Gracias a Federico.
El 31 en la tarde tomé el auto y como Jimmy Dean partí a mil por hora por caminos de tierra rumbo a ninguna parte. Sobreviví a los ronceos, a la calamina y al polvo. Se me cruzaron dos vacas y encandilé a un conejo que cruzó de una zarzamora a otra. Detuve el auto en un recodo del pedregal. Me bajé, respiré el aire de grillos, la bosta cercana me hizo recordar mi adolescencia cuando veraneaba en L. y me llevé a un amigo al río. No creí que fuera mozuelo, era igual que yo: de mejillas quemadas por el sol y de manos ansiosas. Nos ladraron los perros y les tiramos piedras, luego nos bañamos desnudos en una orilla tibia del río, donde se juntaban los guarisapos. Me regaló uno y yo lo guardé en una caja de fósforos. La luna llena del último día de diciembre iluminó nuestros cuerpos que se unían pecho a pecho, cadera a cadera. Él me besó como un inexperto: la lengua iba y venía por mi ojo, remojando la córnea y las pestañas con insistencia. Con el otro ojo vi a dos caracoles apareándose en el amor de sus babas. Cuando me tocó los muslos, ellos no se escaparon como peces sorprendidos, se quedaron quietos sintiendo la mano caliente del muchacho que subió y subió en círculos tímidos hasta el matorral juvenil, y ahí enhebró los dedos con eficacia de sastre aprendiz. Sin duda corrimos el mejor de los caminos. De vuelta a casa, el horizonte de perros dormía su sueño de belfos y pulgas. Entré a casa con el pelo húmedo y revuelto de flores secas de arrayán. Miré por la ventana y allí estaba el potro de nácar bajo la luna gorda. Y aquí estoy yo en un tiempo que no es tiempo, bajo el peso de las estrellas silenciosas. No hay fuegos artificiales ni petardos a medianoche, no hay nada. La luz del entendimiento me hace ser muy comedida. Me meto al auto y duermo contando estrellas, por allí está la Cruz del Sur como un volantín del cielo, por allá las Tres Marías celebrando otro año estelar. Un brazo de la Vía Láctea me hace unos cariños desde arriba, la Nube de Magallanes navega bien encarenada, sin amarras. El cielo es mío como lo fue el muchacho. No quiero decir, por mina, las cosas que él me dijo. Y me enamoré hasta las patas. Te voy a regalar un costurero cuando junte unos pesitos, prometió. Tú bordarás con los mejores hilos lo que nos pasó, la luna y el río. No te pincharás porque usarás un dedal, y si te sale sangre de tijeras o agujas, bébela y piensa en mí. Eso me dijo. Aún espero ese regalo para poder cruzar la historia de amarillos, verde que te quiero verde. El sueño no fue fácil. Nada fue fácil: los párpados se movieron de un lado a otro, como canicas enjauladas en la piel. Y lo salvaje fue su punto de fuga. Lo prefiero a la delicada tibieza de lo doméstico, de ese disfrute casi irreal que tienen las construcciones humanas. Los caminos estaban tan lejos, sin embargo. Ahí podríamos haber corrido sin cansarnos nunca.
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