domingo, 16 de abril de 2023

En las tierras perdidas. George R. R. Martin.

Se puede comprar a Alys la Gris cualquier cosa que se desee. Pero es mejor que no.


La dama Melange, de quien decían que era una joven lista y prudente, así como implacablemente justa, no fue en persona a ver a Alys la Gris. La dama Melange había oído los rumores: quienes cerraban tratos con Alys la Gris los hacían por su cuenta y riesgo. Alys la Gris no rechazaba a nadie que fuera a verla y siempre conseguía lo que le pedían. Sin embargo, cuando todo había terminado, quienes habían acudido a ella nunca quedaban contentos con las cosas que obtenían, las mismas cosas que habían deseado antes. La dama Melange sabía todo aquello, puesto que gobernaba aquellas tierras desde la alta torre del homenaje, construida en la ladera de la montaña. Tal vez precisamente por eso no fue a verla en persona.
En su lugar, quien fue a ver a Alys la Gris fue Jerais: Jerais el Azul, el paladín de la dama, el mejor de los caballeros que guardaban la altísima torre y encabezaban el ejército en las batallas, así como el capitán de los portaestandartes. Jerais iba vestido de seda azul claro debajo de la armadura esmaltada en azul intenso. El emblema de su escudo era un torbellino de un centenar de tonos distintos de azul, y la empuñadura de la espada llevaba incrustado un zafiro tan grande como el ojo de un águila. Cuando estuvo en presencia de Alys la Gris, se quitó el casco, y esta vio que sus ojos eran exactamente del mismo tono que la joya; sin embargo, el pelo de color rojo contrastaba inapropiadamente.
Alys la Gris lo recibió en la vieja casita de piedra donde vivía, en el corazón sombrío de la ciudad situada al pie de la montaña. Lo esperó en una sala polvorienta y sin ventanas que apestaba a moho, sentada en una silla vieja de respaldo alto que aún empequeñecía más su cuerpecillo menudo. En el regazo tenía una rata gris del tamaño de un perro pequeño. No dejó de acariciarla con languidez mientras Jerais entró, se quitó el casco y se tomó unos instantes para que se le acostumbraran los ojos a la oscuridad.
¿Sí? —dijo por fin la mujer.
¿Eres tú aquella a quien llaman Alys la Gris?
Sí.
Yo soy Jerais. He venido a instancias de la dama Melange.
La sabia y bella dama Melange. —Alys la Gris seguía acariciando a la rata, suave como el terciopelo, con sus dedos largos y blancos—. ¿Por qué manda la señora a su paladín a casa de alguien tan pobre y simple como yo?
Incluso a la torre llegan historias sobre ti.
Ya veo.
Dicen que, a cambio de un precio determinado, vendes cosas extrañas y maravillosas.
¿Acaso la dama Melange quiere comprar algo?
También dicen que tienes poderes. Dicen que tu apariencia no es siempre la que tienes ahora, la de una joven esbelta de edad incierta y vestida de gris. Dicen que puedes rejuvenecer y envejecer a tu antojo. Dicen que a veces eres un hombre, una vieja o un niño. Dicen que conoces los secretos de la transformación, que puedes viajar convertida en felino, oso o pájaro, que cambias de piel cuando lo deseas y no estás sometida a la tiranía de la luna como los metamorfos de las tierras perdidas.
Sí, eso dicen —reconoció Alys la Gris.
Jerais se desató una faltriquera del cinturón y se acercó a Alys la Gris. Liberó el cordón que la cerraba y esparció el contenido en la mesa que había al lado de Alys. Gemas. Una docena, cada una de un color distinto. Alys la Gris cogió una y se la acercó a los ojos, observando la llama de la vela a través de ella. La dejó junto a las demás y asintió.
¿Qué querría comprarme la señora?
Tu secreto —dijo Jerais con una sonrisa—. La dama Melange desea cambiar.
Dicen que es joven y bella —replicó Alys la Gris—. Incluso al pie de la torre llegan historias sobre ella. No tiene pareja, sino muchos amantes. Dicen que todos los portaestandartes la aman, y tú entre ellos. ¿Por qué desearía cambiar?
No me has entendido. La dama Melange no busca la juventud ni la belleza. Ningún cambio podría hacerla más hermosa de lo que es. Lo que quiere de ti es el poder para convertirse en una bestia. En un lobo.
¿Por qué? —preguntó Alys la Gris.
Eso no es de tu incumbencia. ¿Le venderás ese don?
No rechazo a nadie. Deja las gemas aquí. Regresa dentro de un mes y te daré lo que desea la dama Melange.
Jerais asintió, pensativo.
¿No rechazas a nadie?
A nadie.
Con una sonrisa torcida, rebuscó en el cinturón y le tendió la mano. En la palma enguantada en arrugado terciopelo azul sostenía otra joya, un zafiro más grande que el de la empuñadura de la espada.
Acepta esto como pago, si te place. Yo también quiero comprar.
Alys la Gris cogió el zafiro, lo sostuvo entre el pulgar y el índice contra la llama de la vela, asintió y lo dejó junto a las otras gemas.
¿Qué quieres, Jerais?
Quiero tu fracaso. —Se le ensanchó la sonrisa—. No quiero que la dama Melange obtenga el poder que desea.
Alys la Gris lo miró sin alterarse, clavando sus serenos ojos grises en los azules y fríos de Jerais.
Llevas el color equivocado —dijo por fin—. El azul es el color de la lealtad, pero tú traicionas a tu señora y la misión que te ha encomendado.
Soy leal —protestó Jerais—. Sé qué le conviene; lo sé mejor que ella. Melange es joven y estúpida. Cree que, cuando obtenga el poder que busca, podrá mantenerlo en secreto. Pero se equivoca. Y cuando la gente se entere, la destruirá. No puede gobernar al pueblo de día y desgarrarles el cuello de noche.
Alys la Gris reflexionó unos instantes, acariciando la rata que descansaba en su regazo.
Mientes, Jerais —dijo al cabo de un poco—. Los motivos que me das no son tus verdaderos motivos.
Jerais frunció el ceño. Como por casualidad puso su mano enguantada en la empuñadura de la espada y acarició el gran zafiro con el pulgar.
No discutiré contigo —dijo con brusquedad—. Si no me vendes lo que te pido, devuélveme la gema, y que te parta un rayo.
No rechazo a nadie —respondió Alys la Gris, y Jerais arrugó la frente, desconcertado. —Entonces, ¿tendré lo que te pido?
Tendrás lo que deseas.
Excelente —dijo Jerais, sonriendo de nuevo—. ¿Dentro de un mes?
Un mes.


