En el misterio
del mundo paleolítico…
Freyman contaba una
historia de saurios gigantescos de la era cuaternaria, uno de esos
relatos eruditos y pesados que le eran familiares y que se escuchaban
con hipócrita atención, pensando en otras cosas.
Sus compañeros y él
terminaban de comer.
Era un día malo, y
el posadero no había servido más que huevos, un frito de gobios y
un plato de verdura con mantequilla rancia. La cerveza estaba agria;
el vino, detestable, a pesar de lo caro que costaba.
Por la abierta
ventana entraba un soplo de horno. El viento, procedente del Sureste
tras un recorrido de sesenta kilómetros sobre arenas rojizas y
malezas secas, traía ardores de simoun.
Si Freyman hubiese
servido una historia de osos polares, tal vez su auditorio hubiera
prestado oídos con más complacencia; pero su monótona charla se
alargaba a través de junglas tropicales y de pantanos próximos al
grado de ebullición.
No hubo postre.
El posadero,
pretextando que sus cajas de galletas estaban vacías y que las
hormigas habían devorado las últimas fresas de sus plantaciones,
puso sobre la mesa una caja de hojalata que contenía algunos
cigarros e, inmediatamente, presentó la cuenta.
-Engancho el coche a
las tres para ir a Markenham -dijo- y cierro el establecimiento;
pero, si quieren quedarse, dejaré la sala del bar a su disposición.
Estaré de vuelta a las siete y traeré truchas o un salmón fresco
para la cena.
-Por mi parte,
prefiero quedarme -dijo míster Shean-. Me había prometido pasar
todo el día en el campo, y lo cumpliré… ¡Por Júpiter, claro que
lo cumpliré…! ¡Por Júpiter, claro que lo cumpliré!
Freyman hizo un
gesto de indiferencia.
El tercero y último
de los reunidos alrededor de la mesa era Pilcher. Se había dormido
en su silla y no emitió ningún juicio.
Por otra parte,
¿quién hubiera escuchado, oído o seguido el juicio de una criatura
como Pilcher?
Se oyeron rechinar
llaves en las cerraduras y, al poco tiempo, un carruaje ligero se
alejó por la carretera de Markenham, desapareciendo detrás de una
loma.
Freyman se paró de
golpe en mitad de una frase, en la que se hablaba de los uros y del
hombre de Neanderthal, y golpeó con la palma de la mano el cráneo
reluciente de Pilcher.
-Yo no he hecho
nada…, y puesto que tengo una coartada, no hablaré más que en
presencia de mi abogado…- tartamudeó este, despertándose.
-Bien, se ve que
todavía sueña con que le llevan al paredón -gruñó míster Shean
con desprecio.
Freyman consultó su
reloj como hubiera hecho un médico al tomar el pulso a un enfermo.
-Esperaremos veinte
minutos y, entonces, el carruaje del posadero, al subir la colina de
los Tres Blancos, se hará visible. Así nos aseguraremos de que no
ha dado la vuelta a su vehículo y estaremos tranquilos hasta las
siete.
-Si deja así la
casa a disposición del primero que llega, es que no tiene nada digno
de robar -se burló Pilcher-. Mal negocio…, eso es lo que yo digo.
-¿Quién habló de
robar? -preguntó míster Shean-. Y en cuanto al negocio, no es de
usted.
Pilcher se encogió
de hombros.
¿Qué le importaba
a él, después de todo?
Le habían pagado
por adelantado por lo que tenía que hacer, y no se preocupaba por lo
demás.
Era un hombre
estúpido, pero no tenía igual para abrir cerraduras sin dejar
huella alguna.
* * *
El silencio cayó,
pesado como el ardiente rayo de sol que incendiaba los vasos y el
espejo lleno de manchas del mostrador. Se oyó el ruido de ratón del
reloj de Freyman.
Mister Shean rompió
el silencio.
