miércoles, 20 de septiembre de 2017

El arte de Croconas. José de la Colina.

En el siglo II un tal Alejandro nacido en Paflagonia, queriendo ganarse la vida y la fama a costa de la credulidad popular, se asoció a un funámbulo y prestidigitador de Bizancio llamado Croconas que además de aprender trucos y pases de ilusionismo había estudiado los métodos empleados por los macedonios para domar a las serpientes y hacerlas bailar, saltar al aro, reptar sobre brasas o bien, retorciendo el cuerpo, formar letras con las que a su vez formaban mensajes.
Croconas adiestró a Alejandro y los dos, tras recorrer las provincias del Asia Menor dando espectáculos de prestidigitación, malabarismo, ilusionismo, ventriloquía, bailes de serpientes y juegos de espejos, decidieron usar en empresas más ambiciosas esos artificios a los que Croconas daba un nombre: el Arte.
Conocedor de la leyenda propalada por los poetas de que Esculapio se mostraba bajo el aspecto de una serpiente, Croconas planeó una audaz impostura.
En un viejo templo de Caldedonia dedicado a Apolo y destinado a la demolición los dos socios depositaron una placa de cobre con un aviso grabado, según el cual Esculapio había resuelto domiciliarse en la villa paflagona de Abonus. Luego, se las arreglaron para que incautos pastores de cabras la descubrieran. Cuando toda la comarca hablaba ya de la placa y su aviso, Alejandro, vestido como sacerdote de la diosa Cibeles, se presentó en la plaza, y afirmando haber oído un oráculo e la Sibila, vaticinó el advenimiento de un hombre hacedor de prodigios que liberaría a Ausonia y traería la paz a los paflagones. Hizo esta promesa con un habla mística y a medias inteligible, hecha de latín, hebreo, griego y jitanjáforas, y proferida con brío, con sacudidas y contorsiones y arrojando por la boca chorros de espuma provocados por una raíz excitante. Al final del impresionante número, y una vez traducido y dicho en verso por Croconas el oscuro vaticinio, los presentes quedaron convencidos de hallarse ante un vate poseído de la verdad divina, lo aclamaron, le ciñeron coronas de laurel, le ofrendaron dinero y en andas lo pasearon triunfalmente por la población. Esto se repitió en otros lugares. Un rico aldeano calcedonio propuso que en lo alto de un monte se levantara un templo a Esculapio.
Mientras se echaban los fundamentos del templo. Croconas había ocultado allí durante la noche, en la fontana sagrada, un falso huevo en el que había metido una serpiente recién nacida. A la mañana siguiente Alejandro, ceñido de una faja dorada, con pasos vacilantes, espumosos los labios, despeinado a la manera de los sacerdotes de Cibeles, los ojos en blanco como poseído del éxtasis, y seguido de una muchedumbre fascinada, se encaminó al templo, donde, tras hablar de la prosperidad que gozaría el pueblo, entonó un inédito himno a Esculapio (primorosamente compuesto por Croconas), y, habiendo invitado al dios a hacerse visible, hundió un vaso en el agua de la fontana, gritó: “¡Pueblo de Paflagonia, he aquí tu Dios!”, sacó el huevo, lo quebró y dejó salir a la pequeña serpiente. Todos se maravillaron. Unos pidieron salud, otros honores y riquezas, otros buena fortuna en el amor, o todas esas cosas juntas, y se abrazaban y se besaban y se prosternaban y alzaban los brazos y cantaban a Esculapio.
Al día siguiente Alejandro hizo anunciar que el dios que se había manifestado tan diminuto y tan reptil había decidido tomar el tamaño y el aspecto humanos. Los paflagones corrieron a admirar el prodigio y hallaron al impostor acostado en un lecho, vistiendo la túnica que lo identificaba como profeta y en compañía de una gran serpiente que parecía fluir rodeando su cuello y cuya cabeza había sido sustituida por una de dragón, artísticamente fabricada, que mediante un dispositivo ingeniado por Croconas abría y cerraba las mandíbulas disparando hacia la cabeza del paflagón una bifurcada lengua de aparente fuego.
Este prodigio fue divulgado por toda la comarca y atrajo a la casa de Alejandro cientos de paflagones y mucha gente de las provincias vecinas y lejanas, y hasta de otros países, que aportaban ofrendas y regalos.
Alejandro y Croconas pasaron incontables años gozando de fama, riqueza y honores, gracias sobre todo a que el bizantino periódicamente inventaba nuevos trucos para mantener la admiración y la devoción de un público cada vez mayor.
Extendido el renombre de Alejandro hasta Roma, fue llamado en
el año 174 por Marco Aurelio. Las extraordinarias pompa y circunstancia con las que el emperador filósofo recibió al ahora llamado Divino Paflagón y su ayudante, unidas a los vaticinios finamente escenificados con trucos cada vez más complicados y sutiles, exacerbaron la admiración de los romanos.
