domingo, 9 de febrero de 2025

Los niños olvidados. Ana Pérez de la Ossa.

Algunos días, algunas madres preparan la comida sólo para ellas. Olvidan que un hijo les espera a la salida del colegio. Y ellos se quedan allí desde que suena el timbre, sentados, muy quietos, en la puerta, junto al conserje. Esperan y les crece el pelo, nadie les corta las uñas; esperan mientras amanece y anochece y entran y salen niños del colegio que con los años son otros, que crecen, que van a la universidad. Esperan mientras sus jerséis trepan por sus brazos ya con pelo, sus pantalones se acortan, no abrochan, sus pies se arrugan dentro de los zapatos, que un día estallan y verás cómo se va a enfadar mamá. Y las madres a veces añoran, como en un sueño, a esos hijos que nunca fueron a recoger, que no saben que tuvieron. Que olvidaron.


sábado, 8 de febrero de 2025

Tarta crocante. Etgar Keret.

Para mi cincuenta cumpleaños mi madre me lleva a comer al restaurante de Charlie el Gordo. Quiero pedir una torre de panqueques con sirope de arce y nata, pero mi madre me suplica, como siempre, que pida algo más sano.
—Es mi cumpleaños —me empecino—, mis cincuenta. Déjame que pida los panqueques. Solo por una vez.
—Pero si te he hecho una tarta —se enfurece mi madre—, la tarta crocante que a ti tanto te gusta.
—Si no me dejas que me coma los panqueques, no pienso ni probar la tarta —le prometo.
Mi madre se queda pensando un momento hasta que dice, como aburrida:
—Te dejo que comas los panqueques y la tarta, pero solo por esta vez; solo porque es tu cumpleaños.
Charly el Gordo me trae la torre de panqueques con una pequeña bengala encendida en lo alto. Me canta el «Cumpleaños feliz» con voz ronca esperando que mi madre se le una, pero ella le lanza una mirada furiosa a la torre de panqueques. Así que soy yo el que me pongo a cantar con Charly, en vez de ella.
—¿Cuántos años cumples? —pregunta Charly.
—Cincuenta —le digo.
—¿Cincuenta y todavía lo celebras con mamá? —exclama dando un silbido de sorpresa—. La envidio, señora Paikov. Mi hija tiene la mitad de años que él y hace tiempo que no está dispuesta a celebrar el cumpleaños con nosotros. Somos demasiado viejos para ella.
—¿Qué hace su hija? —le pregunta mi madre, sin apartar la mirada de la montaña de panqueques que tengo en el plato.
—No lo sé exactamente —reconoce Charly—, algo relacionado con la alta tecnología.
—Mi hijo está gordo y no tiene trabajo —dice mi madre medio susurrando—, así que creo que se ha precipitado en envidiarme.
—No está gordo —masculla Charly intentando sonreír.
Y la verdad es que, comparado con Charly, yo no estoy gordo.
—Ni tampoco estoy en el paro —añado yo con la boca llena de panqueque.
—Querido —dice mi madre—, meter mis pastillas en el pastillero por dos dólares al día no puede considerarse un trabajo.
—¡Felicidades! —me dice Charly—. ¡Buen provecho y felicidades! —Y se retira de nuestra mesa dando unos minúsculos pasitos hacia atrás, como quien se aparta de un perro que gruñe.
Cuando mi madre se va al baño, Charly vuelve a acercarse a nuestra mesa.
—Que sepas que estás haciendo una buena acción —me dice—. Por vivir con tu madre y todo eso. Cuando mi padre murió, mi madre se quedó sola. Tendrías que haberla visto. Se apagó más deprisa que la bengala de tus panqueques. Ya puede tu madre despotricar lo que quiera, pero eres tú el que la mantiene viva, y eso es un mandamiento bíblico. «Honrarás a tu padre y a tu madre». ¿Cómo están los panqueques?
—Excelentes —le contesto—, lástima que no pueda venir aquí más a menudo.
—Cuando estés por aquí, que sepas que estás invitado a pasar —me dice Charly guiñándome un ojo—. Estaré encantado de servirte los que haga falta. Y gratis.
Como no sé qué decirle, solo asiento mientras le sonrío.
—Y lo digo en serio —añade Charly—. De verdad. Me alegrará mucho. Mi hija hace ya años que no toca mis panqueques, porque siempre está a dieta.
—Vendré —le digo a Charly—, ¡se lo prometo!
—Estupendo —dice Charly—, estupendo. Y prometo no contarle nada de todo esto a tu madre. ¡Palabrita!
De camino hacia casa nos paramos en el supermercado, y mi madre me dice que, como es mi cumpleaños, puedo escoger una cosa como regalo. Quiero una bebida energética con sabor a chicle, pero mi madre me dice que ya he comido suficiente dulce por hoy y que escoja otra cosa. Entonces le pido que me compre un boleto de lotería. Me dice que está en contra de los juegos de azar, porque educan a las personas a ser pasivas y a que, en lugar de hacer algo que cambie su destino, se queden sentadas con sus culos gordos esperando a que la suerte los socorra.
—¿Sabes qué probabilidades tienes de que te toque? —me pregunta—. Una entre un millón, o menos incluso. Piénsalo bien: la probabilidad de que muramos en un accidente de coche yendo para casa es mucho más alta que de que te toque la lotería.
Y, tras un breve silencio, añade:
—Pero, ya que te empeñas, te lo voy a comprar.
Como me empeño, me lo compra. Doblo el billete de lotería dos veces. Una vez a lo ancho y otra a lo largo, y me lo meto en el bolsillito delantero del pantalón vaquero. Mi padre murió en un accidente de coche cuando volvía a casa, hace tiempo, cuando yo todavía estaba en la barriga de mi madre, así que puede que de todas maneras sí tenga probabilidades de que me toque.
Por la noche quiero ver el partido de baloncesto. Este año los Warriors son buenísimos. Ese Curry, con su triple, está que se sale. En mi vida he visto nada igual. Lanza los balones sin ni siquiera mirar la canasta y los encesta uno detrás de otro. Pero mi madre no me deja, porque dice que ha leído en la revista de televisión que van a emitir un especial del National Geographic sobre los lugares más pobres del planeta.
