciari.

El 14 de noviembre de 1995 maté sin querer a la hija mayor de mi hermana, haciendo marchatrás con el auto. Entre el impacto seco, los gritos de pánico de mi familia y el descubrimiento de que en realidad había chocado contra un tronco, ocurrieron los diez segundos más intensos de mi vida. Diez segundos durante los que me aferré al tiempo y supe que todo futuro posible sería un infierno interminable.
Yo vivía en Buenos Aires y había viajado a Mercedes para festejar el cumpleaños número ochenta de mi abuela paterna (por eso recuerdo la fecha exacta: porque en unos días mi abuela cumplirá noventa, porque en unos días se cumplirán diez años de esto que ahora narro y que me marcó como ninguna otra cosa, ni buena ni mala, en la vida).
Festejábamos el aniversario de mi abuela con un asado en la quinta; ya estábamos en la sobremesa familiar. A las tres de la tarde le pido prestado el auto a Roberto para ir hasta el diario a entregar un reportaje. Me subo al coche, vigilo por el espejo retrovisor que no haya chicos rondando y hago marchatrás para encarar la tranquera y salir a la calle. Entonces siento el golpe, seco contra la parte de atrás del auto, y se detiene el mundo para siempre.
A cuarenta metros, en la mesa donde todos conversan, mi hermana se levanta aterrada y grita el nombre de su hija. Mi madre, o mi abuela, alguien, también grita:
—¡La agarró!
Entonces me doy cuenta de que mi vida, tal y como estaba transcurriendo, había llegado al final. Mi vida ya no era. Lo supe inmediatamente. Supe que mi sobrina, de tres años, estaba detrás del auto; supe que, a causa de su altura, yo no habría podido verla por el espejo antes de hacer marchatrás; supe, por fin, que efectivamente acababa de matarla.
Diez segundos es lo que tardan todos en correr desde la mesa hasta el auto. Los veo levantarse, con el gesto desencajado, veo un vaso de vino interminable cayendo al suelo. Los veo a ellos, de frente, venir hasta mí. Yo no hago nada; ni me bajo del coche, ni miro a nadie: no tengo ojos que dedicarle al mundo real, porque ya ha empezado mi viaje fatal en el tiempo, mi larguísimo viaje que en la superficie duraría diez segundos pero que, dentro mío, se convertirá en una eternidad pegajosa.
En ese momento (no sé por qué es tan grande la certeza) no tengo dudas sobre lo que acabo de hacer. No pienso en la posibilidad de que sea un tronco lo que he embestido, ni pienso que mi sobrina está durmiendo la siesta dentro de la casa. Lo veo todo tan claro, tan real, que solamente me queda pensar por última vez en mí antes de dejarme matar.
"Ojalá el Negro me mate" —pienso—, "ojalá sea tan grande su enajenación de padre salvaje, tan grande su rabia, que me pegue hasta matarme y no me dé la opción de tener que suicidarme yo mismo, esta noche, con mis propias manos, porque soy cobarde y no podría hacerlo, porque cometería la peor de todas las bajezas: me iría a Finlandia". Utilizo esos diez segundos, los últimos de calma que tendré en toda mi vida, para pensar en quien ya no seré nunca más.


