Henry Dobbins era un buen
hombre y un soldado soberbio, pero la sutileza no era su fuerte. Las
ironías resbalaban sobre él. En muchos sentidos, era como los
propios Estados Unidos: grande y fuerte, lleno de buenas intenciones,
con un michelín de grasa temblequeando en la cintura, lento al
caminar, pero siempre avanzando, siempre a punto cuando lo
necesitabas, firme partidario de las virtudes de la sencillez, la
franqueza y el trabajo duro. Al igual que su país, Dobbins también
tenía tendencia al sentimentalismo.
Incluso
ahora, veinte años después, puedo verle colocándose las medias de
su novia alrededor del cuello antes de partir para una emboscada.
Era
su único rasgo excéntrico. Las medias, decía, tenían las
propiedades de un amuleto. Le gustaba hundir la nariz en el nailon y
aspirar el aroma del cuerpo de su novia; le gustaban los recuerdos
que ello le inspiraba; a veces dormía con las medias contra la cara,
como duerme un niño con una manta mágica, seguro y tranquilo. Pero
sobre todo las medias eran como un talismán. Le mantenían a salvo.
Le daban acceso a un mundo espiritual donde las cosas eran suaves e
íntimas, un sitio adonde algún día llevaría a vivir a su novia.
Como muchos de nosotros en Vietnam, Dobbins sentía el tirón de la
superstición, y creía con firmeza y absolutamente en el poder
protector de las medias. Eran como una armadura, pensaba. Cada vez
que nos poníamos el equipo para una emboscada nocturna, mientras nos
colocábamos los cascos y los chalecos antibalas, Henry Dobbins
ejecutaba el ritual de acomodarse las medias de nailon alrededor del
cuello; hacía un nudo con esmero y dejaba caer ambas perneras por
encima del hombro izquierdo. Le gastábamos bromas, desde luego, pero
llegamos a apreciar el misterio de todo aquello. Dobbins era
invulnerable. No había sufrido ni una herida, ni un rasguño. En
agosto tropezó con una mina, que no estalló. Y una semana después
quedó al descubierto durante un feroz y breve tiroteo cruzado, sin
ningún sitio donde cubrirse, pero se limitó a deslizar las medias
sobre su nariz y a respirar hondo y dejar que la magia funcionara.
Nos
convirtió en un pelotón de creyentes. No discutes los hechos.
Pero,
hacia fines de octubre, su novia le dejó. Fue un golpe duro. Dobbins
se quedó quieto un rato, con los ojos bajos, clavados en la carta,
pero al fin sacó las medias y se las ató alrededor del cuello como
una bufanda.
–No
hay que hacerse mala sangre –dijo–. Yo la sigo amando. La magia
no desaparece.
Fue
un alivio para todos nosotros.
Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, 1990.
jueves, 13 de febrero de 2020
miércoles, 12 de febrero de 2020
Si todo es como parece. Fabián Vique.
Si lo que nos alumbra es el
sol de la mañana y no una ilusión óptica, si son las ocho en punto
y no las seis de la tarde, si hoy es seis de mayo y no veinticuatro
de noviembre, si el capitán no se despertó en un mal día y lo que
acaba de ordenar no es otra cosa que "fuego", si los
soldados que me apuntan no olvidaron cargar los fusiles, si estamos
en la realidad y no en otra pesadilla, si todo es como parece, éstas
vendrían a ser mis últimas palabras.
La vida misma y otras microficciones, 2010.
La vida misma y otras microficciones, 2010.
martes, 11 de febrero de 2020
Usted está aquí. Fernando León de Aranoa.
Los mapas están hechos para
ser consultados una sola vez. Sus pliegues se configuran de acuerdo a
un patrón de movimientos que responde a una lógica de naturaleza no
secuenciada, lo que hace que una vez desdoblados, resulte imposible
volver a plegarlos adecuadamente.
Cuando lea en un mapa la leyenda “Usted está aquí”, no se fíe. Usted no está ahí. Se ha comprobado que dicha afirmación se puede encontrar de manera simultánea en cientos de mapas repartidos por toda la ciudad, lo que físicamente resulta posible sólo para deidades y otras naturalezas ubicuas, poco frecuentes en el plano de la realidad en el que nos movemos a diario.
Se sabe también de la existencia de un mapa en el que aparecían indicados todos los lugares en los que usted no estaba, pero jamás fue comercializado por razones de tristeza.