—Por favor, ¿no me lo podrías dejar ver? —le pido—. Por ser mi cumpleaños.
Pero mi madre se empeña en que mi cumpleaños empezó ayer y se termina hoy cuando el sol se pone, así es que estamos ya en un día normal.
Mientras mi madre está viendo el programa, me voy a la cocina a prepararle el pastillero con sus medicamentos. Se toma más de treinta pastillas al día. Diez por la mañana, y veintipico por la noche. Pastillas para la tensión, para el corazón, para el colesterol y para el tiroides. Tantísimas pastillas que solo con tragártelas te quedas lleno. De verdad que no creo que haya una enfermedad en el mundo que mi madre no tenga. Menos el sida, puede. Ni el lupus. Cuando termino de ordenarle las pastillas en el pastillero me siento a su lado en el sofá y veo el programa con ella. Muestran a un niño con joroba que se ha criado en el barrio más pobre de Calcuta. Por la noche, antes de irse a acostar, los padres lo atan con una cuerda para que duerma encogido. Así, explica el locutor, la joroba se le hará más prominente, y cuando crezca le ayudará a inspirar piedad y a sacar una significativa ventaja en la dura carrera contra los otros mendigos de la ciudad. No soy de lágrima fácil, pero la historia de ese niño me parece tristísima.
—¿Quieres que ponga el baloncesto? —me pregunta mi madre, con una voz muy suave y acariciándome el pelo.
—No —le digo, secándome la cara con la manga mientras le sonrió—, es un programa muy interesante.
Y la verdad es que sí lo es.
—Siento mucho haberte hablado mal en el restaurante —me dice—, eres un buen chico.
—No pasa nada —le digo, y le doy un beso en la mejilla—, no me ha molestado pero que nada.
Al día siguiente por la mañana acompaño a mi madre al oculista. Este le enseña un cartel con letras y le pide que las lea. Las letras que reconoce las dice a gritos, y las que no se empeña en adivinarlas, como si al acertarlas por casualidad contaran como buenas. El médico le receta un medicamento más, que tiene que tomar una vez al día, contra el glaucoma. Al salir del médico nos vamos a la farmacia a comprar las nuevas pastillas, y, para que no se me olvide, en cuanto volvemos a casa las añado al pastillero en la casilla de la noche. Después me pongo ropa de deporte, cojo el balón de baloncesto y me voy a la cancha de los niños.
Hace unos años tuve un problema con una madre pelirroja con tatuajes que se ponía muy nerviosa con eso de que yo jugara con su hijo. En cuanto me veía con él en la cancha me gritaba con una voz bien potente que ni se me ocurriera tocarlo. Le expliqué que según el reglamento del baloncesto está permitido tocar al rival cuando lo estás marcando y que no tenía de qué preocuparse, porque como sabía que era más grande y más fuerte que su hijo siempre ponía mucho cuidado. Pero ella, en lugar de escucharme, se puso todavía más furiosa.
—Y ni se te ocurra llamar a mi hijo «chatito», pedazo de degenerado —gritó, y me tiró a la cara el vaso de poliuretano del café que se estaba tomando.
Por suerte para mí el café estaba templado, así que solo se me manchó la camiseta. Después de aquello estuve sin ir unos meses, pero luego empezó el playoff, y, cuando ves unos partidos tan buenos, al momento te entran ganas de jugar a ti también. No quería volver a la cancha porque temía que la pelirroja de los tatuajes estuviera allí y empezara a gritarme otra vez, así que le pedí a mi madre que compráramos nuestra propia cesta y la pusiéramos en el patio. Y mi madre, a la que se me ocurrió contarle por primera vez lo que había pasado entonces, se quedó muy callada, así, como se queda siempre que se enfada de verdad, y me pidió que me pusiera los pantalones de deporte, cogiera el balón de baloncesto y fuéramos para allá. De camino hacia la cancha me dijo, con voz temblorosa, que todos los padres de los niños que jugaban conmigo allí tenían que darme las gracias, porque, excepto yo, había muy pocos adultos en el mundo que conservaran las suficientes ternura y bondad por dentro de sí como para jugar, como yo, con unos niños y enseñarles cosas.
—Chatito —me dijo con la voz quebrada—, si cuando llegamos a la cancha ves que esa estúpida simia tatuada vuelve a estar ahí, me lo dices, ¿vale?
Asentí, aunque por dentro iba rezando para que la pelirroja no estuviera, porque sabía que mi madre, aunque ya era bastante mayor, era muy capaz de romperle el bastón a la pelirroja en la cabeza. Cuando llegamos a la cancha, mi madre se sentó en uno de los bancos y empezó a repasar a todos los otros padres que tenía alrededor, como el guardaespaldas que intenta detectar a un posible atacante. Al principio, me hice con una de las mitades de la cancha que estaba vacía, y estuve botando el balón y encestándolo yo solo, pero enseguida los niños de la otra mitad de la cancha me pidieron que jugara con ellos porque les faltaba un jugador, y al final del partido, cuando lancé el tanto de la victoria, miré a mi madre, que seguía sentada en el banco aparentando leer algo en el móvil, aunque yo sabía muy bien que lo había visto todo y que se sentía muy orgullosa de mí. En la cancha no hay niños, así que hago unos cuantos lanzamientos de tiro libre, pero enseguida me aburro. El restaurante de Charly el Gordo se encuentra apenas a cinco minutos andando. Cuando llego el lugar está prácticamente vacío y Charly se alegra muchísimo de verme.
—Hola, figura —me dice—, ¿has estado jugando al baloncesto?
Le digo que no había nadie en la cancha.
—Es que todavía es pronto —me dice guiñándome un ojo—, pero, mientras te terminas la montaña de panqueques que te voy a preparar, seguro que ya van llegando los demás.