Así las cosas, Alys la Gris envió el mensaje por vías que solo ella conocía. El mensaje pasó de boca en boca por las sombras, los callejones y los pasos secretos de las cloacas, y también por las casas altas de madera escarlata y vidrieras de colores donde moraban los más nobles y los ricos. Ratas grises y ligeras con diminutas manos humanas se lo susurraron en sueños a los niños, y estos compartieron el secreto entre sí, y entonaron un canto nuevo y extraño al saltar a la comba. El mensaje voló hasta los puestos del ejército en la frontera del este y viajó hacia el oeste con las grandes caravanas hasta el corazón del viejo imperio, del que la ciudad del pie de la montaña no era más que una minúscula parte. Aves enormes que parecían de cuero, con cara de monos astutos, lo llevaron al sur, más allá de los bosques y los ríos, a una docena de reinos, donde hombres y mujeres tan pálidos y terribles como Alys la Gris lo escucharon en la soledad de sus torres. El mensaje llegó incluso hasta el norte, más allá de las montañas, a las tierras perdidas.
No tuvo que esperar mucho. Menos de dos semanas después, alguien fue a visitarla.
Sé donde puedes encontrar lo que necesitas —le dijo—. Puedo conducirte hasta un hombre lobo.
Era un chico joven, delgado e imberbe. Llevaba la ropa habitual de cuero gastado de los aventureros que vivían y cazaban en el páramo azotado por el viento del otro lado de las montañas. Tenía la piel curtida del que ha pasado toda la vida al aire libre, y el pelo blanco como la nieve de las montañas, enredado y descuidado, le llegaba por los hombros. No llevaba armadura, y solo un cuchillo largo en lugar de espada. Sus movimientos eran elegantes y cautos. Entre los mechones blancos que le caían por la cara le asomaban los ojos, oscuros y soñolientos. Pese a que su sonrisa era franca y afable, adolecía de una especie de desidia, y los labios se le torcían ligeramente en un gesto soñador y sensual cuando creía que nadie lo miraba. Se hacía llamar Boyce.
Alys la Gris lo observó y lo escuchó con atención.
¿Dónde? —preguntó.
En el norte, a una semana de viaje. En las tierras perdidas.
¿Vives en las tierras perdidas, Boyce? —le preguntó Alys la Gris.
No. No es lugar para vivir. Tengo una casa aquí, en la ciudad, pero a menudo cruzo las montañas. Soy cazador. Conozco bien las tierras perdidas y sé qué seres viven allí. Buscas un hombre que camina como un lobo. Puedo llevarte hasta él, pero tenemos que salir de inmediato si queremos llegar antes de la luna llena.
Mi carro está cargado —dijo Alys la Gris, levantándose—. Mis caballos están ahítos y herrados. Vámonos, pues.
Boyce se apartó el pelo fino y blanco de los ojos y sonrió perezosamente.


