domingo, 30 de abril de 2023

Cotidiano. Diego Gil Torres.

No me interesa ir caminando por la calle, mirar las vitrinas, los edificios, abordar un autobús, observar a los pasajeros, buscar temas para mis cuentos, descender en el paradero de siempre, llegar a casa, sentarme, tomar un lápiz y escribir que voy caminando por la calle, que miro las vitrinas, los edificios, que abordo un bus, que observo a los pasajeros, que busco temas para mis cuentos, que desciendo en el paradero de siempre, que llego a casa, que me siento, que tomo un lápiz para escribir que voy caminando por la calle...
Así que simplemente caminaré por la calle, miraré las vitrinas, los edificios, abordaré un bus, observaré a los pasajeros, buscaré temas para mis cuentos, descenderé en el paradero de siempre, llegaré a casa, me sentaré, tomaré un lápiz, escribiré que voy caminando por la calle... y que nada de esto me interesa.

sábado, 29 de abril de 2023

La inmortalidad. [Parte II. Capítulo 15]. Milan Kundera.

Sabe, Johannes —dijo Hemingway—, a mí también me acusan constantemente. En lugar de leer mis libros, ahora escriben libros sobre mí. Dicen que no quise a mis esposas. Que no me dediqué bastante a mi hijo. Que le di una bofetada a un crítico. Que mentí. Que no fui sincero. Que fui orgulloso. Que fui un machista. Que dije que tenía doscientas treinta heridas y sólo tenía doscientas diez. Que me masturbaba. Que hacía enfadar a mi mamá.
Eso es la inmortalidad —dijo Goethe—. La inmortalidad es el juicio eterno.
Si es el juicio eterno, debería haber un juez como Dios manda. Y no una estúpida maestra de escuela con una vara en la mano.
Una vara en la mano de una maestra estúpida, eso es el juicio eterno. ¿Qué se imaginaba, Ernest?
No me imaginaba nada. Lo único que esperaba era poder vivir en paz, al menos después de muerto.
Hizo usted todo lo necesario para ser inmortal.
En absoluto. Lo único que hice fue escribir libros. Eso es todo.
¡Precisamente! —rió Goethe.
No tengo nada en contra de que mis libros sean inmortales. Los escribí de modo que nadie pudiese quitar ni una palabra. Para que soportasen cualquier intemperie. Pero a mí mismo, como hombre, como Ernest Hemingway, ¡me importa un cuerno la inmortalidad!
Le entiendo perfectamente, Ernest. Pero debió ser más cauteloso cuando estaba vivo. Ahora ya es tarde.
¿Más cauteloso? ¿Es una referencia a mi fanfarronería? Ya lo sé, cuando era joven me encantaba fanfarronear. Me exhibía delante de la gente. Me alegraba de que se contasen anécdotas sobre mí. ¡Pero, créame, no era lo bastante monstruo como para pensar mientras tanto en la inmortalidad! Cuando un buen día comprendí que se trataba de eso, me dio pánico. Desde entonces dije mil veces que dejasen todos mi vida en paz. Pero cuanto más lo decía peor era. Me fui a vivir a Cuba para perderlos de vista. Cuando me dieron el Premio Nobel me negué a ir a Estocolmo. Se lo digo, me importaba un cuerno la inmortalidad, y le diré aún más: cuando me di cuenta un día de que me tenía cogido, me horrorizó aún más que la muerte. Uno puede quitarse la vida. Pero no puede quitarse la inmortalidad. En cuanto la inmortalidad le hace subir a usted a cubierta, ya no se puede bajar nunca más y aunque se pegue un tiro se queda en cubierta con su suicidio incluido y eso es un horror, Johannes, un horror. Estaba tendido en cubierta, muerto, y a mi alrededor veía a mis cuatro mujeres; estaban sentadas en cuclillas y escribían todo lo que sabían sobre mí y detrás de ellas estaba mi hijo y también escribía, y Gertrude Stein también estaba y escribía y estaban todos mis amigos y contaban en voz alta todas las indiscreciones y difamaciones que alguna vez habían oído contar acerca de mí, y tras ellos se apelotonaba un centenar de periodistas con micrófonos y un ejército de profesores universitarios de toda América lo clasificaba, lo analizaba, lo ampliaba y lo organizaba todo en artículos y libros.

La inmortalidad, 1988.

jueves, 27 de abril de 2023

Manteca. Donald Ray Pollock.

