Un
día la madre se abrigó y siguió al niño, bajo la lluvia,
escondiéndose entre los árboles. Cuando el niño llegó al borde
del estanque, se agachó, buscó grillitos, gusanos, crías de rana y
lombrices. Iba metiéndolos en una caja. Luego, se sentó en el
suelo, y uno a uno los sacaba. Con sus uñitas sucias, casi negras,
hacía un leve ruidito, ¡crac!, y les segaba la cabeza.
lunes, 8 de junio de 2020
El niño que no sabía jugar. Ana María Matute.
Había
un niño que no sabía jugar. La madre le miraba desde la ventana ir
y venir por los caminillos de tierra con las manos quietas, como
caídas a los dos lados del cuerpo. Al niño, los juguetes de colores
chillones, la pelota, tan redonda, y los camiones, con sus
ruedecillas, no le gustaban. Los miraba, los tocaba, y luego se iba
al jardín, a la tierra sin techo, con sus manitas, pálidas y no muy
limpias, pendientes junto al cuerpo como dos extrañas campanillas
mudas. La madre miraba inquieta al niño, que iba y venía con una
sombra entre los ojos. «Si al niño le gustara jugar yo no tendría
frío mirándole ir y venir». Pero el padre decía, con alegría:
«No sabe jugar, no es un niño corriente. Es un niño que piensa».
sábado, 6 de junio de 2020
La mancha de humedad. Juan de Ibarborou.
Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se
conocía el empapelado de las paredes. Era éste un lujo reservado
apenas para alguna casa importante, como el despacho del Jefe de
Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de campanillas. No
existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros pintados
a la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo.
Frente a mi vieja camita de jacarandá, con un deforme manojo de
rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias
fueron filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos
amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir
las flores y los paisajes del papel más abigarrado. En esa mancha yo
tuve todo cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el
perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln,
libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de
lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone
los huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que
amamantó a Desdichado de Brabante y montañas echando humo de las
pipas de cristal que fuman sus gigantes o sus enanos. Todo lo que oía
o adivinaba, cobraba vida en mi mancha de humedad y me daba su
tumulto o sus líneas. Cuando mi madre venía a despertarme todas las
mañanas generalmente ya me encontraba con los ojos abiertos,
haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le decía con las
pupilas brillantes, tomándole las manos:
-Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
-¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? Oh, Dios mio, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.
Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:
-No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos. Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de cal y un pincel grueso como un puño de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la pared dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de biscochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango que para mí tenía toda la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido, y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni selvas. Inflexible como la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como burbuja que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico. Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza redonda como una “O” de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de asombro:
-¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?
Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus estados:
-¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso, me has robado mis países llenos de gente y de animales. ¡Te odio, te odio; los odio a todos!
-Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
-¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? Oh, Dios mio, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.
Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:
-No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos. Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de cal y un pincel grueso como un puño de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la pared dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de biscochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango que para mí tenía toda la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido, y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni selvas. Inflexible como la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como burbuja que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico. Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza redonda como una “O” de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de asombro:
-¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?
Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus estados:
-¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso, me has robado mis países llenos de gente y de animales. ¡Te odio, te odio; los odio a todos!
El buen hombre no
podía comprender aquel chaparrón de llanto y palabras irritadas. Yo
me tiré de bruces sobre la cama a sollozar tan desconsoladamente,
como sólo he llorado después cuando la vida, como Yango el pintor,
me ha ido robando todos mis sueños. Tan desconsolada e inútilmente.
Porque ninguna lágrima rescata el mundo que se pierde ni el sueño
que se desvanece… ¡Ay, yo lo sé bien!
viernes, 5 de junio de 2020
Cómo y por qué odié los libros para niños. Alfredo Bryce Echenique.
A
Marita y Alfredo Ruiz Rosas;
Creo
que pocos niños habrán odiado tanto como yo los libros. Eran,
además, objeto de mi terror. Cuando se acercaba la Navidad o el día
de mi cumpleaños, empezaba a vivir el terrible desasosiego que
representaba imaginarme a algún amigo de mis padres llegando a
visitarme con una sonrisa en los labios y un libro de Julio Verne,
por ejemplo, en las manos. Era mi regalo y tenía
que agradecérselo, cosa que siempre hice, por no arruinarle la
fiesta a los demás, en lo cual había una gran injusticia, creo yo,
porque la fiesta era para mí, para que la gente me dejara feliz con
un regalito, y en cambio a mi me dejaban profundamente infeliz y, lo
que es peor, con la obligación de deshacerme en agradecimientos para
que el aguafiestas
de turno pudiera despedirse tan satisfecho y sonriente como llegó.
El colmo fue cuando asesinaron al padre de uno de los amigos más queridos que tuve en mi colegio de monjas norteamericanas para niñitos peruanos con cuenta bancaria en el extranjero, por decirlo de alguna manera. La noticia me puso en un estado de sufrimiento tal, que sólo podría atribuírselo a un niño pobre, dentro de la escala de valores en la que iba siendo educado, por lo que se optó por ponerme en cuarentena hasta que terminara de sufrir de esa manera tan espantosa. Me metieron a la cama y me mandaron a una de esas tías que siempre está al alcance de la mano cuando ocurre alguna desgracia, y a la pobre no se le ocurrió nada menos que traerme un libro que un tal D’Amicis, creo, escribió para que los niños lloraran de una vez por todas, también creo.
Regresé al colegio con el corazón hecho pedazos, por lo cual ahora me parece recordar que el libro se llamaba Corazón. Y cuando llegó la primera comunión y, con ella, la primera confesión que la precede, el primer pecado que le solté a un curita norteamericano preparado sólo para confesión de niños (a juzgar por el lío que se le hizo al pobre tener que juzgar divinamente y con penitencia, además, un pecado de niño tan complejo), fue que, por culpa de un libro, yo me había olvidado de un crimen y de mi huérfano amigo y, a pesar de los remordimientos y del combate interior con el demonio, había terminado llorando como loco por un personaje de esos que no existen, padre, porque los llaman de ficción.
—¿Cómo fue el combate con el demonio? —me preguntó el pobre curita totalmente desbordado por mi confesión.
—Fue debajo de la sábana, padre, para que no me viera el demonio.
—¡Para que no te viera quién!
—El demonio, padre. Es una tía vieja que mi papá llama solterona y que según he oído decir siempre aparece cuando algo malo sucede o está a punto de suceder. Yo me escondí bajo la sábana para que ella no se diera cuenta de que había cambiado el llanto de mi amigo por el del libro.
El padrecito me dio la absolución lo más rápido que pudo, para que no me fuera a arrancar con otro pecado tan raro, y logré hacer una primera comunión bastante tembleque. Años después me enteré por mi madre que el curita la había convocado inmediatamente después de mi extraña confesión, y que le había dado una opinión bastante norteamericana y simplista de mi persona, sin duda alguna porque era de Texas y tenía un acento horripilante. Según mi madre, el curita le dijo que yo había nacido muy poco competitivo, que no había en mí el más mínimo asomo de líder nato, y que si no me educaban de una manera menos sensible podía llegar incluso a convertirme en lo que en la tierra de Washington, Jefferson y John Wayne, se llamaba un perdedor nato. Mis padres decidieron cambiarme inmediatamente a un colegio inglés, porque un guía espiritual con ese acento podría arruinar para toda la vida mi formación en inglés.
Con los años se logró que mejorara mi acento, pero mi problema con los libros no se resolvió hasta que llegué al penúltimo año de secundaria, en un internado británico. Un profesor, que siempre tenía razón, porque era el más loco de todos, en el disparatado y anacrónico refrito inglés que era aquel colegio, nos puso en fila a todos, un día, y nos empezó a decir qué carrera debíamos seguir y cuál era la vocación de cada uno y, también, quiénes eran los que ahí no tenían vocación alguna y quiénes, a pesar de tener vocación, debían abandonar toda tentativa de ingreso a una Universidad, porque a la entrada de la Universidad— de Salamanca, en España, hay un letrero que dice: "Lo que natura no da, Salamanca no lo presta". Un buen porcentaje de alumnos entró en esta categoría, por llamarla de alguna manera, pero, sin duda, el que se llevó la mayor sorpresa fui yo, cuando me dijo que iba a ser escritor o que, mejor dicho, ya lo era. Le pedí una cita especial, porque seguía considerando que mi odio por los libros era algo muy especial, y entonces, por fin, a fuerza de analizar y analizar mil recuerdos, logramos dar con la clave del problema.
Según él, lo que me había ocurrido era que, desde niño, a punta de regalarme libros para niños, me habían interrumpido constantemente mi propia creación literaria de la vida. En efecto, recordé, y así se lo dije, que de niño yo me pasaba horas y horas tumbado en una cama, como quien se va a quedar así para siempre, y construyendo mis propias historias, muy tristes a veces, muy alegres otras, pues en ellas participaban mis amigos más queridos (y también mis enemigos acérrimos, por eso de la maldad infantil), y que yo con eso era capaz de llorar y reír solito, de llorar a mares y reírme a carcajadas, cosa que preocupaba terriblemente a mis padres. "Ahí está otra vez el chico ese haciendo unos ruidos rarísimos sobre la cama", era una frase que a menudo les oí decir. El profesor me dijo que eso era, precisamente, literatura, pura literatura, que no es lo mismo que literatura pura, y que mi odio a los libros se debía a que, de pronto, un objeto real, un libro de cuya realidad yo no necesitaba para nada en ese momento, había venido a interrumpir mi realidad literaria.
En ese mismo instante, recuerdo, se me aclaró aquel problema que, aterrado, había creído ser un grave pecado cometido justo antes de mi primera comunión. Aquel pecado que tanto espantó al curita norteamericano y sobre el cual dio una explicación que, según mi madre, tomando su té a las cinco y leyendo a Oscar Wilde, sólo podía compararse con su acento tejano.
Claro, aquel libro lo había tenido que escuchar (los otros, generalmente, los arrojaba a la basura). Y ahora que lo recuerdo y lo entiendo todo, lo había tenido que escuchar mientras yo estaba recreando, en forma personalizado, o sea necesaria, el asesinato del padre de mi excelente amigo de infancia norteamericana. Me encontraba, seguro, muy al comienzo de una historia que iba a imaginar en el lejano Oeste y muy triste, particularmente dura y triste puesto que se trataba de ese amigo y ese colegio. Y cuando la lectura de mi tía, cogiéndome desprevenido y desarmado, por lo poco elaborada que estaba aún mi narración, impuso la tristeza del libro sobre la mía, yo viví aquello como una cruel traición a un amigo. Y ese fue el pecado que le llevé al curita tejano.
Desde entonces, desde que dejé de leer libros que otros me daban, empecé a gozar y Dios sabe cuánto me ayuda hoy la literatura de los demás en la elaboración de mis propias ficciones. Cuando escribo, en efecto, es cuando más leo... Pero, eso sí, algo quedó de aquel trauma infantil y es ese pánico por los libros que, autores absolutamente desconocidos, me han hecho llegar por correo o me han entregado sin que en mí hubiese brotado ese sentimiento de apertura, curiosidad, y simpatía total que me guía cuando leo el libro de un escritor que acabo de conocer y con el cual he simpatizado.
Cuando me mandan un manuscrito o un libro a quemarropa siento, en cambio, la terrible tentación de reaccionar como el Duque de Albufera, cuando Proust le envió un libro y luego lo llamó para ver si lo había recibido. El propio Proust narra con desenfado su conversación con su amigo Luigi:
—Mi querido Luigi, ¿has recibido mi último libro?
—¿Libro, Marcel? ¿Tú has escrito un libro?
—Claro, Luigi; y además te lo he enviado.
A Cinthia Capriata y Emilio
Rodríguez Larraín
El colmo fue cuando asesinaron al padre de uno de los amigos más queridos que tuve en mi colegio de monjas norteamericanas para niñitos peruanos con cuenta bancaria en el extranjero, por decirlo de alguna manera. La noticia me puso en un estado de sufrimiento tal, que sólo podría atribuírselo a un niño pobre, dentro de la escala de valores en la que iba siendo educado, por lo que se optó por ponerme en cuarentena hasta que terminara de sufrir de esa manera tan espantosa. Me metieron a la cama y me mandaron a una de esas tías que siempre está al alcance de la mano cuando ocurre alguna desgracia, y a la pobre no se le ocurrió nada menos que traerme un libro que un tal D’Amicis, creo, escribió para que los niños lloraran de una vez por todas, también creo.
Regresé al colegio con el corazón hecho pedazos, por lo cual ahora me parece recordar que el libro se llamaba Corazón. Y cuando llegó la primera comunión y, con ella, la primera confesión que la precede, el primer pecado que le solté a un curita norteamericano preparado sólo para confesión de niños (a juzgar por el lío que se le hizo al pobre tener que juzgar divinamente y con penitencia, además, un pecado de niño tan complejo), fue que, por culpa de un libro, yo me había olvidado de un crimen y de mi huérfano amigo y, a pesar de los remordimientos y del combate interior con el demonio, había terminado llorando como loco por un personaje de esos que no existen, padre, porque los llaman de ficción.
—¿Cómo fue el combate con el demonio? —me preguntó el pobre curita totalmente desbordado por mi confesión.
—Fue debajo de la sábana, padre, para que no me viera el demonio.
—¡Para que no te viera quién!
—El demonio, padre. Es una tía vieja que mi papá llama solterona y que según he oído decir siempre aparece cuando algo malo sucede o está a punto de suceder. Yo me escondí bajo la sábana para que ella no se diera cuenta de que había cambiado el llanto de mi amigo por el del libro.
El padrecito me dio la absolución lo más rápido que pudo, para que no me fuera a arrancar con otro pecado tan raro, y logré hacer una primera comunión bastante tembleque. Años después me enteré por mi madre que el curita la había convocado inmediatamente después de mi extraña confesión, y que le había dado una opinión bastante norteamericana y simplista de mi persona, sin duda alguna porque era de Texas y tenía un acento horripilante. Según mi madre, el curita le dijo que yo había nacido muy poco competitivo, que no había en mí el más mínimo asomo de líder nato, y que si no me educaban de una manera menos sensible podía llegar incluso a convertirme en lo que en la tierra de Washington, Jefferson y John Wayne, se llamaba un perdedor nato. Mis padres decidieron cambiarme inmediatamente a un colegio inglés, porque un guía espiritual con ese acento podría arruinar para toda la vida mi formación en inglés.
Con los años se logró que mejorara mi acento, pero mi problema con los libros no se resolvió hasta que llegué al penúltimo año de secundaria, en un internado británico. Un profesor, que siempre tenía razón, porque era el más loco de todos, en el disparatado y anacrónico refrito inglés que era aquel colegio, nos puso en fila a todos, un día, y nos empezó a decir qué carrera debíamos seguir y cuál era la vocación de cada uno y, también, quiénes eran los que ahí no tenían vocación alguna y quiénes, a pesar de tener vocación, debían abandonar toda tentativa de ingreso a una Universidad, porque a la entrada de la Universidad— de Salamanca, en España, hay un letrero que dice: "Lo que natura no da, Salamanca no lo presta". Un buen porcentaje de alumnos entró en esta categoría, por llamarla de alguna manera, pero, sin duda, el que se llevó la mayor sorpresa fui yo, cuando me dijo que iba a ser escritor o que, mejor dicho, ya lo era. Le pedí una cita especial, porque seguía considerando que mi odio por los libros era algo muy especial, y entonces, por fin, a fuerza de analizar y analizar mil recuerdos, logramos dar con la clave del problema.