El collado era alto, empinado y rocoso, y en algunos tramos, apenas lo bastante ancho para que el carro de Alys la Gris pudiera pasar. Era un armatoste largo y pesado, totalmente cerrado. Antaño había estado pintado de colores brillantes, pero el tiempo y el clima los habían desgastado tanto que las paredes de madera eran de un gris tristón. Tenía seis estrepitosas ruedas de hierro, y los dos caballos que tiraban de él eran, por necesidad, unos monstruos el doble de grandes que los caballos normales. A pesar de ello, avanzaban muy despacio. Boyce, que no tenía montura, caminaba por delante o al lado, y algunas veces se sentaba en el pescante junto a Alys la Gris. El carro crujía lastimeramente. Tardaron tres días en completar el ascenso, y entre las montañas contemplaron la llanura estéril e infinita de las tierras perdidas. Les costó tres días más bajar.
A partir de ahora iremos más deprisa —prometió Boyce a Alys cuando llegaron a la llanura de las tierras perdidas—. Aquí, el terreno es llano y desierto, y la marcha no será difícil. Dentro de un día, o de dos como mucho, tendrás lo que buscas.Bien —dijo Alys la Gris.
Llenaron los bidones de agua antes de alejarse de las montañas. Boyce fue a cazar por la ladera y regresó con tres conejos negros y un ciervo pequeño curiosamente deforme. Cuando Alys la Gris le preguntó cómo los había cazado si solo tenía el cuchillo largo, Boyce sonrió y sacó una honda con la que lanzó unos cuantos guijarros, que silbaron al cortar el aire. Alys la Gris asintió. Encendieron una hoguera y cocinaron dos conejos; después salaron el resto de la carne. A la mañana siguiente, al alba, se adentraron en las tierras perdidas.
En efecto, avanzaron deprisa. Las tierras perdidas eran un lugar frío y desierto, y el suelo era tan compacto, duro y firme como los caminos que atravesaban el imperio, al otro lado de las montañas. El carro rodaba con decisión entre traqueteos, crujidos y balanceos. En las tierras perdidas no había matorrales entre los que abrirse paso ni ríos que cruzar. Ante ellos se extendía la más pura e interminable desolación. De tarde en tarde veían un grupo de árboles nudosos y enredados entre sí, con las ramas cargadas de frutos gordos de piel añil y brillante. De tarde en tarde atravesaban un arroyuelo rocoso de un palmo de profundidad. De tarde en tarde encontraban extensas manchas formadas por hongos blancos que cubrían la tierra gris y árida. Sin embargo, era raro que se topasen con algo. Lo que abundaba era la nada, la llanura estéril que se extendía a su alrededor, y el viento. El viento era terrible; nunca dejaba de soplar, y era frío y cortante. A veces olía a ceniza, y otras veces parecía ulular y chillar como si fuera un alma en pena.
Llegaron tan lejos que Alys la Gris vio el límite de las tierras perdidas: una cadena de montañas muy, muy al norte; una línea borrosa entre azul y blanca recortada contra el horizonte gris. Alys la Gris sabía que, aunque viajaran durante semanas, no llegarían a aquellos lejanos picos, pero las tierras perdidas eran tan llanas y desiertas que la vista los alcanzaba con claridad, aun desde tan lejos.
Al anochecer, Alys la Gris y Boyce montaron el campamento bajo un grupo de árboles tortuosos como los que habían visto durante la jornada, que les proporcionaron una tregua momentánea de la furia del viento, pero siguieron oyéndolo y notando cómo los acosaba y empujaba, y viendo cómo retorcía el fuego de mil formas salvajes y evocadoras.
Sí que están perdidas estas tierras, sí —dijo Alys la Gris mientras comían.
Tienen una belleza propia. —Boyce pinchó un pedazo de carne con el cuchillo largo y le dio vueltas sobre el fuego—. Por la noche, si se despejan las nubes, podrás ver unas luces violetas, grises y granates moviéndose sobre las montañas del norte, ondulándose como si fueran cortinas atrapadas en el viento incesante. —Ya he visto esas luces antes —dijo Alys la Gris.
Yo las he visto muchas veces. —Boyce mordió la carne y tiró de ella con los dientes. Un hilo de grasa le cayó por la comisura del labio y sonrió.
Vienes muy a menudo a las tierras perdidas —dijo Alys la Gris.
Soy cazador —repuso Boyce, encogiéndose de hombros.
Pero ¿hay vida aquí? —preguntó Alys la Gris—. ¿Vive algo en este desierto?
Oh, sí. Hay que fijarse bien y conocer las tierras, pero sí que hay. Bestias extrañas y contrahechas jamás vistas al otro lado de las montañas, seres de leyendas y de pesadillas, seres encantados y malditos, seres de carne inimaginablemente rara y deliciosa. También hay humanos o, más bien, seres casi humanos. Niños cambiados, metamorfos, siluetas grises que caminan solo después del crepúsculo, seres erráticos medio vivos y medio muertos… —Su sonrisa era amable y burlona—. Pero tú eres Alys la Gris y ya debes de saber todo esto. Dicen que provienes de las tierras perdidas, que hace mucho tiempo saliste de aquí.
Sí, eso dicen.
Tú y yo somos iguales. Me gustan la ciudad, la gente, la música, la alegría y los chismes. Disfruto de la comodidad del hogar, de la buena comida y el buen vino. Me deleito con los actores que van en otoño a la alta torre del homenaje y actúan para la dama Melange. Me gustan la ropa elegante, las joyas y las mujeres dulces y bellas. Sin embargo, una parte de mí se siente en casa solo aquí, en las tierras perdidas, escuchando el viento, observando con cautela las sombras al anochecer, soñando con cosas con las que la gente de ciudad jamás se atrevería a soñar. —Entretanto ya se había hecho completamente de noche. Boyce señaló al norte con el cuchillo, donde las luces tenues empezaban a resplandecer sobre las montañas—. Mira, Alys. Mira cómo cambian y titilan las luces. Si se mira mucho rato, pueden verse figuras que se mueven en la oscuridad: hombres, mujeres y seres que no son hombres ni mujeres. El viento arrastra sus voces. Observa y escucha. Esas luces son como grandes dramas, como obras más magníficas y extrañas que las que se representan en el escenario de la señora. ¿Lo oyes? ¿Lo ves?
Alys la Gris estaba sentada en la tierra dura y compacta con las piernas cruzadas. Observaba en silencio con una mirada inescrutable en los ojos grises.
Sí —dijo por fin. No habló más. Boyce enfundo el cuchillo largo; rodeó la hoguera, que ya se había reducido a un puñado de ascuas de un apagado tono rojizo, y se sentó a su lado.
Sabía que lo verías. Tú y yo somos iguales. Nuestra carne es urbana, pero el viento frío de las tierras perdidas sopla por nuestras venas. Lo he visto en tus ojos, Alys la Gris.
Ella no contestó; se quedó sentada mirando las luces y sintiendo la cálida presencia de Boyce a su lado. Poco después, él le pasó el brazo por los hombros, y ella no protestó. Al cabo de un rato, de mucho más rato, cuando las ascuas se habían apagado y la noche ya era muy fría, Boyce le tomó la cara con ambas manos, delicadamente, y se la giró. La besó con dulzura en los labios finos solo una vez.
Entonces, Alys la Gris se despertó como de un sueño, lo tumbó en el suelo de un empujón, lo desnudó con manos decididas y expertas, y lo poseyó sin más preámbulos. Boyce la dejó hacer. Se tumbó en la tierra dura y fría con las manos entrelazadas tras la cabeza, los ojos soñadores y los labios torcidos en una sonrisa lánguida y satisfecha, mientras Alys la Gris lo cabalgaba, primero suavemente, después cada vez más deprisa, acercándose al clímax entre estremecimientos. Cuando llegó, tensó el cuerpo, echó la cabeza atrás y abrió la boca como si fuera a gritar, pero no salió ningún sonido. Solo aullaba el viento, helado y salvaje, y el grito no era de placer.