La verdad es que los panqueques de Charly están riquísimos. Cuando termino de comerlos le doy las gracias y le vuelvo a preguntar si está seguro de que le parece bien que coma en su restaurante sin pagar.
—Siempre que quieras, figura —dice—, será un placer.
—Pero no se lo irá a contar a mi madre, ¿verdad? —le pregunto antes de irme.
—No te preocupes —se ríe Charly palmeándose la barriga—, tu secreto queda perfectamente guardado aquí dentro.
El sábado por la noche es el gran sorteo de la lotería. Mi madre me lo recuerda en cuanto se ha tomado sus pastillas.
—¿Estás nervioso? —me pregunta.
Me encojo de hombros. Ella vuelve a repetirme que las probabilidades que tengo de ganar son menos de una entre un millón, y luego me pregunta que qué voy a hacer si, por lo que sea, me toca. Le digo que seguro que le enviaré parte del dinero a ese niño jorobado que vimos por la tele. Mi madre se ríe, y me dice que ese documental lo grabaron hace muchos años y que es muy posible que el niño jorobado ese, que hoy debe de ser ya un adulto jorobado, habrá pedido tanto desde entonces que duda que todavía necesite que nadie le haga favores, y que también es posible que esté muerto de una de esas enfermedades que esa gente siempre pilla porque no se lavan las manos después de ir a cagar.
—Déjate de niños del National Geographic —dice, y me acaricia el pelo como a mí me gusta que me lo acaricie—. ¿Qué te gustaría para ti?
Me vuelvo a encoger de hombros, porque la verdad es que no lo sé.
—Si te toca, seguro que te irás a vivir a una casa grande para ti solo y te comprarás un abono para los Warriors, y contratarás a una filipina tonta para que se ocupe de mis pastillas en tu lugar —me dice mi madre con una sonrisa no muy alegre.
Y eso que a mí sí me gusta arreglarle las pastillas, porque me relaja.
—No me gusta ir a los partidos —le digo—. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a visitar al tío Larry en Oakland y me llevó a un partido? Hicimos una cola de casi una hora y los acomodadores les gritaban a todos los que entraban.
—Pues nada de abonos —dice mi madre—. Pero ¿qué crees que te comprarías?
—Puede que una tele para mi habitación —le contesto—, pero una bien grande, no como la que tenemos aquí en el salón.
—Cariño —me dice mi madre—, el primer premio son sesenta y tres millones de dólares. Si te toca, tendrás que ir pensando en algo más que en una tele de pantalla gigante.
Es la primera vez en mi vida que veo un sorteo de la lotería. Tienen allí una especie de máquina transparente llena de bolas de pimpón y en cada bola hay un número. La que acciona la máquina es una rubia con una nerviosa sonrisa fija en los labios. Mi madre dice que los pechos no son de verdad y que se ve a la legua que se ha inyectado bótox, porque la frente ni se le mueve. Después mi madre dice que tiene que ir al baño. El año pasado empezó con un serio problema de vejiga y por eso tiene que ir al lavabo cada media hora.
—Suerte, hijo. Si mientras hago pis ves que te ha tocado, grita y salgo corriendo, aunque sea con las bragas bajadas —dice riéndose y me da un beso antes de levantarse del sofá.
—Pero no grites por gritar, ¿me oyes? ¿Te acuerdas de lo que ha dicho el médico de cómo tengo el corazón?
La rubia de la sonrisa nerviosa aprieta el botón que pone en marcha la máquina. Le miro la frente. Mi madre tiene razón. No se le mueve nada, ahí. En la primera bola que sale de la máquina pone «46», que es el número de nuestra casa. En el segundo, el «30», que es la edad a la que mi madre me tuvo a mí cuando murió mi padre. En la tercera bola hay un «33», que era el número de pastillas que mi madre se tomaba al día antes de que le recetaran la pastilla para el glaucoma. Qué extraño que todos los números que la máquina de la rubia de la frente petrificada escoge se encuentren relacionados con la vida de mi madre y con la mía, y también que todos esos números estén en mi boleto. Los tres últimos números ni siquiera los compruebo, sino que me limito a pensar en qué puede llevar a una mujer a inyectarse una sustancia que le deje la frente tan estática, y en lo triste que será que mi madre y yo tengamos que vivir en casas separadas.
Cuando mi madre vuelve al sofá, yo ya estoy viendo baloncesto, pero mi madre se empeña en que pasemos al canal Fox News porque es justo la hora de las noticias de la noche. En el noticiero hablan de un atentado suicida en Pakistán en el que han muerto sesenta y siete personas. No dicen en qué ciudad ha sido el atentado, y lo único que deseo es que no haya sido en Calcuta. Mi madre me explica que Calcuta está en la India, y que Pakistán es otro país, todavía menos agradable.
—Lo que las personas son capaces de hacerse las unas a las otras… —dice, mientras se encamina despacito hacia la cocina.
Cuando aparecen atentados en la tele, siempre le entra hambre. Me pregunta si quiero que prepare unos huevos revueltos para los dos, y yo le digo que tengo hambre, pero que no me apetecen huevos.
—¿Quieres el último trozo de la tarta crocante que te hice para el cumpleaños? —me grita desde la cocina.
—¿Me das permiso? —le pregunto—. ¿Aunque ya sea de noche?
Normalmente es muy estricta con el tema de los dulces.
—Hoy es un día especial —me dice mi madre—. Hoy es el día en el que no te ha tocado la lotería. Así que te mereces un premio de consolación.
—¿Qué te hace estar tan segura de que no me ha tocado? —le pregunto.
—Que no te he oído gritar, como me dijiste que ibas a hacer —se ríe.
—Aunque hubiera gritado no me habrías oído, porque estás medio sorda —le digo, devolviéndole la sonrisa—. Medio vieja y medio sorda.
Mi madre asiente y me sirve en la mesa el último trozo de tarta.
—Pero dime la verdad, cariño, ¿conoces a otra persona en el mundo que sepa hacer una tarta crocante tan rica como la de tu madre?