Según él, lo que me había ocurrido era que, desde niño, a punta de regalarme libros para niños, me habían interrumpido constantemente mi propia creación literaria de la vida. En efecto, recordé, y así se lo dije, que de niño yo me pasaba horas y horas tumbado en una cama, como quien se va a quedar así para siempre, y construyendo mis propias historias, muy tristes a veces, muy alegres otras, pues en ellas participaban mis amigos más queridos (y también mis enemigos acérrimos, por eso de la maldad infantil), y que yo con eso era capaz de llorar y reír solito, de llorar a mares y reírme a carcajadas, cosa que preocupaba terriblemente a mis padres. "Ahí está otra vez el chico ese haciendo unos ruidos rarísimos sobre la cama", era una frase que a menudo les oí decir. El profesor me dijo que eso era, precisamente, literatura, pura literatura, que no es lo mismo que literatura pura, y que mi odio a los libros se debía a que, de pronto, un objeto real, un libro de cuya realidad yo no necesitaba para nada en ese momento, había venido a interrumpir mi realidad literaria.
En ese mismo instante, recuerdo, se me aclaró aquel problema que, aterrado, había creído ser un grave pecado cometido justo antes de mi primera comunión. Aquel pecado que tanto espantó al curita norteamericano y sobre el cual dio una explicación que, según mi madre, tomando su té a las cinco y leyendo a Oscar Wilde, sólo podía compararse con su acento tejano.
Claro, aquel libro lo había tenido que escuchar (los otros, generalmente, los arrojaba a la basura). Y ahora que lo recuerdo y lo entiendo todo, lo había tenido que escuchar mientras yo estaba recreando, en forma personalizado, o sea necesaria, el asesinato del padre de mi excelente amigo de infancia norteamericana. Me encontraba, seguro, muy al comienzo de una historia que iba a imaginar en el lejano Oeste y muy triste, particularmente dura y triste puesto que se trataba de ese amigo y ese colegio. Y cuando la lectura de mi tía, cogiéndome desprevenido y desarmado, por lo poco elaborada que estaba aún mi narración, impuso la tristeza del libro sobre la mía, yo viví aquello como una cruel traición a un amigo. Y ese fue el pecado que le llevé al curita tejano.
Desde entonces, desde que dejé de leer libros que otros me daban, empecé a gozar y Dios sabe cuánto me ayuda hoy la literatura de los demás en la elaboración de mis propias ficciones. Cuando escribo, en efecto, es cuando más leo... Pero, eso sí, algo quedó de aquel trauma infantil y es ese pánico por los libros que, autores absolutamente desconocidos, me han hecho llegar por correo o me han entregado sin que en mí hubiese brotado ese sentimiento de apertura, curiosidad, y simpatía total que me guía cuando leo el libro de un escritor que acabo de conocer y con el cual he simpatizado.
Cuando me mandan un manuscrito o un libro a quemarropa siento, en cambio, la terrible tentación de reaccionar como el Duque de Albufera, cuando Proust le envió un libro y luego lo llamó para ver si lo había recibido. El propio Proust narra con desenfado su conversación con su amigo Luigi:
—Mi querido Luigi, ¿has recibido mi último libro?
—¿Libro, Marcel? ¿Tú has escrito un libro?
—Claro, Luigi; y además te lo he enviado.
—¡Ah!,
mi querido Marcel, si me lo has enviado, de más está decirte que sí
lo he leído. Lo malo es que no estoy muy seguro de haberlo recibido.
jueves, 4 de junio de 2020
Buñuel. Eduardo Galeano.
Llueven piedras sobre Luis
Buñuel. Varios diarios y sindicatos piden que México expulse a este
español ingrato que con infamia está pagando los favores recibidos.
La película que provoca la indignación nacional, Los olvidados,
retrata los arrabales de la ciudad de México. En este espeluznante
contramundo, unos adolescentes que viven a salto de mata, comiendo lo
que encuentran y comiéndose entre sí, sobrevuelan los basurales. Se
devoran a picotazos, pedazo tras pedazo, estos muchachos o pichones
de buitres, y así van cumpliendo el oscuro destino que su ciudad les
eligió.
Un
trueno misterioso, una misteriosa fuerza, resuena en las películas
de Buñuel. Es un largo y profundo redoble de tambores, los tambores
de la infancia en Calanda haciendo temblar el suelo bajo los pies,
aunque la banda sonora no registre ruido ninguno y aunque el mundo
simule silencio y perdón.
miércoles, 3 de junio de 2020
El aprendiz de brujo. Robert Bloch.
Quisiera que apagaran las luces. Me hacen daño en los ojos. No
necesitan las luces, porque les diré todo lo que deseen saber. Voy a
contárselo todo, todo. Pero apaguen las luces.
Y, por favor, no me miren. ¿Cómo puede un hombre pensar, con todos ustedes rodeándole y haciéndole preguntas, preguntas, preguntas...?
De acuerdo, estaré tranquilo. Estaré muy tranquilo. No quería gritar. No suelo perder la calma, de veras. Ustedes saben que nunca le hice daño a nadie.
Lo que ocurrió fue un accidente. Y ocurrió porque yo perdí el Poder.
Pero ustedes no saben lo del Poder, ¿verdad? No saben nada acerca de Sadini y de su regalo.
No, no estoy inventando nada. Ésta es la verdad, caballeros. Puedo demostrarlo, si me escuchan ustedes. Les contaré lo que ocurrió desde el principio.
Si quisieran apagar las luces...
Me llamo Hugo. No, sólo Hugo. Éste es el único nombre que me daban en la Casa. Viví en la Casa siempre, que yo pueda recordar, y las Hermanas fueron muy buenas conmigo. Los otros niños eran malos, no querían jugar conmigo, a causa de mi espalda y de mi bizquera, ¿saben? Pero las Hermanas eran buenas. No me llamaban «majareta» ni se burlaban de mí porque no podía recitar. Ni me perseguían para pegarme y hacerme llorar.
No, estoy perfectamente. Estaba contándoles lo de la Casa, pero no tiene importancia. Todo empezó después de mi fuga.
Verán, las Hermanas me dijeron que estaba haciéndome demasiado viejo. Querían llevarme a otro lugar, con un médico. Pero Fred -que era uno de los muchachos que no me pegaba- me dijo que no fuera con el médico. Dijo que el lugar al cual querían llevarme era malo, y que el médico era malo. En aquel lugar había habitaciones con rejas en las ventanas, y el médico me ataría a una mesa y me sacaría el cerebro. Fred me dijo que el médico quería operarme el cerebro, y que luego me moriría.
De modo que comprendí que las Hermanas creían también que yo estaba loco, y el médico vendría a buscarme al día siguiente. Por eso me escapé, saltando el muro, aquella misma noche.
Pero a ustedes no les interesa lo que ocurrió después de eso, ¿verdad? Me refiero a cuando vivía debajo del puente, y vendía periódicos, y en invierno pasaba tanto frío...
¿Sadini? Sí, forma parte de ello; del invierno y del frío, quiero decir. Porque fue el frío lo que me hizo desmayar en aquella avenida, detrás del teatro, y así fue como me encontró Sadini.
Recuerdo que la avenida estaba cubierta de nieve, y que de repente ya no vi nada. Luego, cuando me desperté, estaba en un lugar caliente, dentro del teatro, en los vestuarios, y había un ángel que me miraba.
Bueno, en aquel momento pensé que era un ángel. Tenía una cabellera larga y dorada, y cuando alargué la mano para tocarla, ella sonrió.
-¿Te sientes mejor? -me preguntó-. Toma, bébete esto.
Me dio algo bueno y caliente para beber. Yo estaba tendido sobre un diván, y ella sostenía mi cabeza mientras bebía.
-¿Cómo he llegado hasta aquí? -pregunté-. ¿Estoy muerto?
-Creí que lo estabas cuando Víctor te trajo. Pero creo que ahora estás perfectamente.
-¿Víctor?
-Víctor Sadini. No me digas que no has oído hablar del Gran Sadini.
Sacudí la cabeza.
-Es un mago. Ahora va a actuar. ¡Dios mío, esto me recuerda que tengo que cambiarme! -Cogió la taza y añadió-. Quédate aquí descansando hasta que yo vuelva.
Le sonreí. Me resultaba muy difícil hablar, porque a mi alrededor todo daba vueltas.
-¿Quién es usted? -susurré.
-Isobel.
-Isobel -repetí. Era un nombre muy bonito, y lo susurré una y otra vez hasta que me quedé dormido.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que volví a despertarme... quiero decir, hasta que me desperté y noté que me encontraba perfectamente. Había estado sumido en una especie de duermevela, y a veces podía ver y oír durante unos momentos.
Una de las veces vi a un hombre alto, con el pelo negro y un gran bigote, inclinado sobre mí. Iba vestido de negro, y tenía los ojos negros. Pensé que tal vez era el diablo que había venido para llevarme con él al infierno. Las Hermanas solían hablarnos del diablo. Estaba tan asustado, que volví a desmayarme.
En otra ocasión pude oír unas voces que hablaban, y abrí los ojos y vi al hombre vestido de negro y a Isobel sentados en la habitación. Supongo que no sabían que yo estaba despierto, porque estaban hablando de mí.
-¿Cuánto tiempo crees que voy a aguantar esto, Vic? -estaba diciendo ella-. Estoy hasta la coronilla de hacer de enfermera de ese piojoso. ¿Qué te propones? No le conoces de nada...
-No podíamos dejarle morir como un perro en la nieve. -El hombre vestido de negro se había levantado y andaba de un lado para otro, tirándose de las puntas del bigote-. Sé razonable, querida. El pobre estaba muriéndose. Y no lleva nada encima que pueda identificarle. Está en un apuro, y necesita ayuda.
-¡Vaya con el samaritano! Hay hospitales y casas de beneficencia, ¿no es cierto? Si esperas que me pase el tiempo entre función y función cuidando a un sarnoso...
No podía comprender lo que ella quería decir, lo que estaba diciendo. Era tan hermosa... Sabía que tenía que ser buena, y que todo era un error. Tal vez estaba demasiado enfermo para oír bien.
Luego volví a quedarme dormido, y cuando desperté me sentí mejor, distinto, y supe que todo había sido un error. Porque ella estaba allí, y me sonreía de nuevo.
-¿Cómo estás? -me preguntó-. ¿Te sientes con ánimos para comer algo?
Sólo podía mirarla y sonreír. Llevaba una larga capa verde cubierta de estrellas plateadas, y en aquel momento me convencí de que era un ángel.
Luego entró el diablo.
-Ha recobrado el conocimiento, Vic -dijo Isobel.
El diablo me miró y sonrió.
-¡Hola, muchacho! Me alegro de que estés bien. Durante un par de días, no creí que gozáramos por mucho tiempo del placer de tu compañía.
Me limité a mirarle.
-¿Por qué me miras de ese modo? ¿Te asusta mi disfraz? Claro, ni siquiera sabes quién soy, ¿verdad? Me llamo Victor Sadini. El Gran Sadini... ilusionista.
Isobel me miraba sonriendo, de modo que supuse que todo iba bien. Asentí.
-Me llamo Hugo -susurré-. Me salvó usted la vida, ¿verdad?
-Olvídalo, muchacho. Deja la conversación para más tarde. Ahora necesitamos comer algo y descansar. Has estado tendido en ese sofá tres días y tres noches. Y tienes que recuperar las fuerzas, porque el miércoles terminan las funciones aquí y tendremos que trasladarnos a Toledo.
El viernes terminaron las funciones y nos trasladamos a Toledo. Sí, yo también. Me había convertido en el nuevo ayudante de Sadini.
Esto fue antes de saber que Sadini era un servidor del diablo. Pensé que era un hombre bueno que me había salvado la vida. Se sentó en el sofá, a mi lado, y me lo explicó todo. Que se había dejado crecer el bigote, y se peinaba de aquel modo, y vestía de negro, porque un mago debía de tener aquel aspecto.
Hizo varios trucos para que los viera; trucos maravillosos con cartas y monedas y pañuelos que sacaba de mis orejas y agua de colores que sacaba de mis bolsillos. También podía hacer desaparecer las cosas, y me asusté mucho, hasta que me dijo que todo era un truco.
El último día me permitió quedarme detrás del escenario, mientras él aparecía ante el público y hacía lo que llamaba su «actuación», y entonces vi cosas maravillosas.
Hizo que Isobel se tendiera sobre una mesa, y luego agité una varita y ella flotó en el aire sin que nada la sostuviera. Luego la hizo ponerse en pie, y el público aplaudió mucho. Después, Isobel le fue entregando cosas para que él hiciera trucos con ellas, y él agitaba su varita mágica y las cosas desaparecían, estallaban o cambiaban. Hizo crecer un enorme árbol de una pequeña planta, ante mis propios ojos. Y luego metió a Isobel dentro de una caja, y unos hombres trajeron una gran sierra circular, y él dijo que iba a aserrar a Isobel por la mitad del cuerpo.
Estuve a punto de correr al escenario, para detenerle, pero Isobel no estaba asustada, y los hombres que estaban cerca de mí se reían mucho, de modo que supuse que se trataba de otro truco.
Pero cuando enchufó la sierra, que era una sierra eléctrica, y empezó a aserrar la caja, todo mi cuerpo quedó empapado en sudor, porque pude ver que estaba partiendo a Isobel por la mitad. Pero ella seguía sonriendo, señal de que no estaba muerta...
Luego, Sadini la cubrió con un paño, apartó la sierra, agitó su varita mágica... y un segundo después Isobel estaba en pie, toda entera. Era la cosa más maravillosa que había visto en toda mi vida, y creo que aquel espectáculo fue lo que me decidió a quedarme con Sadini.
De modo que hablé con él, diciéndole quién era, y que no tenía ningún lugar adonde ir, y que trabajaría para él por nada, en agradecimiento a que me había salvado la vida. Lo que no le dije era que quería ir con él para poder ver a Isobel, porque sospeché que no le gustaría. Y creo que tampoco a ella le hubiera gustado. Me había enterado de que estaba casada con Sadini.
Lo que le dije no tenía mucho sentido, pero él pareció comprenderlo.
-Tal vez puedas serme útil -dijo-. Necesito a alguien que cuide del material. Eso me ahorraría mucho tiempo. Además, podrias montar y desmontar los aparatos...
-Ixnax -dijo Isobel-. Utsnay.
Sadini la comprendió, pero yo no entendí nada. Tal vez era un lenguaje mágico.
-Hugo lo hará bien -dijo Sadini-. Necesito a alguien, Isobel. Alguien de quien pueda fiarme, ¿comprendes?
-Escucha, este...
-Tómalo con calma, Isobel.
Isobel estaba muy enojada, pero cuando su marido la miró disimuló y trató de sonreír.
-De acuerdo, Vic. Lo que tú digas. Pero recuerda que has sido tú el que has tomado la decisión.
-Desde luego. -Sadini se acercó a mí-. Bueno, muchacho -dijo-. Desde este momento eres mi ayudante.
