martes, 5 de septiembre de 2017

El jardín de la mimosa. Ámbar Past.

Mi abuela sirve el té arriba en la casa, hace gárgaras antes de ir a la iglesia metodista mientras nosotros, mi abuelo y yo, encalamos el sótano, renovamos las brasas del calefactor, pintamos los zapatos de color amarillo.
Se baña mi abuelo y me regaña porque lo miro desnudo. Sus pliegues de piel cansada me recuerdan de un viejo elefante de color rosa. Me acaricia con su mejilla de chayote y pregunta si debe rasurarse. El sótano huele a hulla, agua caliente, cal y moho. Mi abuelo, que se llama “El gran Cid”, masca tabaco y escupe en los frascos adornados con estrellas de plata que le regalo en su cumpleaños.
Afuera en el jardín encontramos nidos de pajarillos entre la hiedra, nueces bajo el nogal. Trasplantamos un cerezo; se abre un hoyo grande y se le echa bastante agua. El hoyo es el sótano del árbol.
Mi abuelo me lleva sobre la grava en su carretilla. Me esconde entre un montón de hojas aromáticas y de maple y cuando aparezco de repente finge sorprenderse.
Llega la hora de escuchar la radio en el cuarto donde duerme mi abuelo en el sótano y veo el cuadro de un boxeador que le pintó mi tío. Mi abuelo me enseña la A la B la C con sus lentes puestos y su lápiz de carpintero.
Los domingos preparo agua de limón y subimos la montaña. Desde arriba se ve el río como culebra, el panteón de la Guerra Civil. Mi abuelo me explica todo. Me dice que hay que andar despacito y nunca meterse en los líos de otros. Me dice los nombres de los árboles en latín. Encontramos yerbabuena para nuestra agua de limón y más para sembrar en el jardín.
Mi abuelo tiene un tatuaje azul de un ancla porque era marinero y trabajaba en los muelles cargando baúles antes de que se hiciera doctor. Todavía le gusta pasar la noche junto a las vías del tren cantando con los hombres que viajan en los furgones de carga. Cuando era novio mi abuelo viajaba cuatro mil kilómetros de polizonte para pasar una tarde con mi abuela. Ahora lava los trastos con jabón tocador hasta que huelen a perfume. Cuando termina se pone su sombrero y nos vamos a la farmacia. Toda la gente saluda a mi abuelo en la calle. El dueño de la farmacia me invita a un helado y nos sentamos en la barra para platicar. Cuando se incendió la farmacia hace algunos años mi abuelo le prestó dinero para construirla de nuevo y ahora preparan las medicinas como mi abuelo les dice. Una se llama “El Ungüento del Gran Cid”. Es negro y parece chapapote. También el “Elixir para el Estómago del Gran Cid” que sabe a orozuz. La farmacia huele a vitaminas, chocolates y hule y se llama “La Farmacia inclinada” porque se encuentra frente a la estación del Tren inclinado.
Subimos la montaña en este tren que, según un letrero que me lee mi abuelo, es el tren más inclinado del mundo. Realmente son dos trenes; uno en cada extremo de un cable muy largo. Cuando un va, el otro viene. El cable se enrosca en un gran carrete de fierro dentro de una jaula. Los turistas que quieren conocer la cima compran boletos y suben en el tren inclinado y las personas que viven arriba bajan en él para ir al trabajo o de compras. Nosotros subimos en el tren pero bajamos a pie por un camino que mi abuelo conoce, que pasa por donde vivía con su mamá cuando ella cosía mandiles para pagar sus estudios. Ya no se ve más que la chimenea de piedra y los enormes rosales en flor donde antes era la cocina, porque el monte se come la casa.
Si apenas nos tardamos diez minutos en subir al mirador en el Inclinado, nos lleva el resto del domingo descender porque el camino es largo y retuerce mucho. A veces cruzamos las vías del tren o nos paramos para desarraigar alguna mata.
Todo el jardín de la casa de mi abuelo está sembrado con árboles que antes crecían en la montaña. Los maples del lado de la calle que se ponen rojos en otoño, el sicomoro con sus hojas en forma de estrellas, el capulín que tanto le gusta a los pájaros, la acacia, los helechos, las violetas, la madreselva. Sólo la exótica mimosa con sus borlas rosadas no viene de la montaña porque es de China. Mi abuelo me enseña cómo se duermen sus hojuelas cuando uno las toca.
