martes, 16 de junio de 2020

Llorar a orillas del río Mapocho. Augusto Monterroso.

En las entrevistas largas llega siempre el momento de responder a la pregunta de si uno vive de lo que escribe, y las respuestas varían entre lo tajante en que el interpelado dice con toda claridad que no, hasta aquellas en que se embrolla tratando de declarar la verdad (esto es, también que no) pero dejando entrever que sí, que más o menos, que en cierta forma sus libros son un éxito.
Uno vive de muchas cosas, de lo que busca con intención y de lo que las circunstancias van disponiendo, y es evidente que no hay dos experiencias iguales: mientras Shakespeare escribía sus obras y las actuaba en Londres, Cervantes cobraba los impuestos o recolectaba granos para la Armada Invencible (destinada entre otras cosas a acabar, sin proponérselo, con el teatro de Shakespeare). Shakespeare era próspero y Cervantes pobre, cada uno como reflejo de sus respectivos países.
Tal vez por eso la pregunta de si uno vive de sus libros sólo se haga en ciertos lugares. No recuerdo si también en España, pero raramente la he visto formulada en Estados Unidos, Francia o Alemania. En estos últimos o no les interesa de lo que viva el escritor, o sólo se entrevista a aquellos que obviamente han pasado la barrera de esa duda. O de las preguntas tontas.
En cuanto a nosotros, somos como Ginés de Pasamonte, gente de muchos oficios, y nuestra herencia es la picaresca y unas veces estamos presos y otras andamos con un mono adivino o una cabeza parlante, mientras al margen escribimos lo que buenamente podemos.
Para un latinoamericano que un día será escritor las tres cosas más importantes del mundo son: las nubes, escribir y, mientras puede, esconder lo que escribe. Entendemos que escribir es un acto pecaminoso, al principio contra los grandes modelos, en seguida contra nuestros padres, y pronto, indefectiblemente, contra las autoridades.
Sé que está en la mente de todos y que lo que voy a decir es bastante obvio y por eso he querido demorarlo un tanto; pero en fin, tengo que decirlo: el destino de quienquiera que nazca en Honduras, Guatemala, Uruguay o Paraguay y que por cualquier circunstancia, familiar o ambiental, se le ocurra dedicar parte de su tiempo a pensar y de ahí a escribir, está en cualquiera de las tres famosas posibilidades: destierro, encierro o entierro. Así que más tarde o más temprano, si logra evitar el último, llegará el día en que se encuentre con una maleta en la mano y en la maleta un suéter, una camisa de repuesto y un tomo de Montaigne, al otro lado de cualquier frontera y en una ciudad desconocida, oyendo otras voces y viendo otras caras, como quien despierta de un mal sueño para encontrarse con una pesadilla.
Entonces, como por supuesto es pobre, comenzará a ver pasar frente a él los múltiples oficios, y a imaginarse mesero, fotógrafo ambulante, vendedor de libros y, hasta con suerte, lector de una señora rica; todo, menos escritor; y a la tercera semana, y a la cuarta, cuando nada de aquello ocurra, envidiará a los perros callejeros, que no tienen obligaciones, y a las parejas de ancianos que se pasean en los parques, y sobre todo, precisamente sobre todo, a las nubes, las maravillosas nubes.


En 1954 llegué exiliado a Santiago de Chile, procedente de Bolivia, en donde había sido durante un tiempo secretario de la embajada y cónsul de mi país (oficio ocasional del que por fortuna lo relevan a uno las revoluciones o los cuartelazos), Guatemala. Al darse cuenta de mi pobreza extrema, cuanta persona encontraba me invitaba a cenar para hacerme ver las posibilidades de desempeñar algún oficio, cualquier oficio: el de escritor quedaba descartado no sólo por improductivo sino porque a mí me horrorizaba (y me sigue horrorizando) la idea de escribir para ganar dinero.
El mejor consejo me lo dio José Santos González Vera, con la aprobación de Manuel Rojas y el posterior apoyo sonriente de Pablo Neruda:
-Mire -me dijo un día, quizá el siguiente de mi llegada-; yo nunca doy consejos, pero por ser usted le voy a dar uno. Si para ganarse la vida tiene ahora que vender algo, no se vaya a dedicar a vender cosas pequeñas, como escobas o planchas. Eso da mucho trabajo, deja poco dinero, y por lo general la gente ya tiene una escoba y una plancha. Venda acorazados. Con uno que venda tiene ya resuelto el problema suyo y de su esposa para toda la vida.
Por fin alguien me dijo que por qué no traducía algo, y como todos creemos saber poco o mucho de inglés o francés (el latín quedaba descartado), el mismo autor de Cuando era muchacho me dio una tarjeta para el señor Sañartu, gerente o presidente o algo así de la entonces famosa editorial Zig-Zag, a quien fui a ver y quien desde su gran altura la leyó y casi sin oírme, tal vez porque yo casi no dije nada, llamó a una secretaria, quien me llevó ante el escritorio de una señorita (me pareció, y tal vez no lo fuera tanto, pero en ese momento yo no estaba para averiguarlo, no sólo por el tremendo estado nervioso por el que pasaba, sino, sencillamente, pensé, porque no había ido a eso y ya habría, según mi trato con la editorial y la frecuencia con que me presentara a recoger o entregar trabajo, ocasión de saberlo), quien amable me preguntó si prefería el inglés o el francés, a lo que yo le respondí que el inglés, porque ahora en la diplomacia se usaba más el inglés y habiendo sido yo hasta hace poco diplomático, pues sí, prefería el inglés.
Entonces sacó de alguna parte una revista llamada Ellery Queen, de formato parecido al del Reader's Digest pero dedicada al crimen, y me propuso que como prueba tradujera un cuento, el que yo quisiera, y que nos veríamos en una semana, ¿en una semana estaría bien?


Traducir puede ser muy fácil, muy difícil o imposible, según lo que te propongas y el tiempo y el hambre que tengas; y uno nace o, si se deja, se va convirtiendo en traductor y enamorándose de la idea de que eso le servirá para su propio oficio de escritor, y sin sentirlo uno puede llegar a saber si cada frase que logra dejar perfecta es suya o de quién; pero lo que importa es que la frase esté bien y fluida y suene en español y por momentos, al poner el punto en cada párrafo y tomar el papel y verlo a cierta altura, uno puede hasta sentirse con gusto Bertrand Russell o Molière, ¿pero Elerry Queen?
En todo eso pensé cuando en la soledad de mi cuarto comencé a escoger una vez más el cuento que traduciría y el tiempo pasaba y yo no me decidía porque todos eran de gángsters y yo no entendía nada, no sabía nada, y el efecto del vino de la noche anterior me pedía salir a la calle en cuanto fueran las doce del día, hasta que me decidí por uno en que el crimen ocurría entre jugadores de béisbol. De béisbol, que como tantas otras cosas yo creía conocer.
Todas mis pertenencias consistían entonces en una máquina de escribir portátil, una caja vacía de madera sobre la que tenía la máquina, y una de cartón sobre la que puse la revista y un poco de papel.
Y mi diccionario manual inglés-español español-inglés.
Estaba ahí, pues, sentado, dispuesto a releer el cuento que leído un día antes me había parecido el cuento más fácil y divertido, pero que ahora, al tener que pasarlo al español frase por frase, comencé a odiar y a convertir en un enemigo poco dispuesto a dejarse vencer y que se negaba a transformarse en prisionero de un idioma extraño en que las frases eran demasiado largas o explicativas, y en el cual lo que era gracioso o ágil a través de un diálogo increíblemente simple pero lleno de sentido, se troncaba en algo tonto y forzado, y para nada encajaba en lo que yo, de ser el autor, hubiera dicho o pensado.
Pero el autor no era yo sino Ellery Queen, y Ellery quería que las cosas marcharan rápido, sin preocuparse para nada por otro estilo que no fuera directamente al espíritu de sus lectores, si es que alguna vez había supuesto que estos lo tuvieran, o por lo menos a su emoción o interés para que al final, sintiéndose buenos, se identificaran con los buenos, y sintiéndose inteligentes pudieran pensar: "¡Claro!", y pasar a otra cosa.
Y así transcurrieron cuatro o cinco días. Y el cuento comenzó a ser legible en español, gracias, más que a mi pequeño diccionario (ocupado en las exactas equivalencias de perro y dog y mesa y table pero de ninguna manera en los modismos de los campos de béisbol), a la ayuda de mi amigo Darwin (Buda) Flakoll, a quien el sábado y domingo importuné con preguntas. Y el cuento se convirtió en buen ejemplo de precisión y honestidad intelectual logradas después de seis días y sus noches de tormento, para que al final quedara claro que hay lanzadores (pitchers) que a la mitad del juego se derrumban porque tienen el brazo de cristal, como uno tiene techo de cristal y muchas mujeres la virtud; y se supiera que alguien había matado por envidia a otro jugador, o por celos a su esposa, lo que he olvidado, en la forma contraria en que nunca olvidaré mi entrevista con la señorita de Zig-Zag, el lunes, cuando resuelto a morirme de hambre antes que a seguir traduciendo aquello me presenté a devolverle para siempre su revista, y sin importarme más su virginidad, salí a la calle bajo el sol deslumbrante y me encaminé al río Mapocho, que pasa por ahí, y me senté en la orilla y lloré de humillación hasta que , siendo benditamente otra vez las doce, me incorporé y fui a la venta de vino más cercana y una copa de vino tras otra me volvieron a la vida y a la idea de que todo estaba bien, de lo más bien.

La palabra mágica, 1983.

lunes, 15 de junio de 2020

El niño lobo del cine Mari. José María Merino.

