jueves, 14 de julio de 2016

Cosas que ocurren. Daniel Nesquens y Pepe Serrano.

El padre se llamaba Enrique. Estaba casado y era padre de dos niños y un perro. El perro se llamaba Lucas, como el hijo mayor. La hija se llamaba Cristina, como la madre. 
Se podía decir que Enrique no era excesivamente serio ni excesivamente divertido. Era como era. 
Cierta noche, después de cenar, con el ruido del lavavajillas de fondo, cuando toda la familia estaba viendo una serie de dibujos animados en el televisor, abrió la boca y dijo: 
—Que a gusto me convertiría en una pera. 
—¿En una pera? —preguntó el hijo. 
El padre afirmó con la cabeza. 
—¡Una pera! Nadie se convierte en una pera —dijo su mujer—. Además, es peligroso. Te puedes caer de la rama y «¡plooof!». 
—Tiene razón mamá —dijo la hija. 
—Sería mucho mejor convertirse en un melón —sentenció el hijo—. O en una sandía. 
—¡Guuuau! 
Y «¡zas!», justo cuando en la televisión daban paso a la publicidad y comenzaba el anuncio de un automóvil con llantas de aleación, elevalunas eléctrico y cierre centralizado, el padre se convirtió en una sandía verde, reluciente como el coche. 
El primero en reaccionar fue su hijo: 
—¡Pues si papá se ha convertido en una sandía, yo quiero convertirme en mi héroe favorito: en Batman! 
—¡Y yo en Batwoman! —dijo su hija, algo envidiosa. 
—¡Guuuau! 
Pero ninguno de los hijos se transformó en nada. Lo que sí ocurrió es que la mujer se levantó de un salto del sofá, y puso los brazos en jarras y un grito en el cielo: 
—¡Enrique! ¡Qué has hecho! ¡Te acabas de cargar siglos y siglos de evolución! ¡Estarás contento! 
—Si yo... —intentó dar una explicación la sandía. 
—¡Qué disgusto nos acabas de dar! ¡Cómo se te ocurre convertirte en una sandía. Me voy a dormir. Y vosotros también, que mañana tenéis que ir al colegio. 
—¡Halaaa! —protestaron, entonces, a coro los niños. 
—Si yo... —balbuceó el padre; es decir, la sandía. 
—Ni me hables. Y ni se te ocurra acudir con esas pepitas a la cama. Duermes en la encimera de la cocina o en la cesta de mimbre o en el frutero o dentro de la nevera en el cajón de la fruta. 
—Pero... 
—Ni peros ni peras limoneras —dijo la mujer. 
Y se transformó en una manzana reineta, verde, reluciente, como el coche del anuncio.

miércoles, 13 de julio de 2016

Poltergeist. Eva Sánchez Palomo.

La abuela Ramona no sabe pronunciar la palabra correctamente. “Poltergeist” es un poco difícil para ella, por eso prefiere llamarle “fantasma”, “almaenpena” o “criaturita”. Lo de “criaturita” es porque ha visto, igual que yo, por el rabillo del ojo, fugazmente, que ese destello, luz o presencia, tiene la forma de un niño. 
Al principio nos asustaba muchísimo con su manía de encender la radio o la televisión a todo volumen a las tantas de la madrugada; o cuando pasaba por detrás de ti justo cuando te estabas peinando o lavando los dientes ante el espejo. Daba frío verle. 
Después le dio por mover cosas. Abría los cajones, movía las sillas… Una vez colocó todas las sillas del salón formando una pirámide. La silla de la punta rozaba los cristales de la lámpara de araña. A mí me irritó bastante, porque imaginaba el estropicio que formaría como dejara caer todas las sillas a un tiempo. La mesa de cristal se haría añicos, por no hablar de la televisión y de la pecera. Pero la abuela decía que pobre criaturita, sin morirse del todo, debía aburrirse tantísimo que se entretenía haciendo esas tontunas, que le dejáramos al pobre, que ya se cansaría y dejaría en paz las sillas. Pero al final las tuve que recoger yo, menuda gracia. 
Entonces ayer a la criaturita se le ocurrió jugar con el armarito donde la abuela guarda su colección de elefantes de porcelana. El destrozo fue tremendo, no quedó uno con trompa. 
Así que la abuela se puso a gritar como una cosaca y a decir que iba a ir mañana mismo a avisar a don Fermín, el párroco de su pueblo, que le iba a hacer un exorcismo que le llevaría de cabeza al infierno, que era donde tenía que estar un zagal tan maleducado como aquel. 
No le volvimos a escuchar en toda la noche y hoy, al volver de la compra por la mañana, el poltergeist había hecho las camas y había fregado todos los cacharros del desayuno, sin romper ni uno.

martes, 12 de julio de 2016

Casi. Enrique Anderson Imbert.

