El loco había sacado la cabeza por entre los barrotes de la ventana —una cabeza espantable, de cabellos erizados, que se movía incesante con movimientos nerviosos— y me llamaba con gritos de desesperación.
¡Caballero! ¡Si quisiera usted hacerme el favor de oírme unos momentos!... Tengo que revelarle un secreto importantísimo... Escúcheme usted por lo que más quiera en el mundo... Sólo unos momentos... Acérquese usted sin miedo... Yo no hago mal a nadie... Yo soy un pobre loco inofensivo...
E interrumpiéndose y clavando en mí sus ojos de fiebre:
—Mire usted, caballero, no quiero engañarle. Yo no sé decirle a usted en verdad si estoy loco o estoy cuerdo. ¿La razón es el don de pensar que Dios ha dado a los hombres para diferenciarlos de los animales? Pues entonces, a pesar de lo que digan los médicos, puedo asegurarle a usted que estoy en el pleno dominio de mis facultades mentales. ¡Qué más quisiera yo que mi cerebro hubiese dejado de funcionar regularmente! ¡Qué más quisiera yo que verme libre del tormento de pensar!
Y después de una pausa:
—Creo que vivimos equivocados. ¿Por qué considerar la inteligencia —¡oh vanidad humana!— como un privilegio, como una gracia suprema? ¡Cuánto más felices que nosotros los animales, libres del dolor del pensamiento! Todos los males del hombre tienen su origen en el cerebro. Yo he pedido al médico que me amputase el mío, como si fuera un tumor, pero no ha querido hacerme caso. ¡Los médicos son tan imbéciles! Créame usted, yo sería feliz si no pensara, si no recordara que...
Y girando cada vez más descompasadamente, más frenéticamente la cabeza, siguió diciéndome:
—¡Que no se entere nadie, que nadie escuche lo que voy a decirle!... ¡Me va en ello la vida! Caballero, soy un miserable: ¡he matado a mi mujer!
Y tapándose la cara con las manos como si se sintiera horrorizado de sí mismo:
—¡Sí; soy un miserable! ¡No merezco perdón de Dios ni de los hombres! Pero no se marche usted... Tengo que contarle la historia... Toda la historia... No crea usted que soy un asesino vulgar... Cuando usted sepa...
Sus ojos se llenaron de lágrimas:
—Yo puedo decir como Otelo: «mi cólera es como la de Dios, que destruye los objetos que más ama.»
Hizo una pausa, y después, algo más sereno, aunque siempre moviendo la cabeza vertiginosamente, continuó:
—Pues verá usted: yo estaba muy enamorado de mi mujer. ¿Cómo no sentir el amor ante aquel prodigio de la Naturaleza? Dios al darla vida dijo: «Ahí va mi obra maestra.» No puedo describir con palabras su belleza porque no las hay que den idea de lo que era aquel portento de encantos y de gracias. Ya le digo a usted: la obra maestra del Gran Artífice.
La voz del loco se hizo musical; al hablar parecía que cantaba.
—Puedo asegurarle a usted —continuó— que la felicidad no es una mentira. Yo he sido feliz como no lo ha sido nadie en el mundo. El hombre que ha poseído a la mujer amada no tiene derecho a negar la felicidad.
Hizo otra pausa; ahora su voz se tomó bronca y al hablar parecía que lloraba.
—Verá usted cómo ocurrió mi desgracia. Paseábamos nuestro idilio por la hermosa Italia. Ya habíamos visitado Roma, Nápoles, Venecia, Milán... Y llegamos a Florencia. Pues bien: una tarde fuimos al Museo De los Uffizi y al entrar en la sala destinada a Rubens... ¡Oh, en aquellos momentos sí que puedo asegurarle a usted que me volví loco! Porque imagínese usted cuál sería mi sorpresa y mi espanto y mi indignación al ver que uno de aquellos lienzos representaba a una mujer desnuda, y que aquella mujer era una copia exacta de la mía, lo que se dice una copia exacta.
Sí; aquella era su cara, ¡su misma cara!, y aquel era su cuerpo, ¡su mismo cuerpo!... Era ella, ¡toda ella! Sus ojos, su nariz, su boca, su cuello, su seno, sus piernas... ¡era ella, toda entera!
¡Rubens había visto a mi mujer desnuda! Otros ojos, antes que los míos, habían gozado de la contemplación de aquel cuerpo que yo creía sagrado. ¿Pero era esto posible?
Ya le he dicho a usted que en aquellos momentos estaba completamente loco. Saqué el revólver y disparé primero sobre mi mujer y luego sobre el lienzo revelador de mi deshonra. Unos hombres me detuvieron y me llevaron no sé a dónde y luego me trajeron aquí.
Ahogado por los sollozos dejó de hablar; luego, ya sin preocuparse de mí, monologó:
—¡Pero Rubens nació hace mucho tiempo y no pudo conocer a mi mujer! ¿Cuántos años hace que nació Rubens? ¡Doscientos, trescientos años! ¡No! ¡No pudo conocerla! Pero la adivinó y he hecho bien en matarla. ¡La adivinó!
Y llorando y riendo a un mismo tiempo:
—¡Sí, he hecho bien en matarla!
Historias de locos, 1910.
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