lunes, 2 de enero de 2017

Necrológica retroactiva. Juan José Millás.

Los mamíferos estamos sobrevalorados, y es lógico. Si Bush fuese gallo estarían sobrevaloradas las aves y la Estatua de la Libertad sería una gallina. Cada uno tiende a defender lo suyo. En los zoos ocupa un lugar privilegiado el gorila no ya por lo que tiene de mamífero, sino por lo que tiene de hombre. Si ser mamífero es un privilegio, ser mamífero y humano es la caraba (¿qué rayos significará caraba?). Esa sobrevaloración es la causante de que el 99 por 100 de las fotografías del periódico correspondan a hombres o a mujeres en diferentes poses o actitudes. Sólo muy de vez en cuando aparecen imágenes de ranas o de moscas, y no porque su vida sea menos interesante que la nuestra, sino porque a nosotros nos importan nuestras cosas.

El caso de Copito de Nieve, que en paz descanse, fue especial. Lo veíamos en la prensa casi con la misma frecuencia que a un ministro del Interior y a su muerte consiguió más necrológicas que un escritor. A mí me pidieron una, pero luego no la publicaron porque les pareció poco elogiosa. Contaba en ella que un día fui a Barcelona a visitar al famoso mono y cuando estuve frente a él me ausenté de la realidad durante unos segundos y por un momento creí que yo era el encerrado y Copito de Nieve el visitante. Como el tiempo tiene una dimensión subjetiva, durante esos segundos fui capaz de comprender, en el sentido más profundo de la palabra, lo que significaba pasar toda una vida encerrado tras un cristal blindado, con un neumático de camión para columpiarme. Me dio un escalofrío tal que miré con odio a Copito de Nieve, y tomándolo, ya digo, por un visitante dominguero, le dije:

—Sois unos hijos de puta.

De súbito volví en mí y al contemplar la mirada cansada de Copito, dudé si no había dicho él esas palabras dirigidas a mí y a mi especie. El caso es que me llamó el redactor jefe y me dijo que Copito de Nieve, al que los niños adoraban, no decía palabrotas. Además, había sido muy feliz en el zoo, donde había creado una familia llena de hijos y de nietos. No toleraba, en fin, que yo alterara, en el momento de su muerte, la realidad de esa manera. Comprendí que la felicidad de Copito de Nieve era un asunto de Estado y me callé.

La fotografía está sacada unos días antes de su muerte, cuando el Ayuntamiento de Barcelona decidió hacer pública su enfermedad (un cáncer de piel) para dar al público la oportunidad de que se despidiera de él. Mientras los niños y los adultos hacían cola para decirle adiós, Copito de Nieve bostezaba. A veces se rascaba el tumor que se había desarrollado en su axila derecha y luego se chupaba los dedos. El director del zoo, fiel al decreto de la felicidad, aseguró que Copito no sólo no sufría, sino que estaba pasando los momentos más dulces de su vida, disfrutando de la compañía de los suyos. Parecía que hablaba de un jefe de Estado retirado. Las autoridades aseguraron también que no prolongarían su vida artificialmente porque el objetivo era que el gorila tuviera una muerte digna que ya la quisiéramos para usted y para mí. Todos estos cuidados, de haber sido ovíparo, habrían resultado impensables. Además, ¿se habría atrevido un periódico a pedirme la necrológica de una gallina?


Todo son preguntas. Juan José Millás, 2005.



sábado, 31 de diciembre de 2016

Te quiero a las diez de la mañana. Jaime Sabines.

Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí. 
Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño. 
Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?

viernes, 30 de diciembre de 2016

Suegra. Teresa Serván. Microlocas.

Odio a esta mujer pulcra y exacta. Vivir con ella es un infierno ¿Que cuándo barro las pelusas de la habitación que nos presta?, ¿que si hago algo para evitar el pelo que inunda su ducha? Cosas marchitas que le dicen que su hijo y yo nos ahogamos. Siempre me recuerda que una buena esposa debe ser limpia. Limpia, como su colección de jarrones de cristal, asépticos como la vida que persigue. Detesto estos jarrones, ni una huella en el vidrio, ni una mancha fuera de lugar. Yo, imperfecta de pies a cabeza, cuando tenga mi propia casa me despediré con un regalo. Le daré el florero que voy llenando con las pelusas de debajo de mi cama y las hebras del desagüe. Cosas muertas que le recuerden lo viva que estoy.

Pelos. Microlocas, 2016.



jueves, 29 de diciembre de 2016

¿Qué llevamos en los bolsillos? Etgar Keret.

