miércoles, 21 de diciembre de 2016

La posada de los espectros. Jean Ray.

En el misterio del mundo paleolítico…

Freyman contaba una historia de saurios gigantescos de la era cuaternaria, uno de esos relatos eruditos y pesados que le eran familiares y que se escuchaban con hipócrita atención, pensando en otras cosas.

Sus compañeros y él terminaban de comer.

Era un día malo, y el posadero no había servido más que huevos, un frito de gobios y un plato de verdura con mantequilla rancia. La cerveza estaba agria; el vino, detestable, a pesar de lo caro que costaba.

Por la abierta ventana entraba un soplo de horno. El viento, procedente del Sureste tras un recorrido de sesenta kilómetros sobre arenas rojizas y malezas secas, traía ardores de simoun.

Si Freyman hubiese servido una historia de osos polares, tal vez su auditorio hubiera prestado oídos con más complacencia; pero su monótona charla se alargaba a través de junglas tropicales y de pantanos próximos al grado de ebullición.

No hubo postre.

El posadero, pretextando que sus cajas de galletas estaban vacías y que las hormigas habían devorado las últimas fresas de sus plantaciones, puso sobre la mesa una caja de hojalata que contenía algunos cigarros e, inmediatamente, presentó la cuenta.

-Engancho el coche a las tres para ir a Markenham -dijo- y cierro el establecimiento; pero, si quieren quedarse, dejaré la sala del bar a su disposición. Estaré de vuelta a las siete y traeré truchas o un salmón fresco para la cena.

-Por mi parte, prefiero quedarme -dijo míster Shean-. Me había prometido pasar todo el día en el campo, y lo cumpliré… ¡Por Júpiter, claro que lo cumpliré…! ¡Por Júpiter, claro que lo cumpliré!

Freyman hizo un gesto de indiferencia.

El tercero y último de los reunidos alrededor de la mesa era Pilcher. Se había dormido en su silla y no emitió ningún juicio.

Por otra parte, ¿quién hubiera escuchado, oído o seguido el juicio de una criatura como Pilcher?

Se oyeron rechinar llaves en las cerraduras y, al poco tiempo, un carruaje ligero se alejó por la carretera de Markenham, desapareciendo detrás de una loma.

Freyman se paró de golpe en mitad de una frase, en la que se hablaba de los uros y del hombre de Neanderthal, y golpeó con la palma de la mano el cráneo reluciente de Pilcher.

-Yo no he hecho nada…, y puesto que tengo una coartada, no hablaré más que en presencia de mi abogado…- tartamudeó este, despertándose.

-Bien, se ve que todavía sueña con que le llevan al paredón -gruñó míster Shean con desprecio.

Freyman consultó su reloj como hubiera hecho un médico al tomar el pulso a un enfermo.

-Esperaremos veinte minutos y, entonces, el carruaje del posadero, al subir la colina de los Tres Blancos, se hará visible. Así nos aseguraremos de que no ha dado la vuelta a su vehículo y estaremos tranquilos hasta las siete.

-Si deja así la casa a disposición del primero que llega, es que no tiene nada digno de robar -se burló Pilcher-. Mal negocio…, eso es lo que yo digo.

-¿Quién habló de robar? -preguntó míster Shean-. Y en cuanto al negocio, no es de usted.

Pilcher se encogió de hombros.

¿Qué le importaba a él, después de todo?

Le habían pagado por adelantado por lo que tenía que hacer, y no se preocupaba por lo demás.

Era un hombre estúpido, pero no tenía igual para abrir cerraduras sin dejar huella alguna.



* * *



El silencio cayó, pesado como el ardiente rayo de sol que incendiaba los vasos y el espejo lleno de manchas del mostrador. Se oyó el ruido de ratón del reloj de Freyman.

Mister Shean rompió el silencio.

-He previsto usted bien las cosas, Frey -murmuró-. El posadero, solo en la casa, su viaje a Markenham, el abandono de la sala del bar a sus clientes y su prometido regreso a las siete.

-No hay que asombrarse por ello -respondió Frey-, puesto que es lógica pura. Es así cómo actuó con Trevitter y Moscombe…

-...que no supieron aprovecharse de la ocasión -terminó Shean.

Freyman dirigió la vista hacia la lejana colina. Continuó viéndola vacía, abrasada por el sol, y volvió a mirar su reloj.

-No sé si este tabernero del diablo procura benévolamente una ocasión a personas como nosotros para…

Vaciló visiblemente y concluyó con voz un poco nerviosa:

-...que hagamos lo que queremos hacer.



* * *



En ese momento el carruaje apareció a lo lejos, subiendo al paso la ladera lechosa de la colina.

Freyman cerró la caja de su cronómetro y dio un golpe en el hombro de Pilcher, que se había dormido de nuevo.

-¡Manos a la obra! -ordenó.

El hombre calvo se puso en pie al instante; sacó del bolsillo de su chaqueta una caja larga y plana y la contempló con cariño.

-Voy a ganarme mis cinco libras -se burló.