La doctora estaba en lo cierto: ningún proceso anormal se desarrollaba dentro del pequeño cerebro, ninguna perturbación patológica. Sin embargo, si hubiese podido leer el mensaje contenido en los impulsos que habían determinado aquellas líneas sinuosas, se hubiera sorprendido al encontrar un universo tan exuberante: el niño era un pequeño corneta que tocaba a la carga en el desierto, mientras ondeaba el estandarte del regimiento y los jinetes de Toro Sentado preparaban también sus corceles y sus armas, hasta que el páramo polvoriento se convertía en una selva de nutrida vegetación alrededor de una laguna de aguas oscuras, en la que el niño estaba a punto de ser atacado por un cocodrilo, y en ese momento resonaba entre el follaje la larga escala de la voz de Tarzán, que acudía para salvarle saltando de liana en liana, seguido de la fiel Chita. O la selva se transmutaba sin transición en una playa extensa; entre la arena de la orilla reposaba una botella de largo cuello, que había sido arrojada por las olas; el niño encontraba la botella, la destapaba, y de su interior salía una pequeña columnilla de humo que al punto iba creciendo y creciendo hasta llegar a los cielos y convertirse en un terrible gigante verdoso, de larga coleta en su cabeza afeitada y uñas en las manos y en los pies, curvas como zarpas. Pero antes de que la amenaza del gigante se concretase de un modo claro, la playa era un navío, un buque sobre las olas del Pacífico, y el niño acompañaba a aquel otro muchacho, hijo del posadero, en la singladura que les llevaba hasta la isla donde se oculta el tesoro del viejo y feroz pirata.
Una vez más, la doctora observó perpleja las formas de aquellas ondas. Como de costumbre, no presentaban variaciones especiales. Las frecuencias seguían sin proclamar algún cuadro particularmente extraño. Las ondas no ofrecían ninguna alteración insólita, pero el niño permanecía insensible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y embobada.
El niño apareció cuando derribaron el Cine Mari. Tendría unos nueve años, e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de pantalón corto, y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines blancos. La máquina echó abajo la última pared del sótano (en la que se marcaban las huellas grotescas que habían dejado los urinarios, los lavabos y los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o bocas, los bordes seccionados de las tuberías) y, tras la polvareda, apareció el niño, de pie en medio de aquel montón de cascotes y escombros, mirando fijamente a la máquina, que el conductor detuvo bruscamente, mientras le increpaba, gritando:
–Pero qué haces ahí, chaval. Quítate ahora mismo.
El niño no respondía. Estaba pasmado, ausente. Hubo que apartarlo. Mientras las máquinas proseguían su tarea destructora, le sacaron al callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios proclamaban una larga clausura, y le preguntaban.
Pero el niño no contestó: no les dijo cómo se llamaba, ni dónde vivía. No les dio atisbo alguno de su identidad. Al cabo, se lo llevaron a la comisaría. Aquel raro atildamiento de maniquí antiguo, y el perenne mutismo, desconcertaban a los guardias. Al día siguiente, las dos emisoras daban la curiosa noticia, y en el periódico, por la mañana, salió una fotografía del niño, con su rictus serio y aquellos ojos fijos y ausentes.
La doctora puso en marcha el aparato y comenzó a oírse otra vez el cuento. En el niño hubo un breve respingo, y sus ojos bizquearon levemente, como agudizando una supuesta atención cuyo origen tampoco podía ser comprobado. Tanto los sonidos reproducidos a través de algún instrumento como las imágenes proyectadas de modo artificial, le hacían reaccionar del mismo modo, y producían unas ondas como de emoción o súbito interés. La doctora suspiró y le palmeó las pequeñas manos, dobladas sobre el regazo.
–Pero di algo.
El niño, una vez más, permanecía silencioso y absorto. Al parecer, su nombre era Pedro. Al poco tiempo de haberse publicado la foto en el periódico, una señora llorosa se presentaba en la redacción con la increíble nueva de que el niño era hijo suyo, un hijo desaparecido hace treinta años. La señora era viuda de un fiscal notorio por su dureza. Le acompañaban una hija cuarentona. Extendió sobre la mesa del director una serie de fotos de primera comunión en que era evidente el parecido. Acabaron por entregarle el niño a la señora, al menos mientras el caso se aclaraba definitivamente. El hecho de que un niño desaparecido treinta años antes (en un suceso misterioso que había conmovido a la ciudad y en el que se había aludido a causas de venganzas oscuras) apareciese de aquel modo, como si sólo hubiesen transcurrido unas horas, era tan extraño, tan fuera del normal acontecer, que a partir del momento en que se le atribuyó aquella identidad, ni la prensa ni la radio volvieron a hacerse eco de la noticia, como si el voluntario silencio pudiese limitar de algún modo lo monstruoso del caso.
Sin embargo, el asunto era objeto de toda clase de hipótesis, comentarios y conclusiones en mercados y peluquerías, oficinas y tertulias y, por supuesto, en cada uno de los hogares. Hasta tal punto el tema parecía extraño, que los amigos de la familia dudaban si lo más adecuado sería darle a la madre la enhorabuena o el pésame. Al aparecido le llamaron “el niño lobo” desde que ingresó en la Residencia, aunque la doctora señalaba lo impropio de la denominación, ya que el niño no manifestaba ningún comportamiento por el que pudiese ser asimilado a aquel tipo de fenómenos, sino sólo una especie de catatonía, de rara estupefacción. Sin embargo, las extrañas circunstancias de su aparición, aquella presencia alucinada, sugerían realmente que el niño hubiese sido recuperado fortuitamente de algún remoto entorno, virgen de presencia humana.
Puso música y el niño tuvo otro pequeño sobresalto. Era un niño muy guapo. Ahora la miraba como si quisiera decirle algo, pero ella sabía que era inútil animarle. Aquella supuesta intención era sólo una figuración suya. El desconocido pensamiento del niño estaba muy lejos. Era una verdadera pena.
–Te voy a llevar al cine –dijo la doctora.
Primero, le reconocieron en la Residencia. Luego, la familia le había trasladado a Madrid, buscando esa mayor ciencia que siempre en provincias se atribuye a la capital. Pero no hubo mejores resultados. Cuando volvió, el niño mantenía la misma presencia atónita y, aunque las hermanas hablaban de llevarle a California (donde al parecer las cosas del cerebro estaban muy estudiadas), la madre se había acostumbrado ya a la presencia inerte de aquel muñeco de carne y hueso, y posponía la decisión de separarse de él.
De vuelta a la ciudad, el niño seguía subiendo a la Residencia, donde la doctora le miraba todas las semanas. La doctora era bastante joven, y se estaba tomando el caso con mucho interés. Además de las connotaciones médicas y científicas del asunto, le fascinaba la impasibilidad de aquel ser mudo, cuyos ojos parecían mostrar, junto a un gran olvido, un desolado desconcierto.
La evidente influencia que producía en el cerebro del niño cualquier imagen o sonido proyectado a través de medios artificiales, le había sugerido la idea de llevarle al cine. La doctora era poco aficionada al cine, sobre todo por una falta de costumbre que provenía de su origen rural, de un internado severo de monjas y de una carrera realizada con bastantes esfuerzos y poco tiempo de ocio. Sus descansos vespertinos solía emplearlos en la lectura de temas vinculados a su profesión, y sólo de modo ocasional (y más como ejercitando un obligado rito colectivo, donde lo menos significativo era el espectáculo en sí) asistía a la proyección de alguna película que la publicidad o los compañeros proclamaban como verdaderamente importante. La idea le surgió al ver las largas colas llenas de niños que rodeaban al Emperador. Al parecer, se trataba de una de esas películas de enorme éxito en todas partes, que se pregonan como muy apropiadas al público infantil, con batallas espaciales y mundos imaginarios.
La doctora se proponía observar cuidadosamente al niño a lo largo de toda la sesión, escrutando el pulso, la respiración y otras manifestaciones físicas del posible impacto que la visión de la película pudiese tener en aquel ánimo misteriosamente ajeno.
Le observó durante los primeros minutos de proyección. El niño se había acurrucado en la butaca y observaba la pantalla con una avidez de apariencia inteligente. Mientras tanto, la historia comenzaba a desarrollarse. Una espectacular nave aérea perseguía a otra navecilla por un espacio infinito, fulgurante de estrellas, muy bien simulado. La nave perseguidora hace funcionar su artillería. La pequeña nave es alcanzada por los disparos de raro zumbido, y atrapada al fin por medio de poderosos mecanismos. El vencedor llega para conocer su presa. Es una estampa atroz: una figura alta, oscura, con un gran casco negro parecido al del ejército, cuyo rostro está recubierto por una mezcla imprecisa de animales y objetos: ratas, mandriles, cerdos, caretas antigás.
Entonces, el niño extendió su mano y sujetó con fuerza la de la doctora. Ella sintió la sorpresa de aquel gesto con un impacto más que físico. Exclamó el nombre del niño. Le observó de cerca, al reflejo de las grandes imágenes multicolores. En los ojos infantiles persistía aquella mirada inteligente, absorta en la percepción óptica, y la doctora sintió una alegría esperanzada.
La princesa ha sido capturada, aunque ha conseguido lanzar un mensaje que sus perseguidores no advirtieron. Mientras tanto, sus robots llegan a un desierto reverberante, cuya larga soledad sólo presiden los restos de gigantescos esqueletos. El cielo está inundado de un extraño color, en un crepúsculo de varios soles simultáneos.
Sin darse cuenta, la atención de la doctora se distrajo en aquella insólita aventura y no percibió que el niño había soltado su mano. El niño había soltado su mano, y atravesaba la oscuridad multicolor, ascendía por la rampa de la nave, conseguía introducirse en ella como disimulado polizón.
La nave corría rápidamente al espacio oscuro, lleno de estrellas, que la rodeaba como un cobijo. Los héroes vigilaban el fondo del cielo para prevenir la aparición del enemigo.
Al fin, la doctora se dio cuenta de que el pequeño había soltado su mano y volvió la cabeza a la butaca inmediata. Pero el niño ya no estaba y, del mismo modo que había sucedido en aquella lejana desaparición primera, la búsqueda fue completamente infructuosa.

Cuentos del reino secreto, 1982.

domingo, 14 de junio de 2020

Mientras dormimos. Juan José Millás.

Una pareja de jóvenes donostiarras tuvo una niña muy deseada a la que, por razones obvias, llamaron Desiré. La noticia fue recibida con enorme alegría por toda la familia y su entorno. Como es habitual en estos casos, Desiré recibió multitud de regalos, unos de carácter práctico y otros de orden inmaterial. La madre la amamantaba mientras el padre observaba con arrobo la escena, etcétera. Por las tardes, abrigaban a la criatura, pues había nacido en pleno invierno, y salían a pasear deteniéndose ante los escaparates y entrando en las tiendas, donde los empleados hacían carantoñas a la criatura.

Un día, al poco del feliz acontecimiento, el padre de Desiré se despertó a medianoche y no vio, junto a la cama de matrimonio, la cunita de la niña. Sorprendido por la ausencia, se dirigió a la habitación de al lado, por si su mujer la hubiera llevado allí por alguna razón que no se alcanzaba. No la halló. Angustiado, volvió al dormitorio principal con la intención de despertar a su mujer. Pero una sospecha interior le detuvo. ¿Y si todo hubiera sido un sueño? ¿Y si Desiré no existía? Como tenía complejo de inferioridad, nunca daba crédito a sus certezas, de modo que recorrió toda la casa en busca de los rastros típicos de un bebé sin encontrar ninguno. No había regalos, no había pañales, no había cremas ni colonias, no había patucos, no había en el salón un cochecito para salir de paseo… Tampoco olía a bebé ni a leche materna. Dios mío, se dijo, ¿habría sido todo un delirio?

Sin hacer ruido, para no despertar a su esposa, se metió en la cama e intentó dormir imaginando que la luz del día pondría de nuevo las cosas en su sitio. Al sonar el despertador, dejó que lo apagara su mujer e hizo como que seguía durmiendo. Ella se levantó con naturalidad y no dijo nada pese a que la cuna, como él comprobó entreabriendo un poco los ojos, continuaba desaparecida. Finalmente salió de la cama y se dirigió a la cocina para preparar un café. Al poco, apareció su esposa. Le pareció que había llorado, pero no se atrevió a preguntarle por qué. Desayunaron en silencio y cada cual se fue a su trabajo. Jamás pudo explicarse aquel misterio que guardó para sí mismo toda la vida.

Articuentos escogidos, 2012.

sábado, 13 de junio de 2020

Mr. Steinway. Robert Bloch.