-He previsto usted
bien las cosas, Frey -murmuró-. El posadero, solo en la casa, su
viaje a Markenham, el abandono de la sala del bar a sus clientes y su
prometido regreso a las siete.
-No hay que
asombrarse por ello -respondió Frey-, puesto que es lógica pura. Es
así cómo actuó con Trevitter y Moscombe…
-...que no supieron
aprovecharse de la ocasión -terminó Shean.
Freyman dirigió la
vista hacia la lejana colina. Continuó viéndola vacía, abrasada
por el sol, y volvió a mirar su reloj.
-No sé si este
tabernero del diablo procura benévolamente una ocasión a personas
como nosotros para…
Vaciló visiblemente
y concluyó con voz un poco nerviosa:
-...que hagamos lo
que queremos hacer.
* * *
En ese momento el
carruaje apareció a lo lejos, subiendo al paso la ladera lechosa de
la colina.
Freyman cerró la
caja de su cronómetro y dio un golpe en el hombro de Pilcher, que se
había dormido de nuevo.
-¡Manos a la obra!
-ordenó.
El hombre calvo se
puso en pie al instante; sacó del bolsillo de su chaqueta una caja
larga y plana y la contempló con cariño.
-Voy a ganarme mis
cinco libras -se burló.
Atravesaron la
espaciosa sala donde habían comido. Luego, tras empujar una puerta,
se lanzaron en fila indica por un enorme pasillo donde reinaba una
frescura de cueva, bien recibida después de la temperatura sahariana
de la habitación que acababan de abandonar.
-¿Hay que ensayar?
-preguntó Pilcher, señalando con el dedo una serie de puertas
cerradas.
-Es inútil. Lo que
buscamos debe de encontrarse en el piso primero -respondió Freyman.
Al fondo del
vestíbulo, una escalera oscura subía en caracol hasta las alturas.
El primer descansillo que alcanzaron era amplio como un vestíbulo y
servía de encrucijada a tres callejuelas laterales de innumerables
puertas.
-¡Qué caverna!
-opinó míster Shean-. ¡Y decir que este posadero bravucón vive
solo en esta caja que puede rivalizar con una abadía!
-Esta caja, como
usted la llama, fue construida en mil setecientos ochenta y cuatro,
si creemos al escudo que está sobre la fachada. Tuvo que servir de
relevo de postas; luego, de posada de caminantes, porque, aparte de
ella, no hay, en este país de arena y de malezas, ni sombra de un
tejado para albergar a hombres y animales. Seguramente en época no
muy lejana poseía una clientela de paso bastante considerable.
Pilcher examinaba
las puertas con aire de buen conocedor.
-Son de madera muy
buena -dijo-, y las cerraduras son estupendas… ¿Habrá un pequeño
complemento, digamos comisión, si hubiese dinero detrás de ellas?
Míster Shean sonrió
de manera siniestra.
-¡Imbécil! ¡No
hay ni un céntimo!
-Bueno…; pero, a
veces… Joyas…, un tesoro…, ¿qué se yo? -insistió el gordo.
-¡Ya está bien,
Pilcher! ¡Ya le he dicho que aquí no encontraríamos nada de eso!
Pilcher suspiró y
sacó de su estuche unos finos instrumentos de acero azul.
-¿Por dónde quiere
que empiece? -preguntó.
-Subamos al segundo
piso -ordenó Freyman.
De repente, al fondo
de un interminable pasillo lateral, Freyman hizo un alto.
Con un dedo que
temblaba un poco, señaló una puerta tan sombría que apenas era
visible en la penumbra del lugar.
-Tal vez sea esta
-murmuró.
Míster Shean hizo
un movimiento de retroceso.
-¡Vamos, Pilcher!
Al cabo de algunos
minutos, el gordo retiró, de la cerradura que había trabajado, un
trozo de metal todo retorcido.
-¡Si yo me hubiese
esperado semejante resistencia!… -exclamó estupefacto-. ¡Una caja
de caudales no me hubiera gastado semejante broma!
Cambió tres veces
de instrumento antes de que se oyera un ligero chasquido.
