La extinción
de la raza de los hombres se sitúa aproximadamente a fines del siglo XXXII. La
cosa ocurrió así: las máquinas habían alcanzado tal perfección que los hombres
ya no necesitaban comer, ni dormir, ni hablar, ni leer, ni pensar, ni hacer
nada. Les bastaba apretar un botón y las máquinas lo hacían todo por ellos.
Gradualmente fueron desapareciendo las mesas, las sillas, las rosas, los discos
con las nueve sinfonías de Beethoven, las tiendas de antigüedades, los vinos de
Burdeos, las golondrinas, los tapices flamencos, todo Verdi, el ajedrez, los
telescopios, las catedrales góticas, los estadios de fútbol, la Piedad de
Miguel Ángel, los mapas de las ruinas del Foro Trajano, los automóviles, el
arroz, las sequoias gigantes, el Partenón. Sólo había máquinas. Después, los
hombres empezaron a notar que ellos mismos iban desapareciendo paulatinamente y
que en cambio las máquinas se multiplicaban. Bastó poco tiempo para que el
número de máquinas se duplicase. Las máquinas terminaron por ocupar todos los
sitios disponibles. No se podía dar un paso ni hacer un ademán sin tropezarse
con una de ellas. Finalmente los hombres fueron eliminados. Como el último se
olvidó de desconectar las máquinas, desde entonces seguimos funcionando.
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