Cuando le diagnosticaron la enfermedad, decidí cerrar el negocio para poder cuidarla durante el tiempo que le quedase, pues, aunque el tiempo sea para todo el mundo una cuenta atrás, esa cuenta suya era ya muy breve, según el especialista.
Por las noches, le leía yo novelas protagonizadas por faraones embrujados del Egipto o por emperadores lascivos y altaneros de la Roma imperial. Le cogimos afición a eso, y era como desviarla un poco no del camino de la muerte, pero sí al menos del pensamiento de la muerte.
A veces, cuando la medicación le provocaba debilidad en el entendimiento y le fijaba los ojos en un punto inconcreto del vacío, le leía alguna de esas revistas que suelen entrevistar a princesas y a banqueros que están a bordo de un yate blanco o subidos a un caballo también blanco, siempre junto a mujeres tan guapas que parecen sacadas de un sueño de ilusiones dolorosas. Aquello de lo que se hablaba en esas revistas es posible que fuesen banalidades, no soy yo quién para juzgarlo, pero reconozco que nos gustaba leerlas, porque suponía la comprobación de lo mucho que nos habíamos perdido de la vida y del mundo, pero también la certeza de que todo eso que nos habíamos perdido no nos importaba lo suficiente como para convertirnos en personas rencorosas.
Nuestro piso es amplio, pero siempre ha sido caluroso a la vez que umbrío, porque tiene pequeñas las ventanas, y a ella no le venía bien el aire acondicionado, así que, durante buena parte de julio y todo agosto, salíamos por la noche a la terraza y nos sentábamos allí durante un par de horas para respirar el aire limpio de la ciudad casi vacía y también para enfriarnos un poco los pulmones, que se debilitan por el exceso de calor, y allí le leía las novelas de fantasías impensables, o las revistas.
Al principio no nos dimos cuenta.
No hacía ningún ruido. No tosía. No fumaba. Nada delataba su presencia intrusa y nada nos hacía sospechar que estuviese allí, en la terraza contigua, oyendo lo que yo leía para ella. Pero estaba, y podía llevar allí mucho tiempo sin que lo hubiésemos notado.
Lo descubrí por casualidad, que suele ser el modo en que las cosas se descubren tanto en las ciencias de veras importantes como en las situaciones sin importancia ni relieve.
El caso es que pusieron farolas nuevas en la calle, y el resplandor de una de ellas delató a contraluz, recortada en el cristal esmerilado de color ámbar que separa nuestros tramos de terraza, la silueta del intruso.
Ella se sobresaltó cuando le señalé aquella sombra, pero me llevé el dedo a los labios con prontitud, antes de que dijera algo ofensivo o inconveniente, pues los medicamentos estaban alterándole su carácter natural y yo mismo tenía que obligarla a veces a que se tomara una dosis doble de neurolépticos para que volviera si no a su ser, sí al menos a su limbo.
No podíamos dejar de salir a la terraza por las noches, a pesar de la presencia del intruso, porque fue mucho el calor que trajo aquel agosto. Los pulmones se le calentaban de manera alarmante durante el día, y el médico me había encomendado la tarea de enfriárselos lo más posible con estancias prolongadas al aire libre. Así que seguimos saliendo a la terraza para leerle lo que aquel día aconsejase su estado: las fantasías de los libros o las fábulas sociales de las revistas. Lo único que podía hacer era rebajar el volumen de mi voz cuando veía la silueta del intruso recortada en el cristal de color ámbar. Yo leía para ella, no para él, pero él tenía derecho a estar allí, y nadie puede obligar a nadie a renunciar a sus derechos.
Noche tras noche, sin saber que veíamos su silueta, se sentaba él a escuchar mi lectura en voz alta. Nunca tosía. Nunca arrastraba siquiera una silla. Pero yo bajaba el volumen de voz, hasta hacerla tal vez un poco espectral y poco alegre, y luego me notaba irritada la garganta, y notaba también que ella no siempre se reía al llegar a un pasaje cómico, no sé si porque no me oía bien o por estar padeciendo en ese preciso instante un presentimiento pasajero de muerte.
Septiembre vino también cálido, de modo que continuamos saliendo durante casi todo ese mes a la terraza, aunque ya un poco más temprano y con algo más de abrigo, y allí seguía el intruso.
Octubre vino por el contrario muy cambiante, y ella no podía exponerse a esas oscilaciones brusquísimas, así que dejamos de salir por las noches a la terraza y pude recuperar el volumen natural de mi voz al leerle las fantasías.
Luego vino noviembre, que es un mes de malos presagios, pero que nosotros sorteamos con éxito, y luego diciembre, que se la llevó, porque se trata de un mes al que sobreviven muy pocos enfermos, tal vez por el frío en sí o tal vez por la melancolía que promueve el frío en los enfermos, que suelen confundir el frío con la muerte y se vienen entonces abajo, según dicen algunos.