Pero la egolatría de Alejandro, el fanatismo de Croconas por el Arte y un inesperado prodigio vinieron a truncar la carrera de triunfos. Una noche en que los dos socios, ante el emperador, la corte y la plebe en estado de idolatría, habían empezado a producir uno de sus habituales espectáculos con espejos, luces, aparatos giratorios, trueques de tramoya, convulsiones e incoherentes declamaciones, ocurrió algo tan inesperado por el público como por los dos artistas de la impostura. Y fue que repentinamente las nubes que flotaban en el cielo sobre Roma descendieron como graciosos espíritus, tomaron en su seno a Alejandro, volvieron con él a las alturas, lo pasearon allí largo rato y luego volvieron a descender y lo depositaron en el marmóreo piso.
Pasado el pasmo del público, llovieron sobre Alejandro las flores, los anillos de oro, las coronas de laurel, los hurras, los besos, los cánticos, y el emperador lo nombró el Mayor Vaticinador de Todos los Siglos. Pero nadie notó que en esta ocasión Croconas no emitió un solo verso en alabanza de su compañero.
Esa noche discutieron el bizantino y el paflagón. Croconas, iracundo, reprochó a Alejandro su poca probidad profesional, la traición al Arte que había cometido permitiendo y aprovechando que en el espectáculo interviniera un prodigio verdadero. Alejandro alegó en su defensa que lo ocurrido sólo había sido una muestra de que los dioses lo reconocían como un gran artista. El artista soy yo, dijo Croconas; el que te ha creado desde la sombra y el anonimato, con los estudios, los trabajos, la constante invención y la astucia, soy yo; y, aunque eres un pésimo actor, yo te he puesto magníficamente en escena con los trucos, los efectos especiales, las tramoyas, en fin, con las mejores técnicas y estilos de impostura, que es un arte, o, mejor dicho, es el Arte; pero no soy yo lo que importa, sino el Arte, y mira lo que has hecho; has hecho trampa apartándote del trabajo, la industria, el ingenio, el método, y en cambio te has abandonado a lo graciosamente dado: la intrusión de lo divino; y si traicionas al Arte, me traicionas a mí, no mereces mi amistad ni mis desvelos; eres un payaso indigno, un mal amigo y un bribón.
Cuando otros prodigios semejantes y aun superiores al del paseo por el cielo se repitieron, las discusiones se encresparon más y los dos amigos comenzaron a verse con odio. Un día se golpearon y Croconas se lanzó contra Alejandro con una daga, le dio muerte y huyó.
El fallecido vaticinador recibió multitudinarias y fastuosas ceremonias fúnebres con la presencia del emperador; hubo una suscripción popular para erigirle una estatua; los poetas oficiales le dedicaron elegías, los historiadores anotaron sus hazañas para la posteridad y se propuso una suscripción pública destinada a levantarle un templo en una de las colinas de Roma.
Durante años Croconas, con otro nombre y otra apariencia, devuelto a la pobreza, a la errancia y al oficio de funámbulo y prestidigitador, hizo sus números en las plazuelas de pueblos a los que apenas llegaba el latido del imperio. Una noche de insomnio, hallándose acostado bajo una enramada a la vera del camino, se le apareció un fantasma.
-¿Qué me quieres? -le preguntó, pasada la sorpresa.
-Sólo quería ver a un verdadero amigo -respondió aquello que débilmente evocaba a Alejandro-, y pedirle que no se atormente por lo que me hizo; en realidad ser un fantasma no es mala cosa, es el estado filosófico perfecto: está uno liberado del peso de la carne, de necesidades y pasiones, y convertido en puro pensamiento.
Hablaron toda la noche. Recordaron los malos y los buenos tiempos, los triunfos y fracasos compartidos, y cuando llegó el alba en que los fantasmas acostumbran disolverse, callaron y se miraron a los ojos y sintieron que debían despedirse. Y Croconas, suspirando, dijo:
-Quiero que sepas que no te maté por celos de tu gloria, no fue por envidia ni por ninguna mala pasión sino porque adulterabas el Arte.
-Eso hace mucho que lo sé -dijo el otro-, y te pido que me perdones… Ahora, adiós. Sigue cultivando y sirviendo al Arte, y que tengas fortuna y gloria.
No hubo fortuna ni gloria para Croconas, que continuó presentando sus espectáculos ante públicos tan escasos en número como en dineros y en sentido estético. Un día, cuando desplegaba sus mejores trucos ante los ignaros aldeanos de ***, una enorme rosa surgió a su lado y se levantó por encima de su cabeza y creció más allá de las copas de los árboles. Insobornable, Croconas la miró sin un parpadeo y dijo:
-No hagan caso, es un truco de algún dios -y siguió con la función.
Llevó consigo el Arte a través de los villorrios, la pobreza y la vejez, hasta que una de sus serpientes, ¿tal vez con su consentimiento?, lo mordió y le procuró la serena muerte.

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