La decisión de ocultarle el accidente porque era muy pequeña para entender la tragedia y asumir la magnitud de la pérdida fue de su madre, que apostó por ignorar la tozudez de la realidad y así escamotearle el sufrimiento. Pero los niños siempre distinguen los sentimientos que se embozan detrás de las palabras.
A pesar de la inocencia de sus cuatro años, durante el día ella finge que todo es igual que antes; pero por las noches se duerme con los ojos preñados de lágrimas perennes que nacen de su desconcierto y su miedo a esas pesadillas que no dejan de asediarla.
Cada noche estoy con ella mientras el sueño vence su resistencia y espero a su lado hasta que despierta temblando y me llama a gritos, con un «Papaaaaa» desgarrador. Entonces me acerco a consolarla y le susurro al oído que no tenga miedo, que todo está bien, que papá ya está aquí para cuidarla.
Pero la escena se repite una noche tras otra. Aunque mis palabras parecen tranquilizarla, se estremece, aterrada, cada vez que su madre se presenta en la habitación y –con un gesto percudido de desconsuelo- le repite que ya le ha dicho muchas veces que no me llame, que estoy muy lejos y que no sabe cuándo podré volver.
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