Así ocurrio.
Las cosas transcurrieron bien durante mucho tiempo. Fuimos a Toledo, y a Detroit, y a Indianápolis, y a Chicago, y a Milwaukee, y a St. Paul... a un montón de lugares. Aunque para mí eran todos iguales. Viajábamos en tren, y luego Sadini e Isobel se iban a un hotel, y yo me quedaba descargando los aparatos. (Ése era el nombre que Sadini daba a las cosas que utilizaba en su espectáculo) Después ayudaba a trasladarlos al teatro, en un camión.
Dormía en el mismo teatro, casi siempre en el camerino destinado a Sadini, y comía con Sadini y con Isobel. Aunque no siempre con Isobel. Le gustaba quedarse durmiendo hasta muy tarde en el hotel, y creo que estaba avergonzada de mí, al principio. Con mi aspecto, no puedo reprochárselo.
Desde luego, al cabo de una temporada Sadini me compró un traje nuevo. Sadini era muy bueno conmigo. Hablaba mucho de sus trucos y de su actuación, y siempre hablaba de Isobel. No comprendía cómo era posible que un hombre tan bueno como él dijera aquellas cosas de su esposa.
Aunque Isobel no parecía simpatizar conmigo, yo sabía que era un ángel. Era tan hermosa como los ángeles que había en los libros que las Hermanas me enseñaban. Desde luego, Isobel no podía estar interesada en unas personas tan feas como yo o como el propio Sadini, con sus ojos negros y su negro bigote. No comprendo cómo se casó con él, pudiendo haberlo hecho con hombres tan guapos como George Wallace, por ejemplo.
Isobel veía a George Wallace continuamente, ya que él tenía un pequeño número en el mismo espectáculo con el que viajábamos nosotros. Era alto, tenía el pelo rubio y los ojos azules, y era cantante y bailarín. Isobel solía permanecer entre bastidores (así es como llaman a las partes laterales del escenario) cuando él actuaba. A veces hablaban animadamente y se reían mucho, y en cierta ocasión, cuando Isobel dijo que iba a marcharse al hotel porque le dolía la cabeza, vi que se metía en el camerino de George Wallace.
Tal vez no debí contarle eso a Sadini, pero se me escapó antes de que pudiera evitarlo. Se puso muy furioso, me hizo muchas preguntas, y luego me dijo que mantuviera la boca cerrada y los ojos abiertos.
Ahora comprendo que hice mal al decirle que sí, pero en aquel momento sólo pensaba que Sadini había sido bueno conmigo. De modo que me dediqué a espiar a Isobel y a George Wallace; y un día, cuando Sadini estaba ausente, entre dos funciones, les vi entrar de nuevo en el camerino de Wallace. Me acerqué de puntillas a la puerta y miré a través del ojo de la cerradura. No había nadie por allí, y nadie pudo verme enrojecer.
Porque Isobel estaba besando a George Wallace y él estaba diciendo:
-Vamos, querida... no discutamos más. Cuando termine el espectáculo, nos marcharemos juntos. Nos dirigiremos a la costa, y...
-¡Deja de decir tonterías! -Isobel parecía estar furiosa-. No me desagradas, Georgie, ya lo sabes, pero sé lo que me conviene. Vic es cabecera de cartel; gana mil dólares por semana, en tanto que tú no eres más que un telonero. Y el negocio es el negocio, querido.
-¡Vic! -exclamó George Wallace sarcásticamente-. ¿Qué es lo que tiene, a fin de cuentas? Un camión lleno de aparatos, y un bigote. Cualquiera puede hacer un número de ilusionismo... Yo mismo lo haría, si tuviera el dinero para comprar los aparatos. Tú conoces todos sus trucos. Podríamos formar pareja y presentar nuestro propio espectáculo. El Gran Wallace y Compañía... ¿Qué tal suena?
-¡Georgie!
Lo dijo con tanta rapidez y se movió tan aprisa, que no tuve tiempo de marcharme. Isobel abrió la puerta... y allí estaba yo.
-¿Qué diablos...?
George Wallace asomó detrás de Isobel, y al verme levantó amenazadoramente una mano, pero ella le cogió del brazo.
-¡Quieto! -le dijo-. Yo arreglaré esto. -Luego me dirigió una sonrisa, y comprendí que no estaba enfadada-. Vamos abajo, Hugo -me dijo-. Tú y yo tenemos que hablar un poco.
Nunca olvidaré aquella conversación.
Nos sentamos en el camerino, Isobel y yo, completamente solos. Isobel me cogió la mano -tenía unas manos muy finas y muy suaves-, y me miró a los ojos, y habló con su cantarina voz, que era como estrellas y rayos de sol.
-De modo que lo has descubierto -me dijo-. Esto significa que tendré que contártelo todo. No... no deseaba que lo supieras, Hugo. Nunca. Pero temo que ahora no me queda otro camino.
Asentí. No me atrevía a mirarla; de modo que me limité a mirar el tocador. Allí estaba la varita de Sadini... su larga varita negra con el puño dorado.
-Sí, es cierto, Hugo. George Wallace y yo estamos enamorados. Quiere que me marche con él.
-Pe... pero Sadini es un hombre muy bueno -le dije-. Aunque tenga ese aspecto.
-¿A qué te refieres?
-Bueno, la primera vez que le vi, pensé que era el diablo, pero ahora...
Noté que Isobel contenía la respiración.
-¿Pensaste que parecía el diablo, Hugo?
Me eché a reír.
-Sí. Verá, las Hermanas decían que yo no era muy listo, y querían operarme de la cabeza porque no comprendía las cosas. Pero estoy perfectamente. Usted lo sabe. Pensé que Sadini podía ser el diablo, hasta que él me dijo que todo era un truco. Que no tenía ninguna varita mágica, y que no la aserraba a usted por la mitad...
-¡Y tú lo creíste!
La miré. Estaba sentada con el cuerpo muy erguido, y sus ojos brillaban intensamente.
-¡Oh, Hugo! Si lo supieras... A mí me pasó lo mismo, ¿sabes? Al principio de conocerle, confiaba en él. Y ahora soy su esclava. Por eso no puedo escaparme, porque soy su esclava. Del mismo modo que él es esclavo... del diablo.
Debí poner una cara muy rara, porque Isobel me contempló con expresión divertida mientras continuaba:
-No sabías esto, ¿verdad? Le creíste cuando te dijo que todo eran trucos, y que el aserrarme por la mitad en el escenario no era más que una ilusión, provocada por medio de un juego de espejos...
-Pero él utiliza espejos -dije-. Lo sé, porque cada vez tengo que cargarlos y descargarlos.
-Sólo sirven para engañar a los tramoyistas -dijo Isobel-. Si supieran que Sadini es realmente un brujo, lo harían encerrar. ¿No te hablaron las Hermanas del diablo y de venderle el alma?
-Sí, había oído contar algunas historias, pero pensé...
-Me crees, ¿verdad, Hugo? -Me cogió de nuevo la mano y me miró fijamente-. Cuando Sadini me levanta en el aire, en pleno escenario, es brujería. Una palabra, y yo caería muerta. Cuando me parte por la mitad, es real. Por eso no puedo escaparme, por eso soy su esclava.
-Entonces, la varita mágica que utiliza para hacer los trucos debió de dársela el diablo...
Isobel asintió, mirándome.
Miré la varita. Brillaba sobre el tocador, y los cabellos de Isobel brillaban, y sus ojos brillaban.
-¿Por qué no puedo robar la varita? -pregunté.
Isobel sacudió la cabeza.
-No serviría de nada. No serviría de nada... mientras Sadini esté vivo.
-Mientras Sadini esté vivo -repetí.
-Pero si a Sadini le pasara... ¡Oh, Hugo, tienes que ayudarme! Sólo hay un medio, y no sería un pecado, porque Sadini ha vendido su alma al diablo. ¡Oh, Hugo, tienes que ayudarme, me ayudarás...!
Isobel me besó.
Isobel me besó. Sí, rodeó mi cuello con sus brazos, y sus dorados cabellos me acariciaron el rostro, y sus labios eran suaves, y sus ojos eran como estrellas, y me dijo lo que tenía que hacer, y cómo tenía que hacerlo, y que no sería un pecado, porque Sadini le había vendido su alma al diablo, y que nadie lo sabría nunca.
De modo que le dije que sí, que lo haría.
Isobel me dijo cómo tenía que hacerlo.
Y me hizo prometer que nunca se lo contaría a nadie, sucediera lo que sucediera, incluso si las cosas salían mal y empezaban a hacerme preguntas.
Se lo prometí.
Y luego esperé. Esperé que Sadini regresara al camerino, después de la función. Isobel se marchó, y le dijo a Sadini que se quedara conmigo y me ayudara a empaquetar las cosas, porque yo estaba enfermo, y él dijo que lo haría. Todo iba saliendo tal como Isobel me había dicho.
Empezamos a empaquetar las cosas, y en el teatro no había nadie más que el portero, y estaba abajo, en el cuartito que daba a la avenida: Mientras Sadini continuaba empaquetando salí al vestíbulo, y vi que todo estaba Oscuro y silencioso.
Luego entré de nuevo en el camerino y vi que Sadini se disponía a llevarse algunos de sus aparatos.
No había tocado la varita mágica. Seguía sobre el tocador, y deseé cogerla y sentir la magia del Poder que el diablo le había dado a Sadini.
Pero ahora no tenía tiempo para eso. Porque debía aprovechar el momento en que Sadini, cargado, me diera la espalda, para acercarme a él por detrás; sacar el trozo de tubo de hierro de mi bolsillo, y golpear a Sadini en la cabeza.
Le golpeé una vez, dos veces, tres veces...
Se oyó un crujido de huesos rotos antes de que Sadini se desplomara.
Ahora, lo único que tenía que hacer era arrastrarle fuera y...
En aquel momento se oyó otro ruido.
Alguien llamó a la puerta.
Alguien manipuló en el tirador de la puerta mientras yo arrastraba el cadáver de Sadini a un rincón y trataba de encontrar un lugar donde ocultarle. Pero fue inútil. Se repitió la llamada, y oí una voz que gritaba:
-¡Abre, Hugo! ¡Sé que estás ahí!
De modo que abrí la puerta, ocultando el trozo de tubo detrás de mi espalda. Entró George Wallace.
Pensé que estaba borracho. De todos modos, al principio no pareció ver a Sadini tendido en el suelo. Se limitó a mirarme y a agitar sus brazos.
-Quiero hablar contigo, Hugo. -Estaba borracho, desde luego: apestaba a alcohol-. Isobel me lo ha contado todo -susurró-. Me ha dicho lo que iba a pasar. Trató de emborracharme, pero yo soy más listo que ella. Me escapé. Quería hablar contigo antes de que hicieras alguna tontería.
»Isobel me lo ha contado todo. Te ha tendido una trampa. Tú matas a Sadini, ella te denuncia a la policía, y como todo el mundo cree que estás... bueno, un poco mal de la cabeza... Y cuando cuentes esa historia acerca del diablo, se convencerán de que estás loco y te encerrarán. Entonces, Isobel quiere que nos fuguemos, ella y yo, para montar el número por nuestra cuenta. Y he venido a avisarte, antes de...
Entonces vio a Sadini. Se quedó helado, con la boca abierta. Esto me permitió acercarme a él por detrás y golpearle con el tubo de hierro; golpearle, y golpearle, y golpearle.
Porque sabía que mentía, que estaba mintiendo acerca de Isobel. El que quería fugarse con ella era el propio George, pero yo lo impediría. Lo había impedido ya, en realidad. Lo que realmente deseaba George era la varita del Poder, la varita del diablo. Y la varita era mía.
Me acerqué al tocador y la cogí. Mientras contemplaba el brillante puño, sentí el Poder que se deslizaba a lo largo de mi brazo. La tenía aún en la mano cuando entró Isobel.
Debió de seguir a George, pero había llegado demasiado tarde. Se dio cuenta al verle tendido en el suelo, con su nuca riendo como una gran boca roja.
Antes de que pudiera explicarle nada, Isobel se desplomó. Se había desmayado.
Me quedé en pie en el centro del camerino, empuñando la varita del Poder, contemplando a Isobel y sintiendo una gran tristeza. Tristeza por Sadini, que estaba ardiendo en el infierno. Tristeza por George Wallace, porque había venido aquí. Tristeza por Isobel, porque todos los planes habían salido mal.
Luego miré la varita, y tuve una maravillosa idea. Sadini estaba muerto, y George estaba muerto, pero Isobel me tenía aún a mí. No me tenía miedo... incluso me había besado.
Y yo tenía la varita, que era el secreto de la magia. Ahora, mientras Isobel estaba dormida, podría comprobar si era cierto. Y cuando Isobel se despertara, recibiría una gran sorpresa. Le diría: «Tenía usted razón, Isobel. La varita funciona. Y, a partir de ahora, usted y yo haremos el número. Tengo la varita, de modo que no tiene que temer nada. Puedo hacerlo. Lo hice ya cuando usted dormía.»
Cogí a Isobel en mis brazos y la llevé al escenario. Luego llevé también los aparatos allí. Incluso encendí el foco, porque sabía dónde estaba. Resultaba muy divertido estar allí completamente solo, saludando a un patio de butacas oscuro y vacío.
Pero yo llevaba la capa de Sadini, y con la varita mágica en la mano me sentía como un hombre nuevo: como Hugo el Grande.
Y yo era Hugo el Grande.
Aquella noche, en el teatro vacío, fui Hugo el Grande. Sabía lo que tenía que hacer y cómo tenía que hacerlo. No había ningún tramoyista, de modo que no necesitaba molestarme en colocar los espejos. Metí a Isobel en la caja y pulsé el interruptor que ponía en marcha la sierra. Cuando la acerqué a la caja, la hoja no pareció girar con tanta rapidez como antes, pero seguía funcionando.
La hoja avanzó y avanzó, y luego Isobel abrió los ojos y gritó, pero yo le mostré le varita mágica para tranquilizarla. Isobel continuó gritando y gritando, hasta que el chirrido de la sierra ahogó su voz y la hoja traspasó la caja de parte a parte.
El acero estaba rojo. Goteaba un líquido rojo.
Al verlo me entró una especie de mareo, de modo que cerré los ojos y agité la varita mágica del Poder muy rápidamente.
Luego volví a abrir los ojos.
Todo estaba... igual.
Agité la varita de nuevo.
No ocurrió nada.
Algo había fallado. Entonces fue cuando supe que algo había fallado.
Luego empecé a gritar, y el portero terminó por oír los gritos y llegó corriendo, y luego llegaron ustedes y me trajeron aquí.
De modo que, como pueden ver, sólo fue un accidente. La varita no funcionó. Tal vez el diablo se llevó el poder cuando murió Sadini. No lo sé. Lo único que sé es que estoy muy cansado.
¿Quieren apagar las luces ahora, por favor?
Y, por favor, no me miren. ¿Cómo puede un hombre pensar, con todos ustedes rodeándole y haciéndole preguntas, preguntas, preguntas...?
De acuerdo, estaré tranquilo. Estaré muy tranquilo. No quería gritar. No suelo perder la calma, de veras. Ustedes saben que nunca le hice daño a nadie.