En Knockemstiff, Ohio, todo el mundo creía que aquella noche, por primera vez, Duane Myers iba a tener una cita con una mujer de verdad, pero lo cierto era que Duane se lo había inventado. Primero se dedicó a propagar el rumor por toda la hondonada y después se encargó de los detalles en el autocine Torch: dejó un manchurrón de kétchup en el asiento trasero del Chrysler de su padre, derramó vino sobre unas bragas viejas de su hermana y hasta se hizo dos chupetones en el cuello con una cuchara metálica que calentó con un Zippo. Luego se pasó el resto de la velada encogido como un perro detrás del volante y esperando el momento de volver a casa. Se bebió un pack de seis cervezas calientes y vio Women in Cages y Female Moonshiners. El olor a carne quemada flotaba en el coche como el de las palomitas con mantequilla.
Desde que aquella primavera Duane había cumplido dieciséis años, su viejo, Clarence, no había dejado de darle la murga para que se echara novia.
¿Qué coño te pasa? —le preguntó—. Joder, Duane, cuando yo tenía tu edad, estaba desvirgando chavalas por todo el puñetero condado.
Estaban plantando tomateras por aquel huerto alargado y rocoso en el que todos los veranos ponía al chico a trabajar como un esclavo. El viejo se trincaba una birra por cada tres matas de tomatera Big Boy que plantaba Duane. Los surcos estaban llenos de latas dispersas como vainas gigantes.
No es trola, chaval —se jactó Clarence, apoyando el peso en sus flacos cuartos traseros y secándose el sudor del ceño manchado de tierra—. Una vez iba tan puñeteramente salido que me follé un avispero.
Duane seguía avanzando en silencio de rodillas, formando irregulares montículos de arcilla con las manos alrededor de cada planta mustia. Clarence llevaba toda la vida contando aquellas historias; un día era un avispero, al siguiente un calcetín sudado y al otro una pinta de sesos de cerdo. Antes no eran más que chistes, pero ahora las cosas habían cambiado.
Hacia mediados de verano, Clarence parecía estar a punto de venirse abajo. Se pasaba horas caminando por los pastos de detrás de la casa, pisoteando bostas de vaca y preguntándose muy en serio si su hijo no sería acaso el castigo de Dios por haber llevado una vida tan lujuriosa. Por la noche tenía pesadillas en las que Duane se volvía mariquita, igual que aquel chaval de los Dixon que vivían en el Plug Run, al que habían pillado con el camisón de su madre y que luego se había mudado a Columbus para hacerse un cambio de sexo.
Tienes que dejar de leer libros —le aconsejó una mañana mientras estaban sentados a la mesa de la cocina. El viejo tenía una pinta espantosa; saltaba a la vista que acababa de tener otra pesadilla chunga—. Empieza a ver más la tele.
Clarence dio un sorbo de café caliente y apartó el plato de plan blanco y salchicha ahumada con salsa que su mujer adormilada le había puesto delante.
Duane estaba apoyado en la puerta, dando tragos de un vaso de leche fría. Ya llevaba semanas con el estómago hecho polvo. En un intento de eludir los ojos inyectados en sangre y ojerosos de su padre, se puso a echar vistazos nerviosos por la cocina hasta que por fin acertó a ver su propio reflejo ondulante en una sartén reluciente de cobre que colgaba de la pared. Se quedó mirando los cráteres morados que también a él se le hundían en la cara escuálida, las gafas de montura negra y el pelo mal cortado que su padre seguía insistiendo en que llevara al rape.
Mira a la Twiggy esa —le oyó decir—. Joder, yo me la tiraba ahora mismo.
El problema de Duane se convirtió en el tema preferido del viejo. Era incapaz de cerrar el pico. Hasta los cabrones con los que Clarence trabajaba en la fábrica de papel metían baza en el asunto. Todos los días esperaban a que éste entrara en el comedor para ponerse a ventilar a voz en grito que habían encontrado el asiento trasero de los coches deportivos de sus hijos cubierto de semen seco y reluciente como glaseado de rosquilla y los caminos de entrada de sus casas abarrotados de condones usados tirados como babosas gordas y muertas. No paraban de suministrarle nuevos insultos para soltar a Duane: «mariconazo», «sarasa», «muerdealmohadas». Era como echar leña al fuego. Clarence llegaba a casa más tenso que una cuerda de guitarra y cruzaba la puerta de la cocina dando zancadas furiosas, agitando los brazos sudorosos y rebozados de serrín y gritando «¡Nenaza!» a pleno pulmón.
Los amigos de Duane no hacían sino empeorar las cosas. Apenas un par de semanas después de que empezara la escuela, Porter Watson y Wimpy Miller pasaron por delante de su casa de camino a tirarse entre los dos a Geraldine Stubbs. Clarence estaba en calcetines bajo el nogal, bebiéndose una cerveza. Mientras Duane se subía al asiento de atrás del Fairlane, Porter le gritó:
Eh, Clarence, ¿cómo te va, tío?
Mierda —murmuró Duane cuando vio que su padre echaba a andar lentamente hacia ellos.
¿En qué os vais a meter esta noche? —preguntó.
Porter agarró un cigarrillo de la guantera y se lo puso entre los labios.
En Geraldine Stubbs —contestó con una sonrisa.
El pelo negro le llegaba más allá de los hombros cuadrados, tan tupido y reluciente como el de una chica. Llevaba anillos baratos con forma de calaveras y de hojas de marihuana que le dejaban los dedos de un color verde azulado. Se había follado a más chicas de las que se podían contar. Ese mismo verano, su madre le había prohibido entrar en el garaje después de que llevara a casa una camada de ladillas y las extendiera por todo su sofá nuevo.
¿Quién? —preguntó Clarence, pasándose una mano por el pelo al rape crespo y canoso.
Una de las retrasadas de Reub Hill —intervino Wimpy, pasándose un pequeño peine negro por la boca y peinándose el pelo ralo y rojo con la saliva.
Wimpy tenía una cara plana y estúpida y unos dientes largos y amarillos. A Duane le recordaba a un abrelatas.
¿Y es guapa? —preguntó el viejo. Se apoyó en el coche y le echó un trago a la cerveza espumosa.
Porter se encogió de hombros, dio una calada al cigarrillo y dijo:
Bueno, no es que sea gran cosa, pero está claro que sabe abrirse de piernas.
Sí —dijo Wimpy en tono burlón—. Su problema es más bien cerrarlas.
Clarence tiró la botella vacía a la hierba.
¿Qué edad tiene? —preguntó con un eructo.
Quince —respondió Porter.
Clarence sacó un paquete arrugado de Red Man, cogió un buen pellizco de tabaco de mascar y se lo metió en la boca. Echó un largo vistazo a las colinas que rodeaban la hondonada. Las hojas estaban cambiando de color muy deprisa. Ya se veían zonas relucientes rojas y naranjas sobre el fondo de los pinos verdes. Hacía seis meses que al viejo no se le ponía dura.
Es lo que le digo siempre a Duane —dijo por fin con voz solemne—, un coño es un coño. Todos son buenos; lo que pasa es que algunos son mejores que otros.
Lo dijo como si fuera un antiguo filósofo que hubiera pasado siglos rumiando sobre la cuestión. Luego se inclinó para mirar a Duane y se puso a hacerle señales desquiciadas hacia arriba y hacia abajo con las cejas pobladas hasta que Porter salió marcha atrás por el camino de entrada.
Pero Duane no fue capaz. Aparcaron ante la vieja casa de Geraldine e hicieron sonar la bocina hasta que salió. Dando tumbos con la cabeza gacha por el jardín invadido de maleza, enfundada en sus harapos, a Duane le recordó a un fantasma tímido que flotara a pocos centímetros del suelo, en busca de una tumba vacía donde esconderse. Luego, para colmo, le tocó ir a su lado en el asiento de atrás hasta Train Lane mientras Wimpy discutía con Porter sobre a quién le tocaba tirársela primero. Geraldine no dijo palabra, simplemente se quedó encogida contra la portezuela y se bebió las cervezas que le iba dando Wimpy. Olía a meados y tenía pelusa gris pegada al pelo castaño y crespo.
Eres demasiado exigente, carajo —le dijo más tarde Porter a Duane, después de que la dejaran marcharse—. Joder, tu viejo la habría matado a polvos. —Le dio un puñetazo en el brazo a Wimpy y los dos se rieron.
Yo no soy él —replicó Duane, contemplando la enorme mancha de humedad que había quedado en medio del asiento trasero.
Wimpy negó con la cabeza.
Sí, Duane, ¿qué quieres? —dijo, encendiendo un porro—. ¿Terminar como el chiflado de Manteca y su maldita Cher?
Nancy —lo corrigió Duane.
Casi todo el mundo se mofaba de Manteca McComis. Además de ser el chaval más gordo de Knockemstiff, estaba locamente enamorado de Nancy Sinatra, la famosa cantante. Lo sabía todo de ella, hasta su número de pie y su helado favorito. Pero aunque a Manteca le faltaba un tornillo, y dos también, Duane lo consideraba más listo que a Wimpy, y con diferencia.
¿Qué? —dijo Wimpy.
¡Que no es Cher, es Nancy! —gritó Duane.
Luego se volvió y miró cómo Geraldine se alejaba flotando por la zanja enfangada paralela al camino de grava y desaparecía en el interior de la casa a oscuras. De pronto se dio cuenta de que nadie se había molestado en decirle «adiós» ni «gracias» ni siquiera «hasta la próxima, zorra».
Para cuando salió del autocine y volvió a Knockemstiff, ya se le había pasado el subidón de la cerveza y había perdido el aplomo. Mientras subía la última ladera escarpada antes de llegar a la hondonada, aminoró la marcha y se metió por el camino lleno de baches que llevaba a casa de Porter. Era la una de la madrugada, pero la luz del ruinoso garaje todavía estaba encendida. Aquella noche Duane temía por encima de todo enfrentarse sobrio a su padre. Se lo imaginaba esperándolo en el sofá, con una botella entre las piernas, ansioso por examinar las pruebas y acosarlo a preguntas idiotas. Hasta cuando tenía un buen día, hablar con su padre era como verse atrapado en un ascensor en compañía de un caníbal a quien hubieran dejado en ayunas.


