lunes, 31 de octubre de 2016

Cuando Cristo anduvo sobre el mar. Jean Ray.

Sí.
Desde el fondo de sus laboratorios, los sabios anunciaron el acontecimiento; pero Ingrahm era una ciudad poco industriosa y de escaso comercio, que se solazaba en medio de la soledad de las tierras, y los sabios no tuvieron jamás allí voz ni voto.
Esto como introducción.
Así, pues, la ciudad se encontraba lejos, metida en las tierras, al norte de un río tan flojo que, con el tiempo, tuvieron que canalizarlo.
Sin embargo, David Stone creía que era una ciudad marítima y que tenía un puerto, porque una especie de embarcadero alquitranado se extendía desde la puerta de su oficina hasta la extensión poco profunda de las aguas.
-¿Es una nube lo que sube por detrás del telón de los álamos italianos? -preguntó Snuffy, el viejo dependiente.
-Es un barco -protestó David -. Un velero. Ha arriado un poco las velas y lo remolcan. Viene directamente del mar.
-¡Oh, un barco!- se burló Snuffy-. ¿por el río Hulmar un barco llega del mar? ¡Ji, ji, ji!…
-¿Y por qué no?- gruñó, furioso, Stone-. Hasta aquí llegan las gaviotas.
-Eso es cierto- asintió Snuffi-. Contra eso no puedo decir nada. Es verdad.
-Veo sus altas vergas.
-Son ramas de árbol.
David Stone, que se hallaba al frente de un inseguro comercio de la localidad, vivía con la magnífica idea de que un día llegaría un navío, procedente directamente del mar, a atracar a lo largo de su bamboleante embarcadero.
Se se le llamaba cordón de agua y birria de río, ladraba:
-Tiene agua suficiente. Puede venir un barco.
-Si- afirmaba Snuffy. Entonces, ¿por qué no en la artesa de la colada de la tía Appleby?
No obstante, aquella tarde él observaba, con un poco de inquietud, el lento avance de la sombra por detrás de los álamos.
-Es una nube- exclamó al fin con malvada alegría.
-En efecto- asintió David Stone, desesperanzado-. Pero mañana tal vez sea un navío el que…
-¡Mañana!- se mofó el dependiente.
No dudaba que aquella única palabra estaba llena de temorosas aprensiones.
-¡Qué gruesa y oscura!- dijo, aún, David, mirando lo que parecía una nube.
Y la conversación cesó.
Snuffy se puso a sumar.
-Los negocios van bastante mal- sopló.
En cuanto no estaba en juego ningún navío, David Stone se volvía hombre tímido y triste.
-¿Cree usted, Snuffy?
-¡No hay nada que sumar! Me pregunto cómo va usted a pagar al carnicero esta semana.
-¡Oh! ¿De verdad que no podremos pagarle?
-No, no podremos. ¡Y nos moriremos de hambre!
-A menos que…- comenzó a decir David.
-...un navío llegue con todo el oro de África y atraque a su embarcadero, ¿verdad?
-Soy muy desgraciado- confesó David Stonte-. Dígame, Snuffy, ¿quién es esa mujer que cruza la calle Hengfield?
-Es una artista, señor- respondió el dependiente, serio-. Canta esta noche en el teatro, y con esta ocasión el precio de las localidades se ha triplicado. Hengfield, el rico, le ofrecerá regalos seguramente.
-¿Una artista? Me gustaría mucho oírla.
-Bueno, venda su embarcadero como leña para la lumbre, monsieur Stone, y pague una localidad de paraíso. Pero ese embarcadero no podrá quemarse nunca, porque está podrido.
David Stone gimió.
-Mire qué hermosa es, Snuffy. Hace un momento dirigió sus ojos hacia nuestro escaparate. ¡Qué luz!
-¡Habráse visto!- exclamó Snuffy-. Y no tenemos ni para pagar al carnicero esta semana.
-Me gustaría oírla- repitió David, suavemente obstinado.
-Vaya a pedir limosna al ciego de la iglesia de San Juan; porque yo, aunque pusiera la caja boca abajo, no podría darle ni un penique.
-Me gustaría morirme…- comenzó a decir David en voz baja.
-¿Sin haber oído a la cantante ni haber visto flotar un barco de carga de tres mil toneladas en esta ensenada?- acabó Snuffy.
¡Dios mío, Dios mío! ¡Y sin poder meter la mano en una caja llena de chelines ni firmar un cheque por diez libras!
Un trueno conmovió la atmósfera.
-La nube habla- dijo Snuffy.
El aire si hizo de pronto tan pesado que tuvieron que levantar la ventana de guillotina; pero la calle sopló fuego al interior de la casa.
Sobre un alto pilote vecino, que terminaba en aguda punta, los fuegos de San Telmo dejaron ver su mirada de llama verde.
La noche se hizo casi repentinamente, como en un eclipse.
Snuffy encendió el gas. El pálido fulgor hizo parecer la oficina más miserable todavía. David volvió los ojos hacia la calle, que se animaba un poco.
Pasaron coches.
-Van al teatro- murmuró Stone.
-¡Tienen dinero!- casi gritó Snuffy-. ¡Muchos chelines, muchas libras!… ¡Ah, ah! ¿Por qué no quiso usted vender pieles de vaca en lugar de esperar barcos fantasma? David Stone, agente comercial marítimo. ¡Qué título glorioso!
Los álamos se pusieron a dar latigazos a una nube, como si quisieran oponerse a esa máscara de tinieblas y humos.
Luego, empezó a llover, insistentemente y con fuerza; cayeron granizos…


