sábado, 6 de octubre de 2018

Morir. Eduardo Galeano.


El corneta tocó la diana, toque de silencio, poco antes del alba. Delfino lloraba. Pidió que le trajeran a su mujer, pero se lo negaron. Marcos había sido el primero en llegar al patio, escoltado por los guardias. Preguntó: “¿Y no ha venido el cobarde del auditor? ¿Y no era tan hombre?” Delfino se abrazó al sacerdote. Los caracoles deambulaban por la cornisa del muro blanco del cuartel de Matamoros. (Hasta ese momento, Suárez había pensado: qué me van a fusilar éstos a mí. Pero ahora se le habían aflojado las rodillas)
Del lado de afuera, un niño estaba sentado de espaldas contra el muro, con la cabeza aplastada contra el muro, los ojos muy abiertos, no podía pestañear, no sentía el frío, y a su lado había un perro con las orejas paradas.
Les dieron cigarrillos a los tres. “Delfino, no llores”, dijo Marcos. Los sacerdotes de la Orden de la Merced se despidieron seis veces.
-No, padre -dijo Marcos-. De espaldas no. De frente.
Suárez decidió que era mejor ayudar a que le colocaran la venda. Las lágrimas de Delfino corrían bajo la venda. Marcos no quiso que le pusieran ninguna venda. Suárez preguntó:
-¿Qué hora es? ¿Cuánto falta?
-Cinco minutos.
Un pájaro jugaba, en el cielo oscuro; abría y cerraba las alas, anunciaba con júbilo el nacimiento del día. Ellos no lo veían. Lo escucharon cantar. Cantaba como si los convocara. Antes, en la celda, Marcos había querido volver hacia las personas y los lugares a lo que había pertenecido cuando estaba vivo, pero ahora paseaba la mirada por los rostros de los soldados del pelotón, las dos filas de a diez, uno por uno, todos iguales, escuchaba gritar pelotón, fiiirmes, gritar fila de adelanteee, gritar rooodilla en tierraaa, los veía mover los cerrojos de las carabinas, los soldados a un metro y medio listos para abrirle un boquete en el cuerpo, y todo el tiempo se sentía lejos de los soldados y lejos de la ceremonia y de todo, había estado lejos desde antes de putear al auditor y de plantarse frente al muro con las manos atadas: lejos, pero muy lejos, mucho más allá de cualquier viaje y de cualquier tiempo y de cualquier destino. Miró a Delfino, que seguía llorando porque no entendía. Marcos le había dicho: “Los hombres no lloran”, pero en realidad había querido decirle: “Los muertos no lloran, Delfino”. Marcos escuchó gritar apunteeen y la vida no era un juego de sombras chinas contra la pared de la memoria, ni era un calor de humo de cigarrillo en el pecho, no era nada. Entonces el oficial gritó fuegoooo y hubo un silencio largo y estúpido.
Cuando estalló la descarga, todos los tiros como un solo tiro, la primera claridad del día ya se arrastraba, neblinosa, a la altura del suelo. El oficial dijo proceda y el cabo se inclinó sobre el cuerpo de Marcos. Marcos lo vio por entre la cortina de sus propias pestañas: lo vio por espacio de dos segundo y sin embargo hubiera podido describirlo con todo lujo de detalles, como si lo hubiera estado mirando durante años. El cabo apretó los dientes y le apuntó al corazón.

Vagamundo y otros relatos. Eduardo Galeano, 1998.

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