Lo que ocurrió fue un accidente. Y ocurrió porque yo perdí el Poder.
Pero ustedes no saben lo del Poder, ¿verdad? No saben nada acerca de Sadini y de su regalo.
No, no estoy inventando nada. Ésta es la verdad, caballeros. Puedo demostrarlo, si me escuchan ustedes. Les contaré lo que ocurrió desde el principio.
Si quisieran apagar las luces...
Me llamo Hugo. No, sólo Hugo. Éste es el único nombre que me daban en la Casa. Viví en la Casa siempre, que yo pueda recordar, y las Hermanas fueron muy buenas conmigo. Los otros niños eran malos, no querían jugar conmigo, a causa de mi espalda y de mi bizquera, ¿saben? Pero las Hermanas eran buenas. No me llamaban «majareta» ni se burlaban de mí porque no podía recitar. Ni me perseguían para pegarme y hacerme llorar.
No, estoy perfectamente. Estaba contándoles lo de la Casa, pero no tiene importancia. Todo empezó después de mi fuga.
Verán, las Hermanas me dijeron que estaba haciéndome demasiado viejo. Querían llevarme a otro lugar, con un médico. Pero Fred -que era uno de los muchachos que no me pegaba- me dijo que no fuera con el médico. Dijo que el lugar al cual querían llevarme era malo, y que el médico era malo. En aquel lugar había habitaciones con rejas en las ventanas, y el médico me ataría a una mesa y me sacaría el cerebro. Fred me dijo que el médico quería operarme el cerebro, y que luego me moriría.
De modo que comprendí que las Hermanas creían también que yo estaba loco, y el médico vendría a buscarme al día siguiente. Por eso me escapé, saltando el muro, aquella misma noche.
Pero a ustedes no les interesa lo que ocurrió después de eso, ¿verdad? Me refiero a cuando vivía debajo del puente, y vendía periódicos, y en invierno pasaba tanto frío...
¿Sadini? Sí, forma parte de ello; del invierno y del frío, quiero decir. Porque fue el frío lo que me hizo desmayar en aquella avenida, detrás del teatro, y así fue como me encontró Sadini.
Recuerdo que la avenida estaba cubierta de nieve, y que de repente ya no vi nada. Luego, cuando me desperté, estaba en un lugar caliente, dentro del teatro, en los vestuarios, y había un ángel que me miraba.
Bueno, en aquel momento pensé que era un ángel. Tenía una cabellera larga y dorada, y cuando alargué la mano para tocarla, ella sonrió.
-¿Te sientes mejor? -me preguntó-. Toma, bébete esto.
Me dio algo bueno y caliente para beber. Yo estaba tendido sobre un diván, y ella sostenía mi cabeza mientras bebía.
-¿Cómo he llegado hasta aquí? -pregunté-. ¿Estoy muerto?
-Creí que lo estabas cuando Víctor te trajo. Pero creo que ahora estás perfectamente.
-¿Víctor?
-Víctor Sadini. No me digas que no has oído hablar del Gran Sadini.
Sacudí la cabeza.
-Es un mago. Ahora va a actuar. ¡Dios mío, esto me recuerda que tengo que cambiarme! -Cogió la taza y añadió-. Quédate aquí descansando hasta que yo vuelva.
Le sonreí. Me resultaba muy difícil hablar, porque a mi alrededor todo daba vueltas.
-¿Quién es usted? -susurré.
-Isobel.
-Isobel -repetí. Era un nombre muy bonito, y lo susurré una y otra vez hasta que me quedé dormido.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que volví a despertarme... quiero decir, hasta que me desperté y noté que me encontraba perfectamente. Había estado sumido en una especie de duermevela, y a veces podía ver y oír durante unos momentos.
Una de las veces vi a un hombre alto, con el pelo negro y un gran bigote, inclinado sobre mí. Iba vestido de negro, y tenía los ojos negros. Pensé que tal vez era el diablo que había venido para llevarme con él al infierno. Las Hermanas solían hablarnos del diablo. Estaba tan asustado, que volví a desmayarme.
En otra ocasión pude oír unas voces que hablaban, y abrí los ojos y vi al hombre vestido de negro y a Isobel sentados en la habitación. Supongo que no sabían que yo estaba despierto, porque estaban hablando de mí.
-¿Cuánto tiempo crees que voy a aguantar esto, Vic? -estaba diciendo ella-. Estoy hasta la coronilla de hacer de enfermera de ese piojoso. ¿Qué te propones? No le conoces de nada...
-No podíamos dejarle morir como un perro en la nieve. -El hombre vestido de negro se había levantado y andaba de un lado para otro, tirándose de las puntas del bigote-. Sé razonable, querida. El pobre estaba muriéndose. Y no lleva nada encima que pueda identificarle. Está en un apuro, y necesita ayuda.
-¡Vaya con el samaritano! Hay hospitales y casas de beneficencia, ¿no es cierto? Si esperas que me pase el tiempo entre función y función cuidando a un sarnoso...
No podía comprender lo que ella quería decir, lo que estaba diciendo. Era tan hermosa... Sabía que tenía que ser buena, y que todo era un error. Tal vez estaba demasiado enfermo para oír bien.
Luego volví a quedarme dormido, y cuando desperté me sentí mejor, distinto, y supe que todo había sido un error. Porque ella estaba allí, y me sonreía de nuevo.
-¿Cómo estás? -me preguntó-. ¿Te sientes con ánimos para comer algo?
Sólo podía mirarla y sonreír. Llevaba una larga capa verde cubierta de estrellas plateadas, y en aquel momento me convencí de que era un ángel.
Luego entró el diablo.
-Ha recobrado el conocimiento, Vic -dijo Isobel.
El diablo me miró y sonrió.
-¡Hola, muchacho! Me alegro de que estés bien. Durante un par de días, no creí que gozáramos por mucho tiempo del placer de tu compañía.
Me limité a mirarle.
-¿Por qué me miras de ese modo? ¿Te asusta mi disfraz? Claro, ni siquiera sabes quién soy, ¿verdad? Me llamo Victor Sadini. El Gran Sadini... ilusionista.
Isobel me miraba sonriendo, de modo que supuse que todo iba bien. Asentí.
-Me llamo Hugo -susurré-. Me salvó usted la vida, ¿verdad?
-Olvídalo, muchacho. Deja la conversación para más tarde. Ahora necesitamos comer algo y descansar. Has estado tendido en ese sofá tres días y tres noches. Y tienes que recuperar las fuerzas, porque el miércoles terminan las funciones aquí y tendremos que trasladarnos a Toledo.
El viernes terminaron las funciones y nos trasladamos a Toledo. Sí, yo también. Me había convertido en el nuevo ayudante de Sadini.
Esto fue antes de saber que Sadini era un servidor del diablo. Pensé que era un hombre bueno que me había salvado la vida. Se sentó en el sofá, a mi lado, y me lo explicó todo. Que se había dejado crecer el bigote, y se peinaba de aquel modo, y vestía de negro, porque un mago debía de tener aquel aspecto.
Hizo varios trucos para que los viera; trucos maravillosos con cartas y monedas y pañuelos que sacaba de mis orejas y agua de colores que sacaba de mis bolsillos. También podía hacer desaparecer las cosas, y me asusté mucho, hasta que me dijo que todo era un truco.
El último día me permitió quedarme detrás del escenario, mientras él aparecía ante el público y hacía lo que llamaba su «actuación», y entonces vi cosas maravillosas.
Hizo que Isobel se tendiera sobre una mesa, y luego agité una varita y ella flotó en el aire sin que nada la sostuviera. Luego la hizo ponerse en pie, y el público aplaudió mucho. Después, Isobel le fue entregando cosas para que él hiciera trucos con ellas, y él agitaba su varita mágica y las cosas desaparecían, estallaban o cambiaban. Hizo crecer un enorme árbol de una pequeña planta, ante mis propios ojos. Y luego metió a Isobel dentro de una caja, y unos hombres trajeron una gran sierra circular, y él dijo que iba a aserrar a Isobel por la mitad del cuerpo.
Estuve a punto de correr al escenario, para detenerle, pero Isobel no estaba asustada, y los hombres que estaban cerca de mí se reían mucho, de modo que supuse que se trataba de otro truco.
Pero cuando enchufó la sierra, que era una sierra eléctrica, y empezó a aserrar la caja, todo mi cuerpo quedó empapado en sudor, porque pude ver que estaba partiendo a Isobel por la mitad. Pero ella seguía sonriendo, señal de que no estaba muerta...
Luego, Sadini la cubrió con un paño, apartó la sierra, agitó su varita mágica... y un segundo después Isobel estaba en pie, toda entera. Era la cosa más maravillosa que había visto en toda mi vida, y creo que aquel espectáculo fue lo que me decidió a quedarme con Sadini.
De modo que hablé con él, diciéndole quién era, y que no tenía ningún lugar adonde ir, y que trabajaría para él por nada, en agradecimiento a que me había salvado la vida. Lo que no le dije era que quería ir con él para poder ver a Isobel, porque sospeché que no le gustaría. Y creo que tampoco a ella le hubiera gustado. Me había enterado de que estaba casada con Sadini.
Lo que le dije no tenía mucho sentido, pero él pareció comprenderlo.
-Tal vez puedas serme útil -dijo-. Necesito a alguien que cuide del material. Eso me ahorraría mucho tiempo. Además, podrias montar y desmontar los aparatos...
-Ixnax -dijo Isobel-. Utsnay.
Sadini la comprendió, pero yo no entendí nada. Tal vez era un lenguaje mágico.
-Hugo lo hará bien -dijo Sadini-. Necesito a alguien, Isobel. Alguien de quien pueda fiarme, ¿comprendes?
-Escucha, este...
-Tómalo con calma, Isobel.
Isobel estaba muy enojada, pero cuando su marido la miró disimuló y trató de sonreír.
-De acuerdo, Vic. Lo que tú digas. Pero recuerda que has sido tú el que has tomado la decisión.
-Desde luego. -Sadini se acercó a mí-. Bueno, muchacho -dijo-. Desde este momento eres mi ayudante.
Así ocurrio.
Las cosas transcurrieron bien durante mucho tiempo. Fuimos a Toledo, y a Detroit, y a Indianápolis, y a Chicago, y a Milwaukee, y a St. Paul... a un montón de lugares. Aunque para mí eran todos iguales. Viajábamos en tren, y luego Sadini e Isobel se iban a un hotel, y yo me quedaba descargando los aparatos. (Ése era el nombre que Sadini daba a las cosas que utilizaba en su espectáculo) Después ayudaba a trasladarlos al teatro, en un camión.
Dormía en el mismo teatro, casi siempre en el camerino destinado a Sadini, y comía con Sadini y con Isobel. Aunque no siempre con Isobel. Le gustaba quedarse durmiendo hasta muy tarde en el hotel, y creo que estaba avergonzada de mí, al principio. Con mi aspecto, no puedo reprochárselo.
Desde luego, al cabo de una temporada Sadini me compró un traje nuevo. Sadini era muy bueno conmigo. Hablaba mucho de sus trucos y de su actuación, y siempre hablaba de Isobel. No comprendía cómo era posible que un hombre tan bueno como él dijera aquellas cosas de su esposa.
Aunque Isobel no parecía simpatizar conmigo, yo sabía que era un ángel. Era tan hermosa como los ángeles que había en los libros que las Hermanas me enseñaban. Desde luego, Isobel no podía estar interesada en unas personas tan feas como yo o como el propio Sadini, con sus ojos negros y su negro bigote. No comprendo cómo se casó con él, pudiendo haberlo hecho con hombres tan guapos como George Wallace, por ejemplo.
Isobel veía a George Wallace continuamente, ya que él tenía un pequeño número en el mismo espectáculo con el que viajábamos nosotros. Era alto, tenía el pelo rubio y los ojos azules, y era cantante y bailarín. Isobel solía permanecer entre bastidores (así es como llaman a las partes laterales del escenario) cuando él actuaba. A veces hablaban animadamente y se reían mucho, y en cierta ocasión, cuando Isobel dijo que iba a marcharse al hotel porque le dolía la cabeza, vi que se metía en el camerino de George Wallace.
Tal vez no debí contarle eso a Sadini, pero se me escapó antes de que pudiera evitarlo. Se puso muy furioso, me hizo muchas preguntas, y luego me dijo que mantuviera la boca cerrada y los ojos abiertos.
Ahora comprendo que hice mal al decirle que sí, pero en aquel momento sólo pensaba que Sadini había sido bueno conmigo. De modo que me dediqué a espiar a Isobel y a George Wallace; y un día, cuando Sadini estaba ausente, entre dos funciones, les vi entrar de nuevo en el camerino de Wallace. Me acerqué de puntillas a la puerta y miré a través del ojo de la cerradura. No había nadie por allí, y nadie pudo verme enrojecer.
Porque Isobel estaba besando a George Wallace y él estaba diciendo:
-Vamos, querida... no discutamos más. Cuando termine el espectáculo, nos marcharemos juntos. Nos dirigiremos a la costa, y...
-¡Deja de decir tonterías! -Isobel parecía estar furiosa-. No me desagradas, Georgie, ya lo sabes, pero sé lo que me conviene. Vic es cabecera de cartel; gana mil dólares por semana, en tanto que tú no eres más que un telonero. Y el negocio es el negocio, querido.
-¡Vic! -exclamó George Wallace sarcásticamente-. ¿Qué es lo que tiene, a fin de cuentas? Un camión lleno de aparatos, y un bigote. Cualquiera puede hacer un número de ilusionismo... Yo mismo lo haría, si tuviera el dinero para comprar los aparatos. Tú conoces todos sus trucos. Podríamos formar pareja y presentar nuestro propio espectáculo. El Gran Wallace y Compañía... ¿Qué tal suena?
-¡Georgie!
Lo dijo con tanta rapidez y se movió tan aprisa, que no tuve tiempo de marcharme. Isobel abrió la puerta... y allí estaba yo.
-¿Qué diablos...?
George Wallace asomó detrás de Isobel, y al verme levantó amenazadoramente una mano, pero ella le cogió del brazo.
-¡Quieto! -le dijo-. Yo arreglaré esto. -Luego me dirigió una sonrisa, y comprendí que no estaba enfadada-. Vamos abajo, Hugo -me dijo-. Tú y yo tenemos que hablar un poco.
Nunca olvidaré aquella conversación.
Nos sentamos en el camerino, Isobel y yo, completamente solos. Isobel me cogió la mano -tenía unas manos muy finas y muy suaves-, y me miró a los ojos, y habló con su cantarina voz, que era como estrellas y rayos de sol.
-De modo que lo has descubierto -me dijo-. Esto significa que tendré que contártelo todo. No... no deseaba que lo supieras, Hugo. Nunca. Pero temo que ahora no me queda otro camino.
Asentí. No me atrevía a mirarla; de modo que me limité a mirar el tocador. Allí estaba la varita de Sadini... su larga varita negra con el puño dorado.
-Sí, es cierto, Hugo. George Wallace y yo estamos enamorados. Quiere que me marche con él.
-Pe... pero Sadini es un hombre muy bueno -le dije-. Aunque tenga ese aspecto.
-¿A qué te refieres?
-Bueno, la primera vez que le vi, pensé que era el diablo, pero ahora...
Noté que Isobel contenía la respiración.