* * *


Apenas si David podía mantenerse en pie contra la pared del teatro. Un viento furioso barría la calle. Las tejas volaban por el aire con ruido salvaje de cohetes.
Pero a través de los clamores de la tempestad, entre los suspiros de los violines, Stone oía las palabras de ensueño:
-Spring…, love...flowers…, love. (Primavera…, amor…, flores…, amor…)
-Love!… ¡Oh, love!- murmuró-. ¡Qué hermosa debe estar Ella ahora!
Un formidable relámpago iluminó la calle con claridad cegadora. Un prolongado ulular surgió repentinamente de la noche y se elevó a un diapasón tan agudo que parecía como si una horda de monstruosos fantasmas se hubiese puesto a pitar a la cantante.
Al mismo tiempo, una alta antorcha roja se iluminó por encima de una hilera de tejados.
“El rayo ha caído en la gasolinera -pensó Stone-. ¡Dios mío! ¿Qué es esto?… ¿Gente que corre?”
Recibió un golpe violento en la espalda; otro, en las piernas; un tercero, en pleno rostro.
Cayó de bruces al suelo.
Sin embargo, se volvió a levantar vivamente, aterrorizado por una bofetada helada.
Y entonces se encontró cara a cara con el rostro terrible del desastre.
Aguas tumultuosas, laminadas de fulgores insólitos, invadían la calle.
Por unos instantes sintióse aturdido por un trueno de desmoronamiento y de clamores.
No solamente la corriente se expandía con rabia insensata, sino que de lo alto del cielo, a través de las cataratas aullantes de un diluvio, las descargas eléctricas golpeaban la ciudad en largas llamas verticales.
A veinte pasos de él, otra corriente surgió, de golpe, por una amplia puerta, que voló bruscamente hecha astillas: la de una muchedumbre horrible, ululante, criminal, que invadía y se desparramaba por la calle, procedente del teatro.
En el espacio de algunos segundos, Stone vio crímenes de locura furiosa: rostros desgarrados, miembros retorcidos, hojas de cuchillos hundiéndose en las espaldas, disparos que rayaban la oscuridad…
-¡La nube!- hipó David.- Pero Ella, ¿dónde está?
El porche del teatro bostezaba ahora, vacío, bajo la luz escasa de algunas lámparas aún encendidas.
Sin saber demasiado cómo, David se encontró en un vestíbulo de donde salían llamadas de agonía: saltó por encima de cadáveres, cuya sangre se diluía ya en el agua viscosa que subía de nivel.
Había llegado a la sala de butacas del teatro.
Estaba terriblemente vacía; solo cascaditas lloraban con leve ruido argentino bajo las puertas. Las luces eléctricas se pusieron a guiñar en un acorde entrecortado.
Y de pronto la vio.
Sola, inmóvil en el escenario, como estatua del terror.
-Se…, señorita…- jadeó-. Valor… Ya…, ya voy…
Un inmenso trozo de yeso se desprendió de la bóveda y la pasó rozando.
Entre dos filas de butacas, el cadáver de Hengfield se reía burlón, con la frente partida de un cachiporrazo.
Stone saltó por encima de las butacas; chapoteó y vadeó un arroyuelo oscuro y rápido.
Las lámparas pasaron al rojo lívido y se apagaron.
...Ella estaba apoyada en su hombro.
Entonces una idea extraña acudió a la mente de David Stone:
-¡El embarcadero!