-¡Al fin! -suspiró,
alzándose, con el rostro inundado de sudor.
Quiso empujar la
puerta, pero Freyman se lo impidió.
-¿Quiere usted
pasar el primero, míster Shean? -preguntó.
Míster Shean se
retorcía sus secas manos, y sus labios temblaban.
-¿Es decir -murmuró
con dificultad-, es decir…, que vamos a saber por qué llaman a
esta casa aciaga la Posada de los Espectros?
Empujó la puerta
con tal nerviosismo, que golpeó la pared con un ruido formidable,
parecido a un trueno.
* * *
Al
otro lado de la colina de los Tres Blancos, el carruaje se
detuvo.
El conductor eligió
un minúsculo lago de aguas verdes encuadrado de alheñas y cuyos
bordes alimentaban una hierba sin color.
El caballo se puso
inmediatamente a pastarla con sus largos dientes ávidos, mientras
que su amo se instalaba en una estrecha faja de sombra para fumar su
pipa.
Del fondo de la
llanura, negra en la polvareda solar, avanzaba una figura delgada y
cansina.
El posadero le
miraba avanzar, soplando de cuando en cuando una delgada redondela de
humo en el aire tórrido.
El recién llegado
eligió a su vez un rincón fresco y sacó del bolsillo un largo
cigarro negro antes de saludar con un lacónico buenas tardes.
-¿Qué hay, Carsby?
El posadero señaló
con la punta de su pipa en dirección a la siniestra casa perdida en
el horizonte.
-Están allí,
míster Quaterfage.
-¿Freyman y Shean?
-Sí, así como el
hombrecillo gordo y calvo que se pasa todo el tiempo durmiendo.
-Pilcher, el ladrón,
sin duda alguna.
Fumaron durante
algún tiempo en silencio. Luego, el caballero alto se puso a hablar
con voz lenta y triste.
-Triunfarán,
seguramente, allí donde Treviter y Moscombe fracasaron. Shean es muy
inteligente. Freyman lo es menos, pero es tenaz como el diablo y no
le falta lógica ni ánimo para seguir adelante con lo que emprende.
-Si eso diera un
poco de prosperidad a la casa, limpiándola de toda esa porquería…
-dijo Carsby.
Su compañero, que
tenía aspecto de clérigo, le interrumpió con gesto severo.
-No emplee términos
semejantes para designar una cosa terrible entre todas, Carsby, y es
una verdadera lástima que dos hombre de valor, como Shean y Freyman,
deban pagar con el peor de los espantos, mezquinos intereses como los
de usted. Escuche: hay momentos en que lamento haberle aconsejado…
Carsby le echó una
mirada de ira.
-Le pago a usted
para exorcizar mi casa; por tanto, ¿de qué se queja, míster
Quaterfage?
El clérigo lanzó
un gemido.
-Exorcizar… El
término es impropio, Carsby; pero estoy casi forzado a admitirlo,
puesto que quizá sea lo que está más cerca de la verdad de las
cosas. Cuando Trevitter y Moscombre se dieron cuenta de que una de
las puertas de sus habitaciones de usted llevaba el signo del rey
Salomón, quisieron saber lo que había detrás de ella. Eran
miembros muy activos de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas;
pero se habían olvidado de hacerse acompañar por un forzador de
cerraduras.
Crasby se inclinó
hacia su compañero.
-Hace siete años
que yo tengo la posada, y nunca se me ha pasado por la imaginación
la idea de ver qué se encontraba en la cámara prohibida…, aunque
la.., hum…, la cosa no me ha traído más que una mala suerte del
diablo. Pero usted, míster Quaterfage, ¿tiene alguna idea de lo que
pueda ser?
El clérigo hizo un
gesto de terror.
-¡Dios mío, no!…
Y prefiero no imaginarme nada. ¿Conoce usted la historia del
pescador de Las mil y una noches, que liberó a un genio
malvado que estaba aprisionado en un jarrón de plomo, marcado con el
sello del rey Salomón, y fue arrojado después al fondo del mar?