-¿Pensaste que parecía el diablo, Hugo?
Me eché a reír.
-Sí. Verá, las Hermanas decían que yo no era muy listo, y querían operarme de la cabeza porque no comprendía las cosas. Pero estoy perfectamente. Usted lo sabe. Pensé que Sadini podía ser el diablo, hasta que él me dijo que todo era un truco. Que no tenía ninguna varita mágica, y que no la aserraba a usted por la mitad...
-¡Y tú lo creíste!
La miré. Estaba sentada con el cuerpo muy erguido, y sus ojos brillaban intensamente.
-¡Oh, Hugo! Si lo supieras... A mí me pasó lo mismo, ¿sabes? Al principio de conocerle, confiaba en él. Y ahora soy su esclava. Por eso no puedo escaparme, porque soy su esclava. Del mismo modo que él es esclavo... del diablo.
Debí poner una cara muy rara, porque Isobel me contempló con expresión divertida mientras continuaba:
-No sabías esto, ¿verdad? Le creíste cuando te dijo que todo eran trucos, y que el aserrarme por la mitad en el escenario no era más que una ilusión, provocada por medio de un juego de espejos...
-Pero él utiliza espejos -dije-. Lo sé, porque cada vez tengo que cargarlos y descargarlos.
-Sólo sirven para engañar a los tramoyistas -dijo Isobel-. Si supieran que Sadini es realmente un brujo, lo harían encerrar. ¿No te hablaron las Hermanas del diablo y de venderle el alma?
-Sí, había oído contar algunas historias, pero pensé...
-Me crees, ¿verdad, Hugo? -Me cogió de nuevo la mano y me miró fijamente-. Cuando Sadini me levanta en el aire, en pleno escenario, es brujería. Una palabra, y yo caería muerta. Cuando me parte por la mitad, es real. Por eso no puedo escaparme, por eso soy su esclava.
-Entonces, la varita mágica que utiliza para hacer los trucos debió de dársela el diablo...
Isobel asintió, mirándome.
Miré la varita. Brillaba sobre el tocador, y los cabellos de Isobel brillaban, y sus ojos brillaban.
-¿Por qué no puedo robar la varita? -pregunté.
Isobel sacudió la cabeza.
-No serviría de nada. No serviría de nada... mientras Sadini esté vivo.
-Mientras Sadini esté vivo -repetí.
-Pero si a Sadini le pasara... ¡Oh, Hugo, tienes que ayudarme! Sólo hay un medio, y no sería un pecado, porque Sadini ha vendido su alma al diablo. ¡Oh, Hugo, tienes que ayudarme, me ayudarás...!
Isobel me besó.
Isobel me besó. Sí, rodeó mi cuello con sus brazos, y sus dorados cabellos me acariciaron el rostro, y sus labios eran suaves, y sus ojos eran como estrellas, y me dijo lo que tenía que hacer, y cómo tenía que hacerlo, y que no sería un pecado, porque Sadini le había vendido su alma al diablo, y que nadie lo sabría nunca.
De modo que le dije que sí, que lo haría.
Isobel me dijo cómo tenía que hacerlo.
Y me hizo prometer que nunca se lo contaría a nadie, sucediera lo que sucediera, incluso si las cosas salían mal y empezaban a hacerme preguntas.
Se lo prometí.
Y luego esperé. Esperé que Sadini regresara al camerino, después de la función. Isobel se marchó, y le dijo a Sadini que se quedara conmigo y me ayudara a empaquetar las cosas, porque yo estaba enfermo, y él dijo que lo haría. Todo iba saliendo tal como Isobel me había dicho.
Empezamos a empaquetar las cosas, y en el teatro no había nadie más que el portero, y estaba abajo, en el cuartito que daba a la avenida: Mientras Sadini continuaba empaquetando salí al vestíbulo, y vi que todo estaba Oscuro y silencioso.
Luego entré de nuevo en el camerino y vi que Sadini se disponía a llevarse algunos de sus aparatos.
No había tocado la varita mágica. Seguía sobre el tocador, y deseé cogerla y sentir la magia del Poder que el diablo le había dado a Sadini.
Pero ahora no tenía tiempo para eso. Porque debía aprovechar el momento en que Sadini, cargado, me diera la espalda, para acercarme a él por detrás; sacar el trozo de tubo de hierro de mi bolsillo, y golpear a Sadini en la cabeza.
Le golpeé una vez, dos veces, tres veces...
Se oyó un crujido de huesos rotos antes de que Sadini se desplomara.
Ahora, lo único que tenía que hacer era arrastrarle fuera y...
En aquel momento se oyó otro ruido.
Alguien llamó a la puerta.
Alguien manipuló en el tirador de la puerta mientras yo arrastraba el cadáver de Sadini a un rincón y trataba de encontrar un lugar donde ocultarle. Pero fue inútil. Se repitió la llamada, y oí una voz que gritaba:
-¡Abre, Hugo! ¡Sé que estás ahí!
De modo que abrí la puerta, ocultando el trozo de tubo detrás de mi espalda. Entró George Wallace.
Pensé que estaba borracho. De todos modos, al principio no pareció ver a Sadini tendido en el suelo. Se limitó a mirarme y a agitar sus brazos.
-Quiero hablar contigo, Hugo. -Estaba borracho, desde luego: apestaba a alcohol-. Isobel me lo ha contado todo -susurró-. Me ha dicho lo que iba a pasar. Trató de emborracharme, pero yo soy más listo que ella. Me escapé. Quería hablar contigo antes de que hicieras alguna tontería.
»Isobel me lo ha contado todo. Te ha tendido una trampa. Tú matas a Sadini, ella te denuncia a la policía, y como todo el mundo cree que estás... bueno, un poco mal de la cabeza... Y cuando cuentes esa historia acerca del diablo, se convencerán de que estás loco y te encerrarán. Entonces, Isobel quiere que nos fuguemos, ella y yo, para montar el número por nuestra cuenta. Y he venido a avisarte, antes de...
Entonces vio a Sadini. Se quedó helado, con la boca abierta. Esto me permitió acercarme a él por detrás y golpearle con el tubo de hierro; golpearle, y golpearle, y golpearle.
Porque sabía que mentía, que estaba mintiendo acerca de Isobel. El que quería fugarse con ella era el propio George, pero yo lo impediría. Lo había impedido ya, en realidad. Lo que realmente deseaba George era la varita del Poder, la varita del diablo. Y la varita era mía.
Me acerqué al tocador y la cogí. Mientras contemplaba el brillante puño, sentí el Poder que se deslizaba a lo largo de mi brazo. La tenía aún en la mano cuando entró Isobel.
Debió de seguir a George, pero había llegado demasiado tarde. Se dio cuenta al verle tendido en el suelo, con su nuca riendo como una gran boca roja.
Antes de que pudiera explicarle nada, Isobel se desplomó. Se había desmayado.
Me quedé en pie en el centro del camerino, empuñando la varita del Poder, contemplando a Isobel y sintiendo una gran tristeza. Tristeza por Sadini, que estaba ardiendo en el infierno. Tristeza por George Wallace, porque había venido aquí. Tristeza por Isobel, porque todos los planes habían salido mal.
Luego miré la varita, y tuve una maravillosa idea. Sadini estaba muerto, y George estaba muerto, pero Isobel me tenía aún a mí. No me tenía miedo... incluso me había besado.
Y yo tenía la varita, que era el secreto de la magia. Ahora, mientras Isobel estaba dormida, podría comprobar si era cierto. Y cuando Isobel se despertara, recibiría una gran sorpresa. Le diría: «Tenía usted razón, Isobel. La varita funciona. Y, a partir de ahora, usted y yo haremos el número. Tengo la varita, de modo que no tiene que temer nada. Puedo hacerlo. Lo hice ya cuando usted dormía.»
Cogí a Isobel en mis brazos y la llevé al escenario. Luego llevé también los aparatos allí. Incluso encendí el foco, porque sabía dónde estaba. Resultaba muy divertido estar allí completamente solo, saludando a un patio de butacas oscuro y vacío.
Pero yo llevaba la capa de Sadini, y con la varita mágica en la mano me sentía como un hombre nuevo: como Hugo el Grande.
Y yo era Hugo el Grande.
Aquella noche, en el teatro vacío, fui Hugo el Grande. Sabía lo que tenía que hacer y cómo tenía que hacerlo. No había ningún tramoyista, de modo que no necesitaba molestarme en colocar los espejos. Metí a Isobel en la caja y pulsé el interruptor que ponía en marcha la sierra. Cuando la acerqué a la caja, la hoja no pareció girar con tanta rapidez como antes, pero seguía funcionando.
La hoja avanzó y avanzó, y luego Isobel abrió los ojos y gritó, pero yo le mostré le varita mágica para tranquilizarla. Isobel continuó gritando y gritando, hasta que el chirrido de la sierra ahogó su voz y la hoja traspasó la caja de parte a parte.
El acero estaba rojo. Goteaba un líquido rojo.
Al verlo me entró una especie de mareo, de modo que cerré los ojos y agité la varita mágica del Poder muy rápidamente.
Luego volví a abrir los ojos.
Todo estaba... igual.
Agité la varita de nuevo.
No ocurrió nada.
Algo había fallado. Entonces fue cuando supe que algo había fallado.
Luego empecé a gritar, y el portero terminó por oír los gritos y llegó corriendo, y luego llegaron ustedes y me trajeron aquí.
De modo que, como pueden ver, sólo fue un accidente. La varita no funcionó. Tal vez el diablo se llevó el poder cuando murió Sadini. No lo sé. Lo único que sé es que estoy muy cansado.
¿Quieren apagar las luces ahora, por favor?
Tengo mucho sueño...
martes, 2 de junio de 2020
El rey de la máscara de oro. Marcel Schwob.
El rey enmascarado de oro se levantó del negro trono donde estaba
sentado desde hacía horas, y preguntó la causa del tumulto. Porque
los guardias de las puertas habían cruzado sus picas y se oía
entrechocar las armas. Alrededor del brasero de bronce también se
habían puesto de pie los cincuenta sacerdotes de la derecha y los
cincuenta bufones de la izquierda, y las mujeres, en semicírculo
ante el rey, agitaban sus manos. La llama rosa y púrpura que
resplandecía en la criba de bronce del brasero hacía brillar las
máscars de los rostros. A imitación del rey descarnado, las
mujeres, los bufones y los sacerdotes tenían inmutables caras de
plata, de hierro, de cobre, de madera y de tela. Y las máscaras de
los bufones estaban abiertas para que pudieran reírse, mientras que
las máscaras de los sacerdotes estaban negras de preocupación.
Cincuenta rostros risueños florecían en el lado izquierdo, y en el
derecho cincuenta rostros tristes estaban ceñudos. Mientras, las
claras telas que cubrían las cabezas de las mujeres imitaban rostros
eternamente graciosos animados por una sonrisa artificial. Pero la
máscara de oro del rey era majestuosa, nobel y verdaderamente regia.
Ahora bien, el rey se mantnía en silencio y semejante por ese
silencio a la estirpe de reyes de la que era el último. Antaño la
ciudad había sido gobernada por príncipes que llevaban el rotros
descubierto; pero hacía mucho que se había impuesto una larga horda
de reyes enmascrados. Ningún hombre había visto la faz de esos
reyes, e incluso los sacerdotes ignoraban el motivo. Sin embago,
desde tiempos remotos se había dado orden de cubrir los rostro de
los que se acercaban a la residencia real. Y esa familia de reyes
sólo conocía las máscaras de los hombres.
Y mientras los herrajes de los guardias de la puerta se estremecían y retumbaban sus sonoras armas, el rey les preguntó con voz grave.
-¿Quién osa turbarme a las horas en que estoy entre mis sacerdotes, mis bufones y mis mujeres?
Y, temblando, los guardias repondieron:
-Rey muy imperioso, máscara de oro, es un hombre miserable, vestido con una larga túnica; perece uno de esos mendigos piadosos que vagan por la comarca, y lleva la cara descubierta.
-Dejad entrar a ese mendigo -dijo el rey.
Entonces, el sacerdote que llevaba la máscara más grave se volvió hacia el trono y se inclinó:
-¡Oh, rey! -dijo-, los oráculos han predicho que no es bueno para tu estirpe ver el rostro de los hombres.
Y el bufón cuya máscara estaba rasgada por la más amplia de las risas volvió la espalda al trono y se inclinó:
-¡Oh, mendigo! -dijo-, al que todavía no he visto, sin duda tú eres más rey que el rey de la máscara de oro, puesto que a él le está prohibido mirarte.
Y la mujer cuya falsa cara tenía el vello más sedoso juntó sus manos, las separó y las curvó como para asir los vasos de los sacrificios. Y el rey, inclinando sus ojos hacia ella, temía la revelación de un rostro deconocido.
Luego un mal deseo reptó hasta su corazón.
-Dejad entrar a ese mendigo -dijo el rey de la máscara de oro.
Y entre el estremecido bosque de picas, entre las que brotaban las hojas de las espadas como hojas resplandecientes de acero, salpicadas de oro verde y de oro rojo, un anciano de barba blanca erizada avanzó hasta el pie del trono, y alzó hacia el rey una cara desnuda donde temblaban unos ojos inciertos.
-Habla -dijo el rey.
El mendigo replicó con voz fuerte:
-Si quien me dirige la palabra el el hombre enmascarado de oro, responderé sin duda; y creo que es él. ¿Quién osaría elevar la voz en su presencia? Pero no puedo asegurarme con la vista (porque soy ciego). Sin embargo, sé que en esta sala hay mujeres, por el roce delicado de sus manos en los hombros; y hay bufones, porque oigo risas; y hay sacerdotes, porque cuchichean de forma grave. Pero lo hombres de esta tierra me han dicho que estabais enmascarados; y tú, rey de la máscara de oro, último de tu estirpe, nunca has contemplado rostros de carne. Ecucha: eres rey y no conoces a las gentes. Los que están a mi izquierda son los bufones (les oigo reír), los que están a mi derecha son los sacerdotes (les oigo llorar); percibo con preocupación que los músculos de las caras de estas mujeres están geticulando.
Y el rey se volvió hacia aquellos que el mendigo llamaba bufones, y su mirada se topó con las máscaras negras de preocupación; y se volvió hacia los que el mendigo llamaba sacerdotes, y su mirada se topó con las máscaras francas de risa de los bufones; y bajó los ojos hacia la media luna de sus mujeres sentadas, y sus rostros le parecieron bellos.
-Mientes, hombre extranjero -dijo el rey-; y eres tú el que ríe, el que llora, el que gesticual; pues tu horrible rostro, incapaz de fijeza, fue hecho móvil para disimular. Los que tú has designado como bufones son mis sacerdotes, y los que has designado como sacerdotes son mis bufones. ¿Y cómo podrías tú juzgar, tú, cuyo rostro se pliega a cada palabra, la belleza inmutable de mis mujeres?
-Ni de ésta ni de la tuya -dijo el mendigo en voz baja-, pues no puedo saber nada porque estoy ciego, y tampoco tú sabes nada ni de los demás ni de tu persona. Pero soy superior a ti en esto: sé que no sé nada. Y puedo hacer conjeturas. Porque quizá los que te parecen bufones lloran bajo su áscar; y es posible que los que te parecen sacerdotes tengan su verdadero rostro desencajado por la alegría de engañarte; e ignoras si las mejillas de tus mujeres son de color ceniza bajo la seda. Y quién sabe si tú mismo, rey enmascarado de oro, no eres horrible a pesar de tus galas.