El día siguiente amaneció nublado y frío. El cielo que se extendía ante ellos estaba cubierto de jirones de nubes finas y grises que corrían mucho más deprisa que lo que solían correr las nubes, y la poca luz que se filtraba era pálida y apagada. Boyce caminaba junto al carro, y Alys la Gris lo conducía a ritmo pausado.
Ya estamos cerca —le dijo Boyce—. Muy cerca.
Bien.
Boyce le sonrió. Su sonrisa había cambiado desde que eran amantes. Era dulce y misteriosa, un poco más que condescendiente; era una sonrisa de presunción.
Esta noche —le dijo.
Esta noche habrá luna llena —dijo Alys la Gris.
Boyce sonrió y se apartó el pelo de los ojos sin decir nada.


Bastante antes del anochecer se detuvieron en las ruinas de una ciudad cuyo nombre había sido olvidado mucho tiempo atrás, incluso por los moradores de las tierras perdidas. Quedaba muy poca cosa que rompiera la nada envolvente; solo una pila desamparada y lastimera de escombros. Todavía se distinguían vagamente los contornos de las murallas, y quedaban medio en pie un par de chimeneas rotas que roían el horizonte como dientes negros y cariados. La ciudad no tenía vida ni refugio que ofrecer. Cuando Alys la Gris terminó de dar de comer a los caballos paseó por las ruinas, pero no encontró casi nada. No había cerámica, ni armas oxidadas, ni libros. Ni siquiera huesos. Nada que permitiera hacerse una idea de qué clase de gente había vivido allí, si es que había sido gente.
Las tierras perdidas habían absorbido la vida de aquel lugar, y el viento se había llevado hasta los fantasmas. No quedaba ni un vestigio, ni un recuerdo. El sol, oculto tras las nubes escurridizas, se hundía y casi rozaba el horizonte, y la escena habló con la voz del viento, gritó su soledad y su desesperación. Alys la Gris estuvo allí largo rato a solas, viendo como se ponía el sol, sintiendo cómo el manto fino y harapiento se le hinchaba en la espalda y cómo el viento frío le azotaba el alma. Por fin, regresó al carro.
Boyce había encendido una hoguera y estaba sentado calentando vino en un cazo de cobre y añadiéndole especias de vez en cuando. Dedicó una de aquellas sonrisas nuevas a Alys la Gris cuando ella lo miró.
El viento es frío —dijo Boyce—. He pensado que una bebida caliente haría nuestra cena más placentera.
Alys la Gris miró a lo lejos, al sol casi hundido, y luego de nuevo a Boyce.
Este no es ni el momento ni el lugar para el placer, Boyce. Ya es casi de noche, y la luna llena está a punto de salir.
Bien. —Boyce vertió vino caliente en la copa con un cucharón y lo probó—. Tampoco hay que tener prisa por salir a cazar —añadió con una sonrisa lánguida—. El lobo vendrá a nosotros. El viento transportará nuestro olor por esta nada hasta muy lejos, y él vendrá corriendo cuando perciba el aroma de la carne fresca.
Alys la Gris no dijo nada. Le dio la espalda y subió los tres peldaños del carro. Encendió un brasero con calma y observó cómo cambiaba y parpadeaba la luz al reflejarse en las planchas desgastadas y grises que protegían las paredes y en el montón de pieles del lecho. Cuando la luz se estabilizó, Alys la Gris corrió un panel de la pared y se quedó mirando el estrecho armario, donde una larga hilera de ropa vieja colgaba de ganchos. Había mantos, capas y blusones muy holgados; vestidos demasiado cortos y trajes que se ajustaban como una segunda piel desde la cabeza hasta los pies; ropa de cuero, de pieles y de plumas. Vaciló un momento y luego alargó la mano para sacar un gran manto hecho de mil plumas largas y plateadas, todas acabadas delicadamente en punta negra. Se quitó el que llevaba y se abrochó al cuello la amplia prenda de plumas. Cuando giró sobre sí, el manto se ahuecó, y el aire muerto del carro se agitó y pareció volver a la vida momentáneamente, antes de que las plumas volvieran a posarse. Después, Alys la Gris se agachó y abrió un enorme arcón de roble con correas de cuero y remaches de hierro. Sacó una caja pequeña donde diez anillos reposaban en el viejo lecho de fieltro gris. Cada uno llevaba engarzada una larga y curva garra de plata en lugar de una gema. Alys la Gris se puso los anillos por orden, uno en cada dedo, y cuando se levantó y cerró los puños, las garras amenazadoras reflejaron la tenue luz del brasero.
Fuera ya estaba oscuro. Al sentarse al otro lado del fuego, frente al aventurero de pelo blanco que disfrutaba del vino, Alys la Gris advirtió que este no había preparado nada para cenar.
Qué manto tan bonito —comentó Boyce, amable. —Ningún manto va a ayudarte cuando venga.
Alys la Gris levantó la mano y la apretó en un puño. Las garras de plata centellearon a la luz de la hoguera.
Ah —dijo Boyce—. Son de plata.
Sí, son de plata —corroboró Alys la Gris, bajando la mano.
Otros lo han atacado antes con armas de plata. Espadas de plata, cuchillos de plata, flechas con punta de plata. Y ahora, todos esos guerreros plateados no son más que polvo. Se dio un festín con su carne.
Alys la Gris se encogió de hombros.
Boyce le dirigió una mirada inquisitiva, pero luego sonrió y volvió a su vino. Alys la Gris se arrebujó en el manto para protegerse del viento helado. Al cabo de un rato, mirando a lo lejos, vio las luces que se movían sobre las montañas del norte. Recordó las historias que había visto en ellas y los relatos de aquel teatro de colores que había invocado Boyce para ella. Eran historias lúgubres y horribles. No las había de otra clase en las tierras perdidas.
Por fin, otra luz llamó su atención, una luz mate y creciente que procedía del este, enfermiza y ominosa. La luz de la luna.
