Escuchame, César:
yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que
leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas
adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe
escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir
ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo
siento que tengo que decírtelo. Escuchame.
Vos eras raro. Uno
de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la
laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos
les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te
dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a
primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de
parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a
los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras
hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo
fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la
gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre
andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar
frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta:
“Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo
me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés,
en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías
vendar. Me mirabas.
–Te lastimaste por
mí, Abelardo.
Cuando hablaste
sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus
manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado
delgadas.
–Soltame –dije.
A lo mejor no eran
tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de
moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía,
y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son
cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre
curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose.
Acaba por reírse de macho que es.
Y pasa el tiempo y
una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos inseparables.
Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e
inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me
gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te
enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era
fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A
veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara;
la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una
tarde me dijiste:
–Sabés, te
admiro.
No pude aguantar tus
ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del
mismo modo. Eso era.
–Es un marica.
–Déjense de
macanas. Qué va a ser marica.
–Por algo lo
cuidás tanto…
Y se reían. Y
entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos
la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel
tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también
acepta –uno también elige–, acaba por enroñarse, quiere la
brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un
dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que
cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al
César. Y yo dije macanudo.
–César, esta
noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
–¿Con los
muchachos?…
–Sí. Qué tiene.
–Y bueno, vamos.
Porque no solo dije
macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste
cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo:
alta entre los árboles.
–Abelardo, vos lo
sabías.
–Callate y entrá.
–¡Lo sabías!
–Entrá, te digo.
El marido de la
gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que
eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco
treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la
pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se
pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de
aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso
de tierra.
El negro hizo punta.
Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a
mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente
brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como
locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego.
–Debe estar sucia.
Después, el negro
salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.
Nos guiñó un ojo.
–Pasa vos, Cacho.
–No, yo no. Yo,
después.
Entró el colorado,
después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé,
salían hombres. Sí, esa era la impresión que yo tenía.
Después entré yo.
Y cuando salí, vos no estabas.
–¿Dónde está
César?
No recuerdo si
grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y
el ademán –un ademán que pudo ser idéntico al del negro– se me
heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento
del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho.
–Vos también te
asustaste, pibe.
Tomando mate contra
un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus
piernas.
–Qué me voy a
asustar. Busco al otro, al que se fue.
–Agarró pa ayá
–con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el
chico sonreía. El chico también dijo pa ayá.
Te alcancé frente
al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas.
Siempre me mirabas.
–Lo sabías.
–Volvé.
–No puedo,
Abelardo, te juro que no puedo.
–Volvé, ¡animal!
–Por Dios que no
puedo.
–Volvé o te llevo
a patadas en el culo.
La luna grande, no
me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara
de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu
hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano.
Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de
aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
–Bruto –dijiste–.
Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la mano
a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te
defendiste.
Cuando te ibas,
todavía alcancé a decir:
–Maricón. Maricón
de mierda.
Y después lo grité.
Escuchame, César.
Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas,
trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno,
a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día,
necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame.
Aquella noche, al
salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo
vaya a contar a los otros.
Porque aquella noche
yo no pude. Yo tampoco pude.
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