La primera vez que vi a Leo creí que estaba muerto.
Su cabello eran tan negro y su piel tan blanca… Nunca había visto unas manos tan pálidas y delgadas. Las tenía cruzadas sobre el pecho, moviéndose al ritmo de su respiración. Había algo repelente en todo aquello, en él… Era su delgadez extrema, era su expresión de nada en la cara. Era como una máscara mortuoria hecha al muerto poco después de que se largara para siempre. Miré a Leo un poco más y empecé a moverlo.
Entonces abrió los ojos y de inmediato me enamoré de él.
Se incorporó, estiró las piernas en el enorme sofá, me miró y se puso de pie. O supuse que hizo todo eso, porque en realidad me fijaba en sus pupilas marrones, en el calor que desprendía su mirada; ese calor que hizo que le hiciese de inmediato un lugar en mi corazón.
Sé bien cómo suena todo esto. Pero no soy una colegiala, ni llevo un diario, y hace años que soy una especie de viejo cangrejo loco, muy loco… Hace mucho tiempo que alcancé la madurez emocional.
Pero él abrió los ojos y me enamoré a primera vista.
Harry hizo entonces las oportunas presentaciones.
-… Dorothy Endicott… Te oyó tocar la semana pasada en Detroit y deseaba conocerte… Dorothy, es Leo Winston…
Era muy alto y tenía una especie de tic, una cierta inclinación de la cabeza que hacía sin mover los ojos. No sé si dijo encantado o mucho gusto, da igual… Me miraba.
Lo hice todo mal. Me turbé. Reí como una boba. Dije algo acerca de lo mucho que le admiraba, y encima lo repetí varias veces.
Pero también hice bien una cosa. Miré atrás. Harry dijo que debíamos salir ya para no molestarle en exceso y, como la puerta estaba abierta, hacia allí que me fui… Harry me había prometido, además, entradas para el día siguiente, para asistir al concierto de piano de Leo, encima tenía que arreglar lo de los periódicos, las crónicas, todo eso, así que…
-¿Hay alguna razón por la que deba usted irse tan aprisa, miss Endicott? -me preguntó entonces Leo.
No había ninguna razón, le respondí. Así que quien se fue a hacer lo que tenía que hacer fue Harry, como el buen samaritano que era, y me quedé a charlar un rato con Leo Winston.
No recuerdo de qué hablamos. Es sólo en los cuentos donde la gente puede recordar conversaciones mantenidas mucho tiempo atrás, pura verborrea; es sólo en los cuentos donde la gente observa con total corrección las reglas de la gramática cuando refiere historias de mucho tiempo atrás, aunque sean una pura verborrea.
Sí, me quedé con que su nombre real era el de Leo Weinstein… Y que tenía treinta y un años… Y que estaba soltero… Y que le encantaban los gatos siameses… Y que una vez se había roto una pierna, esquiando en Saranac. Y que le gustaba beberse un Manhattan con vermut seco.
Fue entonces después de eso cuando comencé a hablar de mí misma… Luego (creo que podía leer en mis ojos más cosas de las que le dije) me preguntó si quería conocer a Mr. Steinway.
Dije que sí, claro. Y fuimos a otra habitación, separada por puertas corredizas. Allí estaba Mr. Steinway, todo negro y reluciente, sonriendo con sus dieciocho dientes.
-¿Le gustaría que Mr. Steinway tocara algo para usted? -me preguntó Leo.
Asentí, sintiendo que me subía un calor debido, sin duda, a los dos Manhattans que ya me había tomado acompañando a Leo; puede que fuese aquel calor de la inspiración del que hablaba él; no me había sentido así de bien desde que tenía trece años y estaba enamorada de Bill Prentice, aquel día en que me preguntó si quería verlo dar volatines.
Así que Leo se sentó y acarició a Mr. Steinway igual que acariciaba yo a Angkor, mi gatita siamesa. Y tocaron para mí. Tocaron la Appassionata y algunas cosas más de El Pájaro de Fuego, y cierta rareza exquisita de Prokofieff, y alguna cosa de los Scott, Cyril y Raymond… Supongo que Leo quiso demostrarme su versatilidad, o quizá aquel repertorio fue cosa de Mr. Steinway… En cualquier caso, quedé encantada y lo expresé enfáticamente.
-Me alegra mucho que aprecie usted como es debido a Mr. Setinway -dijo Leo-. Es muy sensible; comprenderá usted que sea para mí tan importante como un miembro de la familia; lleva conmigo mucho tiempo, unos once años… Fue un regalo de mi madre cuando debuté en el Carnegie.
Leo se levantó del piano para sentarse junto a mí; mientras tocaba me había sentado frente a él, de forma que podía verle los ojos. Acarició a Mr. Steinway y le dijo:
-Es hora de que te vayas a descansar un rato, antes de que vengan a buscarte.
-¿Qué ocurre? -pregunté-. ¿Está enfermo Mr. Steinway?
-No exactamente -dijo Leo, que no parecía asustado sino vital, lleno de energía hasta tal punto que me pregunto cómo podía haberme parecido muerto cuando lo vi descansando-. Quiero que esté esta noche en la sala de conciertos, mañana tocará conmigo… ¿Irá usted a vernos?
La única respuesta que se me ocurrió fue “estás loco, muchacho”, pero me reprimí. Aunque no me resultaba fácil reprimirme cuando estaba con Leo… Mucho menos cuando me miraba como en ese momento, con sus ojos hambrientos, repasando la tapa del piano con sus dedos, como antes había acariciado las teclas.
Creo que me he expresado claramente, no hace falta que diga nada más.
Cierto que fui más que clara la noche siguiente. Salimos, tras el concierto, Harry y su esposa, Leo y yo… Y pronto nos quedamos solos Leo y yo, y fuimos a su apartamento, y en aquel salón no había más luz que la de una vela, y ni siquiera estaba allí Mr. Steinway, con lo que el apartamento parecía vacío, él que era el dueño y señor de aquellas habitaciones. Contemplamos las estrellas sobre Central Park y luego nos miramos el reflejo que hacían en nuestras pupilas. No voy a compartir con nadie lo que nos dijimos y lo que hicimos.
Al día siguiente, después de leer los periódicos, salimos a dar un paseo por Central Park. Leo tenía que esperar a que le llevasen a Mr. Steinway al apartamento; se estaba muy bien en el parque a esas horas. Serán millones los que se hayan sentido tan a gusto como yo en el parque, a esas horas; pasear por Central Park en mayo y temprano es como poseerlo enteramente, sus árboles, los rayos del sol que lo bañan, tu propia risa que asciende despacio henchida de gozo por cada latido con que el corazón acoge y celebra cada momento de éxtasis. Pero…
-Creo que estarán a punto de llegar -dijo Leo echando un vistazo a su reloj-. Tengo que estar en el apartamento cuando lo traigan… Mr. Steinway es muy delicado.
Le tomé la mano.
-Vamos -dije.
Lo vi compungido. Era la primera vez que lo veía triste, cosa que me sorprendió, no me cuadraba con su carácter.
-Quizá sea mejor que no subas al apartamento, Dorothy -me dijo-. Tengo algo que hacer ahí arriba; tengo que ensayar un poco… No olvides que el próximo viernes toco en Boston, lo que quiere decir que debo ensayar al menos cuatro horas diarias. Mr. Steinway y yo nos hemos propuesto hacer un programa realmente difícil. Queremos interpretar el Concerto de Ravel, con la Sinfónica de Boston, y a Mr. Steinway se le atraganta un poco Ravel… Además, tiene que salir de viaje entes que yo, el miércoles, con lo que no disponemos de mucho tiempo para ensayar.
-¿Te llevas el piano a todas partes cuando estás de gira?
-Claro; desde que me lo regaló mi madre no toco en otro piano que no sea Mr. Steinway… Creo que a Mr. Steinway se le rompería el corazón si lo hiciera.
El corazón de Mr. Steinway…
Tenía un rival, por lo que parecía… Y me reí; ambos nos reímos de eso, y caminamos juntos hasta el edificio de apartamentos, él para subir al suyo y ensayar, yo para volver a casa desde allí… Y para dormir un rato y acaso soñar…
Le llamé por teléfono hacia las cinco de la tarde. No hubo respuesta. Esperé media hora y volví a marcar. Nada. Me monté en una especie de nube rosa, lo que viene a ser como decir que tomé un taxi, y floté hacia su apartamento.
Como de costumbre, una costumbre que tenía de su madre, que siempre dejaba las puertas de su casa abiertas, Leo no había cerrado con llave la suya. Así que pretendía aprovecharme de tal circunstancia para sorprenderle. Lo imaginé tocando, ensayando, inclinado con fervor sobre las teclas, absorto en su trabajo. Pero Mr. Setinway estaba mudo y la puerta corrediza de la habitación contigua sí que estaba cerrada… Miré a mi alrededor y me llevé un susto.
Leo estaba muerto otra vez.
Allí estaba, tirado en el sofá, con una palidez que se me antojó fosforescente en la penumbra. Tenía los ojos cerrados, tenía igualmente cerradas las orejas, su corazón parecía haberse cerrado definitivamente… Hasta que me incliné sobre él y besé sus labios con los míos, que ardían.
-¡Dorothy!
-El bello durmiente -le dije acariciando su cabello-. ¿Qué te ocurre, cariño? Pareces cansado, ¿has trabajado mucho? No quiero molestarte, teniendo en cuenta que…
Volvió a compungirse de nuevo.
-Perdona, quizá no debí despertarte -dije, y al momento me di cuenta de que aquello parecía una frase de serie B, pero qué importaba, era también una situación de película de serie B: el joven y brillante concertista de piano debatiéndose entre el amor y su carrera, interrumpido en su ensayo por una dulce muchachita…
Sí, estaba compungido; se frotó los ojos, se incorporó en el sofá, me tomó de los hombros como si la cámara se aprestase a recogernos en un primer plano y dijo:
-Doroty, hay algo de lo que tenemos que hablar.
Ahí estaba la parte de diálogo que faltaba, me dije… El discurso sobre qué ha de ir en primer lugar, si el arte o el amor; el discurso acerca de que el trabajo y el amor casan mal, no deben mezclarse… ni siquiera tras una noche tan gloriosa como lo fue la nuestra. Imaginé todo eso; me lo guionicé de golpe. Habia pergeñado unas perfectas líneas de diálogo, pero quedé a la espera de lo que me dijese.
Y habló, en efecto.
-Dorothy, ¿qué opinas acerca de la Ciencia Solar?
-Nunca he oído nada al respecto -respondí asombrada.
-No me extraña, no es algo precisamente popular; la parapsicología no tiene mucha aceptación… Pero es real, créelo… Quizá deba explicártelo todo desde el comienzo, así me comprenderás.
Y empezó a explicarse desde el principio, e hice cuanto me era posible por entenderle. Debió de hablar durante una hora y pico, sin que yo lo interrumpiera, pero la vedad es que de todo aquello que dijo me quedé con muy poco.
Era su madre quien estaba realmente interesada en la Ciencia Solar. Por lo que me pareció, las bases de dicha ciencia eran idénticas a las del yoga, o quizá a las de alguna de esas otras cosas que hay ahora que hablan de la salud mental a través de nuevos sistemas de pensamiento y todo eso, algo así… Su madre había muerto cuatro años atrás y desde entonces Leo se había interesado por esa historieta… Deduje que el estado de trance era algo fundamental en el sistema del que me hablaba, de ahí que se interesara más que nada en la concentración, en el entrenamiento para la mayor concentración y lograr a través de ella un estado de autocontrol perfecto… Según parecía, de acuerdo con los puntos básicos de la Ciencia Solar, a través de la concentración se podía acceder a un estado de anulación práctica de la vida, premisa indispensable para que uno pueda comunicarse en profundidad con los órganos de su cuerpo, hasta con las células, hasta con la estructura molecular atómica del organismo… Todo, porque cada molécula, por lo que parecía, posee una capacidad de vibración, lo que supone una frecuencia, que tiene vida autónoma. Así, la personalidad es un todo integral e integrador, algo por el estilo, que propicia la armonía a través de la cual puede establecerse la comunicación más verdadera.
Leo ensayaba con Mr. Steinway cuatro horas diarias. Y dedicaba otras dos horas a perfeccionar su entrenamiento según los presupuestos de la Ciencia Solar y las tesis del autocontrol. La verdad es que le admiraba. Por su manera de interpretar al piano. Por su carácter relajado. Por su serenidad… Pero en su largo discurso había aludido también a otro tiempo… ¿Qué podía pensar de eso?
¿Qué pensé de todo eso?
Honestamente, debo decir que nada… Admito que soy, como casi todo el mundo, de esas personas que oyen mucho pero escuchan poco, sobre todo cuando les hablan de percepciones extrasensoriales, telepatía, telequinesia y qué sé yo cuántas cosas más… Y admito igualmente que siempre había asociado todo eso, más que con los científicos, con los charlatanes y los cómicos, y con algunas viejas locas que echan las cartas y visten de manera estrafalaria.
Pero resultaba del todo diferente oír hablar a Leo de algo así, percibir la intensidad de sus convicciones, oírle decir con ardorosa fe que la meditación y el autocontrol eran justo lo que había preservado su salud mental después de la muerte de su madre.
Dije que le comprendía perfectamente; y que nunca me interpondría en sus esquemas de vida, y que todo lo que deseaba, sin más, era estar con él y atenderle en cualquier circunstancia y en todo momento en que precisara de mí, pues sólo quería ocupar un cierto lugar en su existencia. Lo dije así porque lo creía.
Lo creía incluso cuando apenas podía verle más de un ahora cada noche, antes de aquel concierto en Boston. Hice algunas intervenciones en televisión -Harry me había apalabrado varias audiciones, pero el cliente pospuso la emisión de las mismas hasta finales de mes- y eso me ayudó a pasar el tiempo.
Bien, fui a Boston, para asistir al concierto de Leo, que estuvo magnífico, imponente; regresamos juntos a Nueva York, sin hablar nada de la Ciencia Solar durante el viaje. En realidad no hablamos de nada, salvo de nosotros mismos.
Pero el domingo por la mañana fuimos tres de nuevo. Llegó Mr. Steinway.
Volví entonces a mi apartamento y allí estuve hasta después de almorzar. Salí a dar un paseo por Central Park, inmenso bajo el sol, y debo admitir que estaba tan radiante como el parque.
Estaba radiante, sí, hasta que subí al apartamento de Leo y oí a Mr. Steinway haciendo escalas, golpear varias notas, y tremolar a veces de manera excesivamente aguda… Pedí a Leo que descansara un poco.
De nuevo pareció compungido. Me pareció que dudaba entonces de su talento, como si no encontrase la manera de hacer una entrada deslumbrante.
-No te esperaba tan pronto -me dijo-. Estoy ensayando algo nuevo.
-Ya lo… oigo… ¿Y el resto?
-No pensemos en eso ahora… ¿Quieres que salgamos?
Lo dijo como si no hubiera reparado en mis zapatos nuevos, en el vestido que me había puesto, en mi sombrero también nuevo que había comprado en Mr. John precisamente para sorprenderle…
-No. La verdad es que lamento haberte interrumpido, cariño -le dije-. Sigue ensayando.
Leo agitó la cabeza en sentido negativo. No apartaba la vista de Mr. Steinway.
-¿Te molesta que esté aquí mientras ensayas? -pregunté.
Leo no levantó la vista.
-Será mejor que me vaya -dije.
-Sí, por favor -dijo Leo-. No es por mí, sino por Mr. Steinway; creo que no le gusta que estés aquí mientras ensaya.
No había más que decir. No había más que hacer.
-Espera un minuto -dije, sin embargo, fría y distante, si es que un enfado puede serlo-. ¿Esto tiene algo que ver con tu Ciencia Solar y pretendes decirme que Mr. Steinway es un ente vivo? Admito que no soy muy imaginativa, admito que quizá no me halle en posesión de ciertas percepciones, y que por eso puede que sea incapaz de compartir algunas cosas contigo… Pero me resulta difícil imaginar que Mr. Setinway tenga vida propia… Por lo que veo, por lo que aparentan los simples hechos, la realidad, no se trata más que de un piano… No creo que se le pueda comparar conmigo, por ejemplo.
-Dorotyh, por favor…
-¡Nada de por favor, Dorothy! Dorothy no dirá una sola palabra más en presencia de tu… íncubo, o lo que sea este piano… No quiero dar a Mr. Steinway la ocasión de que me responda como supondrá que me lo merezco. Por mi parte, puedes decirle a Mr. Steinway que se vaya a la…
El caso fue que me sacó del apartamento, me llevo al parque, paseamos al sol, me estrechó entre sus brazos. Todo estaba en paz allí; su voz era suave; cantaban los pájaros de tal manera que se me hacía un nudo en la garganta.