Un mechero, un caramelo para la tos, un sello de correos, un solitario y algo torcido cigarrillo, un palillo, un pañuelo de tela, un bolígrafo, dos monedas de cinco shekels. Esa es una pequeña parte de las cosas que llevo en los bolsillos. Entonces ¿qué misterio tiene que estén tan abultados? Son muchos los que me lo han dicho.
Pero ¿qué coño llevas en los bolsillos?
A la mayoría, ni les contesto, sino que me limito a sonreír y, a veces, hasta suelto una forzada risita. Si se empeñaran en saberlo y me volvieran a preguntar, seguro que les enseñaría todo lo que llevo en ellos y puede que hasta les explicara para qué necesito tener siempre conmigo todas esas cosas. Pero no insisten. Qué coño llevas, la risita, el angustioso y breve silencio, y ya hemos pasado a otro asunto.
En realidad, todo lo que llevo en los bolsillos está ahí intencionada y premeditadamente. Todo está ahí para encontrarme en una situación de ventaja cuando llegue el momento de la verdad. Aunque, realmente, eso no es que sea muy exacto. Todo está ahí para no encontrarme en situación de desventaja cuando llegue el momento de la verdad. Porque ¿qué ventaja vas a poder sacar de un palillo o de un sello de correos? Pero, si por ejemplo, una chica guapa —¿sabéis qué?, ni siquiera guapa, simplemente mona, una chica de aspecto corriente capaz de cortaros la respiración— os fuera a pedir un sello, o ni siquiera fuera a pedíroslo, sino que la veis allí en la calle, una lluviosa noche, con un sobre sin sello en la mano junto a un buzón rojo y os pregunta si no sabríais por casualidad dónde hay una oficina de correos abierta a esas horas y después tosiera un poco, con una tos producto del frío y de la desesperación, porque ella también sabe, en el fondo, que no hay ninguna oficina de correos abierta por los alrededores, vamos, que seguro que no a esas horas, entonces, en ese momento, el momento de la verdad, no va a decirte qué coño llevas en los bolsillos, sino que te estará inmensamente agradecida por el sello, aunque puede que ni siquiera agradecida, sino que se limitará a brindarte su cautivadora sonrisa, una sonrisa cautivadora a cambio de un sello —yo estaría dispuesto a firmar ahora mismo, aunque el valor de los sellos esté al alza y el de las sonrisas a la baja.
Tras la sonrisa me daría las gracias y volvería a toser, de frío y un poco también de la turbación, y entonces yo le ofrecería un caramelo para la tos.
¿Qué más llevas en los bolsillos? —me preguntaría ella, pero con delicadeza, nada de «qué coño llevas ahí» y sin ningún deje negativo.
Y yo le contestaría sin vacilar:
Todo lo que puedas llegar a necesitar, cariño, todo lo que pueda llegar a hacerte falta.
Pues ya está. Ahora ya lo sabéis. Eso es lo que llevo en los bolsillos. Una pequeña posibilidad de no cagarla. Cierta posibilidad. No demasiado grande, incluso poco probable. Lo sé, que tonto no soy. Una pequeñísima posibilidad de que, digamos, cuando llegue la felicidad pueda decirle «sí» en lugar de «perdona, lo siento, no tengo ningún cigarrillo/palillo/moneda para la máquina de las bebidas». Eso es lo que llevo en los bolsillos, tan abultados y repletos, la remota posibilidad de poder decir en lugar de lo siento.

 

miércoles, 28 de diciembre de 2016

Pesadilla en amarillo. Fredric Brown.

Despertó cuando sonó el despertador, pero se quedó tendido en la cama durante un rato después de haberlo apagado, repasando por última vez los planes que tenía para hacer un desfalco por la mañana y cometer un asesinato por la noche.

Había pensado en todos los detalles, pero les estaba dando el repaso final. Aquella noche, a las ocho y cuarenta y seis minutos, sería libre, en todos los sentidos. Había escogido aquel momento porque cumplía cuarenta años, y aquella era la hora exacta en la que había nacido. Su madre había sido muy aficionada a la astrología, razón por la que conocía tan exactamente el instante de su nacimiento. Él no era supersticioso, pero la idea de que su nueva vida empezara exactamente a los cuarenta años le parecía divertida.

En cualquier caso, el tiempo se le echaba encima. Como abogado especialista en sucesiones y custodia de patrimonios, pasaba mucho dinero por sus manos… Y una parte no había salido de ellas. Un año atrás había “tomado prestados” cinco mil dólares para invertirlos en algo que parecía una manera infalible de duplicar o triplicar el dinero, pero lo había perdido. Luego había “tomado prestado” un poco más, para jugar, de una manera u otra, y tratar de recuperar la primera pérdida. En aquel momento debía la friolera de más de treinta mil; el descuadre sólo podría seguir ocultado unos pocos meses más, y no le quedaban esperanzas de poder restituir el dinero que faltaba para entonces. De modo que había estado reuniendo todo el efectivo que pudo sin despertar sospechas, liquidando diversas propiedades que controlaba, y aquella tarde tendría dinero para escapar; del orden de más de cien mil dólares, lo suficiente para el resto de su vida.