* * *


Sí.
A pesar de la oscuridad, la corriente desbordada y la tormenta, alcanzó el embarcadero en el preciso momento en que una sacudida infernal lo conmovía sobre sus bases. Y de repente, surgiendo de un remolino fantástico, la porción de vieja armadura de madera que los soportaba, se puso a flotar, salvándolos, solos, únicos, de toda una ciudad que ardía, se desmoronaba, se anegaba…


* * *


Aurora.
La nube parecía barrer la superficie de las aguas inmensas; ligeros vapores rebotaban sobre el oleaje picado. Los restos del embarcadero flotaban como una balsa, siguiendo el inmenso capricho de la corriente.
En el horizonte, Stone veía una masa difusa y fuliginosa flotar bajo el viento: las últimas humaredas del incendio que terminaban in Ingharm.
Ella era una cosita, muy pálida, desvanecida; él la miraba con estupor, como si viviese en la linde de un sueño interminable.
Pasó horas acariciando su rostro inmóvil. Luego, ella se estremeció y se echó a llorar.
-Vive, está salvada -murmuró David, con alegría llena de éxtasis.
Llegó la noche. La mantenía apretada contra él. La mujer parecía vivir en una inconsciencia profunda, conservando los ojos cerrados. No habían intercambiado ni una palabra. De una larga somnolencia, ella pareció pasar a un profundo sueño.
David se dio cuenta de que las maderas, carcomidas por la podredumbre senil, se hundía bajo sus pies.
Cuando vino el día, el agua le cubría los talones. Tenía a la cantante en sus brazos, rotos en mil pedazos por el frío y el cansancio.
Lentamente, el viejo embarcadero abandonaba a su dueño.


* * *


¡Oh, Jesucristo, Tú que andas sobre las aguas!
Era la plegaria que David lanzaba al cielo, donde las nubes comenzaban a agujerearse de azul y de claridades solares.
¡Oh, Jesucristo, Tú que andas sobre las aguas, sálvala!
La balsa de la suerte hizo un movimiento de rotación alarmante.
Con un inmenso esfuerzo, David Stone había logrado poner a la muchacha sobre sus hombros.
De pronto, el flotador se desprendió.


* * *


¡David tocó tierra con sus pies!
Las aguas le golpearon duramente el pecho, pero no eran muy profundas.
-Ando sobre el agua -exclamó, lleno de júbilo -. ¡Ando!
Y, de golpe, tuvo un deslumbramiento:
¡A cien pasos de allí flotaba un navío!


* * *


¡Un navío, un velero, procedente del mar!
Atrapado por la terrible tormenta a treinta millas de Inghram, en el río Hulmar, allí donde los barcos de cierto tonelaje marino han de detenerse faltos de aguas profundas, la crecida de la corriente lo había arrastrado en una carrera fantástica.
Ahora, el navío estaba allí, inmóvil, en medio del pantano, con la quilla profundamente hundida en el cieno, no pudiendo ganar ya las aguas navegables.
Pero David cantaba, transportado por una inmensa alegría.
-¡Un navío procedente del mar! Y EllaElla… ¡Oh, Jesucristo, no en vano te he pedido que hicieras el gran milagro!
Andaba sobre el fondo cenagoso que pegaba ventosas a sus pies. Las aguas cubrían ya sus hombros. Tragó una bocanada helada. Sus ojos se llenaron de sombras.
-Soy feliz- balbució-. ¡Oh, tan feliz!…
El velero estaba allí, a nueve metros, y le veían desde a bordo.
De pronto el suelo desapareció a su vez bajo los pies del salvador, y las aguas, fúnebres, cubrieron a los dos.
Brazos vigorosos agarraron a la cantante.
David Stone no reapareció.


* * *


-¿Dónde está el hombre que la llevaba en brazos?- gritaron los marineros del velero.
-¿Un hombre?- murmuró la joven-. ¿Un hombre?
-Se ha perdido- dijeron, desolados, los marineros.
-¿Un hombre?- repitió la joven con voz apagada-. No sé. ¿Había, por tanto, un hombre que me transportaba? Ni siquiera he visto su rostro.