Después de detener el coche al lado del Ford destartalado de Porter, Duane apagó el motor y se metió las bragas mojadas de su hermana en el bolsillo. Dio un rodeo al edificio, empujó la cortina de fieltro marrón y pesado que hacía las veces de puerta y entró. Manteca estaba despatarrado encima de dos balas de paja rancia, con el peto mugriento bajado hasta las rodillas, llenas de costras. De una de las vigas colgaba una lámpara de mano enchufada a una extensión de cable eléctrico deshilachada, que iluminaba su barriga descomunal como el foco de un circo. A un par de metros de distancia, Porter y Wimpy se dedicaban a pasarse una pipa de agua y a tirar dardos a la enorme bola de grasa. Se trataba de unos dardos especiales a los que habían limado las puntas hasta dejarlas en un par de centímetros. Cada vez que acertaban en un lugar sensible, le daban a Manteca otra calada de la pipa de plástico. Era el único deporte que se les daba bien.
En cuanto Duane entró por la puerta, Manteca sonrió y gritó con su voz de pato:
Eh, Duane, ¿has visto a mi novia?
A continuación sostuvo en alto la carátula del disco de Nancy Sinatra, el mismo que ya le había enseñado un millón de veces. Se trataba del álbum Boots, el que había convertido a aquella niña rica y malcriada en una verdadera diosa del sexo. En él, Nancy aparecía reclinada con ropa ajustada de gogó, falda de cuero roja y botas hasta la rodilla. Manteca llevaba aquella carátula a todas partes, metida en la pechera del peto. A veces se la ponía delante de su cara gorda y lechosa, a modo de escudo, cuando se disponían a lanzarle otro proyectil. Decía que quería mantener los ojos a salvo.
Duane sonrió y negó con la cabeza.
Carajo, chaval, ¿es que no tienes más discos?
Manteca soltó un chillido risueño, se abrazó a la carátula y le plantó a Nancy un beso húmedo en los labios relucientes.
No, como el suyo ninguno, Duane —dijo.
Porter dio un trago a una lata de cerveza y se la acabó.
Tío, me alegro de que hayas venido —le dijo a Duane—. Cuídanos a este gordo cabrón un rato. Está empezando a ser un puto incordio.
Bah, pero si es buen tío. Mante, ¿te estás portando mal otra vez?
No, Duane, es él —protestó Manteca, señalando con un dedo gordezuelo a Porter—. Bebe demasiada Blue Ribbon.
Porter le guiñó un ojo a Duane y luego le tiró a Manteca la lata vacía a la cabeza.
Duane, esos dos llevan toda la noche follando como locos —dijo, sacándose un encendedor del bolsillo—. No está bien. Propongo que le peguemos fuego a esa puta de cartón a menos que el gordo de su semental esté dispuesto a compartirla.
¡No! ¡No! —gritó Manteca. Intentó ponerse de pie, pero volvió a caerse. De un pequeño pinchazo en la panza le manaba lentamente un jugo rosado que desaparecía entre las dunas de sebo—. Porter, déjala en paz —chilló con voz lastimera, meciéndose sobre las balas de paja.
De pronto, con el rabillo del ojo, Duane vio que Wimpy echaba el brazo hacia atrás.
¡Misil va! —vociferó Wimpy.
Duane vio cómo Manteca se tapaba la cara con la carátula de cartón en el mismo momento en que un dardo rebotaba en su pecho y se clavaba en el suelo de tierra.
Casi te pillo, puto monstruo —soltó Wimpy.
Joder, Wimpy —dijo Manteca, secándose las lágrimas que resbalaban por sus mejillas con la sucia palma—. Como me saques un ojo, mi abuela se va a cabrear.
Muy bien, ya basta —intervino Duane—. Mierda, ya le habéis hecho sangrar otra vez.
Eh, nadie lo obliga —replicó Porter—. Es él quien lo pide.
Era verdad. Manteca estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de que alguien le prestara atención. A veces, de madrugada, después de que se terminara Armchair Theater y la pantalla de la tele fundiera a negro, se escapaba de casa de su abuela y se pateaba la oscura carretera que cruzaba Knockemstiff. Se dedicaba a despertar a la gente dando golpes en la ventana, les mostraba sus dardos y les suplicaba que salieran a tirarle unos cuantos. Luego se apartaba un poco, se desabrochaba el peto y lo dejaba caer al suelo. Su panza blanca brillaba como si fuera la puta luna. Se podía pasar horas allí plantado, con los mosquitos zumbándole en los oídos y esperando a que alguien saliera e intentara hacer diana con él.
¿A quién le importa? —dijo Wimpy—. Joder, toda su puta tripa ya es una cicatriz. La tiene más dura que una concha de tortuga.
Cogió un dardo y se puso a afilar la punta corta y roma contra una muela que había encima de una mesa de trabajo en el rincón.
Duane le dio a Manteca un trapo grasiento que estaba tirado en el suelo.
Ten, límpiate. Y súbete el peto.
Porter encendió la pipa de agua y se la pasó a Duane.
Joder, tío, ¿qué te ha pasado en el cuello?
Duane se recolocó las gafas y notó que se le subían los colores a la cara. Nunca se le había dado bien mentir.
Que la chavala se me ha intentado comer —le contestó. Era una de las frases que había estado ensayando para su padre.
Wimpy se volvió y se quedó mirando su cuello con los ojos fruncidos.
Caray, ya te digo. Parece que te haya intentado arrancar la cabeza a mordiscos.
Duane no contestó; se limitó a meterse la boquilla de la pipa de agua entre los labios e inhaló el humo pasado por las babas de todos. La hierba tenía un ligero sabor a patatas fritas. Bajo la luz, vio migas que se arremolinaban en el agua burbujeante como diminutos monos marinos. Se estremeció y volvió a inhalar.