-La verdad es que tenías razón en lo que dijiste antes, cariño -me soltó Leo de repente-. Sé bien que resulta difícil entender ciertas cosas si no se conoce la Ciencia Solar y si no se está familiarizado con los fenómenos hiperquinésicos… Pero te aseguro que Mr. Steinway tiene vida propia, al menos en un sentido. Puedo comunicarme estrechamente con él y él se comunica igual de estrechamente conmigo.
-¿Quieres decir que le hablas, y que él también lo hace?
Se echó a reír de manera que me impacientó.
-Claro que no… Me refiero a una especie de comunicación vibrátil… Te aseguro que no soy un experto, pero te aseguro igualmente que hablo de ciencia, no de imaginación. ¿Alguna vez te has parado a pensar qué es un piano? Es una muy complicada urdimbre de sustancias materiales, el resultado de una operación perfectamente calculada para obtener un instrumento realmente único… Es, en cierto modo, algo comparable a la creación de una inteligencia artificial, una especie de robot musical. Para empezar, se puede hacer un piano con hasta doce clases distintas de madera, maderas de diferentes edades y condiciones. Hay pianos, pues, muy especiales, sensibles como animales; hay pianos en los que se combinan materiales tan nobles como la madera más delicada, el marfil, metales puros… Una combinación de elementos extraordinariamente compleja para lograr el todo armónico. Y cada una de esas materias nobles posee su propia vibración, que va construyendo con las demás la estructura vibrátil que le da su carácter último al piano… Una vibración que puede sentirse, llegarte muy hondo, estremecerte y revelarte secretos.
Lo escuchaba atentamente porque deseaba hallar sentido a todo lo que me decía; tenía que ver que todo era perfectamente normal, que no decía cosas propias de la insania. Y quería creer en lo que me decía, porque era Leo quien me lo decía.
-Una cosa más -anunció-, creo que lo más importante de todo es… Cuando se produce esa vibración que es un todo, las estructuras electrónicas se alteran. Se da entonces una secuencia que se graba en la estructura celular, impregnándola. Así, en el caso de que registres en una grabación partes distintas de una misma pieza, registradas a distintas velocidades, si las oyes después en dicha secuencia, descubrirás diferentes mensajes que constituyen, sin embargo, el todo armónico. Puede que no entiendas esos mensajes por separado, pero en la secuencia lógica de su escucha descubres perfectamente lo que te digo… Es así como podemos comunicarnos, mediante la vibración, con una vida que desde luego no es humana y de la que por lo general creemos que ni tiene pensamiento ni tiene sentimiento. En tanto los humanos desarrollamos nuestra mente a través del criterio, despreciamos otras formas de inteligencia y, por lo tanto, de vida. No podemos saber cuán inteligentes son, precisamente porque la mayor parte de nosotros, los humanos, ni siquiera nos detenemos un momento a considerar que las rocas y los árboles, cualquiera de las cosas materiales que contiene el universo, piensen, registren, comuniquen.. aunque en su propio nivel, claro… Eso es lo que me ha enseñado la Ciencia Solar; y es de ahí de donde obtuve el método para comprender esas otras manifestaciones de la inteligencia y comunicarme con ellas. Ya sé que no es fácil, cómo no voy a saberlo… Pero a través del autocontrol y del autoconocimiento que te procura la meditación he llegado a sentir, más que entender, esas manifestaciones vibrátiles de dicha inteligencia no precisamente humana. Es lógico, pues, que Mr. Steinway, que forma parte de mi vida, que es parte de mí mismo, en realidad, sea un sujeto propicio para experimentar lógicamente esas vías de comunicación. Creo que he tenido éxito en mis experimentos, aunque sólo parcialmente. Debo profundizar aún mucho más en mi comunicación con Mr. Steinway, y sé que no hay sólo una manera de hacerlo. ¿Recuerdas lo que dice la Biblia a propósito de predicar ante las piedras? Pues así es, eso es literalmente cierto.
Por supuesto que habló más, mucho más, y que dijo muchas, muchísimas palabras distintas. Pero conseguí quedarme con la idea. Me quedé muy bien con la idea. Leo no era del todo racional.
-Existe igualmente, cariño, un ente funcional -siguió diciendo-. Mr. Steinway tiene personalidad propia, una personalidad que además se desarrolla día a día gracias a mi capacidad, al menos en cierto grado, de comunicarme con él según sus propios códigos íntimos. Cuando ensayo, también lo hace Mr. Steinway. Cuando interpreto, también interpreta Mr. Steinway. En cierto sentido, Mr. Steinway, me atrevo a decirlo así, es quien toca; yo quizá sólo sea el mecanismo que dispara dicha operación. Sé que todo esto te parecerá increíble, Dorothy, pero no soy un imbécil que se inventa imbecilidades a propósito de Mr. Steinway cuando digo que hay cosas que no puede interpretar. Hay salas de concierto que no le gustan nada, te lo aseguro; y hay ciertas escalas que le desagradan profundamente, si pulso las teclas para hacerlas… Mr. Steinway es un artista temperamental, créeme… Pero es el mas grande. Y tengo que respetar, por ello, su individualidad y su talento… Dame la oportunidad, cariño, de intentar comunicarte con él; así sabremos qué lugar ocupas en nuestras vidas. Creo que Mr. Steinway podría llegar a sentir celos de ti, no sería tan raro, ¿no? Deja que Mr. Steinway perciba tus vibraciones como las siento yo, inténtalo al menos, dame esa oportunidad… Y no pienses que estoy loco, por favor. No es una alucinación, créeme. Confía en mí.
Hablé con determinación.
-De acuerdo, Leo. Te creo y confío en ti… Pero todo eso de lo que hablas es cosa tuya… Creo que no debemos volver a vernos hasta que… te pongas de acuerdo contigo mismo en algunas cosas.
Los finos tacones de mis zapatos golpeaban con fuerza el suelo. No intentó detenerme, si siquiera salió tras de mí. Una nube tapó el sol momentáneamente, volviéndolo turbio, incluso sucio. Turbio y sucio…
Fui a ver a Harry, por supuesto. No en vano también era el representante de Leo y debía, por ello, de conocerle bien. Pero la verdad es que apenas le conocía. Me di cuenta enseguida, por lo que evité cuidadosamente hacerle ciertos comentarios. Para Harry, Leo era una persona absolutamente normal…
-Salvo, ya sabes, con lo de su madre… La muerte de la vieja dama le dejó bastante hecho polvo, y ya sabes la importancia que tienen la madres de los artistas en el mundo del espectáculo… La vieja cuidó de todos los aspectos relacionados con los conciertos de su hijo durante muchos años, se preocupó de que no le faltase nada de lo que necesitaba para dedicarse sólo a tocar el piano… Pero creo que ya superó el trauma que le supuso la muerte de su madre, me parece que está bien… Leo es un gran tipo. Un tipo sensible… El año que viene hará una gira por Europa.. Allí creen que Salomon es mucho mejor que él, pero espera a que le oigan tocar en directo y verás…
Eso fue todo lo que conseguí de Harry, no era mucho. ¿O sí lo fue?
Fue suficiente, al menos, para darme en qué pensar mientras volvía a pie a mi apartamento. Pensaba en Leo Weinstein, claro, en el pianista que había sido un niño prodigio y aque ahora era un hombre prodigioso… Y pensaba también en su queridísima madre. Ella le había dado toda la protección, había velado por él, había cuidado de su arte, de que nada le faltara para que sólo tuviera que dedicarse al piano, había regulado uno a uno todos los detalles de la existencia de su hijo, de modo que dependiera por completo de ella. Y le había regalado a Mr. Setinway, por ser un buen chico.
Leo se hundió al morir ella. No me resultaba difícil imaginármelo entonces… Para recuperarse, hubo de unirse estrechamente al regalo que le había hecho su madre. Mr. Steinway estuvo allí para salvarle, Mr. Steinway ocupó el lugar de su madre. Mr. Steinway, desde luego, era mucho más que un piano, pero no por lo que Leo decía que lo era… Mr. Steinway era en realidad su madre. Una prolongación del complejo de Edipo, ¿no llaman así a eso?
Ahora todo estaba sometido al patrón correcto. Leo, yaciente en el sofá, semejando estar muerto, volvía al útero materno, por así decirlo. Leo, al comunicarse con las vibraciones de aquel objeto inanimado, no intentaba sino mantenerse en contacto con su madre a través de la tumba.
Así eran las cosas, no había nada que hacer, salvo aceptar o no la situación… Una especie de cordón umbilical de plata que lo unía con su madre, o con el piano… Al final el cordón formaba un nudo gordiano ante el que me sentía inerme.
Llegué a mi apartamento justo cuando tomaba mi decisión. Leo saldría de mi vida, salvo que…
Me estaba esperando en el portal.
Naturalmente, traté de mantener la frialdad, traté de ser lógica y proceder en consecuencia. Difícil hacerlo, en cualquier caso, cuando alguien te abraza y te besa, y te dice que eres lo único para él, y te promete que todo cambiará a partir de ahora, y que no puede vivir sin ti… Todo eso me dijo y sentí que era verdad. Y lo dijo además cuando el día ya declinaba y apuntaban las estrellas en el cielo, esplendorosas.
Debo ser muy concreta y exacta ahora. Es preciso que lo sea… Tengo que contar las cosas que sucedieron al día siguiente tal y como en verdad sucedieron cuando fui a su apartamento, a primera hora de la tarde.
La puerta estaba cerrada sin llave, como siempre, y entré. Era como entrar en mi casa. Hasta que vi que la puerta de la habitación contigua estaba cerrada, hasta que oí la música… Leo y Mr. Steinway estaban ensayando.
He dicho música, pero no lo era. En realidad eran voces humanas angustiadas, debatiéndose en una comunicación normal. Todo lo que puedo decir es que la música aparente del piano me llegaba, me poseía como una vibración, y empecé a comprender entonces algo de lo que Leo me había dicho.
Oí algo así, y lo sentí, como el barrito de los elefantes, como el rumor del viento en la noche, como el roce de las hojas y las ramas, como el choque de los aceros, como el graznido de las aves, como el tormento de las cuerdas de un instrumento cuando se rompen… Eran voces que no hablaban, era la animación de lo inanimado… Era Mr. Steinway perfectamente vivo.
Entonces abrí las puertas correderas y todo aquello cesó de golpe. Allí estaba Mr. Steinway solo.
Sí, estaba solo; tan cierto como vi el fondo de la habitación, sentado, a Leo con cara de muerto.
No había tenido tiempo de correr hasta el extremo de la habitación y sentarse, al percatarse de que yo abría la puerta. Eso era tan cierto como que no había compuesto él ese extraño allegro que tocaba Mr. Steinway cuando entré en el apartamento.
Me acerqué a Leo y lo agité. Volvió a la vida, una vez más. Y me eché en sus brazos, llorando, y le dije lo que acaba de oír.
-¿Lo ves? -me dijo-. Mr. Steinway tiene vida propia, sabía que lo entenderías al fin. Puede comunicarse. Tiene una personalidad perfectamente integrada… Al fin y al cabo, la comunicación siempre es cosa de dos. Mr. Steinway puede tomar de mí la energía que necesite. Cuando me ausento, cobra fuerza de esa energía que me toma, ¿lo ves?
Lo había visto, era cierto. E intentaba apartar de mí todo aquello, porque me aterrorizaba. Intenté igualmente que no me temblase la voz al hablar.
-Ven a la otra habitación, Leo, deprisa… Y no hagas preguntas.
No quería preguntas porque no quería decirle que me daba miedo hablar en presencia de Mr. Steinway. Podía oírlo todo. Y además estaba celoso.
Era lógico, por eso, que no quisiera que Mr. Steinway oyese lo que tenía que decirle a Leo.
-Tienes que apartarte de él, me da igual si tiene vida propia o si es que nos hemos vuelto locos los dos… Lo importante es que te apartes de él cuanto antes, ahora mismo. Vete… Vayámonos juntos.
Asintió, pero no me bastaba con que lo hiciera.
-¡Escúchame, Leo! Sólo te lo preguntaré una vez y tienes que responderme… ¿Quieres irte conmigo hoy mismo, ahora mismo? Si es así, haz la maleta, te espero en mi apartamento dentro de un ahora. Llamaré por teléfono a Harry y le diré cualquier cosa, ya se me ocurrirá algo… No disponemos de mucho tiempo. Sé bien que no tenemos tiempo que perder.
Leo me miraba y su cara parecía la de un muerto. Suspiré profundamente, temiendo que en cualquier momento se dejara sentir en la habitación de al lado aquella música… Entonces se clavaron sus ojos en los míos, y le volvió el color a las mejillas, y me sonrió, sonreímos los dos.
-Me reuniré contigo en veinte minutos, voy a hacer la maleta -dijo.
Me fui de allí rápido, tratando de mantener el control. Lo hice en la calle, hasta que reparé en la vibración de mis tacones… Y entonces sentí también la vibración del pavimento, y la vibración de las ondas telefónicas en el viento, y la de las luces de los semáforos… Una sensación del sonido más allá de los sonidos… Me poseían los sonidos de la ciudad, en terrible amalgama vibrátil. El asfalto era agónico y el cemento era melancólico. Y los árboles emitían un lamento tortuoso; y la vibración de un trozo de tela se multiplicaba en ondas de sonido que semejaban una marea devastadora. Me sentía envuelta por aquellas olas que me amenazaban con la pulsión de su vida.
Nada parecía distinto y a la vez había cambiado todo. El mundo estaba vivo. Las cosas estaban vivas. Por primera vez tuve esa sensación, que todo tenía vida propia; una sensación, además, de que las cosas pugnaban por sobrevivir. Y estaban vivos mis pasos en el portal del edificio de mi apartamento; y la balaustrada de la escalera era como una serpiente marrón, y la llave parecía lamentarse al entrar en la cerradura, y esta al penetrar en ella la lleve, y la cama se estremeció en un lamento cuando le puse encima la maleta para llenarla con mis cosas, y la ropa protestó igualmente cuando la metí allí bien prieta. Y el espejo temblaba con ondas de plata, y la barra de labios se quejó cuando la deslicé sobre mis labios, y no podría volver a comer nunca más, nunca más, porque entonces…
Pero me sobrepuse, hice lo que tenía que hacer. Eché un vistazo a mi reloj, concentrándome sólo en su tic-tac, sin pensar en que aquello era un lamento acerado, tratando de ver únicamente la hora y no las manecillas como brazos suplicantes en mitad del tormento.
Veinte minutos.
Pero ya habían pasado cuarenta minutos. Y aún no había telefoneado a Harry para decirle cualquier cosa (allí estaba el teléfono negro, su boca de baquelita, ocultos aquellos hilos que provocaban ondas en el aire). No le había llamado porque aún no había llegado Leo.
Me era tan necesario salir a la calle como la carne lo es para un oso, más aún… Y lo hice, imbuida de la sinfonía de sonidos vibrátiles a la que intentaba mantenerme ajena, para dirigirme al apartamento de Leo. Entré. Todo estaba oscuro.
Todo estaba oscuro,menos la dentadura de Mr. Steinway. Sus patas estaban húmedas. Me di cuenta de ello porque inopinadamente Mr. Steinway empezó a deslizarse lentamente hacia mí, a través de la habitación, mientras sonaba como antes y me decía mira, mira al suelo… Y allí vi tirado a Leo, muerto, realmente muerto esta vez. Mr. Steinway se había alzado al fin con el poder, con todo el poder. Con el poder de tocar como, cuando y lo que quisiera. Con el poder de vivir, con el poder de matar.
Sí, es verdad… Yo abrí la lata, y vertí el líquido inflamable, y encendí la llama; yo pegué fuego al piano para acabar de una vez por todas con aquella vibración, para callar de una vez por todas la voz de Mr. Steinway y el rechinar de sus dieciocho dientes. Yo prendí aquel fuego. Lo admito. Y admito que maté a Mr. Steinway. Claro que lo admito.
Pero yo no maté a Leo.
¿Por qué no les pregunta a ellos? Están un poco quemados, pero pueden responderles… Pregunten al sofá. Pregunten a la manta. Pregunten a los cuadros que hay en las paredes… Ellos les dirán qué pasó realmente. Ellos saben que soy inocente.
Háganlo; todo lo que tienen que demostrar es un poco de sensibilidad para comunicase con las ondas vibrátiles. Eso es precisamente lo que hago yo, ¿lo ven? Oigo y entiendo todo lo que dicen, incluso en esta habitación… Puedo entender a la celda, a las paredes, a las puertas, a los barrotes… No tengo más que decir. Si ustedes no me creen, si no quieren ayudarme, váyanse… Déjenme tranquila escuchando. Escuchando a los barrotes...