En determinadas culturas, los mapas simbolizan los lugares que representan, por lo que deben ser manipulados con extrema cautela. En ese sentido, es trágicamente célebre el descuido que cometió la London Cargographic Society en una edición de 1932 del mapa de Londres, donde olvidó imprimir una calle entera del barrio obrero de Grapsberry. A pesar de que el error fue diligentemente corregido en la siguiente edición, nunca nadie volvió a tener noticia de sus vecinos.
En una nota más alegre, es conocida la iniciativa del prestigioso cartógrafo sir Philisbury Hammond, natural de New Hadder, que trató de elaborar un mapa de su ciudad natal a escala natural y le salió otra ciudad idéntica y contigua. Desde entonces, los viajeros que la visitan dudan si caminan por sus calles o por las de su mapa, sin que nadie, ni siquiera los nativos de la localidad, acierten a resolver tan terrible duda.
Del mismo modo que en algunos mapas aparecen indicadas las líneas de transporte urbano o los monumentos históricos, hay otros en los que se indican los lugares donde regularmente acuden los enamorados a besarse, o los parques en los que la inspiración visita a los poetas con más frecuencia. Otros señalizan las calles más proclives a las disputas entre peatones y automovilistas, o las esquinas de la ciudad en las que más a menudo sobrevienen inesperadas desavenencias y deshacen sus acuerdos las parejas. Este tipo de mapas, dado su evidente valor, no resultan fáciles de encontrar. Para que sean eficaces deben ser hallados en lugares y momentos inesperados para usted, por lo que no pueden ser detallados aquí.
A pesar de lo excepcional de este tipo de mapas, de difícil catalogación, los expertos coinciden en que los millares de modelos existentes pueden reducirse en esencia a tres: mapas falsos, mapas verdaderos y mapas del tesoro. Estos últimos están muy sobrevalorados. Su fiabilidad dependerá de la correspondencia que guarden con la noción que su usuario tenga de lo que es un tesoro. Así las cosas, los más literales nos guiarán hasta un cofre lleno de monedas de oro semioculto en una playa, mientras otros, acaso más metafóricos, nos guiarán hasta una mujer de extraordinaria belleza.
Particularmente apreciados, por último, resultan los mapas del tesoro que conducen hasta uno mismo. Resultan difíciles de conseguir, y sólo podrán llegar a sus manos regalados por un buen amigo o ser hallados en el fondo de una maleta muy apreciada por usted en su juventud.
Antes de emprender su viaje, asegúrese de que el mapa que guía sus pasos es de la clase deseada, para evitar sorpresas desagradables. De todos es sabido que en los mapas no aparece jamás el lugar donde fueron adquiridos, con el objeto de que no le sea posible regresar y reclamar, en caso de que no resulten de su agrado.
Aquí yacen dragones, 2013.
Cuando lea en un mapa la leyenda “Usted está aquí”, no se fíe. Usted no está ahí. Se ha comprobado que dicha afirmación se puede encontrar de manera simultánea en cientos de mapas repartidos por toda la ciudad, lo que físicamente resulta posible sólo para deidades y otras naturalezas ubicuas, poco frecuentes en el plano de la realidad en el que nos movemos a diario.
Se sabe también de la existencia de un mapa en el que aparecían indicados todos los lugares en los que usted no estaba, pero jamás fue comercializado por razones de tristeza.
En determinadas culturas, los mapas simbolizan los lugares que representan, por lo que deben ser manipulados con extrema cautela. En ese sentido, es trágicamente célebre el descuido que cometió la London Cargographic Society en una edición de 1932 del mapa de Londres, donde olvidó imprimir una calle entera del barrio obrero de Grapsberry. A pesar de que el error fue diligentemente corregido en la siguiente edición, nunca nadie volvió a tener noticia de sus vecinos.
En una nota más alegre, es conocida la iniciativa del prestigioso cartógrafo sir Philisbury Hammond, natural de New Hadder, que trató de elaborar un mapa de su ciudad natal a escala natural y le salió otra ciudad idéntica y contigua. Desde entonces, los viajeros que la visitan dudan si caminan por sus calles o por las de su mapa, sin que nadie, ni siquiera los nativos de la localidad, acierten a resolver tan terrible duda.
Del mismo modo que en algunos mapas aparecen indicadas las líneas de transporte urbano o los monumentos históricos, hay otros en los que se indican los lugares donde regularmente acuden los enamorados a besarse, o los parques en los que la inspiración visita a los poetas con más frecuencia. Otros señalizan las calles más proclives a las disputas entre peatones y automovilistas, o las esquinas de la ciudad en las que más a menudo sobrevienen inesperadas desavenencias y deshacen sus acuerdos las parejas. Este tipo de mapas, dado su evidente valor, no resultan fáciles de encontrar. Para que sean eficaces deben ser hallados en lugares y momentos inesperados para usted, por lo que no pueden ser detallados aquí.