En cuanto había oído que Duane iba a llevar a una chica al autocine Torch el viernes por la noche, Porter le había preguntado:
¿Cómo se llama?
Wimpy y él estaban acurrucados sobre la mesa de trabajo del garaje, intentando conectar un reproductor de cartuchos de ocho pistas a una batería goteante de coche.
Duane se había pasado semanas pensando un nombre y había probado un millón hasta dar con el adecuado. Ya se había enamorado de él y cada vez que lo saboreaba le sabía mejor:
Mapel McAdams —dijo despacito.
¿Tiene hermanas? —preguntó Porter inesperadamente.
Eh… No, es hija única —contestó Duane, levantando la RC Cola y dando un trago bien largo.
Wimpy levantó la vista del enredo de cables que estaba envolviendo con cinta aislante.
La conozco —dijo de repente.
Duane tosió y le salió un chorro de refresco burbujeante por la nariz.
¡Hostia puta! —gritó Porter, apartándose de un salto. Se secó la RC que le había salpicado la cara con su antebrazo grande y peludo—. Joder, Duane.
Este recobró el aliento.
Se me ha ido por el otro lado —farfulló. Luego se volvió hacia Wimpy—. ¿Cómo vas a conocerla? Pero si es del pueblo.
¿Y qué? Mi primo Jimmy antes la llevaba por ahí. —Se inclinó hacia delante, cortó la cinta con los dientes y añadió—: Sí, y me dijo que olía tan mal que tenía que bajar las ventanillas.
Ese asqueroso miente como un bellaco —dijo Duane en tono irritado—. Esta chica no es como Geraldine, hostia.
Al fin y al cabo, estaban hablando de Mapel McAdams, no de una zombi con pelusas en el pelo. Además, ¿cómo iban a conocerla? Duane ni siquiera estaba seguro de poder reconocerla. Joder, si todavía se la estaba inventando.
Bueno —escupió Wimpy—, me apuesto lo que queráis a que es la misma.
Bah, eres un imbécil… —empezó a decir Duane, pero se calló de repente.
Se acababa de dar cuenta de que la mentira de Wimpy hacía mucho más creíble a su mujer. Levantó la vista y se quedó un momento mirando un avispero que había pegado a una de las vigas. Luego se marchó en el momento justo en que el reproductor de cartuchos hacía cortocircuito y provocaba una lluvia de chispas de color naranja.