jueves, 11 de junio de 2020

La gesta de los caballistas. Manuel Chaves Nogales.

Cogidas del diestro por Currito, el espolique del marqués, piafaban y herían con la pezuña los guijarros del patio las cuatro jacas jerezanas de los señoritos, lustrosa el anca, cuidados los cabos, vivo el ojo, estirada la oreja, espumeante el belfo, prieta la cincha, el rifle en el arzón de la silla vaquera.

Volteaba alegre el esquilón en la espadaña del caserío. En la gañanía y sus aledaños, los mozos, con el sombrero de ala ancha echado sobre el entrecejo sombrío y la escopeta entre las piernas, aguardaban sentados en los poyos de piedra y con los caballos arrendados a que se dijese la misa de los señores.

Repantigado en su sillón frailuno, cuando el pasaje de la misa se lo permitía, de pie o con una rodilla en tierra y la noble testa inclinada, cuando el misal lo mandaba, el señor marqués presidía el oficio divino teniendo a su derecha a la tía Conchita y detrás, tiesos como husos, a sus tres hijos varones, José Antonio, Juan Manuel y Rafaelito, tres hombres como tres castillos con sus chaquetillas blancas, sus zahones de cuero, la calzona ceñida, las espuelas de plata, la fusta jugueteando entre las manos cuidadas. El pae Frasquito iba y venía a pasitos cortos haciendo sus rituales simulacros delante de una hornacina abierta en el muro del amplio comedor, donde de ordinario se decía la misa de los señores en un altarcito portátil que Oselito, el sacristán, ponía y quitaba todas las mañanas después de haber servido allí mismo el desayuno. Al otro extremo de la vasta pieza oían también la misa el administrador, don Felipe, el aperador Montoya y el manijero Heredia. Por el hueco del torno asomaban la cabeza las mujeres de la cocina, una vieja y dos mocitas ganosas de recoger siquiera fuese de refilón la bendición del pae Frasquito. Una gran espiral de humo azul, atravesada por un rayo de sol muy tendido, perfumaba el tibio ambiente con el olor de la alhucema fresca que Oselito quemaba en el incensario. En la misa de los señores se quemaba alhucema y no incienso porque al señor marqués le molestaba el olor del incienso y el pae Frasquito no era demasiado intransigente en estas menudencias litúrgicas.

Con los últimos amenes y persignados se fueron a fregar las mujeres, se quitó el «traje de luces» el cura, blandió Oselito el apagavelas y el señor marqués y sus tres hijos se calaron los anchos sombreros cordobeses, sujetándoselos con los barboquejos, y salieron al patio, donde Currito, el espolique, les esperaba con los caballos. José Antonio, el hijo mayor, le tuvo la silla al padre mientras montaba. A una distancia respetuosa evolucionaban los cuarenta mozos de la mesnada con sus caballos de labor y sus escopetas. Los dos guardas jurados, bandolera y tercerola, se metían entre la tropa de caballistas para darles las últimas instrucciones. El señor marqués, a caballo en el centro del patio, presenciaba cómo se organizaba y ponía en marcha su tropilla. Sus hijos le daban escolta mientras el aperador y el manijero, sus lugartenientes, iban y venían resolviendo las dificultades que a última hora se presentaban. Cuando ya todo estuvo dispuesto salieron a despedir a los expedicionarios el pae Frasquito y la tía Concha. Detrás de ellos, el coro de las mujeres de la cocina lloriqueaba discretamente.

La tía Conchita, con sus setenta años, era la única mujer de la ilustre familia que quedaba en el cortijo. Las hijas y las nueras del marqués estaban en Biarritz, Cascaes y Gibraltar desde antes de que comenzase la guerra. Pero la tía Concha, que no le tenía miedo a nada ni a nadie, no había querido marcharse.

—¿Qué, pae Frasquito, no se atreve usted a ser de la partida?

—Mucho me gustaría ir a la caza de esos bandidos rojos, pero no me atrevo por temor de los hábitos. Luego dicen que los curas somos belicosos y sanguinarios…

—Vamos, pae Frasquito, déjese de escrúpulos y véngase con nosotros. Si los rojos le cogen a usted, no van a andarse con muchos miramientos para rebanarle el pescuezo.

Ni corto ni perezoso, el pae Frasquito, que lo estaba deseando, pidió una escopeta y una canana que se ciñó sobre la sotana, cambió el bonete por un sombrero cordobés y saltó gallardamente al lomo de un caballejo.

—Conste —dijo— que el pae Frasquito no le tiene miedo ni a los rojos ni a los negros.

El marqués, torciendo el busto desde la silla, se encaró con su gente que ya se ponía en marcha. Hubiese querido pronunciarles una brillante arenga. Temió hacerlo mal y se contentó con un ademán y un grito.

—¡Viva España! —exclamó.

—¡Y la Virgen del Rocío! —añadió el cura.

Contestaron los caballistas tremolando los sombreros y la tropilla se puso en marcha. Delante, en descubierta, iban los dos guardas jurados seguidos por los tres hijos del marqués con el aperador y el manijero. Luego marchaba el marqués llevando a un lado al cura y al otro al administrador, y tras ellos, a pie, Currito, el espolique, y Oselito, el sacristán. Venía después la masa compacta de los caballistas, todos ellos asalariados del marqués, vaqueros, yegüerizos, pastores, gente del campo nacida y criada a la sombra del cortijo y del marquesado.

El marqués, el cura y el administrador conversaban:

—El general Queipo —decía el marqués— me llamó para decirme que si le ayudábamos estaba dispuesto a dejar limpia de bandidos rojos la campiña del condado. Ayer tarde salió de Sevilla un centenar de moros y otro de legionarios que con media docena de ametralladoras van a ir barriendo por la carretera general hasta la provincia de Huelva. Yo me he comprometido a ir con mi gente limpiando estos contornos hasta reunimos con ellos.

—De Sevilla ha salido también el Algabeño con su tropa de caballistas, en la que van los mejores jinetes de la aristocracia sevillana y los hombres de su cuadrilla, sus banderilleros y picadores, tan valientes como él y capaces de lidiar lo mismo una corrida de Miura que un ayuntamiento del Frente Popular.

