sábado, 21 de junio de 2014

El niño al que se le murió el amigo. Ana María Matute.

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo a la madre:

-El amigo se murió.

-Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.

El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. "Él volverá", pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.

-Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre.

Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: "Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada". Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: "Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido". Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.






El niño al que se le murió el amigo. Los niños tontos. Ana María Matute. 1956

domingo, 18 de mayo de 2014

El monstruo que no existe. Eva Sánchez Palomo. Microrrelato.



                                                                                              En la escalera a un hombre vi,
                                                                                              un hombrecillo que no estaba allí.
                                                                                              Hoy tampoco estaba.
                                                                                              ¡Cómo me gustaría que se marchara!
                                                                                                              Antigonish. William Hughes Maerns.






EL MONSTRUO QUE NO EXISTE.

Un monstruo que no existe sale cada noche de debajo de mi cama. Se arrastra por la pared hasta el techo dejando un rastro de babas y se queda allí enganchado con sus patas a la lámpara.

El monstruo que no está allí me está mirando muy quieto con su enorme ojo de agua. Esta noche no ha venido. Ojalá no me mirara. Ojalá que no sintiera como escurre por mi cuello, desde su boca, la baba. 






Los prisioneros. Andrés Neuman. Microrrelato.

Apenas se distingue al hombre al fondo de su celda, un oscuro triángulo sin ruido, sin ventilación, sin compañía. Hay dos únicos muebles: una tabla sobre dos apoyos que imita una mesa, y una silla de precaria estabilidad que soporta cada día menos el peso del hombre prisionero. Pero el prisionero escribe casi a ciegas, en unos viejos rollos de papel. En ellos cuenta la historia de Axel, un prisionero que consume sus días en una diminuta celda triangular. Axel no soporta el hedor propio ni las extrañas sombras que proyectan las paredes. Le cuesta conciliar el sueño y jamás sueña. Pasa las horas, las lentas horas triangulares de su vida garabateando en unos viejos rollos de papel la historia de un recluso que desespera en su vigilia, encerrado entre las tres paredes de una cárcel de la que sabe que no saldrá. Su nombre es Brenon, y a buen seguro caería en la desesperanza de no ser porque dedica casi todo su tiempo a narrar el triángular e inmóvil  suplicio de Crisitan, nombre del angustiado prisionero cuyo único quehacer consiste en urdir las horas de un desdichado hombre que no saldrá jamás de su cárcel equilátera, David. Pero David narra a Ernesto, Ernesto a Fiodor, Fiodor a Gastón y así sucesivamente hasta que, cierto día, un día a cierta hora, el último de los prisioneros idea un modo de escapar: Zeno, en lugar de continuar describiendo los infinitos días de cierto personaje en una prisión triangular, intuye una presencia a sus espaldas y, tras dudar un momento, se dirige a Yago, que era quien escribía su historia. En ese mismo instante, Zeno queda libre. Con la inmediatez de una luz, Yago presiente que algo sucede y casi sin darse cuenta garabatea el nombre de Xavier, y entonces queda libre. Luego Xavier menciona a Walter, éste a Viltias, Viltias escribe a Utor, Este a Tames, y así sucesivamente todos los prisioneros van quedando libres hasta que, soltando la pluma y sin poder dar crédito, el primer hombre franquea el portón de hierro de su celda triangular. 
Pero mi celda no, mi celda no se abre.



domingo, 27 de abril de 2014

El alma oscura. Eva Sánchez Palomo. Microrrelato.




Puestos a elegir oscuridades donde hacer encajar su alma oscura, eligió la de la biblioteca. Supo adaptarse al silencio de ese laberinto de pasillos sin fin y recónditas encrucijadas. Allí, entre los volúmenes polvorientos, construyó su hogar y quedó tan apartado de la vida y de la gente, que incluso la muerte se olvidó de él. Su piel fue adquiriendo la palidez cadavérica de un rayo de luna y la textura ajada y arrugada de un pergamino.
Pasaron años, siglos, en los que su alma oscura le guió a través de lecturas secretas, misteriosas y prohibidas. Aprendió los hechizos y las palabras mágicas para doblegar voluntades y consiguió refinar el ancestral arte de la reducción.
Individuos deambulando perdidos entre los oscuros corredores se convertían en sus víctimas, menguaban al dictado de esas palabras enigmáticas y tenebrosas, susurradas en lenguas olvidadas. Pasaban a ser entes de un palmo, peleles a los que levantaba con sus manos arrugadas y transparentes para depositarlos, ya inertes y sin consciencia, entre las páginas cenicientas de los volúmenes. Allí se secaban, aplastados, comprimidos, como si fueran pétalos de flor o mariposas.
Cuánto disfrutaba, meses después, al abrir los tomos y descubrir los diminutos cuerpos consumidos, convertidos en finísimas capas de hilos granates, delicadas siluetas de belleza quebradiza.
Pero llegó una noche en la que los libros, apoyados uno contra otro, quietos como un millón de búhos polvorientos, decidieron dejar de ser testigos mudos del horror y se abrieron a la vez para caer y aplastar con su peso al alma oscura. Las páginas, alas de afilados bordes, rasgaron la piel de pergamino y deshicieron el hechizo. El cuerpo que encerraba el alma oscura se quebró dejando escapar un hálito negro y frío que se desvaneció convertido en nada.
Y los libros quedaron abiertos como ojos asustados, mostrando en sus páginas el espanto de esos cuerpos diminutos, que se escurrían y caían al suelo desmenuzándose en una lluvia de delicado polvo.


viernes, 25 de abril de 2014

Tuiteratura rescatada. Septiembre 2013. Eva Sánchez Palomo.



En los ojos verdes de los gatos se puede observar el reflejo de siete vidas diferentes.



No temía que el monstruo bajo la cama le agarrara de un pie, sino que le acariciara la cara con su frío y húmedo tentáculo.


El tirano mandó fusilar al tiranito cuando oyó que alguien decía que algún día sería más grande que su padre.



La muñeca de trapo buscaba su bracito roto por toda la habitación, desesperada, llorando serrín.



La máquina para viajar al pasado era una vieja caja oxidada de galletas danesas. Fotografías en blanco, negro y sepia.



El funambulista cierra los ojos y cae. Ve pasar toda su vida en imágenes brillantes. Solo alturas, planos picados.



Tenía los bolsillos vacíos y el alma llena. Lo había gastado todo en sonreír.



Se soñó resbalando por un acantilado y rodando caer al mar. Despertó en la ciudad, su cama. Las manos llenas de barro y olor a sal.



Se querían sin saber muy bien por qué. Pasaron la vida juntos intentando comprenderlo, y murieron ancianos, felices, sin conseguirlo.