Alys la Gris miró al otro lado de la hoguera agonizante. Boyce había empezado a cambiar.
Contempló cómo se le retorcía el cuerpo mientras los músculos y los huesos se le transformaban por dentro, cómo le crecía el pelo blanco, cómo la sonrisa lánguida se convertía en una amplia mueca roja que le dividió la cara, cómo se le alargaban los caninos y cómo le colgaba la lengua, cómo cayó la copa de vino cuando las manos se le deformaron, se le contorsionaron y se le tornaron garras. Empezó a decir algo, pero de las fauces no salieron palabras, sino un gruñido grave y brutal de alegría, medio humano y medio animal. Entonces echó la cabeza atrás y aulló, y se desgarró la ropa hasta que todos los pedazos quedaron esparcidos a su alrededor. Ya no era Boyce. Al otro lado del fuego había un lobo, una bestia enorme, blanca y peluda, el doble de grande que un lobo común, con una boca que se abría roja y feroz, y ojos de brillo escarlata. Alys la Gris clavó la mirada en ellos mientras se levantaba y se sacudía el polvo del manto de plumas. Aquellos ojos eran astutos, maliciosos e inteligentes, y en lo más profundo de ellos destellaba una sonrisa, una sonrisa de presunción.
Una sonrisa que se pasaba de lista.
El lobo aulló de nuevo; el sonido largo y bestial se disolvió en el viento. Entonces saltó por encima de las brasas de la hoguera que él mismo había encendido.
Alys la Gris extendió los brazos sujetando el manto con las manos y se transformó.
Su metamorfosis fue más rápida que la de Boyce; terminó casi antes de empezar, pero a Alys la Gris le pareció que duraba una eternidad. Comenzó con una extraña sensación de ahogo pegajoso provocada por el manto al adherírsele a la piel; después, un mareo y una extraña debilidad líquida a medida que sus músculos se disolvían, fluían y tomaban nueva forma. Y al final, la euforia, mientras la invadía y corría por sus venas un poder mucho más violento, ardiente y salvaje que el triste vino especiado que había calentado Boyce en la hoguera.
Batió las amplias alas de plata, cuyas plumas tenían la punta negra, y el polvo se levantó y se arremolinó mientras alzaba el vuelo bajo la luz de la luna, a salvo del salto del lobo blanco, arriba y más arriba, hasta que las ruinas se tornaron puntos insignificantes. El viento la sostuvo y la acunó con manos heladas y temblorosas; ella se entregó a él y remontó el vuelo. Sus alas se llenaron con la melodía espeluznante de las tierras perdidas y la elevaron más aún. El pico cruel y curvado se abrió, se cerró y volvió a abrirse, pero no emitió ningún sonido. Dio vueltas por el cielo, embriagada por la sensación de volar. Sus ojos, más agudos que los de ningún hombre, veían a distancia inimaginable, descubrían los secretos de cada sombra, captaban todos los seres moribundos o medio muertos que se arrastraban por la baldía superficie de las tierras perdidas. Las cortinas de luz danzaban en el norte, al frente, mil veces más brillantes y espectaculares que cuando solo podía percibirlas con los ojos miserables de la entidad insignificante llamada Alys la Gris. Quiso volar hacia ellas, volar hacia el norte, el norte, siempre hacia el norte, y retozar en ellas y rasgarlas en jirones brillantes.
Levantó las garras engarabitadas como si desafiara a las luces. Eran largas, letalmente curvas y afiladas, y la luz de la luna les arrancaba destellos plateados en toda su longitud. Pero entonces recordó. Trazó un amplio círculo a su pesar, dando la espalda a las irresistibles luces del norte. Batió las alas una y otra vez, y con un chillido que atravesó la noche empezó a descender en picado hacia su presa.
Lo vio abajo, muy lejos. La figura blanca se alejaba como una exhalación del carro y del fuego, en busca de protección en las sombras y los lugares oscuros. Pero no había protección en las tierras perdidas. El lobo era fuerte e incansable, y sus patas largas y poderosas lo transportaban a un ritmo constante y veloz. Devoraba la distancia como si nada, y ya había recorrido un largo trecho desde el campamento. Pero por muy rápido que fuera, ella lo era más. Solo era un lobo, al fin y al cabo, mientras que ella era el propio viento.
Descendió en un silencio mortal, cortando el aire como un cuchillo, con las garras de plata extendidas. Él debió de atisbar su sombra abalanzándose sobre él, perfilada claramente por la luz de la luna, ya que, cuando se acercó, aceleró desesperado, espoleado por el miedo. No sirvió de nada. Corría tanto como era capaz, pero ella le pasó por encima y lo arañó con las garras, que le penetraron el pelaje y le rasgaron la carne como diez espadas de plata. Él menguó el paso, se tambaleó y cayó.
Ella batió las alas y describió un círculo en el aire para dar otra pasada, y mientras tanto, el lobo se levantó y contempló su terrible silueta, que se recortaba contra la luna, con los ojos más brillantes que nunca, febriles a causa del miedo. Echó atrás la cabeza y emitió un aullido desgarrado y sangriento que pedía piedad.
Pero no había piedad en ella. Descendió con las garras manchadas de sangre y el pico abierto dispuesto a rasgar y a destrozar. El lobo la esperó y saltó a su encuentro, gruñendo y lanzando una dentellada. Pero el combate era demasiado desigual.
Ella eludió su ataque con facilidad y lo rajó al pasar, abriéndole cinco nuevos cortes profundos y largos que no tardaron en empaparse de sangre.
La tercera vez que descendió, el lobo estaba demasiado débil tanto para correr como para atacarla. Pero la observó mientras giraba y descendía, y justo antes de que lo golpeara, un escalofrío le recorrió el cuerpo grande y peludo.