Atravesaron la espaciosa sala donde habían comido. Luego, tras empujar una puerta, se lanzaron en fila indica por un enorme pasillo donde reinaba una frescura de cueva, bien recibida después de la temperatura sahariana de la habitación que acababan de abandonar.

-¿Hay que ensayar? -preguntó Pilcher, señalando con el dedo una serie de puertas cerradas.

-Es inútil. Lo que buscamos debe de encontrarse en el piso primero -respondió Freyman.

Al fondo del vestíbulo, una escalera oscura subía en caracol hasta las alturas. El primer descansillo que alcanzaron era amplio como un vestíbulo y servía de encrucijada a tres callejuelas laterales de innumerables puertas.

-¡Qué caverna! -opinó míster Shean-. ¡Y decir que este posadero bravucón vive solo en esta caja que puede rivalizar con una abadía!

-Esta caja, como usted la llama, fue construida en mil setecientos ochenta y cuatro, si creemos al escudo que está sobre la fachada. Tuvo que servir de relevo de postas; luego, de posada de caminantes, porque, aparte de ella, no hay, en este país de arena y de malezas, ni sombra de un tejado para albergar a hombres y animales. Seguramente en época no muy lejana poseía una clientela de paso bastante considerable.

Pilcher examinaba las puertas con aire de buen conocedor.

-Son de madera muy buena -dijo-, y las cerraduras son estupendas… ¿Habrá un pequeño complemento, digamos comisión, si hubiese dinero detrás de ellas?

Míster Shean sonrió de manera siniestra.

-¡Imbécil! ¡No hay ni un céntimo!

-Bueno…; pero, a veces… Joyas…, un tesoro…, ¿qué se yo? -insistió el gordo.

-¡Ya está bien, Pilcher! ¡Ya le he dicho que aquí no encontraríamos nada de eso!

Pilcher suspiró y sacó de su estuche unos finos instrumentos de acero azul.

-¿Por dónde quiere que empiece? -preguntó.

-Subamos al segundo piso -ordenó Freyman.

De repente, al fondo de un interminable pasillo lateral, Freyman hizo un alto.

Con un dedo que temblaba un poco, señaló una puerta tan sombría que apenas era visible en la penumbra del lugar.

-Tal vez sea esta -murmuró.

Míster Shean hizo un movimiento de retroceso.

-¡Vamos, Pilcher!

Al cabo de algunos minutos, el gordo retiró, de la cerradura que había trabajado, un trozo de metal todo retorcido.

-¡Si yo me hubiese esperado semejante resistencia!… -exclamó estupefacto-. ¡Una caja de caudales no me hubiera gastado semejante broma!

Cambió tres veces de instrumento antes de que se oyera un ligero chasquido.

-¡Al fin! -suspiró, alzándose, con el rostro inundado de sudor.

Quiso empujar la puerta, pero Freyman se lo impidió.

-¿Quiere usted pasar el primero, míster Shean? -preguntó.

Míster Shean se retorcía sus secas manos, y sus labios temblaban.

-¿Es decir -murmuró con dificultad-, es decir…, que vamos a saber por qué llaman a esta casa aciaga la Posada de los Espectros?

Empujó la puerta con tal nerviosismo, que golpeó la pared con un ruido formidable, parecido a un trueno.



* * *



Al otro lado de la colina de los Tres Blancos, el carruaje se detuvo.

El conductor eligió un minúsculo lago de aguas verdes encuadrado de alheñas y cuyos bordes alimentaban una hierba sin color.

El caballo se puso inmediatamente a pastarla con sus largos dientes ávidos, mientras que su amo se instalaba en una estrecha faja de sombra para fumar su pipa.

Del fondo de la llanura, negra en la polvareda solar, avanzaba una figura delgada y cansina.

El posadero le miraba avanzar, soplando de cuando en cuando una delgada redondela de humo en el aire tórrido.

El recién llegado eligió a su vez un rincón fresco y sacó del bolsillo un largo cigarro negro antes de saludar con un lacónico buenas tardes.

-¿Qué hay, Carsby?

El posadero señaló con la punta de su pipa en dirección a la siniestra casa perdida en el horizonte.

-Están allí, míster Quaterfage.

-¿Freyman y Shean?

-Sí, así como el hombrecillo gordo y calvo que se pasa todo el tiempo durmiendo.

-Pilcher, el ladrón, sin duda alguna.

Fumaron durante algún tiempo en silencio. Luego, el caballero alto se puso a hablar con voz lenta y triste.

-Triunfarán, seguramente, allí donde Treviter y Moscombe fracasaron. Shean es muy inteligente. Freyman lo es menos, pero es tenaz como el diablo y no le falta lógica ni ánimo para seguir adelante con lo que emprende.

-Si eso diera un poco de prosperidad a la casa, limpiándola de toda esa porquería… -dijo Carsby.

Su compañero, que tenía aspecto de clérigo, le interrumpió con gesto severo.

-No emplee términos semejantes para designar una cosa terrible entre todas, Carsby, y es una verdadera lástima que dos hombre de valor, como Shean y Freyman, deban pagar con el peor de los espantos, mezquinos intereses como los de usted. Escuche: hay momentos en que lamento haberle aconsejado…

Carsby le echó una mirada de ira.

-Le pago a usted para exorcizar mi casa; por tanto, ¿de qué se queja, míster Quaterfage?

El clérigo lanzó un gemido.

-Exorcizar… El término es impropio, Carsby; pero estoy casi forzado a admitirlo, puesto que quizá sea lo que está más cerca de la verdad de las cosas. Cuando Trevitter y Moscombre se dieron cuenta de que una de las puertas de sus habitaciones de usted llevaba el signo del rey Salomón, quisieron saber lo que había detrás de ella. Eran miembros muy activos de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas; pero se habían olvidado de hacerse acompañar por un forzador de cerraduras.

Crasby se inclinó hacia su compañero.

-Hace siete años que yo tengo la posada, y nunca se me ha pasado por la imaginación la idea de ver qué se encontraba en la cámara prohibida…, aunque la.., hum…, la cosa no me ha traído más que una mala suerte del diablo. Pero usted, míster Quaterfage, ¿tiene alguna idea de lo que pueda ser?

El clérigo hizo un gesto de terror.

-¡Dios mío, no!… Y prefiero no imaginarme nada. ¿Conoce usted la historia del pescador de Las mil y una noches, que liberó a un genio malvado que estaba aprisionado en un jarrón de plomo, marcado con el sello del rey Salomón, y fue arrojado después al fondo del mar?

-Me lo contaron cuando yo era niño -confesó Carsby.

-No puedo impedirme pensar en ella… Recuerdo lo que pasó en la posada poco tiempo antes de su llegada. Tres viajeros descendieron allí una noche. Eran gente de color, indios, lapidarios conocidos y estimados en todos los mercados de Europa. Dos de ellos ocuparon la habitación hoy condenada y el otro fue alojado en un dormitorio vecino. Al día siguiente encontraron a los caballeros asesinados y despojados de sus bienes. Nunca se descubrió al culpable. Su compañero permaneció en la posada hasta el final de la investigación y, antes de marcharse, lanzó un anatema espantoso sobre la habitación del crimen: “Aprisiono en esta habitación de desgracia y de espantosa injusticia una cosa más fuerte que la muerte. Conjuro a los hombres que vengan a alojarse bajo este tejado que jamás le devuelvan la libertad.” Y diciendo estas palabras, posó el brillante de su anillo sobre la madera de la puerta, que empezó a echar humo como si hubiese sido marcado con hierro candente. En la marca dejada se descubrió después el pentagrama terrible del rey Salomón, y nadie se ha atrevido a traspasarla, despreciando la prohibición del encantador, ni siquiera las personas encargadas de la misión oficial.

-Por tanto, ¿será realmente un espectro? -preguntó Carsby-. Algunas veces he pegado el oído a la puerta cerrada, pero nunca he oído nada; pero le juro que el silencio que reinaba detrás de ella era más terrible que el rugido del peor tormento.

Quaterfage se enjugó la frente, que perlaba gruesas gotas de sudor.

-En este momento -dijo con voz apenas perceptible-, quizá sepan ya… ¿Se ha traído usted los gemelos?

Carsby se dirigió al carruaje y cogió dos gemelos marinos guarnecidos de cuero virgen.

-Podremos ver desde lo alto de la colina -murmuró Quaterfage.

-¿Ver qué? -preguntó Carsby.

Pero no recibió contestación.

Instalados en la ardiente arena, con la cabeza apenas sobrepasando la raya de la cima del montículo, los dos hombres de pusieron a observar.

De pronto, un rugido apagado hizo temblar el espacio.

-Truena -dijo Carsby, mirando con sorpresa el cielo espantosamente azul que se abovedaba por encima de la inmensa llanura desértica-. Pues… ¡Oh, mire los árboles de mi jardín! No hay ni una pizca de aire para hacer temblar una hoja y…

En el campo visual de los gemelos, los dos hombre veían los lejanos árboles retorcerse como rosales en medio de la tempestad.

-¡Allí están! -gritó Quaterfage-. Los reconozcos… Shean va delante y Freyman detrás. Pilcher les sigue… Corren como locos… ¡Oh, señor!…

Aquel grito de angustia fue lanzado al mismo tiempo por Quaterfage y Carsby.

Los tres fugitivos acababan de ser lanzados al suelo, agarrados por una mano invisible y monstruosa, y proyectados a una altura fantástica.

Sus cuerpos disminuyeron debido a una velocidad y a una distancia prodigiosas, y se perdieron en la cegadora luz.

Entonces el suelo tembló y Carsby gritó con voz desgarrada:

-¡Oh, mi casa!

A lo lejos, en medio de un polvo dorado, la posada se derrumbaba como un castillo de naipes que se dobla antes de desmoronarse.

Quatarfage y Carsby de dejaron caer rodando a la base de la colina, aullando de espanto, hundiendo la cara en la arena para no ver la gigantesca y monstruosa forma que se elevaba por encima de los escombros, negra como el Erebo, cruzando con una velocidad espantosa, y cuya frente velaba el disco flameante del sol de las cuatro de la tarde.

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