En los alrededores de la ciudad vive una manada de centauros. Es fácil verlos al atardecer, cuando el calor se calma, paseando melancólicos por los bulevares.
Los centauros tienen fuertes tendencias suicidas. El reputado psiquiatra Almus Sletsinger estudió su comportamiento durante años, llegando a publicar un opúsculo, hoy en día inencontrable, en el que desmenuzaba el alma de estos seres taciturnos.
En aquella obra, el viejo psiquiatra establecía con científica eficiencia las razones que llevaban a un centauro al suicidio. Para el sabio doctor, algunos lo hacían por amor, la mayoría. Otros, el segundo grupo en importancia, por sentirse incomprendidos en un mundo de bípedos. Y, finalmente, el tercer grupo, el menos numeroso y sin duda el de mayor misterio, se quitaba la vida el día de su trigésimo tercer aniversario.
El eminente psiquiatra no llegó nunca a saber por qué al cumplir los treinta y tres años muchos centauros deciden abrirse las venas y dejar correr la sangre. Solo pudo constatar que quienes no lo hacían y superaban esa edad para ellos maldita, se apartaban de la manada y dedicaban el resto de sus días a criar unos pequeños pajarillos de delicadas plumas color violeta cuyo canto, aunque esto forma ya parte de la leyenda, tiene la facultad de detener el tiempo.
Ciudad violeta. Juan Gaitán, 2016.
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