domingo, 9 de abril de 2023

El ejército como salida laboral. Antonio Orejudo.

El caso es que yo tuve que buscar trabajo siendo muy jovencito. Mi padre, un hombre de corte conservador, se murió muy joven. Tenía un contrato temporal de siete horas y media renovables y muy mal pagadas en una fábrica de bicicletas. A los cuarenta y cinco le dio un infarto y se quedó sentado en la taza del váter. Como durante su vida había sido un trabajador modélico, la junta directiva le puso su nombre al logotipo de la empresa, la Bicicleta Anacleta, e hizo un montón de llaveros como este. ¿A que es simpático? Mirad, se le mueven los pedales.
Un fin de semana, un amiguete me invitó a una fiesta. Era una fiesta rara: solo había chicos. ¿Dónde me has traído?, le dije a mi amigo. ¿No necesitabas dinero?, me preguntó. Pues claro. Entonces ven. Y me llevó a un cuarto, donde había un tipo de sesenta años por lo menos. Mira, este es el amigo del que te hablé, le dijo mi amigo. Vale, dijo el otro. Lo primero, la pasta. El tío se echó mano a la cartera y me soltó cien euros. Yo no tuve que hacer nada, aunque el listillo me dio un poco de coca, para que me animara. Pero yo no me animé. El tío se volvía loco tocándome. Dame un poco más de coca, le dije. Me la dio refunfuñando, pero me la dio. Y así empecé con eso y así fui tirando unos años. Y la verdad es que aquel no habría sido un mal curro, si no fuera por lo que tienes que gastarte en copas y en coca durante las horas laborales. Yo llegué a pensar en hacerme autónomo y en desgravar los vicios. Llegó un momento en que no podía currar si no me metía unos tiritos y, claro, al final de la noche, resultaba que lo que ganaba por un sitio me lo gastaba por otro.
Y en esas estaba, intentando dejarlo, cuando una noche conocí a Rubén. A él le había dejado la novia y estaba muy jodido. Se encontraba en un período muy confuso de su vida. Acababa de terminar la enseñanza secundaria y no tenía muy claro si quería entrar en la universidad. Por otra parte, estaba muy preocupado por la situación política. Se planteaba entrar en un grupo ultraderechista o en alguna mafia de la droga. Aquella noche él quería matar, y me propuso violar y ejecutar a una ecologista que se desplazara en bici por la ciudad, pero al final nos emborrachamos tanto que no lo hicimos. Estuvimos hablando mucho tiempo, y al final nos dimos cuenta de que coincidíamos en nuestro deseo de alejarnos del mundanal ruido, de la sociedad industrial y del estrés de la gran ciudad. No recuerdo ahora quién fue el que sugirió la idea de enrolarnos como voluntarios en el ejército; pero sí recuerdo que sentí mi vida toda iluminada cuando nos lo prometimos mutuamente con un beso.
Pasamos la noche juntos y a la mañana siguiente nos enrolamos. Luego él se fue de vacaciones, y yo me quedé en Madrid; y en septiembre me llamaron a filas. Me extrañó no verlo por allí. Pregunté y me dijeron que había varios grupos y que podría estar en otro acuartelamiento, pero no estaba en ninguno. Le llamé, pero no me cogía el teléfono. Ni por un momento se me pasó por la cabeza la idea de que Rubén no se hubiera alistado. Nos habíamos dado la palabra, y eso para mí era sagrado. Pero el caso era que yo estaba dentro y que allí no había ni rastro de Rubén. Llegué a pensar que había tenido un accidente. Pero no, no había tenido ningún accidente. Acabé por enterarme: al día siguiente de nuestra noche, cuando Rubén le dijo a su padre lo que habíamos hecho, este se rio mucho, llamó a Fulano, llamó a Mengano y la solicitud del niño desapareció. El padre de Rubén tenía reservado un futuro mucho más brillante para su hijo. ¡Vaya cara de gilipollas que se me debió de poner cuando escuché esta historia de pie, en plena calle y con la boina verde ladeada, en boca de un amigo común!
Mucho tiempo después Rubén vino a visitarme al cuartel. Trabajaba en la Bolsa, en cosa de inversiones. Paseamos un poco, él encorbatado y elegante y yo en traje de faena. Fue un paseo muy tenso en el que no abrí la boca. No había feeling, como suele decirse. Hubo un momento, eso sí, en el que estuve a punto de decirle algo. Miento: no estuve a punto de decirle algo, estuve a punto de volarle la cabeza. Fue cuando entre silencio y silencio me dijo que se me veía un poco amargado. Logré contenerme. Al cabo del silencioso paseo nos dimos la mano, y no he vuelto a verlo nunca más.

Diez bicicletas para treinta sonámbulos, 2019.

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