Las tropas se han
acantonado en el pueblo. Los batallones siguen un turno rotatorio.
Descansan unas semanas y vuelven a las trincheras. Vivir aquí es una
gracia transitoria.
Al atardecer inicia
la marcha el relevo. Cuando los soldados reciben la orden, se les
encoge el corazón y comprimen el cuerpo para meterse dentro de sus
mochilas. El petate les protege, delimita lo que es suyo de lo que no
les pertenece. Afuera, el mundo es inmenso y está lleno de peligros;
en cambio, lo de dentro es escaso, concreto y fiable. En el interior
de sus mochilas todo tiene una finalidad y nada provoca duda alguna.
No hay espacio para lo abstracto ni para divagaciones. Solo cabe lo
que es imprescindible, y son tan pocas cosas que al verlas comprendes
el escaso valor de la vida. Si tuviéramos que juzgar, no podríamos
dar mucho valor ni trascendencia a un hombre que al morir se presenta
únicamente con un abrelatas, un cuchillo, una cuchara-tenedor, un
cabo de vela, un peine, un espejo chico, medio frasco pequeño de
colonia, un lapicero, una caja de cerillas mojadas en la que solo
queden dos, un ovillo de hilo gris con una aguja, tres palmos de
cuerda, un trozo de hule para la lluvia y un reloj. Nadie sabe si el
reloj funciona, porque el soldado tiene miedo de darle cuerda.
Los del relevo
marchan al atardecer. Con suerte, si no llueve ni se pierden,
llegarán pasada la medianoche a las trincheras de primera línea.
Las bombas les harán un tanteo en el camino. Les esperan los
supervivientes de las compañías a las que sustituyen y que ahora
van a regresar. En el petate de los que vuelven sobra espacio, porque
ellos tienen ambiciones y esperanza y no precisan nada de lo que
traen.
Cuando pasan camino
del frente por la puerta de mi casa, los soldados se asoman a la
ventana y sonríen. No es alegría, sino nostalgia. La paz se refleja
en su cara, una paz que no tienen pero anhelan. Yo entonces levanto
del plato la cuchara de madera y dejo que las gachas se enfríen sin
prisa, no les soplo por no diluir la satisfacción del momento. La
cuchara oculta mi sonrisa.
Ellos regresan al
frente y yo me mantengo a salvo.
Enciendo el fuego y
dejo abierto el portón de la ventana para que me vean cuando pasan
camino de las trincheras. Tengo un poder sobre ellos, porque saben
que yo sobreviviré a pesar de los próximos ataques. Yo quisiera que
no acabase nunca esta guerra: no quiero volver a ser un pobre tullido
sin piernas que provoque lástima. Ahora me envidian.
Los soldados pasan
por delante y arrastran los pies como si lamentasen tenerlos cuando
vuelven a las trincheras. A mí también me aprietan los zapatos que
guardo debajo de la cama. El del pie izquierdo tiene rota la suela y
abre paso al polvo y a las piedras del camino, además me entra agua
cuando llueve. Son de piel rígida, me están pequeños. Odio esos
zapatos negros, soy afortunado de que me hayan amputado las piernas.
Un hombre cruel, soy
un hombre cruel. Afilo cuchillos, tijeras y guadañas de los
campesinos. Me gusta mi trabajo. Cuido sobre todo del filo en la
punta, me recreo en sus posibilidades. Cualquier cosa que corten
después se igualará a los muñones de mis piernas y hará del mundo
un lugar un poco más equilibrado y justo.
Mi mujer escupe
dentro de mi plato de sopa y yo le digo que la quiero, porque es su
obligación cuidarme hasta que yo deje de decirle que la quiero. Los
hijos que no tenemos reposan en el fondo de la ciénaga, entre los
sapos y los otros cadáveres junto a los que volaron mis testículos.
Mi mujer es feliz
porque sabe que no le queda otro remedio. Se agacha para fregar el
suelo de pizarra, a salvo de la patada que le daría si tuviese
piernas. Mi esposa es gorda como una vaca y sus pechos enormes y
blancos, como de interior desbordado. La textura de esas tetas es
blanda y derretida, apretarlos no proporciona más satisfacción que
la de sostener en la mano el contenido de un vaso de leche que se
derrama entre tus dedos y mancha el suelo. Piel macilenta, de engrudo
mal diluido. Ella tiene además un culo espantoso: aplastado y
estrecho, claramente desproporcionado con la anchura de los hombros y
el grosor de los muslos. Ella presume de sus pezones, porque piensa
que a los hombres nos gusta masticarlos, y es que los soldados que
conoce se los muerden con tanta fuerza que cualquiera diría que les
repugna tener que amarla.
Lamería la boca sin
dientes de los borrachos si trabajase en un burdel de París, pero
aquí puede fingir castidad, sorpresa, indignación.., antes de
ceder. Se permite incluso una clara preferencia por los oficiales.
Sobran palabras, pobre mujer: gorda, perversa y deformada ante tantos
hombres desesperados. Es feliz en esta guerra y prefiere este a
cualquier otro lugar del mundo. En ninguna parte sería tan hermosa
ni tan deseada.
Ella me quiere
porque mi mutilación justifica su incontinencia. Miente si dice que
hace el amor conmigo por la noche, porque yo duermo dentro de una
caja de galletas y ella cierra la tapa antes de irse a la cama con
otro.
Pasan los soldados
con los petates a la espalda, siguiendo el turno rotatorio con el que
les convoca la muerte en las trincheras. Mi esposa finge no verlos
cuando se asoman, acaso porque tema haber olvidado a más de uno. Yo,
en cambio, pido que enciendan en casa otra lámpara, y no por
alumbrarles el camino, sino para que la penumbra no impida que les
duelan los detalles. Muestro orgulloso los muñones de mis piernas,
para que les quede claro que yo, a diferencia de ellos, nunca volveré
a las trincheras.
Hay quienes hacen
negocio con las tropas. Mis vecinos les venden vino y comida, les
alquilan mesas, sillas, la bañera o incluso una cama. Es porque con
esa riqueza se previenen para cuando acabe la guerra. En cambio,
nosotros no tenemos futuro. Vendrá el circo a llevarnos cuando acabe
esta guerra y seremos exhibidos a la compasión del público, pero
hasta que eso ocurra nosotros seremos los afortunados.
¡Ojalá nunca
termine la guerra!
Piedras negras. Jesús Zomeño, 2013.
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