Y no lo atraparían nunca. Había planeado todos los detalles de su viaje, su destino, su nueva identidad… y era un plan a prueba de fallos. Llevaba meses trabajando en él.

La decisión de matar a su esposa había sido casi una ocurrencia de última hora. El motivo era simple: la odiaba. Pero después de tomar la decisión de no ir nunca a la cárcel, de suicidarse si llegaban a arrestarlo alguna vez, se dio cuenta de que, puesto que moriría de todas manera si lo atrapaban, no tenía nada que perder si dejaba una esposa muerta tras él en lugar de una viva.

Casi no había podido contener la risa ante lo adecuado del regalo de cumpleaños que ella le había hecho el día anterior, adelantándose a la fecha: una maleta nueva. También lo había convencido para celebrar el cumpleaños dejando que ella fuera a buscarlo al centro para cenar a las siete. Poco imaginaba ella cómo iría la celebración después de aquello. Planeaba llevarla a casa antes de las ocho y cuarenta y seis para satisfacer su sentido de lo apropiado y convertirse en un viudo en aquel momento exacto. El hecho de dejarla muerta también tenía una ventaja importante. Si la dejaba viva y dormida, cuando despertara y descubriera su desaparición, adivinaría en seguida lo ocurrido y llamaría a la policía. Si la dejaba muerta, tardarían un tiempo en encontrar su cuerpo, posiblemente dos o tres días, y dispondría de mucha más ventaja.

En el despacho, todo fue como la seda; para cuando fue a reunirse con su mujer, todo estaba listo. Pero ella se entretuvo con los aperitivos y la cena, y él empezó a dudar de si le sería posible tenerla en casa a las ocho y cuarenta y seis. Sabía que era ridículo, pero el hecho de que su momento de libertad llegara entonces y no un minuto antes ni después se había vuelto importante. Miró el reloj.

Habría fallado por medio minuto de haber esperado a estar dentro de la casa, pero la oscuridad del porche era perfectamente segura, tan segura como el interior. La porra descendió una vez con todas sus fuerzas, justo mientras ella estaba de pie ante la puerta esperando a que él abriera. La tomó antes de que cayera y consiguió sostenerla con un brazo mientras abría la puerta y volvía a cerrarla desde dentro.

Entonces accionó el interruptor, la habitación se llenó de luz amarilla, y antes de que se dieran cuenta de que sostenía a su esposa muerta en los brazos, los invitados a la fiesta de cumpleaños gritaron a coro:

-¡Sorpresa!


martes, 27 de diciembre de 2016

El marica. Abelardo Castillo.

Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.


Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.


–Te lastimaste por mí, Abelardo.


Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.


–Soltame –dije.


A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.


Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.


Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:


–Sabés, te admiro.


No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.


–Es un marica.


–Déjense de macanas. Qué va a ser marica.


–Por algo lo cuidás tanto…


Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta –uno también elige–, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo.


–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.


–¿Con los muchachos?…


–Sí. Qué tiene.


–Y bueno, vamos.


Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.


–Abelardo, vos lo sabías.


–Callate y entrá.


–¡Lo sabías!


–Entrá, te digo.


El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.


El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego.


–Debe estar sucia.


Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.


Nos guiñó un ojo.


–Pasa vos, Cacho.


–No, yo no. Yo, después.


Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían hombres. Sí, esa era la impresión que yo tenía.


Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas.


–¿Dónde está César?


No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el ademán –un ademán que pudo ser idéntico al del negro– se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho.


–Vos también te asustaste, pibe.


Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.


–Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.


–Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa ayá.


Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.


–Lo sabías.


–Volvé.


–No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.


–Volvé, ¡animal!


–Por Dios que no puedo.


–Volvé o te llevo a patadas en el culo.


La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.


–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.


Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.


Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:


–Maricón. Maricón de mierda.


Y después lo grité.


Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame.


Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya a contar a los otros.


Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.

 

lunes, 26 de diciembre de 2016

A Vittorio de Sica. Luis Eduardo Aute.

A 24 imágenes por segundo y en blanco y negro, el ladrón escapó montado en una bicicleta que dibujó sobre el muro de la comisaria.

Diez bicicletas para treinta sonámbulos. VVAA, 2013.