Tenía casi veinticinco años, estaba escribiendo una novela larguísima y placentera, vivía en una casa preciosa del barrio de Villa Urquiza, con una mesa de pinpón en la terraza y toda la vida por delante, trabajaba en una revista donde me pagaban muy bien, tenía una vida social intensa, era feliz, y entonces mato a mi ahijada de tres años y se apagan todas las luces de todas las habitaciones de todas las casas en las que podría haber sido feliz en el futuro. Lo pienso de ese modo, desapasionadamente, porque ya no tengo ni cuerpo con el que temblar.
En esos diez segundos, en donde el tiempo real se ha roto literalmente, en donde el cerebro trabaja durante horas para instalarse en un recipiente de diez segundos, descubro con nitidez que mis únicas opciones —si mi cuñado no me hace el favor de matarme allí mismo— son las de huir (huir de inmediato, sobornar a alguien y escapar del país) o suicidarme. Lo que más me duele, tal como están las cosas, es que no podré volver a escribir literatura, ni a reír.
Durante mucho tiempo, durante años enteros, me siguió sorprendiendo la frialdad con que asumí la catástrofe en esos diez segundos en que había matado a mi sobrina. No fue exactamente frialdad, sino algo peor: fue un desdoblamiento del alma, una objetividad inhumana. Me dolía saber que ya no podría escribir, que en el suicidio o en la huida —aún no había optado con qué quedarme— no existiría esa opción: la de los placeres.
Podía irme a Finlandia, sí, a cualquier país lejano y frío, podía no llamar nunca más a mi familia ni a los amigos, podía convertirme en fiambrero en un supermercado de Hämeenlinna, pero ya no podría volver a escribir, ni amar a una mujer, ni pescar. Me daría vergüenza la felicidad, me daría vergüenza el olvido y la distracción. La culpa estaría allí involuntariamente, pero cuando comenzara la falsa calma o el olvido momentáneo, yo mismo regresaría a la culpa para seguir sufriendo. La vida había terminado. Yo debía desaparecer.
Pero si desaparecía, qué. Qué importancia podía tener darles a ellos la serenidad de no ver nunca más al asesino. Ellos, mi familia, los que ahora corrían lentamente desde la mesa al coche para matarme o para ver el cadáver de un niño, podrían creerme exiliado, lleno de dolor y de miedo, temeroso y ruin, o agorafóbico; o podrían sospecharme loco, como esas personas que pierden el rumbo y la memoria después de los terremotos; alucinado, mendigo, enfermo; podrían hasta perdonarme pues me creerían fuera de toda felicidad, fuera de todo placer. Matarían a quien blasfemara mi memoria diciendo que se me ha visto reír en una ciudad finlandesa, a quien dijera que se me ha visto beber en un bar de putas, o escribir un cuento, ganar dinero, seducir a una mujer, acariciar un gato, pescar bogas o dar limosna a un marroquí en el metro. No creerían que alguien (ya no yo en particular, sino que nadie) fuese capaz de semejante flaqueza, de tan penoso olvido, de matar y no llorar, de escapar y no seguir pensando en la tarde de verano en que una niña de tu sangre ha muerto bajo las ruedas del coche.
Diez segundos eternos hasta que alguien ve el tronco y todos olvidan la situación.
Nadie, ninguna de todas las personas que almorzaban aquella tarde de hace diez años en Mercedes, recuerda ahora esta anécdota. Nadie ha tenido pesadillas con estas imágenes: sólo yo me he despertado transpirado durante años enteros, cuando esos diez segundos regresan por la noche sin el final feliz del tronco; para ellos no ocurrió más que la abolladura de un guardabarros al final de la primavera.
Nada malo pasó aquella tarde, ni nada malo ocurrió, antes o después, en mi vida. Han pasado diez años desde entonces y todo ha sido un remanso en el que nunca lo irreversible se ha metido conmigo. ¿Por qué entonces, en estos días, siento que he cumplido sólo diez, y no treinta y cinco años? ¿Por qué le doy más importancia a esta fecha en que no maté a nadie, que a aquella otra fecha anterior en que salí de mi madre dando un grito eufórico de vida? ¿Por qué algunas noches me despierto y descubro que me falta el aire, y recuerdo como real el frío de una cabaña en Finlandia, y me encuentro con las hilachas de la angustia y el exilio, y me ahoga la cobardía de no haber tenido la voluntad de suicidarme?
Es la fragilidad de la paz la que nos devuelve al escalofrío y a la incertidumbre. Es la velocidad infernal de la desgracia, que acecha como un águila en la noche, la que sigue allí escondida para quitarnos todo y dejarnos aferrados a un volante y pensando que la única opción es morir solos en Finlandia, con los ojos secos de no llorar.
Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero todos sabemos, por debajo de la risa y del amor y del sexo y de las noches con amigos y de los libros y los discos, que no siempre es un tronco. A veces es Finlandia.



jueves, 7 de septiembre de 2017

Hospital. Antonio Báez.

