sábado, 29 de abril de 2023

La inmortalidad. [Parte II. Capítulo 15]. Milan Kundera.

Sabe, Johannes —dijo Hemingway—, a mí también me acusan constantemente. En lugar de leer mis libros, ahora escriben libros sobre mí. Dicen que no quise a mis esposas. Que no me dediqué bastante a mi hijo. Que le di una bofetada a un crítico. Que mentí. Que no fui sincero. Que fui orgulloso. Que fui un machista. Que dije que tenía doscientas treinta heridas y sólo tenía doscientas diez. Que me masturbaba. Que hacía enfadar a mi mamá.
Eso es la inmortalidad —dijo Goethe—. La inmortalidad es el juicio eterno.
Si es el juicio eterno, debería haber un juez como Dios manda. Y no una estúpida maestra de escuela con una vara en la mano.
Una vara en la mano de una maestra estúpida, eso es el juicio eterno. ¿Qué se imaginaba, Ernest?
No me imaginaba nada. Lo único que esperaba era poder vivir en paz, al menos después de muerto.
Hizo usted todo lo necesario para ser inmortal.
En absoluto. Lo único que hice fue escribir libros. Eso es todo.
¡Precisamente! —rió Goethe.
No tengo nada en contra de que mis libros sean inmortales. Los escribí de modo que nadie pudiese quitar ni una palabra. Para que soportasen cualquier intemperie. Pero a mí mismo, como hombre, como Ernest Hemingway, ¡me importa un cuerno la inmortalidad!
Le entiendo perfectamente, Ernest. Pero debió ser más cauteloso cuando estaba vivo. Ahora ya es tarde.
¿Más cauteloso? ¿Es una referencia a mi fanfarronería? Ya lo sé, cuando era joven me encantaba fanfarronear. Me exhibía delante de la gente. Me alegraba de que se contasen anécdotas sobre mí. ¡Pero, créame, no era lo bastante monstruo como para pensar mientras tanto en la inmortalidad! Cuando un buen día comprendí que se trataba de eso, me dio pánico. Desde entonces dije mil veces que dejasen todos mi vida en paz. Pero cuanto más lo decía peor era. Me fui a vivir a Cuba para perderlos de vista. Cuando me dieron el Premio Nobel me negué a ir a Estocolmo. Se lo digo, me importaba un cuerno la inmortalidad, y le diré aún más: cuando me di cuenta un día de que me tenía cogido, me horrorizó aún más que la muerte. Uno puede quitarse la vida. Pero no puede quitarse la inmortalidad. En cuanto la inmortalidad le hace subir a usted a cubierta, ya no se puede bajar nunca más y aunque se pegue un tiro se queda en cubierta con su suicidio incluido y eso es un horror, Johannes, un horror. Estaba tendido en cubierta, muerto, y a mi alrededor veía a mis cuatro mujeres; estaban sentadas en cuclillas y escribían todo lo que sabían sobre mí y detrás de ellas estaba mi hijo y también escribía, y Gertrude Stein también estaba y escribía y estaban todos mis amigos y contaban en voz alta todas las indiscreciones y difamaciones que alguna vez habían oído contar acerca de mí, y tras ellos se apelotonaba un centenar de periodistas con micrófonos y un ejército de profesores universitarios de toda América lo clasificaba, lo analizaba, lo ampliaba y lo organizaba todo en artículos y libros.

La inmortalidad, 1988.

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