—Detrás de los moros y los legionarios deben de haber salido de Sevilla esta mañana tres camiones con cuarenta o cincuenta muchachos de la Falange. Vamos a darles a los rojos una batida que no va a quedar uno en todo el condado.

No parecía que hubiese muchos rojos en el paraje que iba cruzando la tropa de caballistas. Por los caminos desiertos apenas se veía algún viejo o alguna mujer que tan pronto como les divisaban levantaban el brazo saludándoles a la romana.

—Estos perros —decía el administrador— son los mismos que antes nos metían el puño por las narices, los que robaban el ganado del señor marqués o lo desjarretaban cuando no podían otra cosa y los que a toda hora nos amenazaban con degollarnos.

—El pueblo —replicó el marqués— siempre es cobarde y cruel. Se le da el pie y se toma la mano. Pero se le pega fuerte y se humilla. Desde que el mundo es mundo los pueblos se han gobernado así, con el palo. De esto es de lo que no han querido enterarse esos idiotas de la República.

Y como no tenía nada más que decir, se calló. Las nubes blancas y redondas caminaban por el azul al mismo paso lento de la cabalgata. La campiña desierta, sin un árbol, sin una casa, sin una loma, patentizaba la esfericidad de la Tierra. A la cabeza del cortejo, los tres hijos del marqués charlaban con el aperador y el manijero.

—¿Qué gente tenemos enfrente? —preguntaba Rafael, el benjamín de la familia, un muchacho simpático y alegre al que tuteaban todos los viejos servidores de la casa.

—Poca, Rafaelito. Si no ha venido gente de las minas de Riotinto, los campesinos de estos contornos que se han ido con los rojos son pocos. Eso sí: los mejores.

—¿Cómo los mejores? —preguntó con mal talante el mayorazgo.

—Hombre, los mejores para la pelea, quiero decir; los más rebeldes, los que son más capaces de jugarse la vida.

—También nosotros tenemos gente brava. Ahí viene el Picao, el Sordito y el Lunanco.

—Psé, guapos de taberna. Pídale usted a Dios, señorito, que las cosas vayan bien y los rojos no acierten a darle al señor marqués o a uno de ustedes; ellos, los rojos, tienen su idea y por ella se hacen matar; los nuestros, no; van a donde el señor marqués les manda. ¡Qué él no nos falte!

—¿Quién manda a los rojos? —preguntó Rafael.

—A ésos no los manda nadie. Estaba con ellos el Maestrito de Carmona, aquel muchacho comunista…

—¿Julián?

—Amigo tuyo creo que fue.

—Sí; siendo estudiante le conocí.

—Pues entre él y dos o tres obreros mecánicos de Sevilla, de los que venían al campo a conducir los tractores, gobiernan a los gañanes.

—Pensaba bien mi padre cuando no quería que entrasen las máquinas en el campo —replicó José Antonio—. Decía él que antes se arruinaba que meter un hombre vestido de azul en una gañanía. Esos obreros de la ciudad son los que han envenenado a estas bestias de campesinos.

El ruido de un disparo cortó en seco la charla. Uno de los guardas jurados que iban en vanguardia estaba con la escopeta echada a la cara y ya el otro espoleaba a su caballo para ir a cobrar la pieza. ¿Hombre o alimaña?

Un hombrecillo como una alimaña que se revolcaba y gemía entre los jarales. José Antonio y Juan Manuel se adelantaron. El tiro de sal del guarda le había dado en la espalda y el cuello, de donde, por la piel reventada, le brotaban unas ampollitas de sangre.

—Le vi cuando estaba acechándonos oculto entre las jaras —explicó el guarda—; le di el alto, y como echó a correr, disparé contra él.

Era un gitanillo negro y enjuto como un abisinio cuyas pupilas, dilatadas por el dolor y el miedo, se fijaban alternativamente en sus dos aprehensores, queriendo adivinar cuál de ellos le daría el golpe de gracia. Le llevaron a rastras al estribo del señor marqués, que echó una mirada dura sobre aquella pobre cosa estremecida y no se dignó dirigirle la palabra.

—Trincarle bien —ordenó—; ya cantará de plano en Sevilla.

Uno de los guardas le maniató a la cola de su caballo y la cabalgata siguió su camino por el sendero polvoriento hacia el caserío de La Concepción, donde, según los confidentes, habían estado aquella misma noche los rojos. Ya a la vista del caserío, los caballistas se desplegaron en semicírculo y, con los rifles y escopetas apoyados en la cadera, se lanzaron al galope. Llegaron hasta los blancos paredones de la finca sin que nadie les hostilizase. En el ancho patio que formaban la casa de los señores, la gañanía, la casa de labor y los tinados, no había un alma. El sol hacía lentamente su camino y unas gallinas picoteaban en un montón de estiércol. Los caballistas, alborozados por su fácil conquista, hacían caracolear a los potros y vitoreaban al señor marqués, al general Franco y a España.

Los hijos del marqués descabalgaron y entraron en la casona. Nadie. En las grandes cuadras desiertas aparecían despanzurradas las cómodas, arrancadas las puertas de los armarios y violentadas las tapas de los viejos arcenes de roble. Cuanto había de valor en la casona había sido robado o destruido. Clavado en la puerta había un papel en el que se leía: «Comité». Dentro, una mesa, papeles, muchos papeles, cajones rotos, casquillos de bala y, en la pared, una bandera rojinegra y unos letreros revolucionarios escritos con mucho odio y con muchas faltas de ortografía. Los señoritos salieron al campo por la puerta trasera de la devastada casona. Por allí habían huido horas antes los rojos. En la corraleta una ternerilla clavada en el suelo con las patas delanteras tronchadas alzaba la testuz al cielo mugiendo tristemente. José Antonio, el mayorazgo, se le acercó y la res volvió hacia él su grandes ojos cariñosos y estúpidos. La habían desjarretado. Al huir, los rojos habían partido los jarretes a las reses que no tuvieron tiempo o manera de llevarse.

José Antonio, enternecido por el sufrimiento de la pobre bestia, sacó del cinto el cuchillo y, cogiendo a la ternerilla por una de las astas, le dobló la cabeza, le hundió el hierro en el cerviguillo y le hizo caer descabellada de un solo golpe.

—Para que no sufra, la pobre.

Un ramalazo de furor pasó por sus ojos. Con el hierro todavía en el puño se volvió frenético contra el gitanillo prisionero que seguía maniatado a la cola del caballo.

—¡Canalla! ¡Asesino! —le gritó.

Y la hoja del cuchillo, tinta en la sangre de la bestia, se hundió en la carne del hombre, que al desplomarse quedó con los brazos estirados colgando de la cola del caballo a la que estaba maniatado.

El cura vino corriendo a grandes zancadas y reprochó a José Antonio su arrebato.

—Has hecho mal; debiste avisarme antes. ¿Para qué estoy yo aquí sino para arreglarles los papeles a los que tengáis que mandar de viaje al otro mundo?

Y, medio en serio y medio en broma, se puso a mascullar latines al ladito del gitanillo muerto, que, yacente, tenía el perfil neto de un príncipe de la dinastía sasánida.




* * *




El país entero parecía despoblado. Toda la mañana estuvo caminando la mesnada sin encontrar alma viviente que le saliese al paso. A mediodía llegaron los caballistas a las primeras casas de Villatoro. El marqués ordenó que la mitad de su gente descabalgase y, dejando los caballos a buen recaudo, fuese en descubierta dando la vuelta por las afueras del pueblo hasta cercarlo. Los rojos podían haberse hecho fuertes en el interior de las casas.

Al frente de sus hijos, de sus capataces y del resto de su tropa, el propio marqués echó adelante por la calle Real. El paso de los caballeros por la ancha vía fue un desfile solemne y silencioso. Sólo sonaban en el gran silencio del pueblo los cascos ferrados de las caballerías al chocar contra los guijarros de la calzada. Las puertas y las ventanas de las casas estaban cerradas a cal y canto, pero en los tejadillos y terrazas colgaban lacias las sábanas blancas del sometimiento. El marqués y su escolta llegaron a la plaza mayor. Frente al ayuntamiento humeaban aún los renegridos maderos de la techumbre de la iglesia y las tablas de los altares hechas astillas y esparcidas entre el cascote de lo que fueron muros del atrio. El viento se entretenía en pasar las hojas de los libros parroquiales y los grandes misales cuyos bordes habían mordisqueado las llamas.

Parapetados estratégicamente en las esquinas con el rifle o la escopeta entre las manos y dispuestos a repeler cualquier agresión, aguardaron los caballistas a que se les juntaran los que habían salido en descubierta. A nadie encontraron ni unos ni otros. ¿Estaría desierto el pueblo? ¿Les tendrían preparada una emboscada?

Una ventanita angosta del sobrado de una casucha miserable se abrió tímidamente y por ella asomó una cabeza calva con una cara amarilla y una boca sin dientes que gritó: «¡Arriba España!».

—¡Arriba España! —contestaron los caballistas bajando los cañones de las armas.

Aquel hombre salió luego y, haciendo grandes zalemas, fue a abrazarse a una de las rodillas del marqués, que seguía a caballo en el centro de la plaza distribuyendo estratégicamente a sus hombres.

—¡Vivan nuestros salvadores! ¡Vivan los salvadores de España! —gritaba el viejecillo llorando de alegría.

Contó que el pueblo estaba casi desierto. Al principio, cuando los rojos se hicieron los amos, los ricos que tuvieron tiempo se escaparon a Sevilla. A los que no pudieron huir los mataron o se los llevaron presos camino de Ríotinto y Extremadura. Él había permanecido oculto en aquella casucha durante muchos días expuesto a que lo fusilasen si le descubrían, pues siempre había sido hombre de derechas. Todos, absolutamente todos los vecinos que quedaron en el pueblo, habían estado al lado del comité revolucionario, unos por debilidad de carácter y otros muy complacidos. Todos habían presenciado impasibles los saqueos y matanzas o habían tomado parte activa en ellos. Eran unos canallas a los que había que fusilar en masa. Ya iría él denunciando las tropelías de cada uno.

—¿Y están aún en el pueblo los responsables?

—Los que estaban más comprometidos se marcharon al amanecer siguiendo al comité revolucionario; se han quedado sólo los que creen que no han dejado rastro de su complicidad con los ojos, pero aquí estoy yo, aquí estoy yo, vivo todavía, para desenmascarar a esos hipócritas. Cada vez que vea con el brazo levantado y la mano extendida a uno de esos que anduvieron con el puño en alto, le haré ahorcar. Sí, señor. Le delataré yo, yo mismo, que no podré vivir tranquilo hasta no verlos colgados a todos.

Y con la crueldad feroz del hombre que ha tenido miedo, un miedo insuperable, más fuerte que él, preguntaba:

—¿Verdad, señor marqués, que los ahorcaremos a todos?

Rafael, que estaba en el corrillo de los que escuchaban al cuitado, tiró de la rienda a su caballo y se apartó entristecido. Miró la calle desierta con las puertas y las ventanas de las casas herméticamente cerradas. ¿Qué pasaría en aquel momento en el interior de aquellas humildes viviendas? ¿Qué pensarían y temerían de ellos? ¿De él mismo? ¿Sería verdad que tendrían que ahorcar a toda aquella gente como quería el viejecillo aterrorizado?

Unos grandes vítores lanzados a coro y un formidable estruendo de cláxones y bocinas venían de una de las entradas del pueblo. Llegaban los camiones que componían la caravana de la Falange Española, salida de Sevilla para tomar parte en la operación de limpiar la campiña del condado. Tremolando sus banderas rojinegras, alzando los fusiles sobre sus cabezas y cantando a voz en grito su himno, los falangistas, arracimados en los camiones, atravesaron el pueblo y llegaron hasta la plaza mayor, donde se apearon y formaron con gran aparato y espectáculo. La centuria dividida en escuadras hizo varias evoluciones a la voz de sus jefes. Los falangistas, irreprochablemente uniformados con sus camisas azules, sus gorrillos cuarteleros, sus correajes y sus pantalones negros, remedaban la tiesura y el automatismo militar con tanto celo, que los propios militares de profesión, al verles evolucionar, sonreían benévolamente. El gusto inédito del pobre hombre civil por el brillante aparato militar había encontrado la ocasión de saciarse. A los militares este remedo no les divertía demasiado.