Entonces el bufón que tenía la boca más ancha hendida de alegría lanzó una risa sardónica semejante a un sollozo; y el sacerdote que tenía la frente más sombría dijo una súplica parecida a una risa nerviosa, y todas las máscaras de las mujeres se estremecieron.
Y el rey de la cara de oro hizo una señal. Y los guardias agarraron por los hombros al viejo de la cara desnuda y lo arrojaron por la gran puerta de la sala.
Transcurrió la noche, y el rey estuvo inquieto durante el sueño. Y por al mañana vagó por su palacio, pues un deseo malvado había reptado por su corazón. Pero ni en los dormitorios, ni en la alta sala embaldosada de los festines, ni en las salas pintadas y adornadas de las fiestas encontró lo que buscaba. En toda la extensión de la residencia real no había un solo espejo. Así lo habían acordado la orden de los oráculos y la ordenanza de los sacerdotes desde hacía largos años.
El rey no se divirtió en su negro trono con los bufones, ni escuchó a los sacerdotes, ni miró a sus mujeres: porque pensaba en su rostro.
Cuando el sol poniente lazó hacia las ventas del palacio la luz de sus ensangrentados metales, el rey abandonó la sala del brasero, apartó a los guardias, atravesó rápidamente los siete patios concéntricos cerrados con siete murallas resplandecientes, y salió furtivamente al campo por un portillo bajo.
Iba temblando, y sentía curiosidad. Sabía que encontraría otros rostros, y quizá el suyo. En el fondo de su alma quería estar seguro de su propia belleza. ¿Por qué aquel miserable mendigo había deslizado la duda en su pecho?
El rey de la máscara de oro llegó a los bosques que rodeaban el ribazo de un río. Los árboles estaban vestidos de cortezas pulidas y rutilantes. Había troncos deslumbrantes de blancura. El rey cortó algunos ramos, unos sangraban por el corte un poco de savia espumosa, y el interior permanecía veteado de manchas oscuras; otros revelaban mohos secretos y negras fisuras. La tierra estaba oscura y húmeda bajo la alfombra de varios colores de hierbas y florecillas. El rey dio vuelta con el pie a un grueso bloque veteado de azul cuyas laminillas resplandecían bajo los últimos rayos; y un sapo de buche desinflado escapó del escondijo fangoso con un sobresalto despavorido.
En la linde del bosque, sobre la corona del ribazo, el rey, surgiendo entre los árboles, se detuvo encantado. Había una muchacha sentada en la hierba; el rey veía sus cabellos trenzados en lo alto, su nuca graciosamente curvada, su ágil cintura que hacía ondular su cuerpo hasta los hombros, pues daba vueltas entre dos dedos de su mano izquierda a un huso muy repleto, y el extremo de un grueso copo se deshilaba junto a su mejilla.
Ellla se levantó deconcertada, dejó ver su rostro y, en su confusión, cogió entre sus labios las hebras del hilo a las que daba forma. Así, sus mejillas parecían cruzadas por un corte de matiz pálido.
Cuando el rey vio aquellos ojos negros agitados, y aquellas delicadas fosas nasales palpitantes, y aquel temblor de los labios, y aquella redondez del mentón que descendía hacia la garganta acariciada por luz rosa, se lanzó fuera de sí hacia la joven y cogió violentamente sus manos.
-Por primera vez querría -dijo- adorar una cara desnuda; querría quitarme esta máscara de oro, pues me separa del aire que besa tu piel; y los dos iríamos maravillados a mirarnos en el río.
La muchacha tocó sorprendida con la punta de los dedos las láminas metálicas de la máscara real. Pero el rey soltó impaciente los corchetes de oro; la máscara rodó por la hierba, y la muchacha, tapándose los ojos con las manos, lanzó un grito de horror.
Un instante después huía entre la sombra del bosque apretando contra su seno la rueca envuelta en cáñamo.
El grito de la joven resonó dolorosamente en el corazón del rey. Corrió por el ribazo, se inclinó hacia el agua del río, y de sus propios labios brotó un gemido ronco. En el momento en que el sol desaparecía detrás de las colinas oscuras y azules del horizonte acababa de percibir una cara blanquecina, tumefacta, cubierta de escamas, con la piel levantada por repugnantes hinchazones, y al punto conoció, gracias al recuerdo de los libros, que estaba leproso.
Como una amarilla mascara aérea, la luna subía por encima de los árboles. A veces se oía un batir de alas mojadas en medio de las cañas. Una estaela de bruma flotaba a lo largo del río. La reverberación del agua se prolongaba a gran distancia y se perdía en la profundidad azulada. Pájaros de cabeza escarlata arrugaban la corriente con círculos que se disipaban lentamente.
Y el rey, de pie, mantenía los brazos apartados de su cuerpo, como si le diera repugnancia tocarse.
Recogió la máscara y la colocó sobre el rostro. Como si caminara en sueños, se dirigió hacia palacio.
Golpeó el gong en la puerta de la primera muralla, y los guardias salieron en tumulto con sus antorchas. Iluminaron su faz de oro; y el rey tenía el corazón oprimido de angustia, pensando que los guardias veían sobre el metal escamas blancas. Y atravesó el patio bañado por la luna; y siete veces tuvo sobrecogido el corazón por la misma angustia en las siete puertas donde los guardias llevaron las antorchas rojas hacia su máscara de oro.
Mientras tanto, la pena crecía en su interior al mismo tiempo que la rabia, como una planta negra envuelta por una planta leonada. Los frutos sombríos y turbios de la pena y la rabia acudieron a sus labios, y él probó su amargo zumo.
Entró en palacio, y el guardia de su izquierda giró sobre la punta de un pie, con la otra pierna extendida, coronándose con un círculo luminoso de su sable, y el guardia de su derecha giró sobre la punta del otro pie, tras extender la pierna opuesta adornándose con una pirámide deslumbrante mediante rápidos torbellinos de su maza diamantina.
Y el rey no se acordó siquiera de que aquéllas eran las ceremonias nocturnas; pero pasó estremeciéndose por haber imaginado que los hombres de armas querían golpear o partir su horrible cabeza hinchada.
Los vestíbulos del palacio estaban desiertos. Algunas antorchas solitarias ardían muy bajas en sus argollas. Otras se habían apagado y lloraban frías lágrimas de resina.
El rey atravesó las salas de las fiestas donde los cojines bordados de tulipanes rojos y crisantemos amarillos áun estaban por el suelo, con mecedoras de marfil y sombríos asinteos de ébano con incrustaciones de estrellas de oro. Velos engomados y pintados con pájaros de patas irisadas y pico de plata colgaban del techo donde estaban empotradas fauces de animales en madera coloreada. Había candelabros de bronce verdoso hechos de una pieza y perforados por agujeros prodigiosos lacados en rojo por los que pasaba una mecha de seda cruda hasta el centro de arandelas llenas de un negro aceitoso. Había sillones largos, bajos y arqueados, en los que era imposible sentarse sin que la cintura se viera levantada, como llevada por unas manos. Había jarrones fundidos de metales casi transparentes, y que sonaban bajo el dedo de una manera aguda, como si estuvieran heridos.
En el extremo de la sala, el rey cogió un hachón de bronce que clavaba sus lenguas rojas en las tinieblas. Las gotitas llameantes de resina cayeron estremecidas sobre sus mangas de seda. Pero el rey no las vio. Se dirigió hacia una galería alta, oscura, donde la resina dejó un rastro perfumado. Allí, en las paredes cortadas por diagonales cruzadas, se veían unos retratos resplandecientes y misteriosos, pues las pinturas estaban enmascaradas y remataedas por tiaras. Sólo el retrato más antiguo, separado de los rostros, representaba a un joven pálido, de ojos dilatados por el espanto, con la parte inferior de la cara oculta bajo los ornamentos reales. El rey se detuvo ante ese retrato y lo iluminó levantando el hachón. Luego gimió y dijo: "¡Oh, tú, primero de mi estirpe, hermano mío, qué desdichados somos!". Y besó el retrato en los ojos.
Y ante el segundo rostro pintado, que estaba enmascarado, el rey detuvo y desgarró la tela de la máscara diciendo: "Esto es lo que había que hacer, padre mío, segundo de mi estirpe". Y de la misma manera fue desgarrando las máscaras de todos los demás reyes de su estirpe, hasta él mismo. Bajo las máscaras arrancadas se vio la desnudez oscura de la pared.
Luego llegó a las salas de los festines donde seguían puestas las relucientes mesas. Llevó el hachón por encima de su cabeza, y unas líneas purpúreas se precipitaron hacia los rincones. En el centro de las mesas había un trono con patas de león, sobre las que se desplomaba una piel moteada; la cristalería parecía apilada en las esquinas, con piezas de plata pulida y tapaderas caladas de oro ahumado. Algunos frascos reflejaban resplandores violetas; otros estaban chapados por dentro con delgadas láminas traslúcidas de metales preciosos. Como una terrible indicación de sangre, un destello del hachón hizo centellear una copa oblonga, tallada en granate, y en la que los coperos solían escanciar el vino de los reyes. Y la luz acarició también una cesta de plata trenzada donde estaban alineados panes redondos de sana corteza.
Y el rey atrafvesó las salas de los festines volviendo la cabeza. "¡No les ha dado vergüenza -dijo- morder bajo su máscara el revigorizante pan ni tocar el vino color sangre con sus labios blancos! ¿Dónde está aquel que, conociendo su mal, prohíbe los espejos en su casa? Está entre esos a los que he arrancado los falsos rostros: y he comido pan de su cesta, y he bebido el vino de su copa"...
Por una estrecha galería pavimentada de mosaico se llegaba a los dormitorios, y el rey se deslizó en ellos llevando delante de sí su antorcha sangrienta. Un guardia se adelantó, lleno de inquietud, y su cinturón de anchos anillos llameó sobre su blanca túnica; luego reconoció al rey por su faz de oro y se prosternó.
Una luz pálida iluminaba, desde una lámpara de bronce suspendida en el centro, una doble hilera de lechos mortuorios; las mantas de seda estaban tejidas con filamentos de viejos matices. Un caño de ónice dejaba correr monótonas gotas en un pilón de piedra pulida.
El rey contempló primero el aposento de los sacerdotes; y las máscaras graves de los hombres acostados eran semejantes durante el sueño y la inmovilidad. Y en el aposento de los bufones, la risa de su bocas dormidas tenía exactamente la misma amplitud. Y la inmutable belleza del rostro de las mujeres no se había alterado en el reposo; tenían los brazos cruzados sobre el pecho, o una mano bajo la cabeza, y no parecían preocuparse por su sonrisa, tan graciosa cuando la ignoraban.
En el fondo de la última sala se extendía un techo de bronce, con altorrelieves de mujeres inclinadas y flores gigantes. Los cojines amarillos conservaban la huella de un cuerpo agitado. Allí habría debido descansar, a esa hora de la noche, el rey de la máscara de oro; allí habían dormido durante años sus antepasados.
Y el rey apartó la cabeza de su lecho: "Han podido dormir -dijo- con ese secreto en su cara, y el sueño ha venido a besarlos en la frente, como a mí. Y no arrojaron su máscara al negro rostro del sueño, a fin de asustarlo para siempre. Y yo he rozado ese bronce, he tocado esos cojines donde en otro tiempo se dejaban caer los miembros de esos vergonzosos..."
Y el rey pasó a la cámara del brasero, donde la llama rosa y púrpura aún seguía danzando y lanzaba sus rápidos brazos sobre las paredes. Y dio en el gran gong de cobre un golpe tan sonoro que en todas las cosas metálicas de alrededor se produjo una vibración. Los guardias, asustados, se precipitaron medio desnudos, con sus hachas y sus bolas de acero erizadas de tachuelas, y aparecieron los sacerdotes, adormilados, llevando a rastras sus túnicas, y los bufones olvidaron todos los saltos de entrada sacramentales, y las mujeres asomaron en el hueco de las puertas su rostros sonrientes.
Entonces el rey subió a su trono negro y ordenó:
-He golpeado el gong a fin de reuniros apara una cosa importante. El mendigo ha dicho la verdad. Todos me engañáis aquí. Quitaos las máscaras.
Se oyó un estremecimiento de miembros, ropajes y armas. Luego, lentamente, los que estaban allí se decidieron y descubrieron sus caras.
Entonces el rey de la máscara de oro se volvió hacia los sacerdotes y examinó cincuenta gruesas caras risueñas con ojillos pegados por la somnolencia; y volviéndose hacia los bufones, observó cincuenta rostros macilentos surcados por la tristeza, con unos ojos sanguinolentos de insomnio; e, inclinándose hacia la media luna de sus mujeres sentadas, se rió burlón -porque sus rostros estaban llenos de aburrimiento y fealdad y cubiertos de estupidez-.
-Así me habéis engañado desde hace tantos años sobre vosotros mismo y sobre todo el mundo -dijo el rey-. Los que yo creía serios y me daban consejos sobre las cosas divinas y humanas son parecidos a odres hinchados de viento o de vino; y los que me divertían con su continua alegría estaban tristes hasta el fondo del corazón; y vuestra sonrisa de esfinge, oh, mujeres, ¡no significaba nada en absoluto! Qué miserables sois; pero sigo siendo el más miserable de vosotros. Soy rey y mi rostro parece regio. Pero, en realidad, ved: el más desgraciado de mi reino no tiene nada que envidiarme.
El rey se quitó su máscara de oro. Y un grito se elevó de las gargantas de quienes lo veían; porque la llama rosa del brasero iluminaba sus escamas blancas de leproso.
-Son ellos los que me engañaron; me refiero a mis padres -gritó el rey-, que eran leprosos como yo y me transmitieron la enfermedad con la herencia real. Ellos me engañaron, y os obligaron a mentirme.
Por el gran ventanal de la sala, abierto al cielo, la moribunda luna mostró su máscara amarilla.
-Así como esa luna -dijo el rey-; que siempre vuelve hacia nosotros el mismo rostro de oro, tal vez tengan otra faz oscura y cruel, quizá así mi realeza se exetendió sobre mi lepra. Pero ya no veré más la apariencia de este mundo, y dirigiré mi mirada hacia las cosas oscuras. Aquí, ante vosotros, me castigo por mi lepra, y por mi mentira, y a mi estirpe conmigo.
El rey levantó su máscara de oro, y, despue sobre el trono negro, entre la agitación y las súplicas, hundió en sus ojos los corchetes laterales de la máscara con un grito de angustia; y por última vez, una luz roja resplandeció ante él, y una oleada de sangre corrió sobre su rostro, sobre sus manos, sobre los oscuros escalones del trono. Se desgarró las vestiduras, descendió tambaleándose los peldaños y, apartando a tientas a los guardias mudos de horror, partió solo en la noche.