Abrió los ojos, débil todavía. Veía borroso, gruñó y se movió con torpeza. Era de día, y estaba en el campamento, junto al fuego. Alys la Gris se acercó a él cuando lo oyó moverse. Se arrodilló, le levantó la cabeza, le llevó una copa de vino a los labios y la sostuvo hasta que la vació. Cuando Boyce volvió a tumbarse, Alys la Gris vio el asombro en su mirada, la sorpresa ante el hecho de seguir vivo.
Lo sabías —dijo con la voz quebrada—. Sabías qué era.
Sí.
Alys la Gris volvía a ser la misma de antes: una mujer delgada, menuda y sin edad, de grandes ojos grises, envuelta en ropa desvaída. El manto de plumas descansaba en el armario, y las garras de plata ya no le adornaban los dedos.
Boyce intentó incorporarse, pero el dolor le arrancó una mueca, y volvió a tumbarse en la manta que Alys la Gris había extendido para él.
Pensaba… Pensaba que estaba muerto.
Has estado muy cerca de la muerte —le dijo ella.
La plata —dijo Boyce con acritud—. La plata corta y quema mucho.
Sí.
Pero me salvaste. —Estaba confuso.
Volví a mi ser, te traje de regreso y te curé.
Boyce sonrió, aunque su sonrisa no era más que una sombra descolorida de la antigua. —Tú puedes cambiar a voluntad —dijo, maravillado—. Ah, ¡mataría por ese don, Alys la Gris! —Ella no dijo nada—. El campo es demasiado abierto aquí —continuó —. Debería haberte llevado a otro sitio. Si hubiera tenido un lugar donde refugiarme… Edificios, un bosque, algo… Entonces no lo habrías tenido tan fácil.
Tengo otras pieles —repuso Alys la Gris—. Un oso, un felino. Habría dado igual.
Ah. —Boyce cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, sonrió con amargura —. Qué hermosa eras, Alys. Estuve mucho rato mirando cómo volabas antes de comprender qué pasaría y echar a correr. No podía apartar los ojos de ti. Sabía que eras mi perdición, pero no podía dejar de mirarte. Qué hermosa. Toda de humo y plata, y fuego en los ojos. La última vez, mientras contemplaba como bajabas directa hacía mí, me sentía casi feliz. Mejor morir a manos de Alys la Gris, tan terrible y grácil, pensé, que a manos de cualquier espadachín sucio e insignificante con un palo de punta de plata.
Lo siento.
No —se apresuró a contestar Boyce—. Es mejor que me hayas salvado. Me curaré deprisa, ya verás. Las heridas causadas por la plata sangran, pero poco. Y luego estaremos juntos.
Todavía estás débil —dijo Alys la Gris—. Duérmete.
Sí —dijo Boyce. Le sonrió y cerró los ojos.