El jefe de la centuria de la Falange estuvo conversando con el marqués y luego se fue calle abajo acompañado por el viejecillo y seguido de una patrulla de falangistas arma al brazo. El marqués y su gente celebraron consejo sobre la silla de montar. Allí no había nada que hacer. El enemigo había huido. Había que ir a buscarlo. No se conseguía nada aterrorizando a los que estaban encerrados en sus casas mientras las bandas de combatientes armados campasen por su respeto. Había que acosarles y buscarles la cara. Todos los informes señalaban que los rojos en su retirada se concentraban en Manzanar. Allí habría que ir a presentarles batalla cuanto más pronto mejor. Los mayorales salieron para reagrupar a la gente y echarla otra vez al campo.

Los jefes fascistas tenían otra opinión. Antes de seguir avanzando había que limpiar la retaguardia. En Villatoro se podía hacer una buena redada de bandidos rojos con la cooperación de las gentes de derecha del pueblo, que los denunciarían gustosamente. Una simple operación de policía en la que sólo se invertirían unas horas. El marqués replicó desdeñosamente que aquélla no era empresa para él y reiteró a sus mayorales la orden de marcha. Los falangistas decidieron quedarse en el pueblo. Tenían mucho que hacer. Y formando varias patrullas tomaron las entradas y salidas de la villa y se dedicaron a ir casa por casa practicando registros y detenciones. Guiando al jefe de la centuria iba el viejecillo de la ventanita.

Entre tanto, Rafael dejó rienda suelta a su caballo, salió al campo y dando la vuelta por detrás de los corrales de las casas llegó hasta un olivar en el que echó pie a tierra y se sentó en una piedra a fumarse un cigarrillo a solas con sus preocupaciones. Desde aquel lugar veía las blancas casitas del pueblo apiñadas en torno a la torre desmochada y renegrida de la iglesia incendiada. No había penachos de humo en las chimeneas de las casas ni en todo lo que alcanzaba la vista se divisaba un ser humano. ¡Qué soledad! ¡Qué tristeza! Nunca había sentido tan netamente la sensación del vacío.

A sacudir su melancolía vino una escena que ante sus ojos se desarrollaba a lo lejos; una mujer abría cautelosamente la puerta trasera del corral de una casa, oteaba los alrededores y segundos después un hombre salía tras ella, la abrazaba rápidamente y echaba a correr pegado a las bardas de los corrales. Iba el hombre agachándose y llevaba una escopeta en la mano. Rafael requirió el rifle, pero en aquel momento, dos, tres chiquillos, que desde allí se veían menuditos como gorgojos, salían a la puerta del corral y levantando sus bracitos decían adiós al que corría. Éste, sin volver atrás la cabeza, avanzaba rápidamente por el campo raso para ganar cuanto antes la espesura del olivar, donde Rafael, con el rifle echado a la cara, le aguardaba a pie firme. En aquel instante vio que tras la mujer y los chiquillos aparecían cinco o seis falangistas, a los que desde lejos reconoció por la pincelada azul de las camisas. La mujer, al encontrarse con ellos, se tiró a los pies del que parecía ser el jefe, y Rafael quiso adivinar que forcejeaban. Pudo ver cómo el falangista se desasía y, mientras la mujer rodaba por el suelo, se echaba el arma a la cara y disparaba. El silbido de la bala debió de sonar con la misma intensidad en los oídos del hombre que corría y en los de Rafael. Éste, parapetado tras el tronco de un olivo, veía avanzar hacia él al fugitivo, que, atento sólo al peligro que tenía a su espalda, se le echaba encima estúpidamente. Hubo un momento en que pudo matarlo como a un conejo. Acaso su voluntad fue la de apretar el gatillo del rifle. Pero no lo apretó. ¿Por qué? Él mismo no lo supo. Cuando el hombre al pasar junto a él como una exhalación advirtió al fin su presencia, lanzó una maldición, dio un salto gigantesco y, desviándose, corrió con más ansia aún. Rafael le siguió en su huida contemplándole por el punto de mira de su rifle. Ya esta vez no le mató porque no quiso. Y pensando que era así, porque no quería, le perdió de vista.

Los perseguidores avanzaban ya haciendo fuego graneado contra el olivar. Rafael se tiró a tierra tras un grueso tronco y cuando sintió que los falangistas estaban ya cerca les gritó:

—¡Arriba España! No tirar, amigos, que vais a dar a uno de los vuestros.

Le rodearon recelosos apuntándole con los fusiles.

Identificó su personalidad y le reconocieron.

—¿No ha visto usted pasar por aquí a un rojo con armas que huía? —le preguntó el jefe de la centuria que iba al frente de la patrulla.

—No.

—Es raro. Por aquí ha pasado.

—Pues yo no le he visto.

—Es raro, es raro. Tendrá usted que explicarlo.

Rafael se encogió de hombros y dio media vuelta. El era un señorito. Y por no dejar de serlo se batía.




* * *




El viejo marqués y su tropilla no sabían dónde se habían metido. Cada ventana era una boca de fuego para los caballistas. Los rojos, concentrados en Manzanar, les habían dejado llegar confiadamente y cuando les tuvieron en la calle principal del pueblo les cortaron la retirada y desde todas las casas empezó a llover plomo sobre ellos. Se espantaron algunos caballos, cayeron aparatosamente de la silla dos o tres jinetes, y el brillante cortejo se arremolinó en torno a su caudillo, el viejo marqués, provocando una espantosa confusión. Rigiendo con mano firme su caballo encabritado, gritó el marqués:

—¡Adelante! ¡Viva España!

Y rodeado de sus hijos y sus mayorales, que hacían fuego desesperadamente contra los invisibles enemigos, se abrió paso hacia la plaza mayor. Tras él se precipitó el grueso de los caballistas. Cuando desembocaron en la plaza, al galope, los rojos, que apostados en la bocacalle les hacían fuego a mansalva, tuvieron un momento de desconcierto. Esperaban que los caballistas hubiesen retrocedido en vez de avanzar. El no haberlo hecho así les salvó. José Antonio y Juan Manuel, blandiendo los rifles como mazas, se echaron sobre los tiradores rojos y los dispersaron momentáneamente. Aquellos instantes los aprovecharon los caballistas para refugiarse primero en los soportales de la plaza, tirarse de los caballos y entrarse luego en tromba por el caserón del ayuntamiento adelante arrollando a los que quisieron oponerles resistencia. Bajo un fuego mortífero los caballistas fueron llegando hasta allí y parapetándose. Los que se rezagaron cayeron cuando intentaron atravesar la plaza, batida desde las cuatro esquinas por un fuego terrible de fusilería. Los caballos abandonados corrían por la plaza de un lado para otro bajo un diluvio de balas que, uno tras otro, los fueron abatiendo. Las bestias heridas y chorreando sangre emprendían furiosas galopadas alrededor de la plaza buscando inútilmente una salida. Uno de los caballistas que yacía herido en el suelo fue espantosamente pisoteado. Otro, que salió insensatamente a salvar a su caballo, cayó abrazado al cuello de la bestia; la misma bala los había matado a los dos.

Cuando no quedó un ser vivo en el ámbito de la plaza y los caballistas que se habían salvado estuvieron atrincherados y en condiciones de impedir momentáneamente cualquier intento de asalto a la casa del ayuntamiento, vieron que del bizarro escuadrón sólo quedaban dos decenas de hombres válidos y ocho o diez heridos. Los demás habían muerto o andaban huidos por el campo. Refugiadas en los sótanos del caserón, encontraron los fugitivos a cinco o seis mujeres y ocho o diez chiquillos que se encontraban dentro al hacer su irrupción los caballistas y que quedaron en rehenes al ser arrollados y expulsados los rojos. Éstos seguían disparando, pero ya los hombres del marqués estaban a cubierto. La casa del ayuntamiento era sólida, estaba aislada y podía intentarse la resistencia durante algunas horas. Se improvisaron parapetos y troneras, se distribuyeron estratégicamente los hombres y se pudo hacer frente a la situación con cierta esperanza. Si podían resistir dos o tres horas, darían tiempo a que llegasen los moros y el Tercio, que los salvarían.

Los rojos, que seguramente lo comprendían así, arreciaban en el ataque. Pronto advirtieron los caballistas que un asalto en toda regla a su improvisado reducto se estaba preparando. Hubo unos minutos de aterradora calma. Aquella pausa sirvió para que los rojos hiciesen a los sitiados una intimación formal a que se rindiesen. El señorito Rafael oyó que le llamaban por su nombre desde el interior de una casa inmediata a la del ayuntamiento. Pegado al muro junto a una ventana convertida en aspillera, contestó:

—Aquí está Rafael. ¿Quién le llama?

—Soy yo, Julián el Maestrito, quien le habla —replicaron del otro lado.

—¿Qué quieres?

—Que convenzas a tu gente de que debe rendirse.

—¿Te has olvidado de quién soy yo y de cuál es mi casta? ¿No me llamaste siempre «el señorito»? Un señorito no se rinde.

—¡Cochinos señoritos! Ya podéis rendiros si no queréis morir todos como perros. Se han acabado los señoritos.

—Antes os rendiréis vosotros, cobardes. No tardarán dos horas en venir en nuestro auxilio las tropas de Sevilla. Huid pronto si no queréis que os machaquen.

—En dos horas nuestros dinamiteros volarán la casa con todos vosotros dentro.

—Volarán también las mujeres y los niños que hemos cogido aquí.

—Pegaremos fuego al edificio y cuando salgáis huyendo de la quema os cazaremos a tiros.

—Llevaremos por delante a vuestras mujeres y a vuestros hijos para que nos sirvan de parapetos.

Hubo un momento de terrible silencio. Los dos hombres sintieron miedo de sus propias palabras.

—Tú no harás eso, Rafael. No tienes corazón para hacer esa infamia —dijo al cabo de un rato el Maestrito.

—Ni tú volarás la casa con dinamita, Julián —afirmó Rafael.

—¿Todo está dicho entonces?

—Todo está dicho.

La gente, de un lado y de otro, se impacientaba. Los rojos emprendieron de nuevo el fuego de fusilería contra los sitiados; éstos, bajo el diluvio de las balas que entraban en la casa por todos los huecos, se defendían mal; no tenían ni hombres ni municiones para cubrir todos los puntos vulnerables.

—Donde no se pueda poner un escopetero se coloca bien visible a una de esas mujeres que hemos cogido y ya veremos si siguen tirando —propuso el Lunanco, viejo jaque campero de piel y corazón curtidos.

—¡Eso no! —replicó Rafael.

—¿Por qué no? —le interpeló con mal ceño su hermano Juan Manuel.

—Porque a mí no me da la gana —respondió Rafael—. Primero abro la puertas a esa canalla roja para que nos degüelle.

—Y yo, como lo intentes siquiera, te descerrajo un tiro.

Los dos hermanos, agazapados cada cual en su tronera bajo el plomo enemigo, se miraron con odio.

Afuera se reñía también una dura batalla. Los mineros de Ríotinto preparaban la voladura del edificio metiendo los cartuchos de dinamita bajo los sillares de piedra de los cimientos. El Maestrito se oponía.

—¿Crees que nos los vamos a dejar vivos? —le interpeló uno de aquellos hombres vestidos de azul y con una gran estrella roja de cinco puntas sobre el pecho, uno de aquellos obreritos de la ciudad que en opinión del marqués eran los culpables de la rebelión de los campesinos.

—Están dentro las mujeres y los niños —arguyó Julián.

—Aunque estuviera dentro mi madre. ¡Adelante, muchachos!

Crecían la violencia del ataque y la desesperación de la defensa. Puertas y ventanas acribilladas por los trabucazos saltaban hechas astillas; los cartuchos de dinamita que explotaban en el tejado echaban grandes masas de tierra, leños y cascotes sobre los sitiados; una botella de líquido inflamable había prendido en las maderas de una ventana y las llamas empezaban a invadir el reducto.

Hubo al fin un momento en el que amainó el tiroteo. Sólo algún que otro cartucho de dinamita tirado desde lejos venía a hostilizar. ¿Qué pasaba? ¿Habían minado ya el edificio y los sitiadores se retiraban aguardando de un momento a otro la voladura? Era preciso aprovechar los instantes para hacer una salida desesperada antes de que sobreviniera la explosión.

Ya se disponían a salir cuando Rafael preguntó:

—¿Y las mujeres y los niños?