Pasé más o menos un año entrando y saliendo de un par de hospitales. Conocí a varios hombres con poco más de 30 que no salieron vivos: entre ellos mi hermano. Tomé muchas veces el menú de sus cafeterías, compré revistas en sus tiendas de regalos, dormité en sus asientos y a veces me tumbé en una cama vacía, fumé en sus pasillos y paseé por sus alrededores. Llegué a conocer muchos de sus rincones, la capilla, la biblioteca, las puertas por donde había que entrar o salir a determinadas horas de la noche. Vi la tele en el hospital, leí un par de libros, oí música en el aparcamiento, celebré un fin de año. Conocí a personas que estaban en una situación similar a la mía. Hermanos de enfermos, hijos a su vez de padres y madres con hijos enfermos. Conocí enfermeras que me gustaron. Entraban en la habitación de aislamiento con la mascarilla por encima de la nariz y yo trataba de imaginar el rostro que se escondía debajo. Sus ojos se volvían de ese modo muy expresivos. Eran enfermeras muy amables que atendían al enfermo mientras yo observaba sus delicadas manipulaciones. Solía haber dos pacientes por habitación. Una de las inquietudes más normales tenía que ver con el tipo de compañero que nos tocaría en suerte. Los había rebeldes como el que se encierra en el baño a fumar, impertinentes que se quejan por cualquier cosa, otros hoscos, todo el día de cara a la pared. El mejor de los compañeros era siempre discreto y dócil a los tratamientos. El miedo es un sentimiento que hay que manejar con respeto por uno mismo y por los demás. En las circunstancias de las que hablo se pasa mucho miedo. A veces hay que engañar al miedo. En cierta ocasión que me marchaba del hospital miré hacia uno de los ventanales de la planta donde estaba mi hermano y le dije adiós con la mano. Me devolvió el saludo. Como sabía que me observaba accioné mi mando a distancia, pero no entré por mi asiento, sino que abrí el maletero y me metí en él. La puerta me cayó encima, pero no dejé que se cerrase. Me quedé en la oscuridad apenas unos segundos y volví a salir, patoso y desorientado. Volví a mirar hacia los ventanales y él me dijo adiós nuevamente celebrando mi actuación. Meses después tuve sus cenizas en mi casa. Un bote lleno de virutas grises.

 La magia de los días. Antonio Báez, 2016.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

La fama. Enrique Anderson Imbert.

El poeta la vio pasar, aprisa; y aprisa corrió tras ella y se quejó:
-¿Y nada para mí? A tantos poetas que valen menos ya los has distinguido: ¿y a mí cuándo?
La Fama, sin detenerse, miró al poeta por encima del hombro y contestó sonriéndole mientras apresuraba la carrera:
-Exactamente dentro de dos años, a las cinco de la tarde, en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, un joven periodista abrirá el primer libro que publicaste y empezará a tomar notas para un estudio consagratorio. Te prometo que allí estaré.
-¡Ah, te lo agradezco mucho!
-Agradécemelo ahora, porque dentro de dos años ya no tendrás voz.

 

martes, 5 de septiembre de 2017

El jardín de la mimosa. Ámbar Past.