Avería en los confines de la galaxia, 2020.

martes, 4 de febrero de 2025

Un juego antiguo. Alfredo Buxán.

Cuando el miedo o la duda te despierten
en mitad de la noche, no te asustes
ni le des a la cólera carnaza.
Actúa en consecuencia, simplemente:
conoces esa lluvia de otras veces.
Levántate con calma, bebe un vaso
de agua en la cocina, acércate
al rincón donde te espera el poema
que lleva escribiéndose, con paciencia
de árbol, golpe a golpe, verso a verso,
desde el principio mismo de los tiempos.
Recuerda la vez última que viste
el mar,
           recuerda el mar y la mirada
que navegaba en él como  una llama
inmortal: te devolvía la vida
que tus ojos le entregaban. Respira.
La casa te protege, saldrás de esta.
Recuerda también el tiempo de dolor
que te buscó la entraña con ahínco
pero no pudo nunca doblegarte.
De algo ha de valerte la experiencia
de incontables naufragios. Acércate
a ti mismo, no hables, sólo escucha.
Acudirán a arroparte, una a una,
las palabras. Deconocidas. Nuevas.
Tu única labor,
                       abrir el cofre
en el momento justo y ordenarlas
en la mesa como un niño que sueña.
Despacito, ya conoces el juego.
Mira alrededor, espera un poco.
Te rodean, humildes, los objetos
más sencillos, el libro boca abajo,
tus cuadernos, la ropa de la plancha
encima de una silla, el lápiz rojo,
el cajón entreabierto de las fotos.
Busca entre los escombros la alegría
que el roce cotidiano de tu cuerpo
ha sabido sembrar en las baldosas.

Las palabras perdidas, 2011.

lunes, 3 de febrero de 2025

En busca de la identidad. Mariana Frenk.

Esta mañana me miré al Espejo. La persona del Espejo de pronto me pareció tan simpática, tan cerca de mí, que de pronto sentí un vehemente deseo de abrazarla. Sin reflexionar, entre en el Espejo tan rápidamente que aquélla no tuvo tiempo de retirarse. Nos abrazamos y nos dimos dos besos, uno en cada mejilla y, tan rápidamente como había enterado, salí. A la otra la vi en su lugar, sonriendo como yo.
¿No hubo hoy una confusión entre las dos mujeres?, la que no veo imposible en vistas de la velocidad con que aquello había sucedido y, sobre todo, en vista del enorme parecido entre ellas.
Bonita aventura. Sólo que ahora me siento preocupada.

domingo, 2 de febrero de 2025

El hombre que salía de la nariz. Ambrose Bierce.

