Muy
de mañana preparé el desayuno con coco y ensalada de mango con
banano de las islas cercanas. Limpié la parte de la cubierta que aún
sobresale y me puse la escafandra para revisar las partes bajas del
barco. Registré cinco centímetros más de hundimiento, pero el
casco sigue intacto.
Después
me aseguré que Agatha comiese toda su comida y le pasé un plato a
la vieja tortuga galápagos. Cuando Agatha terminó de comer le ayudé
a colocarse la escafandra más pequeña, revise nuestros niveles de
oxígeno y me fui con ella a explorar el arrecife, en busca de peces
y estrellas de mar.
Cuando
regresamos la tortuga seguía dormida y el sol estaba justo sobre
nuestras cabezas. Preparé pescado y lo serví con algunas algas
verdes. Agatha no quería comer, así que le recordé que yo era su
hermano mayor y el capitán de este barco hundido. Ella -a
regañadientes- me hizo caso y se lo comió todo.
Al
final del día nos fuimos a dormir al único camarote seco. Con la
luna asomando en el horizonte se escuchó el bramido sordo del
calamar gigante y luego el resoplar del cachalote. No pasó mucho
tiempo para que ambos hicieran crujir el barco con su lucha terrible.
Abracé a mi hermana y le susurré que todo estaría bien.
Con
Agatha dormida y todo en silencio, salí hacia la cubierta inclinada.
Me quedé ahí un largo rato, adormilado por el titilar de las
estrellas y los ronquidos de la tortuga.
De
repente el cachalote apareció frente a mí, mirándome con uno de
sus enormes ojos. Me dijo que se iba a divorciar del calamar y volvió
a las profundidades sin más. Yo me quedé ahí sin entender nada: no
conozco el lenguaje de los monstruos marinos.
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