Boyce se despertó horas después. Había recuperado fuerzas y se le habían cerrado las heridas. Pero cuando trató de levantarse, no pudo. Se encontraba amarrado e inmovilizado, espatarrado de brazos y piernas, con las manos y los pies atados a palos clavados en aquella tierra dura y gris.
Alys la Gris lo observó apercibirse de la situación y lo oyó gritar asustado. Se le acercó, le levantó la cabeza y le dio más vino. Cuando se apartó de él, Boyce movió la cabeza con desesperación, mirando las ataduras y luego a ella.
¿Qué has hecho? —le gritó. Alys la Gris no contestó—. ¿Por qué? No lo entiendo. ¿Por qué? Me salvas, me curas, ¿y ahora me atas?
No te gustaría mi respuesta, Boyce.
¡La luna! —bramó—. Tienes miedo de lo que pueda pasar esta noche cuando me transforme de nuevo. —Sonrió, satisfecho de haber resuelto el misterio—. No seas tonta. No te haría daño, y menos ahora, después de lo que ha pasado entre nosotros, después de lo que sé. Estamos hechos el uno para el otro, Alys la Gris. Tú y yo somos iguales. Hemos contemplado juntos las luces, ¡y te he visto volar! ¡Debemos confiar el uno en el otro! Suéltame.
Alys la Gris frunció el ceño, suspiró y dio la callada por respuesta. Boyce la miró sin comprender.
¿Por qué? —volvió a preguntar—. Desátame, Alys, y te demostraré que no miento. No tienes por qué tenerme miedo.
No te tengo miedo, Boyce —dijo ella con tristeza.
¡Bien! —dijo, animado—. Entonces, suéltame, y cambia conmigo. Conviértete en un felino grande esta noche y corre a mi lado, caza conmigo. Puedo llevarte a cazar seres con los que nunca has soñado. Tenemos tanto que compartir… Sabes qué se siente al cambiar, sabes la verdad del cambio, has saboreado el poder y la libertad, has visto las luces con los ojos de un animal, has olido sangre fresca, te has entregado al placer de matar. Conoces… la libertad…, la embriaguez que da… la… Ya sabes…
Lo sé —reconoció Alys la Gris.
¡Pues suéltame! Estamos hechos el uno para el otro. Viviremos juntos, amaremos juntos, cazaremos juntos. —Alys la Gris hizo un gesto de negación—. No lo entiendo. —Boyce tiró de las cuerdas hacia arriba, maldijo y se derrumbó de nuevo —. ¿Acaso soy feo? ¿Te parezco repugnante o espantoso?
No.
Entonces, ¿qué sucede? —preguntó con amargura—. Muchas otras mujeres me han amado; les parecía atractivo. Damas ricas y hermosas, las mejores del país. Todas me han deseado, incluso sabiendo qué era yo.
Pero nunca les devolvías ese amor, Boyce.
No —admitió él—. Bueno, las quise a mi manera. Nunca he traicionado la confianza de ninguna, si es eso lo que estás pensando. Mi presa está aquí, en las tierras perdidas, no entre los que me quieren. —Boyce sintió el peso de la mirada penetrante de Alys la Gris y prosiguió—: ¿Cómo habría podido amarlas más de lo que las amaba? —dijo con vehemencia—. Solo podían conocer una mitad de mí; solo la mitad que vivía en la ciudad; la mitad a la que le gusta el vino, las canciones y las sábanas perfumadas. La otra mitad vivía aquí, en las tierras perdidas, y sabía cosas que ellas, esos seres tristes y débiles, nunca podrían saber. Se lo dije a quienes me insistieron. Les dije que para ser uno conmigo debían correr y cazar a mi lado. Como tú. Suéltame, Alys. Vuela para mí, mírame correr. Caza conmigo.
Lo siento, Boyce —dijo Alys la Gris, levantándose y soltando un suspiro—. Si pudiera, no te haría pasar por esto, pero lo que debe suceder, debe suceder. Si hubieras muerto anoche no habría servido de nada. Los muertos no tienen poder. La noche y el día, el blanco y el negro son débiles. La fuerza proviene del reino intermedio, de la penumbra, de la sombra, del lugar terrible que hay entre la vida y la muerte. De lo gris, Boyce, de lo gris.
Volvió a tirar de las cuerdas con furia, y empezó a llorar, a maldecir y a apretar los dientes. Alys la Gris le dio la espalda y buscó la soledad de su carro. Se quedó horas allí, sentada a solas en la oscuridad mientras escuchaba los gritos e improperios de Boyce, que amenazaba, suplicaba y prometía amor eterno. Alys la Gris no salió hasta un buen rato después de que se levantara la luna. No quería verlo cambiar. No quería ver como su humanidad lo abandonaba por última vez.
Por fin, cuando los gritos se convirtieron en aullidos brutales, desamparados y dolorosos, Alys la Gris reapareció. La luna llena arrojaba una luz blanquecina y melancólica a la escena. Atado a la tierra dura, el gran lobo blanco se retorcía, aullaba, se debatía y la miraba con hambrientos ojos escarlata.
Alys la Gris se acercó muy lentamente a él. En la mano llevaba el largo cuchillo de desollar, en cuya hoja de plata había delicados grabados rúnicos.