—Odio este caótico siglo XX en que nos toca vivir — exclamó Raimundo—. Ahora mismo mando todo al diablo y me voy al católico siglo XIII. 
—¡Ah, es que no me quieres! —se quejó Jacinta—. ¿Y yo, y yo qué hago? ¿Me vas a dejar aquí, sola? 
Raimundo reflexionó un momento, y después contestó: 
—Sí, es cierto. No puedo dejarte. Bueno, no llores más. ¡Uff! Basta. Me quedo. ¿No te digo que me quedo, sonsa? 
Y se quedó.


lunes, 11 de julio de 2016

Yo nunca insulté a las meseras. Harry Golden.

Tengo por norma no quejarme jamás en un restaurante, porque sé perfectamente que hay más de cuatro billones de soles en la Vía Láctea, que es una de los tantos billones de galaxias. 
Muchos de esos soles son miles de veces mayores que el nuestro y son ejes de sistemas planetarios completos, que incluyen millones de satélites que se mueven a velocidad de millones de kilómetros por hora, siguiendo enormes órbitas elípticas. Nuestro propio sol y sus planetas, incluida la Tierra, están en el borde de esta rueda, en un diminuto rincón del universo. Sin embargo ¿por qué tantos millones de soles en constante movimiento no acaban chocando unos contra otros? La respuesta es que el espacio es tan inconmensurable que si redujéramos los soles y los planetas proporcionalmente a las distancias entre ellos, cada sol, siendo del tamaño de una mota de polvo, estaría a dos, tres o cuatro mil kilómetros de su vecino más próximo. Y ahora, imagínese usted, estoy hablando de la Vía Láctea —nuestro pequeño rincón—, que es nuestra galaxia. ¿Y cuántas galaxias hay? Billones de galaxias esparcidas a través de un millón de años-luz. Con la ayuda de nuestros precisos telescopios se pueden ver hasta cien millones de galaxias parecidas a la nuestra, y no son todas. Los científicos han llegado con sus telescopios hasta donde las galaxias parecen juntarse, y todavía quedan billones y billones por descubrir. 
Cuando pienso en todo esto, creo que es tonto molestarse con la mesera si trajo consomé en lugar de crema.



domingo, 10 de julio de 2016

La dama frente al espejo. Álvaro Menén Desleal.

Al entrar al Salón de los Espejos, la bonita señora no pudo resistir el impulso de mirarse. Por lo demás, es un impulso natural, y su comisión no conlleva nada delictivo ni pecaminoso. Había entrado al Salón de los Espejos para esperar a la Marquesa, con quien bebería el té en el coqueto jardín inglés del flanco izquierdo del castillo. 
Puso, pues, su carterita sobre una silla, quedándose con la polvera. Al ver su imagen reflejada en el azogue, respingó un poco la nariz para empolvarse. Luego puso en su sitio, con un gesto regañón, a dos o tres cabellos rebeldes, y se ajustó el traje sastre. 
Fue ése el momento en que percibió el fenómeno: atrás suyo, otra dama se ajustaba el vestido sastre frente a otro espejo de pared. Atrás de esta nueva mujer, otra más, igual también a ella, se ajustaba el traje sastre. Y más atrás, otra, y otra, y otra. 
Dio ella un paso, retirándose alarmada del espejo. 
Simultáneamente, una infinita sucesión de imágenes de mujeres en  un todo iguales a ella, dieron también un paso para retirarse de sus espejos. Abrió los ojos desmesuradamente, y aquel millón de mujeres abrieron dos millones de ojos desmesuradamente, formadas en una línea recta en perspectiva que llegaba al infinito. 
Palideció. Diez millones de mujeres palidecieron con ella. 
Entonces dio el grito, llevándose la mano a los ojos. Cien millones de mujeres corearon su grito y repitieron su gesto. Cayó al suelo. 
Mil millones de mujeres cayeron al suelo gimiendo. Ella se arrastró sobre la gruesa alfombra árabe, y un incontable número de mujeres, como soldados sobre el terreno, calcaron uno a uno sus movimientos felinos. No logró salir del Salón de los Espejos; al acudir los sirvientes, encontraron muerta Media Humanidad.