A pesar de lo excepcional de este tipo de mapas, de difícil catalogación, los expertos coinciden en que los millares de modelos existentes pueden reducirse en esencia a tres: mapas falsos, mapas verdaderos y mapas del tesoro. Estos últimos están muy sobrevalorados. Su fiabilidad dependerá de la correspondencia que guarden con la noción que su usuario tenga de lo que es un tesoro. Así las cosas, los más literales nos guiarán hasta un cofre lleno de monedas de oro semioculto en una playa, mientras otros, acaso más metafóricos, nos guiarán hasta una mujer de extraordinaria belleza.
Particularmente apreciados, por último, resultan los mapas del tesoro que conducen hasta uno mismo. Resultan difíciles de conseguir, y sólo podrán llegar a sus manos regalados por un buen amigo o ser hallados en el fondo de una maleta muy apreciada por usted en su juventud.
Antes de emprender su viaje, asegúrese de que el mapa que guía sus pasos es de la clase deseada, para evitar sorpresas desagradables. De todos es sabido que en los mapas no aparece jamás el lugar donde fueron adquiridos, con el objeto de que no le sea posible regresar y reclamar, en caso de que no resulten de su agrado.
Aquí yacen dragones, 2013.
lunes, 10 de febrero de 2020
Zoilo Santiso, escritor tremendista. Camilo José Cela.
Zoilo Santiso era un escritor
la mar de tremendista. Los padres
de familia no dejaban a
sus hijas leer los libros de Zoilo Santiso.
-¡Niñas, -les decían-, no leer las novelas de Zoilo Santiso, que no son aptas!
Entonces las niñas decían que se iban a dar un paseo por Recoletos, se metían en cualquier librería y se compraban una novela de Zoilo Santiso, que después pasaba de mano en mano, como los partes de guerra del enemigo en las retaguardias donde ya no quedan más que discursos patrióticos y vanas esperanzas.
-¡Quememos los libros de Zoilo Santiso! -decían los muchachitos que no habían leído a Zoilo Santiso, pero que se fiaban del buen criterio de sus mayores-. ¡Guerra a Zoilo Santiso, escritor asqueroso y tremendista! ¡Guerra!
Zoilo Santiso, en el fondo, era un buen muchacho, o, por lo menos, procuraba serlo. De pequeño había pasado la escarlatina, y desde entonces le habían quedado unos puntos de vista algo diferentes a los de sus tías, las hermanas de mamá y papá.
-Zoilo es bueno _-aseguraban sus tías de ambos lados, que no eran excesivamente originales-; lo que pasa es que dice esas cosas que dice sin sentirlas; las dice para parecer mayor.
-¡Pero, mujer, tía -les objetaba algún primo de Zoilo-, si Zoilo ya tiene cerca de cuarenta años!
-¡No importa, no importa! ¡A Zoilo siempre le gustó mucho parecer mayor!
Zoilo Santiso se había hecho escritor tremendista por puro milagro. Esto de los escritores es una cosa muy complicada, y cada cual sale por donde puede o por donde lo dejan. A Zoilo Santiso lo que le hubiera gustado era ser torero o cantor de tangos, pero se hizo escritor porque es más fácil y, además, porque no se necesita arte, ni valor, ni voz, ni sentimiento, ni nada. Para ser escritor no se necesita nada. La prueba es que uno va a los cafés y se los encuentra llenos de escritores escribiendo dramas y artículos, tomando café con leche y haciendo aguas.
Zoilo Santiso se hizo escritor, y después, como no era un «artífice de la palabra», se especializó en el tremendismo, rama en la que por decir las cosas como son, ya se cumple.
-Eso ni es arte ni es nada; eso es ganas de tomar el pelo a la gente -decían algunos lectores de esos que llevan lentes de pinza-; decir las cosas como son está al alcance de cualquiera; el mérito es decirlas finamente.
Zoilo Santiso, que era un hombre humilde, nunca dudó que sus mañas no pudiera tenerlas cualquier hijo de vecino.
«A mí me parece que esto es fácil -pensaba-, que no tiene mayor complicación. ¿Qué se quiere decir «Pepito estaba bebiendo vino»? Pues se dice «Pepito estaba bebiendo vino», y en paz. Lo que sí tiene más mérito sería decir: «El joven Pepe libaba del morado elemento»; lo que pasa es que esto es una estupidez que no se la salta un gitano.»