En la intersección de dos calles de esa parte de San Francisco que se conoce de manera bastante genérica con el nombre de North Beach, hay un solar vacío que está bastante más nivelado de lo que suele suceder con los solares, vacíos o no, de esa zona. Sin embargo, inmediatamente detrás de él, por el sur, el terreno adopta una empinada pendiente cuya cuesta se interrumpe por tres terrazas cortadas en la roca blanda. Es un lugar para cabras y para pobres, y varias familias de cada categoría lo han ocupado conjunta y amistosamente «desde la fundación de la ciudad». Una de las humildes viviendas de la terraza inferior resulta notable por su tosco parecido a un rostro humano, o más bien al simulacro de éste que un muchacho podría recortar en una calabaza, sin pretender ofender a los de su raza. Los ojos son dos ventanas circulares, la nariz es una puerta, la boca una abertura provocada al quitar un tablón inferior. La puerta no tiene escalones. Como rostro, la casa es demasiado grande; como vivienda, demasiado pequeña. La mirada vacía y carente de significado de sus ojos, sin pestañas ni cejas, resulta misteriosa.
A veces un hombre sale de la nariz, gira, pasa por el lugar en donde debería estar la oreja derecha y, abriéndose camino por entre la multitud de niños y cabras que obstruyen el estrecho sendero entre las puertas de sus vecinos y el borde de la terraza, llega a la calle descendiendo por un tramo de escaleras desvencijadas. Se detiene allí para consultar su reloj y cualquier desconocido que acierte a pasar en ese momento se sorprenderá de que un hombre semejante se interese por saber la hora que es. Una observación más detenida demostraría que la hora del día es un importante elemento en los movimientos de ese hombre, pues 365 veces al año sale exactamente a las dos en punto de la tarde.
Una vez que se ha asegurado de que no se ha equivocado en cuanto a la hora, guarda el reloj y camina a paso vivo hacia el sur, calle arriba, durante dos manzanas, gira a la derecha y al acercarse a la esquina siguiente fija la mirada en una ventana alta de un edificio de tres pisos que hay en su camino. Se trata de una estructura algo deslucida, en su origen de ladrillo rojo, pero ahora grisácea. Se ve en ella, bien a las claras, el contacto del tiempo y el polvo. Construida como vivienda, ahora es una fábrica. No sé lo que se hace allí, pero supongo que las cosas que se suelen hacer en una fábrica. Lo único que sé es que a las dos en punto de todos los días, salvo los domingos, está llena de actividad y estruendo: la sacuden los latidos de algún motor grande y se escuchan los gritos recurrentes de la madera atormentada por la sierra. En la ventana en la que nuestro hombre fija tan intensamente su mirada expectante no aparece nunca nadie; en realidad el cristal tiene una capa tan grande de polvo que hace tiempo que dejó de ser transparente. El hombre la mira sin detenerse, por lo que el giro de la cabeza se va haciendo cada vez más pronunciado conforme va dejando atrás el edificio. Al llegar a la esquina siguiente, gira a la izquierda, rodea la manzana y regresa a un punto situado diagonalmente respecto a la calle de la fábrica: un punto por el que ya había pasado antes, y por el que vuelve a pasar ahora mirando frecuentemente hacia atrás, por encima del hombro derecho, hacia la misma ventana; hasta que la pierde de vista. Se sabe que durante muchos años no ha variado su ruta ni ha introducido una sola innovación en su actividad. Un cuarto de hora después vuelve a estar en la boca de su vivienda; y una mujer, que lleva parada algún tiempo en la nariz, le ayuda a entrar. No se le vuelve a ver hasta las dos del día siguiente.
La mujer es su esposa. Se gana la vida, y la del marido, lavando para los pobres entre los que viven, entre disputas que destruyen la porcelana y la competencia doméstica.
El hombre tiene unos cincuenta y siete años, aunque parece mucho más viejo. Sus cabellos son absolutamente blancos. No tiene barba y siempre va recién afeitado. Sus manos están limpias y sus uñas bien cortadas. Por lo que se refiere al vestuario, éste es claramente superior al que le corresponde, tal como indican su entorno y el negocio de su esposa. Va vestido con mucha pulcritud, aunque no a la moda. Su sombrero de copa no tiene más de dos años y las botas, escrupulosamente limpias, carecen de parches. Me han contado que la ropa que lleva durante la excursión diaria de quince minutos no es la misma que utiliza en su casa. Como todas sus otras posesiones, ésta se la mantiene y arregla su esposa, que la renueva con tanta frecuencia como se lo permiten sus escasos medios.
Hace treinta años, John Hardshaw y su esposa vivían en Rincon Hill, en una de las hermosas residencias de aquel barrio, entonces aristocrático. Él era médico, pero al heredar una suma considerable de su padre ya no se preocupó más de las dolencias de sus semejantes, pues la gestión de sus propios asuntos le daba ya todo el trabajo que podía permitirse. Tanto él como su esposa eran personas muy cultivadas, cuya casa era frecuentada por un pequeño grupo de mujeres y hombres que el matrimonio pensaba que merecía la pena conocer por sus gustos. Por lo que se sabe gracias a ellos, el señor y la señora Hardshaw vivían muy felices juntos; la esposa estaba entregada a su bello y feliz marido y muy orgullosa de él.
Entre sus conocidos estaban los Barwell -marido, esposa y dos hijos pequeños- de Sacramento. El señor Barwell era un ingeniero de minas y obras civiles cuyas ocupaciones le mantenían mucho tiempo fuera de su casa y le obligaban a ir con frecuencia a San Francisco. En esas ocasiones, su esposa solía acompañarle y pasaba mucho tiempo en casa de su amiga, la señora Hardshaw, siempre con los dos hijos, con los que se había encariñado mucho la señora Hardshaw, que no había tenido ninguno. Por desgracia, el marido de la señora Hardshaw se encariñó igualmente con la madre... con un cariño realmente fuerte. Para mayor desgracia todavía, aquella atractiva dama era más débil que sabia.