Cuentos breves y maravillosos, 1962.

sábado, 9 de julio de 2016

La cosa de allá arriba. Diego Muñoz Valenzuela.

Yo sé que estás allí, dentro del ropero, puedo escuchar desde el primer piso tu respiración dificultosa, sentir cómo te revuelves inquieta, maldita criatura, siento los lamentos de la madera que se queja bajo tu peso. Si pudieras, saldrías de ahí – a veces lo haces – y bajarías la escalera haciendo crujir los escalones uno a uno con tus pies escamosos, verdes, llenos de algas igual que tu piel resbalosa, cubierta de légamo de quizás qué horrible lugar. Respiras más fuerte ahora, es casi un bramido, el ropero se estremece, bajo el volumen del televisor, pero inmediatamente viene un silencio más difícil de soportar que los ruidos de la película o tus movimientos allá arriba, parece que ese silencio durara más, tú saldrías de allí en todo tu esplendor, con toda tu malignidad, con tus ojos hambrientos y terribles, tus garras filosas, tus dientes de tiburón. Eso, podrías llegar al fin. A veces todo se reduce a esperarte, espero la noche para este duelo cotidiano. Yo sé que un día va a ocurrir. No sé cómo explicarlo: sólo lo sé. Bajarás con tus tentáculos, tus ventosas, tus brazos – lo que sean – dirigidos hacía mí y yo no podré moverme, me quedaré mirándote, paralizado, inmóvil, así como si fuera de piedra. Tal vez alcance a recordar algún párrafo de Lovecraft. Pero lo importante es que estarás acá, de este lado, y yo no podré moverme. Respiras, te mueves inquieta, maldita criatura. Te puedo ver casi, agazapada en la oscuridad, tus ojos brillando. A pesar del miedo, a veces me imagino qué ocurriría si tú bajases, qué ocurriría, qué ocurriría si entraran en ese momento mis padres, que están prontos a regresar, por eso creo que ya no bajarás, aunque a veces, a veces, casi es como si lo deseara. 

 

viernes, 8 de julio de 2016

Rigor Mortis. Pablo Martín Sánchez.


Llevaba unos tejanos rotos y una camiseta naranja con un dibujo del Pato Donald. Por eso me sorprendió cuando apareció en mi cuarto y me dijo:
—Hola, soy la Muerte.
Había que ganar tiempo como fuese, así que respondí lo primero que me pasó por la cabeza:
—Perdona, pero estás muy equivocada: la Muerte soy yo.
Se quedó de piedra, desconcertada, como intentando evaluar si a ella también le habría llegado la hora. Posó su mirada sobre mi pijama azul con dibujos del Tío Gilito y pareció entenderlo todo, porque inmediatamente respondió:
—Lo siento, lo siento de veras... Debe de tratarse de algún error. Revisaré mis archivos...
—No importa, no importa —le dije con una amplia sonrisa mientras la acompañaba tranquilamente hacia la puerta de salida—. Otra vez será.
Musitó una nueva excusa y desapareció por el hueco de la escalera. Entonces cerré rápidamente la puerta y corrí hacia el armario de mi cuarto. Saqué la escopeta de caza y me aposté en la ventana que daba a la calle. En cuanto vi la camiseta naranja salir del portal disparé dos veces. Y antes de que cayera al suelo le grité:
—¡Nunca me han gustado los cargos vitalicios!
“Jódete”, pensé mientras cerraba la ventana. “Por lo de mi tío Anselmo.” Entonces volví tranquilamente al armario, dejé la escopeta y empecé a buscar entre mis ropas. Una camisa floreada y unas bermudas a rayas me parecieron la combinación ideal para mi nuevo cargo. “Lo importante es pasar desapercibida”— me dije observándome en el espejo.
Salí a la calle y me puse a trabajar, pensando ya en las vacaciones.