Mi abuela sirve el té arriba en la casa, hace gárgaras antes de ir a la iglesia metodista mientras nosotros, mi abuelo y yo, encalamos el sótano, renovamos las brasas del calefactor, pintamos los zapatos de color amarillo.
Se baña mi abuelo y me regaña porque lo miro desnudo. Sus pliegues de piel cansada me recuerdan de un viejo elefante de color rosa. Me acaricia con su mejilla de chayote y pregunta si debe rasurarse. El sótano huele a hulla, agua caliente, cal y moho. Mi abuelo, que se llama “El gran Cid”, masca tabaco y escupe en los frascos adornados con estrellas de plata que le regalo en su cumpleaños.
Afuera en el jardín encontramos nidos de pajarillos entre la hiedra, nueces bajo el nogal. Trasplantamos un cerezo; se abre un hoyo grande y se le echa bastante agua. El hoyo es el sótano del árbol.
Mi abuelo me lleva sobre la grava en su carretilla. Me esconde entre un montón de hojas aromáticas y de maple y cuando aparezco de repente finge sorprenderse.
Llega la hora de escuchar la radio en el cuarto donde duerme mi abuelo en el sótano y veo el cuadro de un boxeador que le pintó mi tío. Mi abuelo me enseña la A la B la C con sus lentes puestos y su lápiz de carpintero.
Los domingos preparo agua de limón y subimos la montaña. Desde arriba se ve el río como culebra, el panteón de la Guerra Civil. Mi abuelo me explica todo. Me dice que hay que andar despacito y nunca meterse en los líos de otros. Me dice los nombres de los árboles en latín. Encontramos yerbabuena para nuestra agua de limón y más para sembrar en el jardín.
Mi abuelo tiene un tatuaje azul de un ancla porque era marinero y trabajaba en los muelles cargando baúles antes de que se hiciera doctor. Todavía le gusta pasar la noche junto a las vías del tren cantando con los hombres que viajan en los furgones de carga. Cuando era novio mi abuelo viajaba cuatro mil kilómetros de polizonte para pasar una tarde con mi abuela. Ahora lava los trastos con jabón tocador hasta que huelen a perfume. Cuando termina se pone su sombrero y nos vamos a la farmacia. Toda la gente saluda a mi abuelo en la calle. El dueño de la farmacia me invita a un helado y nos sentamos en la barra para platicar. Cuando se incendió la farmacia hace algunos años mi abuelo le prestó dinero para construirla de nuevo y ahora preparan las medicinas como mi abuelo les dice. Una se llama “El Ungüento del Gran Cid”. Es negro y parece chapapote. También el “Elixir para el Estómago del Gran Cid” que sabe a orozuz. La farmacia huele a vitaminas, chocolates y hule y se llama “La Farmacia inclinada” porque se encuentra frente a la estación del Tren inclinado.
Subimos la montaña en este tren que, según un letrero que me lee mi abuelo, es el tren más inclinado del mundo. Realmente son dos trenes; uno en cada extremo de un cable muy largo. Cuando un va, el otro viene. El cable se enrosca en un gran carrete de fierro dentro de una jaula. Los turistas que quieren conocer la cima compran boletos y suben en el tren inclinado y las personas que viven arriba bajan en él para ir al trabajo o de compras. Nosotros subimos en el tren pero bajamos a pie por un camino que mi abuelo conoce, que pasa por donde vivía con su mamá cuando ella cosía mandiles para pagar sus estudios. Ya no se ve más que la chimenea de piedra y los enormes rosales en flor donde antes era la cocina, porque el monte se come la casa.
Si apenas nos tardamos diez minutos en subir al mirador en el Inclinado, nos lleva el resto del domingo descender porque el camino es largo y retuerce mucho. A veces cruzamos las vías del tren o nos paramos para desarraigar alguna mata.
Todo el jardín de la casa de mi abuelo está sembrado con árboles que antes crecían en la montaña. Los maples del lado de la calle que se ponen rojos en otoño, el sicomoro con sus hojas en forma de estrellas, el capulín que tanto le gusta a los pájaros, la acacia, los helechos, las violetas, la madreselva. Sólo la exótica mimosa con sus borlas rosadas no viene de la montaña porque es de China. Mi abuelo me enseña cómo se duermen sus hojuelas cuando uno las toca.
Tengo un escondite debajo del pinabeto a un lado del porche. Sólo puedo entrar si me trepo encima del barandal junto a la puerta, y salto hasta abajo, nada más lo hago cuando mi mamá no me ve porque me ragaña. Nadie me puede encontrar en este cuarto secreto que tiene como muros las tupidas ramas del árbol por un lado y la cimentación de la casa por el otro. Hasta una ventana tiene para asomarme al sótano.
Allí mi abuelo está lavando la ropa. Tenemos una máquina con rodillo y varias pilas de agua. Se llena la máquina de agua caliente con una manguera anaranjada y luego se le echa jabón y la ropa blanca. La máquina agita la espuma hasta que se escurre al piso y entonces mi abuelo lo recoge y nos hacemos barbas blancas y nos miramos al espejo. Mi abuelo me ha hecho también una casita para jugar junto a la mimosa. Es de ladrillo rojo y tiene una puerta y dos ventanas. Adentro pintó cada pared de un color diferente, como si fueran cuartos distintos. La cocina es de color plateada. También construyó una casita para él. Es su “despacho” y allí pone su silla de dentista que es muy cómoda porque tiene una palanquita para acostarse. Allí guarda mi abuelo su maletín de doctor y sus medicinas.
A veces voy con él a ver a los enfermos. Caminamos hasta el otro lado del río donde las casas están más chicas y más pegadas. Aquí viven María Ema y su madre José que trabajan en la posada que tienen los vecinos de mi abuelo. José se baña por la mañana y por la tarde pero cuando nació María Ema tenía miedo de que se le fuera a disolver en el agua. María Ema es la única de sus bebés que vivió. María Ema y José toman agua de un bebedero que dice “de color” y no pueden lavar sus manos en el lavabo para “los blancos”. Mi abuelo es un médico con pacientes negros y pacientes blancos. A la enferma le han tapado con una sábana blanca blanca. Ven acá, hija -me dice José y me lleva afuera donde crecen las uvas. Son negras y saben a sangre y son para hacer vino. Después mi abuelo descansa en el porche y canta con José. De regreso a casa me deja cargar su maletín. Le han regalado una mata de uvas para sembrar.
Mi abuela se queja de que no tenemos dinero. Los pacientes pagan con gallinas o con jamones caseros o con cobertores acolchados que hacen con pedacitos de tela vieja.
La bebita de los chinos de la tiendita en la esquina tiene granitos en la cara. Mi abuelo la examina y pasa toda la noche hablando con el señor. A la mañana le regalan una latita de oro y laca adornada con dibujos de palacios, barcos de vela y dragones. Mi abuelo me confía que tiene té jazmín adentro. Es para mi abuela porque a ella le gustan este tipo de cosas pero mi abuela lo regaña porque cómo pudiste haber pasado la noche con esa gente. Cuando se cura la bebita de los chinos nos regalan la mimosa y mi abuelo me pregunta en dónde la vamos a plantar.
Ya no cabe nada en el jardín de mi abuelo. Está lleno de hiedra, de varas de San José, de madreselva, lirios, violetas, rosales, el cerezo, la mimosa, flores junto a la casita para jugar. El liquidámbar, el sicomoro, los maples, el nogal. Ahora mi abuelo está haciendo otro jardín en el callejón detrás de la casa y como siempre, subimos la montaña cada domingo para transplantar matas del monte.
Yo sé que algún día mi abuelo va a estar en su cama. Que me va a llamar y le voy a decir los nombres de los árboles en el jardín hasta que se duerma. Yo sé que mi abuela va a vender la casa al pastor metodista. Bien barata, porque es buena cristiana, y él la va a dividir en departamentos.
Sé que algún día voy a venir por el callejón para asomarme al jardín que ya no será de mi abuelo y ya no estarán la casita para jugar ni la mimosa. Van a arrancar el pasto y la yerbabuena y los helechos y todo lo que trajimos para sentirnos con vida.
Van a asfaltar el jardín de mi abuelo y a sembrar un letrero que dirá: “Estacionamiento por hora o por mes”. Entonces vamos a pintar los zapatos de color amarillo y vamos a subir la montaña para vivir en el panteón junto al tren inclinado.