Cuando dejó de debatirse, el trabajo fue más fácil, pero de todas formas fue una noche larga y sangrienta. Lo mató en el momento en el que terminó, antes de que llegara el alba, lo cambiara y le devolviese una voz humana con la que gritar de agonía. Después, Alys la Gris colgó la piel y sacó las herramientas necesarias para cavar una tumba muy, muy profunda en la tierra compacta y fría. Apiló piedras y cascotes encima para protegerla de los seres que merodeaban por las tierras perdidas, los gules, las cornejas negras y otras criaturas que no hacían ascos a la carne muerta. Empleó casi todo el día en enterrarlo porque la tierra era muy dura, pese a saber de antemano que era una tarea inútil.
Cuando por fin terminó, casi había regresado el crepúsculo. Alys la Gris entró de nuevo en el carro y salió con el gran manto de plumas plateadas de punta negra. Entonces se metamorfoseó y voló, voló furibunda e infatigable, bañada en extrañas luces y casada con la oscuridad. Voló toda la noche bajo la luna llena y burlona, y solo gritó una vez, justo antes del amanecer. Fue un chillido agudo de desesperación y congoja que vibró y lloró en el borde afilado del viento y cambió su sonido para siempre.


Tal vez Jerais tuviera miedo de lo que fuera a darle Alys la Gris, ya que no fue a verla solo. Se hizo acompañar por dos caballeros: un hombretón vestido de blanco, cuyo escudo estaba decorado con una calavera tallada en hielo, y otro de carmesí, cuyo emblema era un hombre en llamas. Ambos se quedaron en la puerta, con el casco puesto y sin decir palabra. Jerais se acercó a Alys la Gris con recelo.
¿Y bien? —le preguntó Jerais.
En el regazo de la mujer había una piel de lobo que debía de haber pertenecido a un animal colosal, completamente blanca como la nieve de las montañas. Alys la Gris se levantó y se la entregó a Jerais el Azul, colocándosela en el brazo extendido.
Dile a la dama Melange que se haga un corte y vierta su sangre en la piel. Que lo haga una noche de luna llena, justo cuando esta salga. Entonces, el poder será suyo. Después no tendrá más que ponerse la piel como un manto y desear la metamorfosis, sin necesidad de que sea de día o de noche ni de que haya luna llena o nueva.
Vaya. —Jerais miró la piel blanca y pesada y le dedicó una sonrisa forzada—. ¿Una piel de lobo? No me lo esperaba. Creía que me darías una poción o un hechizo.
No —dijo Alys la Gris—. Es la piel de un hombre lobo.
¿De un hombre lobo? —La boca de Jerais se torció en una mueca torva, y sus ojos zafiro centellearon—. Muy bien, Alys la Gris, has cumplido lo que te pidió la dama Melange, pero no lo que yo pedí. Te pagué por tu fracaso. Devuélveme la gema.
No —respondió Alys la Gris—. Me la he ganado.
No tengo lo que pedí.
Pero tienes lo que querías, y eso fue lo que prometí. —Lo miró a los ojos sin temor—. Creías que mi fracaso te ayudaría a conseguir lo que realmente deseabas, y que mi éxito te condenaría. Estabas equivocado.
¿Y qué deseo de verdad? —preguntó Jerais con sarcasmo.
A la dama Melange. Has sido un amante entre muchos, pero querías más. Lo querías todo. Te sabías plato de segunda mesa. Pero he cambiado eso. Preséntate ante ella y llévale lo que ha comprado.


Aquel día hubo amargos lamentos en la alta torre del homenaje cuando Jerais el Azul se arrodilló ante la dama Melange y le ofreció la piel blanca de lobo. Y cuando los gritos, las lágrimas y el duelo llegaron a su fin, la dama Melange cogió el gran manto blanco y vertió su sangre en él y aprendió a metamorfosearse. No era la unión que deseaba, pero era una unión, a fin de cuentas. De modo que por las noches merodea en las almenas y la ladera de la montaña, y la gente de la ciudad dice que su aullido es un lamento salvaje que quiebra el corazón.
Y Jerais el Azul, que se casó con ella un mes después de que Alys la Gris regresara de las tierras perdidas, de día se sienta al lado de una loca en el salón principal, y de noche se encierra en sus aposentos, aterrorizado por los ojos rojos y ardientes de su esposa, y ha dejado de cazar, de reír y de desear.


Se puede comprar a Alys la Gris cualquier cosa que se desee. Pero es mejor que no.

 

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