Duane, ¿y ahora te vas a casar? —preguntó Manteca.
Duane le estaba ayudando a ponerse el peto. Manteca tenía una mosca negra aplastada debajo de uno de sus pechos colgantes.
No, Mante, sólo es una chica.
Di más bien una puñetera vampira —intervino Porter—. Espero que no hayas dejado que te la chupara. Viendo cómo te ha puesto el cuello, debe de ser como meter la polla en una picadora de carne.
Wimpy abrió una cerveza y preguntó:
Entonces, Duane, ¿a qué le olía? Y ahora tampoco me mientas.
Duane hizo una pausa para encender su último cigarrillo y repitió la respuesta que tenía preparada:
A pescado frito.
¿Ves? ¿Te lo dije o no te lo dije? —dijo Wimpy.
¿Es tan guapa como Nancy? —preguntó Manteca. Estaba mirando el disco Boots y pasando el dedo por la cara de la cantante.
Joder, gordo de mierda —dijo Wimpy—. Acaba de decirnos que le huele el coño a pescado. ¿Qué te crees, que Duane ha ligado con una estrella de cine?
Porter se acercó más y volvió a mirarle el cuello.
¿Y entonces qué has hecho con ella? —preguntó.
Duane dio una calada larga a su cigarrillo y trató de aparentar despreocupación.
Se lo he lavado con Boones Farm.
Y una mierda —soltó Porter—. Cabrón, pero si no quieres ni hacerlo cuando te toca con Geraldine.
Duane se sacó bruscamente las bragas pegajosas del bolsillo y las sostuvo en alto en medio de la atmósfera cargada de humo.
¿Ah, no? ¿Y de quién crees que son éstas?
Las blandió delante de los ojos inyectados en sangre de Porter como si fuera un torero provocando a un toro. Las bragas eran la prueba definitiva. Se imaginaba a su viejo colgándolas en la pared de la sala de estar como a un animal disecado.
Porter le cogió la mano y se la sujetó con fuerza mientras olisqueaba con cautela el trofeo.
Bah, estás de broma. ¿Seguro que la tal Mapel te ha dejado hacerle eso?
Sí —juró Duane—. Le ha gustado. Compruébalo si quieres. Hay vino de manzana por todo el puto coche de mi viejo.
Porter se volvió hacia Wimpy.
Joder, tal vez tendríamos que probar ese rollo con Geraldine. Darle un baño de vino antes de que te pongas a chupárselo.
Vete a la mierda —le soltó Wimpy.
Mejor todavía —dijo Porter, señalando al otro lado del garaje—: lavárselo con esa puñetera lata de gasolina.


