Mi padre no accedió a comprarme un muñeco de Bart Simpson. Y eso que mi madre sí quería, pero mi padre no cedió y dijo que soy un caprichoso.
–¿Por qué se lo vamos a tener que comprar, eh? –le dijo a mi madre–. No tiene más que abrir la boca y tú ya te pones firme a sus órdenes.
Mi padre añadió que no tengo ningún respeto por el dinero, que si no aprendo a tenérselo ahora que soy pequeño, cuándo voy a aprenderlo. Los niños a los que les compran sin más muñecos de Bart Simpson se convierten de mayores en unos gamberros que roban en los quioscos porque se han acostumbrado a que todo lo que se les antoja se les da sin más. Así es que en vez de un muñeco de Bart Simpson me compró un cerdito feísimo de cerámica con una ranura en el lomo, y ahora sí que me voy a criar siendo una persona de bien, ahora ya no me voy a convertir en un gamberro.
Lo que tengo que hacer, a partir de hoy, todas las mañanas, es tomarme una taza de cacao, aunque lo odio. El cacao con telilla de nata es un shekel ; sin telilla, medio shekel, pero si después de tomármelo voy directamente a vomitar, entonces no me dan nada. Las monedas se las voy echando al cerdito por el lomo, de manera que si lo sacudo hace ruido. Cuando en el cerdito haya tantas monedas que al sacudirlo no se oiga nada, entonces me regalarán un muñeco de Bart Simpson en monopatín. Porque, como dice mi padre, eso sí que es educar.
El caso es que el cerdito es muy mono, tiene el hocico frío cuando se le toca y, además, sonríe al meterle el shekel por el lomo, lo mismo que cuando sólo se le echa medio shekel, aunque lo mejor es que también sonríe cuando no se le echa nada. Además le he buscado un nombre, le he puesto Pesajson, como el hombre que tuvo nuestro buzón antes de que llegáramos nosotros, un buzón del que mi padre no conseguía arrancar la pegatina. Pesajson no es como mis otros juguetes, es mucho más tranquilo, sin luces ni resortes, y sin pilas que le suelten su líquido por la cara. Lo único que hay que hacer es tenerlo vigilado para que no salte de la mesa.
–¡Pesajson, cuidado, que eres de cerámica! –le digo cuando me doy cuenta de que se ha agachado un poco y mira al suelo, y entonces él me sonríe y espera pacientemente a que yo lo baje. Me encanta cuando sonríe; es sólo por él por lo que me tomo el cacao con la telilla de nata todas las mañanas, para poderle echar el shekel por el lomo y ver cómo su sonrisa no cambia ni una pizca.
–Te quiero, Pesajson –le digo después–, y para ser sincero te diré que te quiero más que a papá y a mamá. Además siempre te querré, pase lo que pase, aunque atraque quioscos. ¡Pero si llegas a saltar de la mesa, pobre de ti!
Ayer vino mi padre, cogió a Pesajson y empezó a sacudirlo salvajemente del revés.
–Cuidado, papá –le dije–, vas a hacer que a Pesajson le duela la barriga –pero mi padre siguió como si nada.
–No hace ruido, ¿sabes lo que quiere decir eso, Yoavi? Que mañana vas a tener un Bart Simpson en monopatín.
–¡Qué bien, papá! –le dije–. Un Bart Simpson en monopatín, genial. Pero deja de sacudirlo, porque haces que se sienta mal.
Papá dejó a Pesajson en su sitio y fue a llamar a mi madre. Volvió al cabo de un minuto arrastrándola con una mano y en la otra un martillo.
–¿Ves cómo yo tenía razón? –le dijo a mi madre–, ahora sabrá valorar las cosas, ¿a que sí, Yoavi?
–Pues claro –le respondí–, claro que sí, pero ¿por qué un martillo?
–Es para ti –dijo mi padre mientras me lo entregaba–, pero ten cuidado.
–Pues claro que lo tengo –le respondí, porque la verdad es que así era, pero a los pocos minutos mi padre se impacientó y me espetó:
–¡Venga, dale ya al cerdito de una vez!
–¿Qué? –exclamé yo–. ¿A Pesajson?
–Sí, sí, a Pesajson –insistió mi padre–. Anda, venga, rómpelo. Te mereces ese Bart Simpson, porque te lo has ganado a pulso.
Pesajson me brindó la melancólica sonrisa de un cerdito de cerámica que sabe que ha llegado su fin. A la porra con el Bart Simpson, porque ¿cómo iba a darle un martillazo en la cabeza a un amigo?
–No quiero un Simpson –dije, y le devolví el martillo a mi padre–, me basta con Pesajson.
–No lo has entendido –me aclaró entonces mi padre–, no pasa nada, así es como se aprende, ven, que te lo voy a romper yo –alzó el martillo mientras yo miraba los ojos desesperados de mi madre y luego la sonrisa fatigada de Pesajson, y entonces supe que todo dependía de mí, que si no hacía algo Pesajson iba a morir.
–Papá –le dije sujetándolo por la pernera.
–¿Qué pasa, Yoavi? –me respondió él, con el martillo todavía en alto.
–Quiero un shekel más, por favor –le supliqué–, deja que le eche otro shekel, mañana, después del cacao, y entonces lo rompemos, mañana, lo prometo.
–¿Otro shekel? –sonrió mi padre, dejando el martillo sobre la mesa–. ¿Lo ves, mujer?, he conseguido que el niño tome conciencia.
–Eso, sí, conciencia –le dije–, mañana –y eso que las lágrimas ya me anegaban la garganta.
Cuando ellos hubieron salido de la habitación abracé muy fuerte a Pesajson y di rienda suelta a mi llanto. Pesajson no decía nada, sino que, muy calladito, temblaba entre mis brazos.
–No te preocupes –le susurré al oído–, que te voy a salvar.
Por la noche me quedé esperando a que mi padre terminara de ver la tele en el salón y se fuera a dormir. Entonces me levanté sin hacer ruido y me escabullí afuera con Pesajson, por la galería. Anduvimos juntos durante muchísimo rato en medio de la oscuridad, hasta que llegamos a un campo lleno de ortigas.
–A los cerdos les encantan los campos –le dije a Pesajson mientras lo dejaba en el suelo–, especialmente los campos de ortigas. Vas a estar muy bien aquí.
Me quedé esperando una respuesta, pero Pesajson no dijo nada, y cuando le rocé el morro como gesto de despedida, se limitó a clavar en mí su melancólica mirada. Sabía que nunca más volvería a verme.
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