—Ya se pondrán a salvo cuando vean que nos hemos ido; y si no salen a tiempo, ¿qué más da? ¿Es que sus hombres nos van a dejar que lleguemos con vida al otro extremo de la plaza?

—Nuestro deber es prevenirlas y que se salven si pueden —insistió Rafael.

—Yo iré —dijo el Lunanco, guiñando el ojo al señorito Juan Manuel.

Y, apresurándose, bajó al sótano, amenazó a las mujeres con un ademán para que no chistasen, cerró la puerta dejándolas encerradas bajo llave y se incorporó a sus compañeros.

—Ya está. Vamos ahora a que nos maten esos canallas.

Cuando la gente del marqués salió a la plaza creyendo que antes de pisar el umbral del edificio iba a ser ametrallada implacablemente, se maravilló de ver que sólo saludaban su presencia unos tiros sueltos y mal dirigidos que no les hicieron ninguna baja. El grupo atravesó la plaza a paso de carga bajo el mismo tiroteo espaciado e ineficaz. Indudablemente los sitiadores no pasaban de media docena. ¿Adonde se habían ido los centenares de hombres que una hora antes les acribillaban?

Apenas avanzaron un poco por la calle principal se dieron cuenta los fugitivos de lo que ocurría. Por la parte de la carretera sonaban distantes las descargas continuas de la fusilería. Se luchaba en las afueras del pueblo. Era indudable que habían llegado las fuerzas del Tercio y de Regulares que enviaba Queipo. Estaban salvados.

Cautamente fueron aproximándose hacia el lugar de la lucha. El tableteo de las ametralladoras les indicaba la posición que ocupaban las tropas. Entre ellas y los restos del escuadrón de caballistas estaban los rojos atrincherados en las últimas casas del pueblo y en los accidentes del terreno que les favorecían. Había que atacarles por la espalda antes de que reaccionasen contra ellos al advertir que habían roto el débil cerco que les dejaron puesto. En aquel instante, destacándose del estruendo de las explosiones, llegó hasta los caballistas un confuso rumor de lejana algarabía. Unos gritos inarticulados que recordaban al aullido de las fieras dominaban todos los ruidos del combate. Aquella marea creciente de rugidos amenazadores era inconfundible. Los moros se lanzaban a la lucha cuerpo a cuerpo para desalojar a los rojos de sus posiciones.

Era el instante crítico. Los hombres del marqués atacaron simultáneamente y se produjo una confusión espantosa. La batalla tomó en aquel punto ese ritmo de vértigo que hace imposible al combatiente advertir nada de lo que ocurre a su alrededor. Las batallas no se ven. Se describen luego gracias a la imaginación y deduciéndolas de su resultado. Se lucha ciegamente, obedeciendo a un impulso biológico que lleva a los hombres a matar y a un delirio de la mente que les arrastra a morir. En plena batalla, no hay cobardes ni valientes. Vencen, una vez esquivado el azar, los que saben sacar mejor provecho de su energía vital, los que están mejor armados para la lucha, los que han hecho de la guerra un ejercicio cotidiano y un medio de vida.

Vencieron, naturalmente, los guerreros marroquíes, los aventureros de la Legión, los señoritos cazadores y caballistas. El heroísmo y la desesperación no sirvieron a los gañanes rebeldes más que para hacerse matar concienzudamente. Una hora después los moros sacaban ensartados en la punta de sus bayonetas a los que aún resistían en sus parapetos y cazaban como a conejos a los que por instinto de conservación buscaban un escondite.

Las tropas victoriosas entraban razziando por las calles del pueblo. Tras ellas venían la centuria de la Falange y la tropa de caballistas que acaudillaba el famoso torero el Algabeño. La lucha había sido dura y el castigo tenía que ser ejemplar. Las patrullas de falangistas entraban en las casas y se llevaban a los hombres que encontraban en ellas. A los que se cogía con las armas en la mano se les fusilaba en el acto. Un sargento moro de estatura gigantesca que iba abrazado a un fusil ametrallador, a una simple señal de sus jefes regaba de plomo a los prisioneros que le llevaban, pespunteándolos de arriba abajo con el simple ademán de abatir el cañón del arma.

Se fusilaba en el acto a todo el que ofrecía la sospecha de que había disparado contra las tropas. La comprobación era rapidísima. Se le cogía por el cuello de la camisa y se le desgarraba el lienzo de un tirón hasta dejarle el hombro derecho al descubierto. Si se advertía en la piel la mancha amoratada de los culatazos que da el fusil al ser disparado, pasaba en el acto a la terrible jurisdicción del sargento moro.

Y así iba cumpliéndose por casas, calles y plazas la horrenda justicia de la guerra.




* * *




Rafael, apartándose de los suyos, volvía de la batalla con una amargura y una tristeza inefables. Las sombras de la noche, que apagando los ramalazos sangrientos del ocaso caían sobre el pueblo, se volcaban también sobre su corazón.

Al doblar la esquina de una calleja solitaria vio el bulto de un hombre que corría hacia donde él estaba y que al verle retrocedía precipitadamente y se parapetaba en el quicio de un portal. Creyó reconocerlo.

—¡Julián!

El fugitivo no respondió.

—¡Julián! —repitió Rafael.

—Déjame paso o te mato —dijo al fin la voz dura del Maestrito.

—Vete —replicó Rafael apartándose—. No creerás que soy capaz de delatarte.

—¡Sois capaces de todo! ¡Asesinos!

Echó a correr el Maestrito y al pasar junto a Rafael le escupió de nuevo.

—¡Asesinos!

Aún no había doblado la esquina cuando se le echó encima una patrulla. Sonaron como palmadas unos tiros de pistola. Las sombras permitieron a Rafael darse cuenta de que los de la patrulla acorralaban al Maestrito y que en pocos segundos caían sobre él y le agarrotaban.

«Ahora le matarán», pensó acongojado.

Pero no. A quien querían matar era a él. Le habían visto ocultándose en el fondo de la calleja y, suponiéndole rojo también y en connivencia con el fugitivo que acababan de capturar, le hicieron una descarga intimándole a que se rindiese.

—¡Soy de los vuestros! —gritó.

Se le acercaron cautelosamente. Ésta vez no le valió su nombre. Junto con el Maestrito se lo llevaron detenido y le hicieron comparecer ante el jefe de la centuria de la Falange, al que no supo explicar satisfactoriamente su presencia en aquella calleja solitaria junto a uno de los más caracterizados cabecillas marxistas, sobre todo después del primer encuentro que por la mañana había tenido con los falangistas en circunstancias análogamente sospechosas.

Y a Sevilla se lo llevaron preso junto con el Maestrito y con los rojos que por azar o por conveniencia de información no habían sido fusilados.




* * *




La cárcel que los fascistas de Sevilla habían improvisado en un viejo music-hall popular, el pintoresco Salón Variedades de la calle de Trajano, no se parecía en nada a una cárcel. La campaña de represión que las tropas, los requetés y la Falange hacían por los pueblos de la provincia volcaba diariamente sobre la capital una enorme masa de detenidos que tenían que ser alojados en los lugares más inverosímiles, y los grandes salones de baile del Variedades, poblados por una humanidad abigarrada de campesinos, obreros, señoritos rojos —que también los había—, viejos caciques de los pueblos que para su mal habían jugado a última hora la carta del Frente Popular, profesores azañistas, intrigantes, agitadores y periodistas republicanos, ofrecían un aspecto desconcertante y caótico.

Durante el día, la cárcel del Variedades era el lugar más pintoresco del mundo. El buen aire, la compostura y el gracejo de los andaluces excluían toda sensación de tragedia. Una verdadera nube de vendedores ambulantes de chucherías acudía a las puertas de la prisión; los camaroneros con la cesta al brazo voceaban su mercancía por las galerías; en un rincón canturreaba fandangos un limpiabotas comunista; un alcalde de pueblo que había sido primero de la dictadura y luego de Martínez Barrio contaba cuentos verdes y, en un corrillo, un empleadillo afeminado y chismoso ridiculizaba a los jefes fascistas de Sevilla relatando episodios escabrosos de sus vidas con tal agudeza y tan mala intención que sólo por ellas estaba en la cárcel. Un jorobadito al que los rojos habían matado dos hermanos iba y venía en funciones de cancerbero y, aunque estaba allí y había solicitado aquel puesto movido por un odio y una anhelo de venganza feroces, tenía buen cuidado de no hacer nunca un ademán o un gesto que traicionasen su oculta e inextinguible saña. Los fascistas, con esa manía reformadora de las costumbres que ataca a todos los partidarios de las dictaduras, querían imponer a los presos una disciplina aparatosa de origen germánico, a base de duchas, gimnasia sueca y tiesura militar. Pero se aburrían pronto al tropezar con la resistencia pasiva e inteligente de los presos y, a fin de cuentas, les dejaban hacer lo que querían. Canturrear, murmurar por los rincones y mordisquear camarones o patas de cangrejo. Lo que por naturaleza ha hecho siempre el hombre andaluz caído en cautividad o desgracia.

Al anochecer, todas aquellas sugestiones pintorescas se borraban como por ensalmo, y aquellas gentes que durante las horas de sol se mostraban frivolas e indiferentes a su destino se replegaban sobre sí mismas y, acurrucadas junto a los petates, contaban angustiosamente las horas que faltaban para que amaneciese. El conticinio era el quiebro trágico de la jornada. A esa hora el jorobadito recorría las galerías y llamaba por sus nombres a los presos que figuraban en una lista que llevaba en la mano. En la calle gruñían ya los motores de unos camiones. A uno de ellos eran conducidos los presos a quienes el jorobadito requería. No eran frecuentes las rebeldías ni los aparatosos derrumbamientos. Los hombres se dejaban llevar como el ganado. Alguna vez, a lo sumo, se esbozaba un gran ademán trágico que se frustraba en el congelado terror del ambiente.

—¡Salud, camaradas! ¡Viva la revolución social! —gritaba el que se iba.

Nadie le contestaba y el presito doblaba la cabeza y se dejaba conducir mansamente. El camión en que metían a los presos partía en dirección a la Alameda; tras él iba otro con una sección de Regulares y, cerrando la marcha, un tercero cargado de falangistas.

Cuando amanecía, todo había pasado.




* * *




—Julián Sánchez Rivera, de Carmona —leyó el jorobadito.

—Presente —contestó con voz firme y lúgubre el reclamado.

Se puso en pie y antes de echar a andar lanzó una mirada lenta y triste a su alrededor. Acurrucados junto a la pared con los codos en las rodillas y la cabeza entre las palmas de las manos había quince o veinte presos que permanecieron inmóviles. Sólo un hombre que estaba tumbado en un camastro se irguió y fue con los brazos abiertos en su busca.

Se abrazaron silenciosos. Pecho contra pecho, sintieron cómo latían a compás sus corazones. Fue un instante no más. Para ambos valió más que la propia vida entera.

—Adiós, Julián.

—Salud, Rafael.




* * *




El auto que conducía Rafael dejaba atrás los pueblecitos soleados de Sevilla y Cádiz. Sin detenerse llegó a la frontera. Mostró el viajero a los policemen su documentación en regla y pasó. Fue directamente al hotel Rock, situado en una de las laderas del Peñón. Abrió de par en par la ventana del cuarto que le destinaron. Al otro lado de la bahía empezaban a parpadear las lucecitas de Algeciras, anticipándose al crepúsculo. Detrás, un fondo rojo que luego se hacía cárdeno y finalmente negro había ido borrando el contorno de la tierra de España. Ya no se veía nada. Sólo era perceptible en primer término la silueta afilada de los acorazados británicos anclados en la bahía.

Ya tarde, bajó al hall del hotel. Unas inglesas silenciosas hacían labor de ganchillo; un viejo magistrado británico correctamente ebrio meditaba sus justicias hundido en un butacón; una norteamericana bonita mostraba las piernas; una dama respetable se dormía con perfecta respetabilidad, y media docena de ingleses no hacían nada, absolutamente nada. Es decir, vivían.

Al cruzar el hall advirtió que le miraban; tuvo la sensación de que llevaba un estigma en la frente y de que el ser español pesaba como un agravio. Haciendo acopio de fuerzas soportó sin derrumbarse el peso terrible que sentía caer sobre sus hombros. Cargó con todo. ¡Con todo!

Y aún tuvo alma para levantar la cabeza y seguir adelante…

A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España 1937.