En cuanto Porter y Wimpy se quedaron dormidos, Manteca estiró el brazo y apagó la lámpara portátil.
Esa luz me hace daño a los ojos —murmuró. Luego se volvió a desplomar sobre la paja y se quedó mirando la oscuridad con expresión tétrica—. Duane, no deberías hablar así de tu novia —dijo por fin, ahora en un tono bajo y serio.
Duane no abrió la boca. Estaba despatarrado en una silla de madera, fumándose uno de los Camel de Porter y repasando una vez más su historia antes de irse a casa y enfrentarse a su viejo. De pronto le sobrevino una oleada de asco y lo empapó de vergüenza. Por mucho que no fuera una persona de carne y hueso, sabía que había tratado mal a Mapel y que había dicho cosas de ella que no diría ni de un perro. Volvió a susurrar su nombre, pero ya no le sabía igual. Mapel se había esfumado. Dio otra calada al cigarrillo y se acordó de cómo Geraldine se había alejado flotando por el jardín después de que Porter y Wimpy terminaran con ella.
Se quedaron unos minutos sentados en silencio y luego Manteca volvió a hablar:
¿Duane?
¿Qué quieres ahora?
¿Quieres que cambiemos?
¿Que cambiemos? ¿Que cambiemos el qué?
Te cambio a mi Nancy por tu Mapel.
Duane se quedó mirando a Manteca, sorprendido. El gordo sostenía el álbum de Nancy contra el corazón, con la enorme barriga subiendo y bajando despacio, como si fuera un fuelle gastado. Ya hacía años que tenía a su Nancy; lo hacían todo juntos. Ella lo había protegido de un millar de dardos desencaminados.
Eso no te conviene, Mante.
¿Por qué no? —Seguía con la vista clavada en las vigas.
Duane se lo pensó un momento.
Porque… Porque es tu novia, lo ha sido siempre. Joder, es mucho mejor que Mapel en todo.
Oh, Duane —dijo Manteca con un bostezo—. Nancy ni siquiera es real. No es más que una foto vieja que me dio mi abuela. —Y cerró los ojos.