Y el rey leproso y ciego caminaba en la oscuridad. Tropezó con las siete murallas concéntricas de sus siete patios, y con los antiguos árboles de la residencia real, y se hizo heridas en las manos al tocar las espinas de los setos. Cuando oyó el sonido de sus pasos, supo que estaba en el camino real. Anduvo durante horas y horas sin sentir siquiera la necesidad de tomar alimento. Sabía que el sol lo iluminaba por el calor que inundaba su rostro, y reconoció la noche por el frío de la oscuridad. La sangre que había corrido de sus ojos arrancados cubría su piel con una costra negruzca y seca. Y cuando hubo caminado mucho tiempo, el rey ciego se sintió cansado, y se sentó al borde del camino. Ahora vivía en un mundo oscuro y sus miradas se habían vuelto hacia el interior de sí mismo.
Cuando vagaba por esa llanura sombría de sus pensamientos oyó un ruido de campanillas. Enseguida imaginó la vuelta de un rebaño de ovejas de espesa lana guido por carneros cuya gruesa cola colgaba hasta el suelo. Y tendió las manos para tocar la lana blana, sin vergüenza alguna ante los animales. Pero sus manos encontraron otras manos tiernas, y una voz dulce le dijo:
-Pobre ciego, ¿qué quieres?
Y el rey reconoció la encantadorea voz de una mujer.
-No debes tocarme -gritó el rey-. ¿Pero dónde están tus ovejas?
Ahora bien, la muchacha que estaba ante él era leprosa, y por eso llevaba campanillas colgadas de su ropas. Como no se atrevió a confesarlo, respondió con una mentira:
-Vienen algo detrás de mí.
-¿Adónde vas así? -dijo el rey ciego.
-Vuelvo a la Ciudad de los Miserables -respondió ella.
Entonces el rey se acordó de que, en un lugar apartado de su reino, había un asilo en el que se refugiaban los que habían sido rechazados de la vida por sus enfermedades o crímenes. Vivían en chozas construidas por ellos mismos o encerrados en guaridas excavadas en el suelo. Y su soledad era extrema.
El rey decidió dirigirse a esa ciudad.
-Llévame -dijo.
La muchacha le cogió por el pliegue de su manga.
-Déjame lavarte la cara -dijo ella-, porque la sangre ha corrido por tus mejillas desde hace una semana por lo menos.
Y el rey tembló, pensando que ella iba a horrorizarse ante su lepra y abandonarlo. Pero, en vez de eso, sacó agua de su calabaza y lavó la cara del rey. Luego dijo:
-Pobre, ¡cuánto has debido de sufrir al arrancarte los ojos!
-¡Cuánto he sufrido antes, sin saberlo! -dijo el rey-. Pero vamos. ¿Llegaremos esta noche a la Ciudad de los Miserables?
-Eso espero -dijo la joven.
Y lo guió hablándole con ternura. Sin embargo, el rey ciego oía las campanillas y, volviéndose, quería acariciar a las ovejas. Y la joven temía que adivinase su enfermedad.
Pero el rey estaba extenuado de fatiga y de hambre. Ella sacó un trozo de pan de su zurrón y le ofreció su calabaza. Pero él lo rechazó, temiendo contaminar el pan y el agua. Luego preguntó:
-¿Ves la Ciudad de los Miserables?
-Todavía no -dijo la joven.
Y siguieron caminando. Ella cogió para él lotos azules, y él los a<msticó para refrescarse la boca. El sol se inclinaba hacia los grandes arrozales que ondulaban en el horizonte.
-Siento el olor de la comida que sube hacia mí -dijo el rey ciego-. ¿No nos acercamos a la Ciudad de los Miserables?
-Todavía no -dijo la muchacha.
Y cuando todavía el disco sangriento del sol surcaba el cielo violeta, el rey se desmayó de cansancio e inanición. Al final del camino temblaba una delgada columna de humo entre techumbres de herbazales. La bruma de los pantanos flotaba alrededor.
-Ahí está la ciudad -dijo la joven-; la veo.
-Entraré solo en ella -dijo el rey ciego-. No tenía más que un deseo; me habría gustado reposar mis labios en los tuyos, para refrescarme en tu cara que debe de ser tan bella. Pero te habría manchado porque soy leproso.
Y el rey se desvaneció en la muerte.
Y la muchacha estalló en sollozos viendo que la cara del rey era pura y límpida, y sabiendo que ella misma había temido mancharla.
Pero de la Ciudad de los Miserables se adelantó un viejo mendigo de barba erizada, cuyos ojos inciertos temblaban.
-¿Por qué lloras? -dijo.
Y la joven respondió que el rey ciego había muerto, después de haberse arrancado los ojos creyendo que estaba leproso.
-Y no ha querido darme un beso de paz -dijo ella- para no mancharme; y yo soy la veradera leprosa a la faz del cielo.
Y el viejo mendigo le respondió:
Y mientras los herrajes de los guardias de la puerta se estremecían y retumbaban sus sonoras armas, el rey les preguntó con voz grave.
-¿Quién osa turbarme a las horas en que estoy entre mis sacerdotes, mis bufones y mis mujeres?
Y, temblando, los guardias repondieron:
-Rey muy imperioso, máscara de oro, es un hombre miserable, vestido con una larga túnica; perece uno de esos mendigos piadosos que vagan por la comarca, y lleva la cara descubierta.
-Dejad entrar a ese mendigo -dijo el rey.
Entonces, el sacerdote que llevaba la máscara más grave se volvió hacia el trono y se inclinó:
-¡Oh, rey! -dijo-, los oráculos han predicho que no es bueno para tu estirpe ver el rostro de los hombres.
Y el bufón cuya máscara estaba rasgada por la más amplia de las risas volvió la espalda al trono y se inclinó:
-¡Oh, mendigo! -dijo-, al que todavía no he visto, sin duda tú eres más rey que el rey de la máscara de oro, puesto que a él le está prohibido mirarte.
Y la mujer cuya falsa cara tenía el vello más sedoso juntó sus manos, las separó y las curvó como para asir los vasos de los sacrificios. Y el rey, inclinando sus ojos hacia ella, temía la revelación de un rostro deconocido.
Luego un mal deseo reptó hasta su corazón.
-Dejad entrar a ese mendigo -dijo el rey de la máscara de oro.
Y entre el estremecido bosque de picas, entre las que brotaban las hojas de las espadas como hojas resplandecientes de acero, salpicadas de oro verde y de oro rojo, un anciano de barba blanca erizada avanzó hasta el pie del trono, y alzó hacia el rey una cara desnuda donde temblaban unos ojos inciertos.
-Habla -dijo el rey.
El mendigo replicó con voz fuerte:
-Si quien me dirige la palabra el el hombre enmascarado de oro, responderé sin duda; y creo que es él. ¿Quién osaría elevar la voz en su presencia? Pero no puedo asegurarme con la vista (porque soy ciego). Sin embargo, sé que en esta sala hay mujeres, por el roce delicado de sus manos en los hombros; y hay bufones, porque oigo risas; y hay sacerdotes, porque cuchichean de forma grave. Pero lo hombres de esta tierra me han dicho que estabais enmascarados; y tú, rey de la máscara de oro, último de tu estirpe, nunca has contemplado rostros de carne. Ecucha: eres rey y no conoces a las gentes. Los que están a mi izquierda son los bufones (les oigo reír), los que están a mi derecha son los sacerdotes (les oigo llorar); percibo con preocupación que los músculos de las caras de estas mujeres están geticulando.
Y el rey se volvió hacia aquellos que el mendigo llamaba bufones, y su mirada se topó con las máscaras negras de preocupación; y se volvió hacia los que el mendigo llamaba sacerdotes, y su mirada se topó con las máscaras francas de risa de los bufones; y bajó los ojos hacia la media luna de sus mujeres sentadas, y sus rostros le parecieron bellos.
-Mientes, hombre extranjero -dijo el rey-; y eres tú el que ríe, el que llora, el que gesticual; pues tu horrible rostro, incapaz de fijeza, fue hecho móvil para disimular. Los que tú has designado como bufones son mis sacerdotes, y los que has designado como sacerdotes son mis bufones. ¿Y cómo podrías tú juzgar, tú, cuyo rostro se pliega a cada palabra, la belleza inmutable de mis mujeres?
-Ni de ésta ni de la tuya -dijo el mendigo en voz baja-, pues no puedo saber nada porque estoy ciego, y tampoco tú sabes nada ni de los demás ni de tu persona. Pero soy superior a ti en esto: sé que no sé nada. Y puedo hacer conjeturas. Porque quizá los que te parecen bufones lloran bajo su áscar; y es posible que los que te parecen sacerdotes tengan su verdadero rostro desencajado por la alegría de engañarte; e ignoras si las mejillas de tus mujeres son de color ceniza bajo la seda. Y quién sabe si tú mismo, rey enmascarado de oro, no eres horrible a pesar de tus galas.
Entonces el bufón que tenía la boca más ancha hendida de alegría lanzó una risa sardónica semejante a un sollozo; y el sacerdote que tenía la frente más sombría dijo una súplica parecida a una risa nerviosa, y todas las máscaras de las mujeres se estremecieron.
Y el rey de la cara de oro hizo una señal. Y los guardias agarraron por los hombros al viejo de la cara desnuda y lo arrojaron por la gran puerta de la sala.
Transcurrió la noche, y el rey estuvo inquieto durante el sueño. Y por al mañana vagó por su palacio, pues un deseo malvado había reptado por su corazón. Pero ni en los dormitorios, ni en la alta sala embaldosada de los festines, ni en las salas pintadas y adornadas de las fiestas encontró lo que buscaba. En toda la extensión de la residencia real no había un solo espejo. Así lo habían acordado la orden de los oráculos y la ordenanza de los sacerdotes desde hacía largos años.
El rey no se divirtió en su negro trono con los bufones, ni escuchó a los sacerdotes, ni miró a sus mujeres: porque pensaba en su rostro.
Cuando el sol poniente lazó hacia las ventas del palacio la luz de sus ensangrentados metales, el rey abandonó la sala del brasero, apartó a los guardias, atravesó rápidamente los siete patios concéntricos cerrados con siete murallas resplandecientes, y salió furtivamente al campo por un portillo bajo.
Iba temblando, y sentía curiosidad. Sabía que encontraría otros rostros, y quizá el suyo. En el fondo de su alma quería estar seguro de su propia belleza. ¿Por qué aquel miserable mendigo había deslizado la duda en su pecho?
El rey de la máscara de oro llegó a los bosques que rodeaban el ribazo de un río. Los árboles estaban vestidos de cortezas pulidas y rutilantes. Había troncos deslumbrantes de blancura. El rey cortó algunos ramos, unos sangraban por el corte un poco de savia espumosa, y el interior permanecía veteado de manchas oscuras; otros revelaban mohos secretos y negras fisuras. La tierra estaba oscura y húmeda bajo la alfombra de varios colores de hierbas y florecillas. El rey dio vuelta con el pie a un grueso bloque veteado de azul cuyas laminillas resplandecían bajo los últimos rayos; y un sapo de buche desinflado escapó del escondijo fangoso con un sobresalto despavorido.
En la linde del bosque, sobre la corona del ribazo, el rey, surgiendo entre los árboles, se detuvo encantado. Había una muchacha sentada en la hierba; el rey veía sus cabellos trenzados en lo alto, su nuca graciosamente curvada, su ágil cintura que hacía ondular su cuerpo hasta los hombros, pues daba vueltas entre dos dedos de su mano izquierda a un huso muy repleto, y el extremo de un grueso copo se deshilaba junto a su mejilla.
Ellla se levantó deconcertada, dejó ver su rostro y, en su confusión, cogió entre sus labios las hebras del hilo a las que daba forma. Así, sus mejillas parecían cruzadas por un corte de matiz pálido.
Cuando el rey vio aquellos ojos negros agitados, y aquellas delicadas fosas nasales palpitantes, y aquel temblor de los labios, y aquella redondez del mentón que descendía hacia la garganta acariciada por luz rosa, se lanzó fuera de sí hacia la joven y cogió violentamente sus manos.
-Por primera vez querría -dijo- adorar una cara desnuda; querría quitarme esta máscara de oro, pues me separa del aire que besa tu piel; y los dos iríamos maravillados a mirarnos en el río.
La muchacha tocó sorprendida con la punta de los dedos las láminas metálicas de la máscara real. Pero el rey soltó impaciente los corchetes de oro; la máscara rodó por la hierba, y la muchacha, tapándose los ojos con las manos, lanzó un grito de horror.
Un instante después huía entre la sombra del bosque apretando contra su seno la rueca envuelta en cáñamo.
El grito de la joven resonó dolorosamente en el corazón del rey. Corrió por el ribazo, se inclinó hacia el agua del río, y de sus propios labios brotó un gemido ronco. En el momento en que el sol desaparecía detrás de las colinas oscuras y azules del horizonte acababa de percibir una cara blanquecina, tumefacta, cubierta de escamas, con la piel levantada por repugnantes hinchazones, y al punto conoció, gracias al recuerdo de los libros, que estaba leproso.
Como una amarilla mascara aérea, la luna subía por encima de los árboles. A veces se oía un batir de alas mojadas en medio de las cañas. Una estaela de bruma flotaba a lo largo del río. La reverberación del agua se prolongaba a gran distancia y se perdía en la profundidad azulada. Pájaros de cabeza escarlata arrugaban la corriente con círculos que se disipaban lentamente.
Y el rey, de pie, mantenía los brazos apartados de su cuerpo, como si le diera repugnancia tocarse.
Recogió la máscara y la colocó sobre el rostro. Como si caminara en sueños, se dirigió hacia palacio.
Golpeó el gong en la puerta de la primera muralla, y los guardias salieron en tumulto con sus antorchas. Iluminaron su faz de oro; y el rey tenía el corazón oprimido de angustia, pensando que los guardias veían sobre el metal escamas blancas. Y atravesó el patio bañado por la luna; y siete veces tuvo sobrecogido el corazón por la misma angustia en las siete puertas donde los guardias llevaron las antorchas rojas hacia su máscara de oro.
Mientras tanto, la pena crecía en su interior al mismo tiempo que la rabia, como una planta negra envuelta por una planta leonada. Los frutos sombríos y turbios de la pena y la rabia acudieron a sus labios, y él probó su amargo zumo.
Entró en palacio, y el guardia de su izquierda giró sobre la punta de un pie, con la otra pierna extendida, coronándose con un círculo luminoso de su sable, y el guardia de su derecha giró sobre la punta del otro pie, tras extender la pierna opuesta adornándose con una pirámide deslumbrante mediante rápidos torbellinos de su maza diamantina.
Y el rey no se acordó siquiera de que aquéllas eran las ceremonias nocturnas; pero pasó estremeciéndose por haber imaginado que los hombres de armas querían golpear o partir su horrible cabeza hinchada.
Los vestíbulos del palacio estaban desiertos. Algunas antorchas solitarias ardían muy bajas en sus argollas. Otras se habían apagado y lloraban frías lágrimas de resina.
El rey atravesó las salas de las fiestas donde los cojines bordados de tulipanes rojos y crisantemos amarillos áun estaban por el suelo, con mecedoras de marfil y sombríos asinteos de ébano con incrustaciones de estrellas de oro. Velos engomados y pintados con pájaros de patas irisadas y pico de plata colgaban del techo donde estaban empotradas fauces de animales en madera coloreada. Había candelabros de bronce verdoso hechos de una pieza y perforados por agujeros prodigiosos lacados en rojo por los que pasaba una mecha de seda cruda hasta el centro de arandelas llenas de un negro aceitoso. Había sillones largos, bajos y arqueados, en los que era imposible sentarse sin que la cintura se viera levantada, como llevada por unas manos. Había jarrones fundidos de metales casi transparentes, y que sonaban bajo el dedo de una manera aguda, como si estuvieran heridos.