Hacia las tres de una madrugada otoñal, el oficial número 13 de la policía de Sacramento vio a un hombre que salía furtivamente por la puerta posterior de una residencia de caballeros, por lo que le detuvo inmediatamente. El hombre, que llevaba sombrero flexible y un abrigo velludo, ofreció al policía a cambio de su liberación primero cien dólares, después quinientos y finalmente mil. Como no llevaba encima ni siquiera la primera suma mencionada, el policía trató su propuesta con virtuoso desprecio. Antes de haber llegado a la comisaría, el prisionero había ofrecido darle un cheque de diez mil dólares, aceptando permanecer atado en un sauce a la orilla del río hasta que éste hubiera sido cobrado. Como la propuesta sólo provocara nuevas burlas, no dijo nada más y se limitó a dar un nombre evidentemente falso. Cuando le cachearon en la comisaría, lo único que encontraron de valor fue un retrato en miniatura de la señora Barwell: la dama de la casa en la que había sido apresado. Iba engarzado en valiosos diamantes y algo en la calidad de la ropa del hombre provocó una punzada de inútil remordimiento en el incorruptible pecho del policía número 13. No había nada en la ropa ni en la persona del prisionero que sirviera para identificarle y fue fichado por robo con escalo con el nombre que él mismo había dado: el honorable nombre de John K. Smith. La K. fue una inspiración de la que sin duda se sintió muy orgulloso.
Entretanto, la misteriosa desaparición de John Hardshaw estaba provocando murmuraciones en Rincon Hill, San Francisco, llegando incluso a mencionarse en uno de los periódicos. A la dama que uno de los periódicos describió con consideración como su «viuda» no se le ocurrió buscarle en la prisión de Sacramento, ciudad que nunca se supo que él hubiera visitado. Fue acusado como John K. Smith y, tras renunciar al interrogatorio, enviado a juicio.
Unas dos semanas antes del proceso, la señora Hardshaw, enterándose por accidente de que su esposo estaba retenido en Sacramento con un nombre supuesto bajo la acusación de robo con escalo, acudió presurosa a esa ciudad sin atreverse a mencionar el asunto a nadie y se presentó en la cárcel pidiendo una entrevista con su esposo John K. Smith. Ojerosa y enferma de ansiedad, llevando un sencillo abrigo de viaje que la cubría de la cabeza a los pies, y dentro del cual había pasado la noche en el vapor, demasiado nerviosa para dormir, apenas parecía lo que era, pero sus maneras decían en su favor más que cualquier cosa que se le hubiera ocurrido a ella decir como prueba de su derecho a ser admitida. Le permitieron ver al preso a solas.
Lo que sucedió durante aquella penosa entrevista no se ha llegado nunca a conocer, aunque acontecimientos posteriores demuestran que Hardshaw encontró los medios para someterla a su voluntad. Ella abandonó la prisión con el corazón roto, negándose a responder cualquier pregunta, y al retornar a su desolado hogar renovó, aunque con poco entusiasmo, la investigación sobre el paradero del esposo desaparecido. Una semana más tarde también ella desapareció: había «vuelto a los Estados»... y nadie llegó a saber nunca nada más.
En el juicio, el prisionero se declaró culpable «por indicación de su consejero legal», tal como le dijo su consejero. Sin embargo el juez, en cuya mente diversas circunstancias inusuales habían creado una duda, insistió al fiscal para que tomara declaración al policía número 13 y también se leyó ante el jurado la declaración de la señora Barwell, que no pudo asistir personalmente por encontrarse muy enferma. Era muy breve: no sabía nada del asunto salvo que aquel retrato era de su propiedad y creía haberlo dejado en la mesa del salón cuando se acostó la noche de la detención. Iba a ser un regalo para su esposo, que en aquel momento, lo mismo que durante el juicio, se encontraba en Europa por encargo de una empresa minera.
La actitud de la testigo cuando hizo esa declaración en su residencia fue descrita más tarde por el fiscal del distrito como extraordinaria. Por dos veces se había negado a testificar, y en una ocasión, cuando a la declaración sólo le faltaba su firma, se la había arrebatado al funcionario y la había hecho pedazos. Llamó a sus hijos al lado de su lecho de enferma y los abrazó con ojos llorosos, pero después, enviándolos fuera de la habitación, verificó su declaración con el juramento y la firma y se desmayó: en palabras exactas del fiscal del distrito, «se mareó». En ese momento su médico, que acababa de llegar, se hizo cargo de la situación de inmediato y cogiendo por el cuello al representante de la ley lo lanzó a la calle, enviando a su ayudante tras él de una patada. La vejación de los agentes de la ley no fue vengada porque la víctima de tal indignidad ni siquiera la mencionó en el tribunal. Tenía ambiciones de ganar su caso y, de haber relatado las circunstancias en las que se tomó esa declaración, no habría tenido demasiado peso; además, la ofensa contra la majestad de la ley del procesado hubiera resultado menos atroz que la del médico irascible.
Por sugerencia del juez, el jurado pronunció un veredicto de culpabilidad; no quedaba nada más por hacer y el procesado recibió una condena de tres años en una penitenciaría. Su consejero legal, que no había objetado nada y ni siquiera había suplicado clemencia -en realidad apenas había dicho una palabra-, estrechó la mano de su cliente y abandonó la sala del tribunal. A todos los abogados les resultó evidente que había sido contratado sólo para impedir que el tribunal designara un abogado defensor que pudiera insistir en realizar una defensa.