Duane esperó un rato; luego se puso de pie y se sacó las bragas mojadas de la chaqueta Levi’s. Caminó sin hacer ruido por el suelo de tierra dura y se plantó junto al gordo de su amigo. Ahora Manteca estaba roncando y tenía los brazos fláccidos cruzados encima de la barriga. Olía a patatas fritas y a sudor roñoso. Después de echar un vistazo para asegurarse de que Porter y Wimpy continuaban durmiendo, se fijó en los dardos puestos en fila sobre la mesa de trabajo. Desde que eran niños, Manteca siempre había asegurado que no sentía nada y había insistido en que los dardos no le hacían daño. Pese a todo, Duane siempre le había lanzado los suyos sin levantar el brazo y prometiéndose a sí mismo en secreto que no haría sangrar nunca al muchacho. «Como una puñetera chica», tal como le gustaba decir en tono de burla a Wimpy.
Duane le metió las bragas en el bolsillo lateral del peto; a continuación recogió todos los dardos y salió a la noche. Oyó el retumbar lejano de un tren de carga de la B&O que pasaba por el espinazo curvado del Summit en dirección oeste, hacia Cincinnati. Mientras bajaba hasta el final de la entrada para coches, se quedó mirando la casa de sus padres, que se pudría al fondo de la colina como si fuera un vertedero ilegal, rodeada de la chatarra oxidada del viejo, de las matas descuidadas de lilas y de la niebla gris de octubre. No se podía creer que aquélla fuera su casa.
Mientras se apagaba el ruido del tren, se levantó un viento repentino que empezó a agitar la hierba seca del campo al otro lado de la carretera. El aire frío le hizo cosquillas en el cuello lleno de chupetones. Vio que la luz del porche de sus padres se encendía y se volvía a apagar. Levantó la vista y buscó con la mirada la estrella más brillante del cielo de Knockemstiff; luego dio un paso atrás y le lanzó uno de los dardos. Después se puso a tirarle el resto, tan fuerte como pudo, hasta que todos hubieron desaparecido en la oscuridad que lo rodeaba.

Knockemstiff, 2008.
 

lunes, 24 de abril de 2023

Redacción (II). Pablo Martín Sánchez.

Esta mañana la profe me ha dicho que mi redacción del otro día era nefasta, que si no sabía lo que era un punto y que si no podía escribir sin decir palabrotas, y yo le he dicho que no sólo sabía perfectamente lo que es un jodido punto sino que además mi texto estaba lleno de puntos, sobre todo encima de las is y de las jotas y que incluso me había permitido el lujo de poner tres puntos suspensivos y un punto y final, pero que si eso no le parecía suficiente por mí podía poner tantos puntos como le diese la gana, y que lo de las palabrotas no era asunto mío ya que yo no tenía ninguna culpa de que mis padres fuesen tan mal hablados y que seguro que ella también decía palabrotas cuando discutía con su marido, y entonces ella me ha dicho que no estaba casada y yo le he respondido que no me extrañaba, que quién la iba a aguantar con lo puntillosa que es, y entonces me ha mandado hacer otra redacción antes de salir corriendo hacia el lavabo y yo le he gritado que tampoco era para ponerse así, que esta vez iba a poner más puntos, joder, y que cuál era el tema de la redacción, pero ella ya había desaparecido por el fondo del pasillo, así que he vuelto a mi pupitre y como toda la clase me estaba mirando yo les he dicho que no se preocupasen, que era cosa de mayores y que en las cosas de mayores es mejor no meterse nunca y entonces he visto que la niña de delante me miraba con los mismos ojos que mi madre miraba a mi padre en la foto que hasta hace poco había en su habitación, y por primera vez en mi vida no he sabido adónde mirar... Y como tampoco sabía qué hacer con mis manos, me he puesto a escribir la redacción.

Fricciones, 2011.
 

domingo, 23 de abril de 2023

El sistema. Eduardo Galeano.

que programa la computadora que alarma al banquero que alerta al embajador que cena con el general que emplaza al presidente que intima al ministro que amenaza al director general que humilla al gerente que grita al jefe que prepotea al empleado que desprecia al obrero que maltrata a la mujer que golpea al hijo que patea al perro.

