—Sabe, Johannes —dijo
Hemingway—, a mí también me acusan constantemente. En lugar de
leer mis libros, ahora escriben libros sobre mí. Dicen que no quise
a mis esposas. Que no me dediqué bastante a mi hijo. Que le di una
bofetada a un crítico. Que mentí. Que no fui sincero. Que fui
orgulloso. Que fui un machista. Que dije que tenía doscientas
treinta heridas y sólo tenía doscientas diez. Que me masturbaba.
Que hacía enfadar a mi mamá.
—Eso
es la inmortalidad —dijo Goethe—. La inmortalidad es el juicio
eterno.
—Si
es el juicio eterno, debería haber un juez como Dios manda. Y no una
estúpida maestra de escuela con una vara en la mano.
—Una
vara en la mano de una maestra estúpida, eso es el juicio eterno.
¿Qué se imaginaba, Ernest?
—No
me imaginaba nada. Lo único que esperaba era poder vivir en paz, al
menos después de muerto.
—Hizo
usted todo lo necesario para ser inmortal.
—En
absoluto. Lo único que hice fue escribir libros. Eso es todo.
—¡Precisamente!
—rió Goethe.
—No
tengo nada en contra de que mis libros sean inmortales. Los escribí
de modo que nadie pudiese quitar ni una palabra. Para que soportasen
cualquier intemperie. Pero a mí mismo, como hombre, como Ernest
Hemingway, ¡me importa un cuerno la inmortalidad!
—Le
entiendo perfectamente, Ernest. Pero debió ser más cauteloso cuando
estaba vivo. Ahora ya es tarde.
—¿Más
cauteloso? ¿Es una referencia a mi fanfarronería? Ya lo sé, cuando
era joven me encantaba fanfarronear. Me exhibía delante de la gente.
Me alegraba de que se contasen anécdotas sobre mí. ¡Pero, créame,
no era lo bastante monstruo como para pensar mientras tanto en la
inmortalidad! Cuando un buen día comprendí que se trataba de eso,
me dio pánico. Desde entonces dije mil veces que dejasen todos mi
vida en paz. Pero cuanto más lo decía peor era. Me fui a vivir a
Cuba para perderlos de vista. Cuando me dieron el Premio Nobel me
negué a ir a Estocolmo. Se lo digo, me importaba un cuerno la
inmortalidad, y le diré aún más: cuando me di cuenta un día de
que me tenía cogido, me horrorizó aún más que la muerte. Uno
puede quitarse la vida. Pero no puede quitarse la inmortalidad. En
cuanto la inmortalidad le hace subir a usted a cubierta, ya no se
puede bajar nunca más y aunque se pegue un tiro se queda en cubierta
con su suicidio incluido y eso es un horror, Johannes, un horror.
Estaba tendido en cubierta, muerto, y a mi alrededor veía a mis
cuatro mujeres; estaban sentadas en cuclillas y escribían todo lo
que sabían sobre mí y detrás de ellas estaba mi hijo y también
escribía, y Gertrude Stein también estaba y escribía y estaban
todos mis amigos y contaban en voz alta todas las indiscreciones y
difamaciones que alguna vez habían oído contar acerca de mí, y
tras ellos se apelotonaba un centenar de periodistas con micrófonos
y un ejército de profesores universitarios de toda América lo
clasificaba, lo analizaba, lo ampliaba y lo organizaba todo en
artículos y libros.
La inmortalidad, 1988.
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