John Hardshaw cumplió su condena en San Quintín, y al ser liberado encontró en la puerta de la prisión a su esposa, que había regresado de «los Estados» para recibirle. Se pensó que se fueron directamente a Europa; al menos, firmaron en París un poder general a un abogado que todavía vive entre nosotros y del que he obtenido muchos de los hechos de esta historia. En poco tiempo, el abogado vendió todas las posesiones de los Hardshaw en California y durante años no volvió a saberse nada de la infortunada pareja; aunque muchos a cuyos oídos llegaron sugerencias vagas e imprecisas de esta extraña historia, y que habían conocido a sus personajes, recordaron tiernamente su personalidad y pensaron compasivamente en su infortunio.
Ambos regresaron varios años más tarde, los dos con la fortuna y el espíritu abatidos, y él también con mala salud. No he sido capaz de averiguar el propósito de su regreso. Vivieron durante algún tiempo, con el nombre de Johnson, en un barrio bastante respetable situado al sur de Market Street, bastante acomodado, y nunca se les vio lejos de su casa. Les debía quedar un poco de dinero, pues no se sabe que él realizara ninguna ocupación, ya que el estado de su salud probablemente no se lo permitía. La devoción de la mujer a su esposo inválido fue motivo de comentario entre los vecinos; nunca parecía alejarse de su lado y siempre le apoyaba y animaba. Pasaban horas sentados en un banco de un pequeño parque público, leyéndole ella un libro, con la mano de él entre las suyas, acariciándole a veces ligeramente su frente pálida, elevando con frecuencia sus ojos, todavía hermosos, del libro que estaba leyendo para mirarle a él, mientras le comentaba algo del texto, o cerrando el volumen para entretener su estado de ánimo hablando de... ¿de qué podían hablar? Nadie escuchó jamás una conversación entre ellos dos. El lector que haya tenido la paciencia de seguir su historia hasta este punto, quizás pueda disfrutar imaginándolo: probablemente había algo que evitarían. La actitud del hombre era de abatimiento profundo; la verdad es que los jóvenes de la vecindad, poco piadosos y con ese sentido penetrante hacia las características físicas visibles que distingue siempre a los jóvenes varones de nuestra especie, le mencionaban a veces entre ellos con el apodo de el Espectro Taciturno.
Un día sucedió que John Hardshaw se sintió poseído por una inquietud de espíritu. Dios sabrá lo que le impulsó a ir hasta allí, pero el hecho es que cruzó Market Street, se dirigió hacia el norte por las colinas y bajó hasta la región conocida con el nombre de North Beach. Girando sin objetivo hacia la izquierda, caminó por una calle desconocida hasta que se encontró frente a lo que en aquel tiempo era una morada bastante grande, y que ahora es una fábrica bastante ruinosa. Levantando casualmente la mirada hacia arriba, vio en una ventana abierta lo que hubiera sido mejor que nunca hubiera visto: el rostro y la figura de Elvira Barwell. Los ojos de ambos se encontraron. Con una aguda exclamación, semejante al grito de un pájaro sorprendido, la dama se puso en pie de un salto y sacó la mitad del cuerpo por la ventana, aferrándose a ambos lados del marco. La gente que pasaba por la calle, se detuvo por el grito y miró hacia arriba. Hardshaw permaneció inmóvil, incapaz de hablar, con sus ojos llameantes.
-¡Tenga cuidado! -gritó alguien de la multitud cuando la mujer seguía echándose hacia adelante, desafiando la callada e implacable ley de la gravedad, al igual que en otro tiempo había desafiado otra ley que Dios había proclamado atronadoramente desde el Sinaí.
Lo repentino de sus movimientos hizo que un torrente de cabellos oscuros cayera de sus hombros por encima de las mejillas, ocultándole casi el rostro. Permaneció así un momento, y luego... un grito de temor sonó en la calle cuando, perdiendo el equilibrio, la mujer cayó desde la ventana, formando una masa confusa y rotatoria de faldas, miembros, cabellos y rostro blanco, hasta que golpeó el suelo con un sonido horrible y un impacto tan fuerte que se pudo sentir a cien metros de distancia. Por un momento, todas las miradas se negaron a cumplir su objetivo y se apartaron del espectáculo horrible que había en la acera. Pero atraídas de nuevo hacia ese horror, vieron que había aumentado extrañamente. Un hombre sin sombrero, sentado sobre las piedras del pavimento, sostenía el cuerpo roto y sangrante contra su pecho, besaba las mejillas destrozadas y la boca espumeante por entre las marañas de pelo humedecido, con sus propios rasgos indistinguibles y enrojecidos por la sangre, que casi le sofocaba y caía a chorros por su barba humedecida.
La tarea del reportero casi ha terminado. Esa misma mañana los Barwell acababan de regresar de una estancia de dos años en Perú. Una semana más tarde, el viudo, ahora doblemente desolado, puesto que no podía dejar de entender el significado de la terrible demostración de Hardshaw, había zarpado hacia un puerto distante que desconozco; no ha regresado nunca. Hardshaw, pues había dejado ya de ser Johnson, pasó un año en el manicomio de Stockton, donde, gracias a la influencia de unos piadosos amigos, también fue admitida su esposa para que pudiera atenderle. Cuando le dieron el alta, no porque estuviera curado sino porque era inofensivo, regresaron a la ciudad; ésta siempre pareció tener para ellos alguna terrible fascinación. Vivieron durante algún tiempo en la Misión Dolores, en una pobreza algo menos abyecta que la que les afecta hoy; pero estaba demasiado lejos del objetivo del peregrinaje diario de ese hombre. No podían permitirse los billetes del transporte. Así que ese pobre ángel del cielo -esposa del convicto y del lunático- obtuvo por un alquiler bastante razonable la choza de rostro vacío de la terraza inferior de la Colina de la Cabra. La distancia desde allí hasta el edificio que fue vivienda y ahora es una fábrica no es muy grande; en realidad es un paseo agradable a juzgar por la mirada alegre del hombre cuando lo inicia. El viaje de regreso le resulta ya un poco fatigoso.