Días y noches de amor y de guerra. 1978

sábado, 22 de abril de 2023

La intimidación. Heimito Von Doderer.

Fue el comportamiento de una tetera lo que reforzó mi inquebrantable convicción de que sólo si mostraba el valor y el coraje suficientes y estaba dispuesto a destruir sin dudarlo los enseres de mi vivienda conseguiría conjurar la maldad de los objetos que me rodeaban disuadiéndolos de agredirme por una larga temporada. Aquella tetera, que tenía desde hacía siete años, me sorprendió una mañana mordiéndome el pie izquierdo—protegido únicamente con una modesta zapatilla de andar por casa—, justo cuando acababa de retirarla del fuego y salía de la cocina. Para darme el mordisco le bastó con estirar el pico y derramar unas cuantas gotas de té hirviendo. Por fortuna, me mantuve firme y no vacilé a pesar del dolor. La aparté de mí con cuidado y volví a calentar agua sobre la llama de gas de la cocina. Busqué una bolsita de té y la coloqué dentro de otra jarra de porcelana. En cuanto a la tetera que me había mordido, tiré la infusión recién hecha y, una vez vacía, la enfrié sin contemplaciones. Por último, me coloqué delante de un cuadro, con su marco y su cristal, del que sospechaba, porque había estado mirándome de reojo como si se alegrara de lo que me había pasado, y era muy probable que se hubiera puesto de acuerdo con la tetera que me había mordido. Agarré a la culpable, me puse a unos cuatro metros de distancia del cuadro y la lancé contra él con un poderoso giro de caderas, como si fuera un disco. Dejé los cuerpos tirados en el mismo lugar donde habían caído y no los recogí hasta pasadas cuatro horas. Cuando la lancé, dejó escapar un leve quejido, ¿una amenaza? Sin embargo, no me cabe duda de que la multitud de ojitos saltones que me observaban desde todos los ángulos de la habitación habían tomado buena nota de lo ocurrido. Les había demostrado que no me asustaba adoptar medidas drásticas. Durante prácticamente un año estuve a salvo de todas sus trampas y ardides, los objetos que había en aquella estancia se guardaron mucho de morderme, intrigar o conjurarse contra mí. Al cabo de ese tiempo, mi maquinilla de afeitar se atrevió a tirarme de la oreja derecha, pero fue un hecho excepcional, sin relación alguna con el caso que acabo de referir. 


 

miércoles, 19 de abril de 2023

Destinitos fatales I. Andrés Caicedo.

A un hombrecito le gusta el cine y llega y funda un cine club, y lo primero que hace es programar un ciclo larguísimo de películas de vampiros, desde Murnau y Dreyer hasta Fisher y ese film que vio hace poco de Dan Curtis. Al principio hay mucha acogida y todo: el teatro se llena. Pero semana tras semana va bajando la audiencia. Como se sabe, el público cineclubista está compuesto en su mayoría por gente despistada que acude a ver acá «el cine de calidad» que no puede ver en los teatros cuando estos sólo exhiben vaqueros y espías; imbéciles que abuchean una película de John Ford con John Wayne «porque el ejército de ee uu siempre mata muchos indios», que le dicen imbécil a Jerry Lewis. Esa gente cómo le va a coger la onda a los vampiros, no falta por allí uno que insulte al hombrecito del cine club por estar exhibiendo cosas de estas cuando los estudiantes luchan en las calles, gente que únicamente sueña de noche y que siempre duerme bien y al otro día se despiertan y pueden hablar de amor, de papitas, de viajes, de política y cuando llegue la noche se ponen a soñar de lo mismo que han hablado durante todo el día. Pues bien, el hombrecito de nuestra historia comenzó a perder grandes cantidades de dinero, porque ya al final no iban más que diez personas a sus películas de vampiros, nueve, ocho, siete, seis, cinco, los últimos cuatro sí empezaron a conversar, a contarse recuerdos, pasó el tiempo y uno de ellos se mudó de ciudad, otro amaneció un día muerto, uno se graduó de arquitectura y nunca nadie más lo volvió a ver por estas tierras.
El hecho es que el sábado 25 de septiembre de 1971, el hombrecito encontró, al ir a introducir el último film del ciclo, que no había más que un espectador en la sala, allá detrás, en un rincón, mitad luz y mitad sombra.
El hombrecito iba a comenzar a hablar de la película que amaba tanto, pero el Conde se paró de su butaca y le sonrió, y el hombrecito tuvo que bajar los ojos.

Calicalabozo, 1998.