Jean Ray, Las 25 mejores historias negras y fantásticas.


domingo, 30 de octubre de 2016

Ventura. Guillermo Bustamante Zamudio.

Un día fue a ver a la mujer para la que las cartas, dispuestas con cierto rigor y sometidas al azar de su desvelamiento, eran como un libro abierto.

—¿Cuánto viviré?

—Tienes una larga vida —informó la pitonisa.

—¿Cuánto? —insistió.

—Hasta los 90.

“¡Me quedan 60 años de vida!”, pensó. Pero sus ganas de creer eran tan fuertes como su deseo de demostración. Entonces subió al edificio más alto, para retar esa sabiduría en la que la mitad de su convicción se afincaba, y se lanzó del último piso.

Tardó 60 años en caer.


sábado, 29 de octubre de 2016

Elegía. Rafael Pérez Estrada.

Cuando murió, durante muchos días supe que sería suficiente con marcar su número para que ella misma me hablase de las excelencias del tiempo y de algunas noticias íntimas (estaba seguro que evitaría tratar de su propia muerte). Sin embargo, desconociendo yo la estética de los muertos, y el placer de sus conversaciones, me limitaba a apoyar la cabeza en el teléfono, y, sin descolgarlo, lloraba recordando su voz.

El domador, Rafael Pérez Estrada, 2008.

miércoles, 26 de octubre de 2016

Hábitos. José Manuel Dorrego Sáenz.

Ayer decidí dejar de fumar. Hoy he decidido dejar a mi mujer: Acostumbrado a observarla tras el humo, acabo de comprobar que no es lo que parecía. Supongo que todo su encanto estaba en su silueta distorsionada tras la humareda de mi pipa Doctor Plumb. Probablemente no encuentre a otra mujer como Daniela, pero mucho me temo que su presencia resulta demasiado vulgar bajo la perspectiva de los malditos chicles con nicotina. 

 

lunes, 24 de octubre de 2016

Llaves. Raúl Brasca.

Fue triste cuando mi padre, sin que yo se lo pidiera, me dio la llave de la casa. Yo era casi un adulto y él me la dio como quien pide permiso para envejecer. 

 

domingo, 23 de octubre de 2016

Apariciones. Woody Allen.

El 16 de mayo de 1882 el señor J. C. Dubbs se despertó en mitad de la noche y vio a su hermano Amos, que llevaba muerto catorce años, sentado a los pies de su cama y desplumando gallinas. Dubbs le preguntó a su hermano qué estaba haciendo allí, y éste le respondió que no se preocupase, que seguía muerto y que había venido a la ciudad únicamente el fin de semana. Dubbs le preguntó a su hermano que cómo era «el otro mundo» y éste le respondió que no muy distinto de Cleveland. Añadió que había vuelto para comunicarle a Dubbs un mensaje, que llevar un traje azul oscuro con calcetines rosa pálido es un gran disparate.

En aquel momento, entró la joven sirvienta de Dubbs y vio a Dubbs hablando con una «niebla informe y blanquecina», la cual, dijo luego, le recordó a Amos Dubbs, pero su aspecto era un poco más agradable. Finalmente, el fantasma le pidió a Dubbs que le acompañase en un aria de Fausto, que ambos entonaron con gran fervor. Al despuntar el día, el fantasma atravesó la pared, y Dubbs, que pretendía seguirle, se fracturó la nariz.

Éste se presenta como un ejemplo clásico del fenómeno de aparición y, si hemos de creer a Dubbs, el fantasma reapareció, hecho que hizo que la señora Dubbs saltase de su silla y revolotease durante veinte minutos sobre la mesa donde estaba puesta la cena, hasta que se estrelló en la salsa. Es interesante observar que los espíritus tienen tendencia a mostrarse traviesos, lo cual A. F. Childe, el místico inglés, atribuye al marcado complejo de inferioridad que les produce el estar muertos. Las «apariciones» guardan frecuente relación con individuos que han tenido un fallecimiento insólito. Amos Dubbs, por ejemplo, murió en circunstancias misteriosas cuando un granjero le sembró accidentalmente junto con unos nabos.


Sin Plumas. Woody Allen, 1979.

sábado, 22 de octubre de 2016

El ahogado más hermoso del mundo. Gabriel García Márquez.

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.

Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:

—Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tricotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.