¿Pueden suceder tales cosas? 1893

sábado, 1 de febrero de 2025

El cazador. John Collier.

Un joven llamado Alan está locamente enamorado de una tipa llamada Dayana. En realidad ella se ha acostado con media ciudad de Londres, con todos menos con él. Como dijo Óscar Wilde (mi escritor favorito) “la diferencia entre un amor eterno y un capricho, es que el capricho dura más”, así que estaba encaprichado. Desesperado, loco de amor, no sabe qué hacer, un amigo le da la dirección de un hombre raro que tiene fama de alquimista, que vive en un altillo. Entonces va y le presenta su tarjeta a ese hombre:
-¡Oh!, ¡míster Alan!
Y le arroja sobre la mesa la tarjetita como si fuera un objeto pringoso y sucio.
-Espero que sea cierto lo que me han dicho, que según usted tiene toda clase de pócimas extraordinarias…
-Ah sí-le dice el brujo-yo solamente vendo cosas de efectos extraordinarios, por ejemplo, fíjese en esta botella que tengo acá, este líquido es incoloro, inodoro e insípido, parece agua, sin embargo, basta una cucharadita para tratar especialmente a una persona. Se mezcla con el café, el té o cualquier otra bebida y la persona nada nota, tampoco quedan rastros en la autopsia…
-Pero, ¿qué me está diciendo?, eso… ¡eso es un veneno!
-Yo no emplearía una palabra tan fea como veneno, llamémoslo detergente. Es un detergente de personas-le alude el viejo alquimista.
-Perdóneme, pero no sé de qué me está hablando. No, no, no, no me gusta el lenguaje que usted usa.
-Dispénseme, soy un cínico, no me tiene que tomar en serio. No hay como darles a las personas una buena dosis de lo que quieren para que después quieran otra cosa, aunque sea más cara, como cuando nuestro amado o amada nos da un beso y después resulta que queremos más. Mi detergente de personas lo cobro muy caro, esa cucharadita de té que yo le dije, que es suficiente para tratar a cualquiera la cobro a $50, 000.00, ni un centavo menos.
-¡Pero yo no quiero nada de eso! Más bien busco el polo opuesto, todo lo contrario, busco el amor.
-Ya sé que no venía a buscar eso, mi estimado míster Alan. Mi filosofía de la vida es la misma que la de los narcotraficantes de nuestro estado y de todo el mundo, la primera te la regalo y la segunda te la vendo. La gente eventualmente compra lo más caro aunque deba ahorrar, ya entenderá, no se preocupe. Quiero que sepa que mis pócimas de amor son terriblemente efectivas. Figúrese, basta hacerle beber una pequeña dosis a una chica para que ella cambie su manera de ser, de la indiferencia pasa a la adoración. Si le gustan las fiestas, a partir de ahora, las va a detestar, va a tener miedo de que en alguna fiesta usted conozca a otra chica y se la robe. No va a querer que se ponga frente a las corrientes de aire por miedo a que usted se enferme. ¿Usted fuma?
-De vez en cuando, uno que otro.
-Entonces lo va a obligar a dejar de fumar. Bastará que usted llegue un minuto tarde a la casa para que ella se aterre, solamente va a desear en el mundo estar a solas con usted, se interesará por todos sus pensamientos, dónde ha estado, qué hizo, qué hará después, a qué horas vuelve, nunca se va a separar de usted, jamás le concederá el divorcio, eso será lo último en la vida que pueda suceder.
-¡Eso quiero yo!, ¡ése es el verdadero amor!, que piense solamente en mí.
-¡Oh!, va a pensar solamente en usted.
-Perdone usted, la pócima de amor, ¿cuánto vale? Espero que no sea tan cara como el detergente de personas…
-No, ése vale $50,000.00. Ni un peso menos. Mis pócimas de amor las cobro mucho más baratas, es prácticamente gratis, la cobro a un peso.
-¡¡¡¿¿¿Un peso???!!!-dijo míster Alan exaltado-¿por esta maravilla, por esta fuente de felicidad, me va a cobrar un peso?
-Sí, y la primera te la regalo.
-¡Muchas gracias, señor!, ¡muchas gracias! Usted me ha dado la felicidad, la felicidad que tanto busqué. Gracias nuevamente, y adiós.
-Nunca utilice la palabra “adiós”, mejor diga “hasta la vista”. ¡Hasta pronto joven Alan!
A la semana siguiente, Alan regresa al consultorio del brujo, pálido, desesperado y con una cara que daba lástima, el brujo lo mira y le pregunta:
-¿Viene por el detergente de personas, míster Alan?
-No, yo me ocupé, brujo estúpido, yo la maté con mis propias manos. La policía me anda buscando, y hoy he venido a cobrármelas contigo. Querías pasarte de astuto conmigo, ¿no es así? ¡Bien sabías que lo que iba a suceder!, pero una cosa sí te digo… ¡esto no se va a quedar así porque si caigo yo, caemos todos!