El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
 

lunes, 4 de septiembre de 2017

Letras muertas. Queta Navagómez.

La tarde es parda y la calle empinada. Ella escucha que la llaman; un mozalbete corre cuesta arriba, ella lo reconoce y se tensa. Jadeante, él le da alcance. Ella apenas domina el sobresalto cuando ve, junto a su cara, la carta que él le entrega. La intuición le grita que es una carta de amor. Una carta de amor de ese muchacho que le gusta tanto. En cuanto puede creerlo, casi la arrebata, la desdobla con prisa, sus ojos corren por los negros garabatos mientras un indiscreto rubor le golpea las mejillas y una turbación -mezcla de júbilo y de susto- le estremece las manos.
El muchacho observa estos cambios, temeroso quizás a la negativa, corre calle abajo mientras grita: ¡Piénsalo… lee la carta completa; mañana me contestas!
Ella, al verse sola, tiembla sacudida por el llanto. Nunca había sentido así, de golpe, tanta angustia, alternada con la vergüenza de ser analfabeta.

 

domingo, 3 de septiembre de 2017

Olor a cebolla. Camilo José Cela.

Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.
-Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.
-Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana?
-No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla.
La mujer era la imagen de la paciencia.
-¿Quieres lavarte las manos?
-No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.
-Tranquilízate.
-No puedo, huele a cebolla.
-Anda, procura dormir un poco.
-No podría, todo me huele a cebolla.
-Oye,¿ quieres un vaso de leche?
-No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.
-No digas tonterías.
-¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla!
El hombre se echó a llorar.
-¡Huele a cebolla!
-Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.
-¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!
La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.
-¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!
-Como quieras.
La mujer cerró la ventana.
-Oye, quiero agua en una taza; en un vaso, no.
La mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido.
La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente.
El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.
-¡Ay!
El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacía.
Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio.
-¿Qué pasa?
La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:
-Nada, que olía un poco a cebolla.