-Me lo contaron
cuando yo era niño -confesó Carsby.
-No puedo impedirme
pensar en ella… Recuerdo lo que pasó en la posada poco tiempo
antes de su llegada. Tres viajeros descendieron allí una noche. Eran
gente de color, indios, lapidarios conocidos y estimados en todos los
mercados de Europa. Dos de ellos ocuparon la habitación hoy
condenada y el otro fue alojado en un dormitorio vecino. Al día
siguiente encontraron a los caballeros asesinados y despojados de sus
bienes. Nunca se descubrió al culpable. Su compañero permaneció en
la posada hasta el final de la investigación y, antes de marcharse,
lanzó un anatema espantoso sobre la habitación del crimen:
“Aprisiono en esta habitación de desgracia y de espantosa
injusticia una cosa más fuerte que la muerte. Conjuro a los hombres
que vengan a alojarse bajo este tejado que jamás le devuelvan la
libertad.” Y diciendo estas palabras, posó el brillante de su
anillo sobre la madera de la puerta, que empezó a echar humo como si
hubiese sido marcado con hierro candente. En la marca dejada se
descubrió después el pentagrama terrible del rey Salomón, y nadie
se ha atrevido a traspasarla, despreciando la prohibición del
encantador, ni siquiera las personas encargadas de la misión
oficial.
-Por tanto, ¿será
realmente un espectro? -preguntó Carsby-. Algunas veces he pegado el
oído a la puerta cerrada, pero nunca he oído nada; pero le juro que
el silencio que reinaba detrás de ella era más terrible que el
rugido del peor tormento.
Quaterfage se enjugó
la frente, que perlaba gruesas gotas de sudor.
-En este momento
-dijo con voz apenas perceptible-, quizá sepan ya… ¿Se ha traído
usted los gemelos?
Carsby se dirigió
al carruaje y cogió dos gemelos marinos guarnecidos de cuero virgen.
-Podremos ver desde
lo alto de la colina -murmuró Quaterfage.
-¿Ver qué?
-preguntó Carsby.
Pero no recibió
contestación.
Instalados en la
ardiente arena, con la cabeza apenas sobrepasando la raya de la cima
del montículo, los dos hombres de pusieron a observar.
De pronto, un rugido
apagado hizo temblar el espacio.
-Truena -dijo
Carsby, mirando con sorpresa el cielo espantosamente azul que se
abovedaba por encima de la inmensa llanura desértica-. Pues… ¡Oh,
mire los árboles de mi jardín! No hay ni una pizca de aire para
hacer temblar una hoja y…
En el campo visual
de los gemelos, los dos hombre veían los lejanos árboles retorcerse
como rosales en medio de la tempestad.
-¡Allí están!
-gritó Quaterfage-. Los reconozcos… Shean va delante y Freyman
detrás. Pilcher les sigue… Corren como locos… ¡Oh, señor!…
Aquel grito de
angustia fue lanzado al mismo tiempo por Quaterfage y Carsby.
Los tres fugitivos
acababan de ser lanzados al suelo, agarrados por una mano invisible y
monstruosa, y proyectados a una altura fantástica.
Sus cuerpos
disminuyeron debido a una velocidad y a una distancia prodigiosas, y
se perdieron en la cegadora luz.
Entonces el suelo
tembló y Carsby gritó con voz desgarrada:
-¡Oh, mi casa!
A lo lejos, en medio
de un polvo dorado, la posada se derrumbaba como un castillo de
naipes que se dobla antes de desmoronarse.
Quatarfage y Carsby
de dejaron caer rodando a la base de la colina, aullando de espanto,
hundiendo la cara en la arena para no ver la gigantesca y monstruosa
forma que se elevaba por encima de los escombros, negra como el
Erebo, cruzando con una velocidad espantosa, y cuya frente velaba el
disco flameante del sol de las cuatro de la tarde.
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