Abrí de nuevo la heladería, a pesar del frío, porque la gente ya ha perdido el miedo a los helados durante el invierno: sólo hay que dejarlos un rato a temperatura ambiente para que desaparezca no el helor que les da carácter, sino la violencia de ese helor. Basta con eso.
Volver a casa ya no era lo mismo y lo hacía siempre a horas irregulares, aunque por lo común tardías, pues siempre les viene bien el pasear a los viudos y a los ociosos, que de ese modo dan tregua al pensamiento.
Una noche de tantas, me crucé con un vecino en la puerta del bloque. Él sabía quién era yo, pero yo no sabía que se trataba del intruso, aunque no tardé en saberlo: «Vivo en el primero B», me dijo. «Yo en el primero A». Y ahí comenzó todo.
Cuando, en nuestro segundo encuentro, me invitó a cenar en su casa, no supe qué decir, de modo que opté por la solución que me ocasionaba menos conflictos en ese instante: aceptar su invitación con agradecimiento.
Y cené en su casa.
Él insistió en que no me moviera, en que me quedara sentado sin preocuparme de nada, porque era su invitado. De modo que fue sirviéndome unos platos que me supieron bien, y también me sirvió el vino, que era algo bronco pero bueno. A los postres, me anunció que la tarta de arándanos y queso la había hecho para mí, y me obligó luego a llevarme lo mucho de esa tarta que sobró, alegando con insistencia que la había hecho especialmente para mí y que la tarta era mía.
De él me extrañaba todo, pero me extrañaba especialmente el hecho de que, a pesar de su edad, no tosiera. «Será de pulmones fríos», pensé, porque yo sé lo que es tener unos pulmones de naturaleza cálida, y sé lo que es toser a causa del calentamiento de los pulmones, cuando sientes en ellos una especie de magma. «¿No tose usted?», y él negó sonriente con la cabeza.
Al día siguiente, me invitó de nuevo a cenar. Y cenamos muy bien. Y él se encargó de servir y de recoger los platos.
Al día siguiente me dijo que le gustaría pasear conmigo. Y paseamos juntos, y me pedía que le hablara: «Me gusta mucho su voz. Me va a tomar usted por un exagerado, pero podría pasarme la vida entera oyéndole hablar...».
A veces se venía a pasar la mañana o la tarde a la heladería, y allí se sentaba, y me pedía que le hablase. De cualquier cosa: «Me gusta oír su voz, sencillamente».
Noté que se echaba mucha colonia cuando me invitaba a cenar por ahí. Noté también que sabía de muchas cosas, aunque nunca supe de qué clase de cosas se trataba, porque él se empeñaba en que hablase yo: mi voz le gustaba mucho, según no se cansaba de repetir cuando le pedía que hablase un poco con él.
Acabé entrando con frecuencia en su piso y él en el mío. Me dijo que despidiese a la limpiadora, que no la necesitaría mientras él tuviese un poco de salud, y me negué a aquello, pero él insistió, de modo que despedí a la limpiadora, y un par de veces por semana me limpiaba él el piso, y me iba cambiando con buen gusto las cosas de lugar, porque tenía la magia de dar realce a los objetos con sólo modificar su posición o su combinación, y llenaba todo de flores y quincalla.
«¿Nunca ha pensado usted en vivir con alguien?», me preguntó un día, y aquella pregunta me cogió por sorpresa, porque la verdad es que nunca me la había hecho a mí mismo desde que murió mi mujer, quizá porque la respuesta negativa se anticipaba a la pregunta. «Creo que podría estar siempre a su lado, oyendo su voz. Porque no sé si le he dicho que tiene usted una voz preciosa. Y lee con mucha amabilidad.»
Un día me sentí obligado a confesarle que le veía a través del cristal de color ámbar cuando salía a la terraza con mi difunta mujer a leerle novelas o revistas. También creí necesario confesarle que bajaba el volumen de voz no tanto para que él no me oyese como porque me intimidaba su presencia. «Sus susurros también me parecían muy hermosos. Un hombre que sabe susurrar oculta muchas cosas en su corazón, y a los demás nos interesa descubrir cuáles son esas cosas», me dijo.
Él me había dado confianza, pero yo le había cogido miedo, porque no lograba entender la razón de aquella confianza que me daba. Le dije: «Usted está confundido con respecto a mí. No me gustan las fantasías de los libros. Yo sólo estaba dando alivio a una enferma. No tengo nada especial dentro de mi corazón, y mi voz es como la de cualquiera». Él me sonrió. «Ya sabe dónde estoy. Le estaré esperando», me dijo. Cogió del jarrón azul que me regaló por mi cumpleaños uno de los claveles blancos que él mismo me había llevado esa mañana —el tallo mojado goteó sobre su zapato derecho— y se fue.
Hace mucho calor, aunque aún falta para que llegue agosto. Cada noche salgo a la terraza y allí está él, sin fumar, sin moverse y sin toser. Mirándome a través del cristal de color ámbar. Mirándole yo. Frente a frente. Sin ninguno entender lo que nos ocurre.
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