Zoilo Santiso, a veces, sentía preocupaciones estéticas. Lo que le salvaba es que era corto de alcances, y en cuanto le daba dos vueltas a las cosas en la cabeza, ya ni se entendía.
Zoilo Santiso, a pesar de lo burro que era, tenía muchos enemigos, y algunos escritores pornográficos, cuando llegaron a viejos, le publicaban edificantes articulitos en los papeles diciéndole que había que ser más moral y más decente, y que eso del tremendismo debía ser prohibido como la morfina o la cocaína, pongamos por caso.
El pobre Zoilo Santiso, cuando leía esas cosas, como era presuntuoso de natural, siempre se daba por aludido y pasaba muy malos ratos.
Su señora, para animarlo un poco, le decía:
-No te preocupes, Zoilo querido, cuando se meten contigo señal de que vales; si no valieses nada, no se ocuparían de ti y te dejarían tranquilo, tenlo por seguro.
-Ya, ya; pero, mira, yo preferiría valer algo menos y que no me dijesen esas cosas. ¡Qué quieres! ¡Uno es un espíritu sensible!
Zoilo Santiso, de una vez que quiso escribir unas cuartillas más puestas en razón, le salió semejante barbaridad que no se atrevió ni a publicadas.
Esto de los estilos es algo bastante misterioso, algo que no se puede remediar ni aunque se quiera. Esto de los estilos es como tener granos.
-¡Niñas, -les decían-, no leer las novelas de Zoilo Santiso, que no son aptas!
Entonces las niñas decían que se iban a dar un paseo por Recoletos, se metían en cualquier librería y se compraban una novela de Zoilo Santiso, que después pasaba de mano en mano, como los partes de guerra del enemigo en las retaguardias donde ya no quedan más que discursos patrióticos y vanas esperanzas.
-¡Quememos los libros de Zoilo Santiso! -decían los muchachitos que no habían leído a Zoilo Santiso, pero que se fiaban del buen criterio de sus mayores-. ¡Guerra a Zoilo Santiso, escritor asqueroso y tremendista! ¡Guerra!
Zoilo Santiso, en el fondo, era un buen muchacho, o, por lo menos, procuraba serlo. De pequeño había pasado la escarlatina, y desde entonces le habían quedado unos puntos de vista algo diferentes a los de sus tías, las hermanas de mamá y papá.
-Zoilo es bueno _-aseguraban sus tías de ambos lados, que no eran excesivamente originales-; lo que pasa es que dice esas cosas que dice sin sentirlas; las dice para parecer mayor.
-¡Pero, mujer, tía -les objetaba algún primo de Zoilo-, si Zoilo ya tiene cerca de cuarenta años!
-¡No importa, no importa! ¡A Zoilo siempre le gustó mucho parecer mayor!
Zoilo Santiso se había hecho escritor tremendista por puro milagro. Esto de los escritores es una cosa muy complicada, y cada cual sale por donde puede o por donde lo dejan. A Zoilo Santiso lo que le hubiera gustado era ser torero o cantor de tangos, pero se hizo escritor porque es más fácil y, además, porque no se necesita arte, ni valor, ni voz, ni sentimiento, ni nada. Para ser escritor no se necesita nada. La prueba es que uno va a los cafés y se los encuentra llenos de escritores escribiendo dramas y artículos, tomando café con leche y haciendo aguas.
Zoilo Santiso se hizo escritor, y después, como no era un «artífice de la palabra», se especializó en el tremendismo, rama en la que por decir las cosas como son, ya se cumple.
-Eso ni es arte ni es nada; eso es ganas de tomar el pelo a la gente -decían algunos lectores de esos que llevan lentes de pinza-; decir las cosas como son está al alcance de cualquiera; el mérito es decirlas finamente.
Zoilo Santiso, que era un hombre humilde, nunca dudó que sus mañas no pudiera tenerlas cualquier hijo de vecino.
«A mí me parece que esto es fácil -pensaba-, que no tiene mayor complicación. ¿Qué se quiere decir «Pepito estaba bebiendo vino»? Pues se dice «Pepito estaba bebiendo vino», y en paz. Lo que sí tiene más mérito sería decir: «El joven Pepe libaba del morado elemento»; lo que pasa es que esto es una estupidez que no se la salta un gitano.»
Zoilo Santiso, a veces, sentía preocupaciones estéticas. Lo que le salvaba es que era corto de alcances, y en cuanto le daba dos vueltas a las cosas en la cabeza, ya ni se entendía.
