Todos
los veranos regreso al lugar que un día ocupó mi pueblo, sumergido
desde hace treinta años bajo las aguas del pantano. Me siento en la
orilla, o en un roquedo, y cada mañana, a las diez en punto, escucho
un sonido que sube desde las profundidades, un tintineo sordo,
conmovedor, helado como una pena. No, no es el tañido de las
campanas de la iglesia, me digo siempre, se parece más al timbre de
la bicicleta del cartero.
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