En el extremo de la sala, el rey cogió un hachón de bronce que clavaba sus lenguas rojas en las tinieblas. Las gotitas llameantes de resina cayeron estremecidas sobre sus mangas de seda. Pero el rey no las vio. Se dirigió hacia una galería alta, oscura, donde la resina dejó un rastro perfumado. Allí, en las paredes cortadas por diagonales cruzadas, se veían unos retratos resplandecientes y misteriosos, pues las pinturas estaban enmascaradas y remataedas por tiaras. Sólo el retrato más antiguo, separado de los rostros, representaba a un joven pálido, de ojos dilatados por el espanto, con la parte inferior de la cara oculta bajo los ornamentos reales. El rey se detuvo ante ese retrato y lo iluminó levantando el hachón. Luego gimió y dijo: "¡Oh, tú, primero de mi estirpe, hermano mío, qué desdichados somos!". Y besó el retrato en los ojos.
Y ante el segundo rostro pintado, que estaba enmascarado, el rey detuvo y desgarró la tela de la máscara diciendo: "Esto es lo que había que hacer, padre mío, segundo de mi estirpe". Y de la misma manera fue desgarrando las máscaras de todos los demás reyes de su estirpe, hasta él mismo. Bajo las máscaras arrancadas se vio la desnudez oscura de la pared.
Luego llegó a las salas de los festines donde seguían puestas las relucientes mesas. Llevó el hachón por encima de su cabeza, y unas líneas purpúreas se precipitaron hacia los rincones. En el centro de las mesas había un trono con patas de león, sobre las que se desplomaba una piel moteada; la cristalería parecía apilada en las esquinas, con piezas de plata pulida y tapaderas caladas de oro ahumado. Algunos frascos reflejaban resplandores violetas; otros estaban chapados por dentro con delgadas láminas traslúcidas de metales preciosos. Como una terrible indicación de sangre, un destello del hachón hizo centellear una copa oblonga, tallada en granate, y en la que los coperos solían escanciar el vino de los reyes. Y la luz acarició también una cesta de plata trenzada donde estaban alineados panes redondos de sana corteza.
Y el rey atrafvesó las salas de los festines volviendo la cabeza. "¡No les ha dado vergüenza -dijo- morder bajo su máscara el revigorizante pan ni tocar el vino color sangre con sus labios blancos! ¿Dónde está aquel que, conociendo su mal, prohíbe los espejos en su casa? Está entre esos a los que he arrancado los falsos rostros: y he comido pan de su cesta, y he bebido el vino de su copa"...
Por una estrecha galería pavimentada de mosaico se llegaba a los dormitorios, y el rey se deslizó en ellos llevando delante de sí su antorcha sangrienta. Un guardia se adelantó, lleno de inquietud, y su cinturón de anchos anillos llameó sobre su blanca túnica; luego reconoció al rey por su faz de oro y se prosternó.
Una luz pálida iluminaba, desde una lámpara de bronce suspendida en el centro, una doble hilera de lechos mortuorios; las mantas de seda estaban tejidas con filamentos de viejos matices. Un caño de ónice dejaba correr monótonas gotas en un pilón de piedra pulida.
El rey contempló primero el aposento de los sacerdotes; y las máscaras graves de los hombres acostados eran semejantes durante el sueño y la inmovilidad. Y en el aposento de los bufones, la risa de su bocas dormidas tenía exactamente la misma amplitud. Y la inmutable belleza del rostro de las mujeres no se había alterado en el reposo; tenían los brazos cruzados sobre el pecho, o una mano bajo la cabeza, y no parecían preocuparse por su sonrisa, tan graciosa cuando la ignoraban.
En el fondo de la última sala se extendía un techo de bronce, con altorrelieves de mujeres inclinadas y flores gigantes. Los cojines amarillos conservaban la huella de un cuerpo agitado. Allí habría debido descansar, a esa hora de la noche, el rey de la máscara de oro; allí habían dormido durante años sus antepasados.
Y el rey apartó la cabeza de su lecho: "Han podido dormir -dijo- con ese secreto en su cara, y el sueño ha venido a besarlos en la frente, como a mí. Y no arrojaron su máscara al negro rostro del sueño, a fin de asustarlo para siempre. Y yo he rozado ese bronce, he tocado esos cojines donde en otro tiempo se dejaban caer los miembros de esos vergonzosos..."
Y el rey pasó a la cámara del brasero, donde la llama rosa y púrpura aún seguía danzando y lanzaba sus rápidos brazos sobre las paredes. Y dio en el gran gong de cobre un golpe tan sonoro que en todas las cosas metálicas de alrededor se produjo una vibración. Los guardias, asustados, se precipitaron medio desnudos, con sus hachas y sus bolas de acero erizadas de tachuelas, y aparecieron los sacerdotes, adormilados, llevando a rastras sus túnicas, y los bufones olvidaron todos los saltos de entrada sacramentales, y las mujeres asomaron en el hueco de las puertas su rostros sonrientes.
Entonces el rey subió a su trono negro y ordenó:
-He golpeado el gong a fin de reuniros apara una cosa importante. El mendigo ha dicho la verdad. Todos me engañáis aquí. Quitaos las máscaras.
Se oyó un estremecimiento de miembros, ropajes y armas. Luego, lentamente, los que estaban allí se decidieron y descubrieron sus caras.
Entonces el rey de la máscara de oro se volvió hacia los sacerdotes y examinó cincuenta gruesas caras risueñas con ojillos pegados por la somnolencia; y volviéndose hacia los bufones, observó cincuenta rostros macilentos surcados por la tristeza, con unos ojos sanguinolentos de insomnio; e, inclinándose hacia la media luna de sus mujeres sentadas, se rió burlón -porque sus rostros estaban llenos de aburrimiento y fealdad y cubiertos de estupidez-.
-Así me habéis engañado desde hace tantos años sobre vosotros mismo y sobre todo el mundo -dijo el rey-. Los que yo creía serios y me daban consejos sobre las cosas divinas y humanas son parecidos a odres hinchados de viento o de vino; y los que me divertían con su continua alegría estaban tristes hasta el fondo del corazón; y vuestra sonrisa de esfinge, oh, mujeres, ¡no significaba nada en absoluto! Qué miserables sois; pero sigo siendo el más miserable de vosotros. Soy rey y mi rostro parece regio. Pero, en realidad, ved: el más desgraciado de mi reino no tiene nada que envidiarme.
El rey se quitó su máscara de oro. Y un grito se elevó de las gargantas de quienes lo veían; porque la llama rosa del brasero iluminaba sus escamas blancas de leproso.
-Son ellos los que me engañaron; me refiero a mis padres -gritó el rey-, que eran leprosos como yo y me transmitieron la enfermedad con la herencia real. Ellos me engañaron, y os obligaron a mentirme.
Por el gran ventanal de la sala, abierto al cielo, la moribunda luna mostró su máscara amarilla.
-Así como esa luna -dijo el rey-; que siempre vuelve hacia nosotros el mismo rostro de oro, tal vez tengan otra faz oscura y cruel, quizá así mi realeza se exetendió sobre mi lepra. Pero ya no veré más la apariencia de este mundo, y dirigiré mi mirada hacia las cosas oscuras. Aquí, ante vosotros, me castigo por mi lepra, y por mi mentira, y a mi estirpe conmigo.
El rey levantó su máscara de oro, y, despue sobre el trono negro, entre la agitación y las súplicas, hundió en sus ojos los corchetes laterales de la máscara con un grito de angustia; y por última vez, una luz roja resplandeció ante él, y una oleada de sangre corrió sobre su rostro, sobre sus manos, sobre los oscuros escalones del trono. Se desgarró las vestiduras, descendió tambaleándose los peldaños y, apartando a tientas a los guardias mudos de horror, partió solo en la noche.
Y el rey leproso y ciego caminaba en la oscuridad. Tropezó con las siete murallas concéntricas de sus siete patios, y con los antiguos árboles de la residencia real, y se hizo heridas en las manos al tocar las espinas de los setos. Cuando oyó el sonido de sus pasos, supo que estaba en el camino real. Anduvo durante horas y horas sin sentir siquiera la necesidad de tomar alimento. Sabía que el sol lo iluminaba por el calor que inundaba su rostro, y reconoció la noche por el frío de la oscuridad. La sangre que había corrido de sus ojos arrancados cubría su piel con una costra negruzca y seca. Y cuando hubo caminado mucho tiempo, el rey ciego se sintió cansado, y se sentó al borde del camino. Ahora vivía en un mundo oscuro y sus miradas se habían vuelto hacia el interior de sí mismo.
Cuando vagaba por esa llanura sombría de sus pensamientos oyó un ruido de campanillas. Enseguida imaginó la vuelta de un rebaño de ovejas de espesa lana guido por carneros cuya gruesa cola colgaba hasta el suelo. Y tendió las manos para tocar la lana blana, sin vergüenza alguna ante los animales. Pero sus manos encontraron otras manos tiernas, y una voz dulce le dijo:
-Pobre ciego, ¿qué quieres?
Y el rey reconoció la encantadorea voz de una mujer.
-No debes tocarme -gritó el rey-. ¿Pero dónde están tus ovejas?
Ahora bien, la muchacha que estaba ante él era leprosa, y por eso llevaba campanillas colgadas de su ropas. Como no se atrevió a confesarlo, respondió con una mentira:
-Vienen algo detrás de mí.
-¿Adónde vas así? -dijo el rey ciego.
-Vuelvo a la Ciudad de los Miserables -respondió ella.
Entonces el rey se acordó de que, en un lugar apartado de su reino, había un asilo en el que se refugiaban los que habían sido rechazados de la vida por sus enfermedades o crímenes. Vivían en chozas construidas por ellos mismos o encerrados en guaridas excavadas en el suelo. Y su soledad era extrema.
El rey decidió dirigirse a esa ciudad.
-Llévame -dijo.
La muchacha le cogió por el pliegue de su manga.
-Déjame lavarte la cara -dijo ella-, porque la sangre ha corrido por tus mejillas desde hace una semana por lo menos.
Y el rey tembló, pensando que ella iba a horrorizarse ante su lepra y abandonarlo. Pero, en vez de eso, sacó agua de su calabaza y lavó la cara del rey. Luego dijo:
-Pobre, ¡cuánto has debido de sufrir al arrancarte los ojos!
-¡Cuánto he sufrido antes, sin saberlo! -dijo el rey-. Pero vamos. ¿Llegaremos esta noche a la Ciudad de los Miserables?
-Eso espero -dijo la joven.
Y lo guió hablándole con ternura. Sin embargo, el rey ciego oía las campanillas y, volviéndose, quería acariciar a las ovejas. Y la joven temía que adivinase su enfermedad.
Pero el rey estaba extenuado de fatiga y de hambre. Ella sacó un trozo de pan de su zurrón y le ofreció su calabaza. Pero él lo rechazó, temiendo contaminar el pan y el agua. Luego preguntó:
-¿Ves la Ciudad de los Miserables?
-Todavía no -dijo la joven.
Y siguieron caminando. Ella cogió para él lotos azules, y él los a<msticó para refrescarse la boca. El sol se inclinaba hacia los grandes arrozales que ondulaban en el horizonte.
-Siento el olor de la comida que sube hacia mí -dijo el rey ciego-. ¿No nos acercamos a la Ciudad de los Miserables?
-Todavía no -dijo la muchacha.
Y cuando todavía el disco sangriento del sol surcaba el cielo violeta, el rey se desmayó de cansancio e inanición. Al final del camino temblaba una delgada columna de humo entre techumbres de herbazales. La bruma de los pantanos flotaba alrededor.
-Ahí está la ciudad -dijo la joven-; la veo.
-Entraré solo en ella -dijo el rey ciego-. No tenía más que un deseo; me habría gustado reposar mis labios en los tuyos, para refrescarme en tu cara que debe de ser tan bella. Pero te habría manchado porque soy leproso.
Y el rey se desvaneció en la muerte.
Y la muchacha estalló en sollozos viendo que la cara del rey era pura y límpida, y sabiendo que ella misma había temido mancharla.
Pero de la Ciudad de los Miserables se adelantó un viejo mendigo de barba erizada, cuyos ojos inciertos temblaban.
-¿Por qué lloras? -dijo.
Y la joven respondió que el rey ciego había muerto, después de haberse arrancado los ojos creyendo que estaba leproso.
-Y no ha querido darme un beso de paz -dijo ella- para no mancharme; y yo soy la veradera leprosa a la faz del cielo.
Y el viejo mendigo le respondió:
-Sin duda la sangre
del corazó que había brotado por sus ojos lo curó de la
enfermedad. Y ha muerto creyendo que tenía una máscara miserable.
Pero, a esta hora, ya ha abandonado las máscaras, de oro, de lepra y
de carne.
lunes, 1 de junio de 2020
Las miradas. Magda Hollander-Lafon.
Mi memoria se abre
dolorosamente a base de llamadas. Salgo de ese largo túnel en el que
me he enterrado.
Millares de miradas han desaparecido.
Sin saber por qué. Me llaman.
Están llenas de pena.
De humillación.
Encendidas por el hambre.
Apagadas por la sed.
La mirada crispada de una compañera con los colmillos de un perro hundidos en la carne.
Pierde la vida con cada paso.
La mirada aniquilada de otra que muere a palos.
Centenares de miradas que se apagan, exhaustas por largas horas de recuentos.
En millares de rostros perdidos, el abatimiento de una vida abortada demasiado pronto.
Los camiones llegan y se marchan por las largas avenidas de la desesperación.
Llenos de vidas amontonadas con ojos de más allá.
Las manos tendidas, descarnadas, se aferran a la vida con gritos perdidos.
La chimenea crepita.
El cielo está bajo y gris y amarillo.
Respiramos sus cenizas dispersadas al viento.
Treinta años después
perforo, conmovida, el espeso muro de mi memoria.
Para que todas esas miradas
que mendigan esperanza
no se conviertan
Millares de miradas han desaparecido.
Sin saber por qué. Me llaman.
Están llenas de pena.
De humillación.
Encendidas por el hambre.
Apagadas por la sed.
La mirada crispada de una compañera con los colmillos de un perro hundidos en la carne.
Pierde la vida con cada paso.
La mirada aniquilada de otra que muere a palos.
Centenares de miradas que se apagan, exhaustas por largas horas de recuentos.
En millares de rostros perdidos, el abatimiento de una vida abortada demasiado pronto.
Los camiones llegan y se marchan por las largas avenidas de la desesperación.
Llenos de vidas amontonadas con ojos de más allá.
Las manos tendidas, descarnadas, se aferran a la vida con gritos perdidos.
La chimenea crepita.
El cielo está bajo y gris y amarillo.
Respiramos sus cenizas dispersadas al viento.
Treinta años después
perforo, conmovida, el espeso muro de mi memoria.
Para que todas esas miradas
que mendigan esperanza
no se conviertan
en
polvo.
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