Zoilo Santiso, a pesar de lo burro que era, tenía muchos enemigos, y algunos escritores pornográficos, cuando llegaron a viejos, le publicaban edificantes articulitos en los papeles diciéndole que había que ser más moral y más decente, y que eso del tremendismo debía ser prohibido como la morfina o la cocaína, pongamos por caso.
El pobre Zoilo Santiso, cuando leía esas cosas, como era presuntuoso de natural, siempre se daba por aludido y pasaba muy malos ratos.
Su señora, para animarlo un poco, le decía:
-No te preocupes, Zoilo querido, cuando se meten contigo señal de que vales; si no valieses nada, no se ocuparían de ti y te dejarían tranquilo, tenlo por seguro.
-Ya, ya; pero, mira, yo preferiría valer algo menos y que no me dijesen esas cosas. ¡Qué quieres! ¡Uno es un espíritu sensible!
Zoilo Santiso, de una vez que quiso escribir unas cuartillas más puestas en razón, le salió semejante barbaridad que no se atrevió ni a publicadas.
Esto de los estilos es algo bastante misterioso, algo que no se puede remediar ni aunque se quiera. Esto de los estilos es como tener granos.
domingo, 9 de febrero de 2020
Parque de diversiones. José Emilio Pacheco.
A mí me encantan los
domingos en el parque, puedo ver tantos animalitos que creo que estoy
soñando o que voy a volverme loco de tanto gusto y de la alegría de
ver siempre cosas tan distintas y fieras que juegan o se hacen el
amor y cuidan a sus crías o están siempre a punto de hacerse daño
y me divierte ver cómo comen lástima que todos huelan tan mal o
mejor dicho hiedan, pues por más que hacen para tener el parque
limpio, especialmente los domingos todos los animales apestan a
diablos, sin embargo, creo que ellos al vernos se divierten tanto
como nosotros por eso me da tanta lástima que estén allí siempre
porque su vida debe ser muy tediosa haciendo siempre las mismas cosas
para que los otros se rían o les haga daño y no sé cómo hay
quienes llegan hasta mi jaula y dicen mira que tigre, no te da miedo,
porque aunque no hubiese rejas yo no me movería de aquí ni les
haría ningún daño. Pues todos saben que siempre me han dado mucha
lástima.
sábado, 8 de febrero de 2020
Última versión. Javier Sáez de Ibarra.
En plena noche, se levantó y
fue al cuarto de baño. Ahí estaba cuando dos ladrones acuchillaron
a su mujer y a su hijo pequeño. Él había sentido el cuchicheo y
los pasos de los asaltantes, también supo por los movimientos sordos
que hubo una lucha con su mujer, quien debió de despertarse un
momento antes de que la mataran. Buscó entre los utensilios del baño
algo que le sirviera de arma; no lo halló. Se quedó de pie, tras la
puerta, quieto, conteniendo los ruidos. Los hombres se tomaron un
tiempo para registrar algunos cajones, encontraron joyas, pocas,
dinero, hasta que se dieron por satisfechos. Se marcharon pronto.
El hombre barajó y sostuvo versiones diferentes -digamos, catorce- de estos hechos. Antes de añadir una nueva muerte a la narración.
El hombre barajó y sostuvo versiones diferentes -digamos, catorce- de estos hechos. Antes de añadir una nueva muerte a la narración.
viernes, 7 de febrero de 2020
Mirar por mirar. Juan Yanes
Yo pasaba por allí en aquel
momento y miré. Vino otro y miró. Pasó alguien que también hizo
lo mismo. Después vino uno y se quedó mirando embobado. Todo el que
pasaba por allí se quedaba como hipnotizado. Se formó un tumulto de
gente que miraba. Vinieron los guindillas de la municipalidad y en
lugar de dispersarlos se pusieron a mirar también.
―Pero ¿qué miran?...
―¡Ah, no sé!
―Algo mirarán, digo yo.
―Antes sí pasaban cosas dignas de admiración.
―Claro, antes sí pasaban cosas, pero ahora, ¡ya me dirá usted!
―Es que son unos mirones.
―A la gente le gusta mucho mirar por mirar.
―Es que la gente es de lo que no hay.
Del blog del autor: Máquina de coser palabras.
―Pero ¿qué miran?...
―¡Ah, no sé!
―Algo mirarán, digo yo.
―Antes sí pasaban cosas dignas de admiración.
―Claro, antes sí pasaban cosas, pero ahora, ¡ya me dirá usted!
―Es que son unos mirones.
―A la gente le gusta mucho mirar por mirar.
―Es que la gente es de lo que no hay.
Del blog del autor: Máquina de coser palabras.
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