Tengo un escondite debajo del pinabeto a un lado del porche. Sólo puedo entrar si me trepo encima del barandal junto a la puerta, y salto hasta abajo, nada más lo hago cuando mi mamá no me ve porque me ragaña. Nadie me puede encontrar en este cuarto secreto que tiene como muros las tupidas ramas del árbol por un lado y la cimentación de la casa por el otro. Hasta una ventana tiene para asomarme al sótano.
Allí mi abuelo está lavando la ropa. Tenemos una máquina con rodillo y varias pilas de agua. Se llena la máquina de agua caliente con una manguera anaranjada y luego se le echa jabón y la ropa blanca. La máquina agita la espuma hasta que se escurre al piso y entonces mi abuelo lo recoge y nos hacemos barbas blancas y nos miramos al espejo. Mi abuelo me ha hecho también una casita para jugar junto a la mimosa. Es de ladrillo rojo y tiene una puerta y dos ventanas. Adentro pintó cada pared de un color diferente, como si fueran cuartos distintos. La cocina es de color plateada. También construyó una casita para él. Es su “despacho” y allí pone su silla de dentista que es muy cómoda porque tiene una palanquita para acostarse. Allí guarda mi abuelo su maletín de doctor y sus medicinas.
A veces voy con él a ver a los enfermos. Caminamos hasta el otro lado del río donde las casas están más chicas y más pegadas. Aquí viven María Ema y su madre José que trabajan en la posada que tienen los vecinos de mi abuelo. José se baña por la mañana y por la tarde pero cuando nació María Ema tenía miedo de que se le fuera a disolver en el agua. María Ema es la única de sus bebés que vivió. María Ema y José toman agua de un bebedero que dice “de color” y no pueden lavar sus manos en el lavabo para “los blancos”. Mi abuelo es un médico con pacientes negros y pacientes blancos. A la enferma le han tapado con una sábana blanca blanca. Ven acá, hija -me dice José y me lleva afuera donde crecen las uvas. Son negras y saben a sangre y son para hacer vino. Después mi abuelo descansa en el porche y canta con José. De regreso a casa me deja cargar su maletín. Le han regalado una mata de uvas para sembrar.
Mi abuela se queja de que no tenemos dinero. Los pacientes pagan con gallinas o con jamones caseros o con cobertores acolchados que hacen con pedacitos de tela vieja.
La bebita de los chinos de la tiendita en la esquina tiene granitos en la cara. Mi abuelo la examina y pasa toda la noche hablando con el señor. A la mañana le regalan una latita de oro y laca adornada con dibujos de palacios, barcos de vela y dragones. Mi abuelo me confía que tiene té jazmín adentro. Es para mi abuela porque a ella le gustan este tipo de cosas pero mi abuela lo regaña porque cómo pudiste haber pasado la noche con esa gente. Cuando se cura la bebita de los chinos nos regalan la mimosa y mi abuelo me pregunta en dónde la vamos a plantar.
Ya no cabe nada en el jardín de mi abuelo. Está lleno de hiedra, de varas de San José, de madreselva, lirios, violetas, rosales, el cerezo, la mimosa, flores junto a la casita para jugar. El liquidámbar, el sicomoro, los maples, el nogal. Ahora mi abuelo está haciendo otro jardín en el callejón detrás de la casa y como siempre, subimos la montaña cada domingo para transplantar matas del monte.
Yo sé que algún día mi abuelo va a estar en su cama. Que me va a llamar y le voy a decir los nombres de los árboles en el jardín hasta que se duerma. Yo sé que mi abuela va a vender la casa al pastor metodista. Bien barata, porque es buena cristiana, y él la va a dividir en departamentos.
Sé que algún día voy a venir por el callejón para asomarme al jardín que ya no será de mi abuelo y ya no estarán la casita para jugar ni la mimosa. Van a arrancar el pasto y la yerbabuena y los helechos y todo lo que trajimos para sentirnos con vida.
Van a asfaltar el jardín de mi abuelo y a sembrar un letrero que dirá: “Estacionamiento por hora o por mes”. Entonces vamos a pintar los zapatos de color amarillo y vamos a subir la montaña para vivir en el panteón junto al tren inclinado.

El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario