La expedición a la Antártida resultó un éxito total.
La estación meteorológica a pleno rendimiento, los estudios sobre el ciclo
reproductivo de los pingüinos o los hábitos alimenticios de las focas
cangrejeras. El Nóbel a la vuelta de la esquina, unos cuantos paralelos más abajo.
Y encontrar entonces el piano en mitad de la enorme llanura de hielo, ese
Stenway de destellos charolados, solitario ataúd de melodías congeladas en la
inmensa pista de patinaje del Antártico.
Tras interpretar aquel pingüino minúsculo y vestido de etiqueta el Arabesque
nº1 de Debussy y recibir en enfervorizado palmoteo de sus colegas
blanquinegros, el vaivén de bigotes de las focas leopardo y los rugidos
emocionados de una colonia de leones marinos, mis colaboradores y yo nos
retiramos en silencio para iniciar cuanto antes el viaje de regreso a Europa,
casi de puntillas, dispersando, taciturnos, a los vientos helados los cientos
de hojas ya obsoletas con los exhaustivos datos de nuestros estudios sobre el
modo de vida de la fauna polar.
Baúl de prodigios. Miguel Ángel Zapata, 2007.
martes, 26 de marzo de 2019
lunes, 25 de marzo de 2019
Las vueltas de la vida. José Tomás Angola.
María Antonieta no vio nada. La tela negra envolvía
su cabeza. Lo que podía era escuchar los insultos y los gritos. Muchos alaridos
que crecían o disminuían como si a su alrededor pasaran cosas, cosas que ella
no veía y que llevaban al populacho a gritar o a callar. La posición la
incomodaba, de rodillas, inclinada, como cuando la recibía el rey en audiencia
o se le entregaba al conde sueco que tanto placer le regaló en palacio. El
zumbido chirriante le llamó la atención por sobre los aullidos y aunque estos
se hicieron frenéticos, siguió concentrada en el ruido. Quiso tragar saliva y
entonces no pudo. Comenzó a girar.
Todo le dio vuelta y aunque no pudo ver nada, sintió que rodaba por una escalera.
Cuando trató de detener los trompos, comprendió que ya no tenía cuerpo.
Todo le dio vuelta y aunque no pudo ver nada, sintió que rodaba por una escalera.
Cuando trató de detener los trompos, comprendió que ya no tenía cuerpo.
domingo, 24 de marzo de 2019
Mire, señor. Max Aub.
Mire,
señor, no vaya a ir en contra de mis ideas. No lo tolero. Yo acepto las suyas:
para usted. Se las queda, las mastica, las digiere, las expulsa si a tanto le
lleva su gusto. En general, los hombres desde hace un par y pico de siglos
creen que son lo mejor de la humanidad. El non
plus ultra. OK. Allá ellos. Yo estoy convencido de lo contrario, de que
todos somos unos hijos de la chingada por el hecho mismo de ser hombres. Hace
mucho que quedó probado que el hombre ha llegado a domesticar la naturaleza a
fuerza de mala leche, ingratitud, instintos asesinos, palos, pedradas,
machetazos, tiros, hipocresía, asesinatos a mansalva, imposición de la
esclavitud. Cualquier hombre, por el hecho de serlo, es un hijo de puta. No
discuto que otros piensen de manera distinta. Para mí, el imbécil mayor —suizo
tuvo que ser— fue Juan Jacobo Rousseau. Con estas ideas, ¿qué de extraño tiene
que yo sea una buena persona? Que matara a don Jesús, no tiene nada de
particular: no le debía un céntimo a nadie.
Crímenes ejemplares. Max Aub, 1957
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