jueves, 1 de diciembre de 2016

Un perro peligroso. Luis del Val.

Vivía sola desde hacía mucho tiempo, y su única compañía era un bóxer que le había regalado una vecina. Ella no tenía más de sesenta años, pero el cultivo de la misantropía y las rarezas le habían agriado el carácter, así que sólo salía a la calle para pasear al perro y hacer la compra.

Hablar, lo que se dice hablar, sólo hablaba con el perro, un largo monólogo a través del cual le reprendía, le alababa y, también, le contaba las cosas que le ocurrían y lo que pensaba de ellas. El perro la escuchaba con atención, como si pudiera entenderla, y a ella se le fueron dulcificando algunas de sus rarezas.

Un día, el perro volvió de la terraza sin haber hecho caso de la comida, y ella, en su melopea habitual, fue desgranando en voz alta las causas por las que el perro podía haberse dejado el plato. Y entonces el perro, de espaldas, dijo: «Me estoy meando, sácame a la calle».

Ella obedeció sin rechistar. Lo sacó a la calle y, al volver, le dijo a la vecina que el perro le había hablado. Quiso hacerle una demostración, pero por más que lo intentó, el perro permaneció mudo.

Sin embargo, en casa cada vez hablaba más. Le dijo que no le gustaba el pienso compuesto, que había una perra enfrente que estaba en celo, que hacía frío en la cocina... La verdad es que el perro hablaba mucho.

Ella trató de hacérselo saber a una emisora local, escribió cartas a la Sociedad Protectora de Animales y lo contó en todas partes, pero nadie le hizo caso, porque el perro, si ella no estaba sola, no hablaba. Le empezó a pegar por hablar sólo con ella, y el perro le replicó que si le seguía pegando, contaría todo lo que sabía de ella. Y algo debía saber el perro porque ella, asustada, dejó de pegarle.

Se volvió loca. La impotencia por no poder demostrar lo que era tan evidente, que el perro hablaba, la sacó de quicio y comenzó a ladrar por las noches y a morder a los vecinos.

La metieron a la fuerza en la ambulancia. El perro, dos días después, consiguió salir del piso, arañó la puerta de la vecina y cuando ésta abrió, le dijo: «Tengo hambre».

A los tres meses, la vecina también fue recluida en un sanatorio psiquiátrico: se había empeñado en que el perro de la vecina sabía hablar.


Cuentos de medianoche. Luis del Val, 2006.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Ocho. Rafael Chaparro.

Nueve de diciembre. Martes nublado. Pitos de carros y buses. Como siempre alisté mis libros y me fui para el colegio. Todo seguía su curso normal: iba rajado en matemáticas y el profesor al que le pinchamos el carro en el parqueadero del colegio sospechaba de mí. Un agudo tambor de lata me martillaba la cabeza. La razón: cuando uno quería entrar al mundo de la cultura, en el colegio donde estudié, se hacía un elegante cóctel con aguardiente y vallenatos. Mientras iba muriéndome del guayabo, pero también de tedio, pensaba qué le iba a decir a esa china que no me dejaba ni dormir ni estudiar. Ocho de la mañana. La gente recién bañada. Los libros abiertos sobre los pupitres. Cartera. Llegó el profesor de Comportamiento y Salud, la abreviatura era “C y S” y tenía una extraña pero cierta semejanza con el deporte. A esta clase le decíamos la clase del “ciclismo”. Las dos primeras horas pasaron como una inyección dolorosa. Llegó el recreo. Hora de salir a echarse un pucho en el baño. Hora de hacer la tarea de francés. Hora de un brownie y de una coca-cola. Hora de mirar al cielo porque la china ésta se había enfermado y las palabras cursis que le pensaba decir quedaron atravesadas en la mitad de la garganta.
De pronto sentí como si tuviera un bombillo por allá dentro. Pequeñas gotas de lluvia empezaron a caer. No me dieron ganas de ir a jugar una veintiuna con los del C y tampoco terminé mi tarea sobre Rabelais. Nos tocaba la clase de gimnasia. En el calentamiento el profesor colocó en el equipo de sonido una música para desanquilosar el espíritu: de los parlantes salía la melodía de Let it Be, Help, Get Back, Dear Prudence y Julia. Ahí sí sentí que todo el sistema se me caía.
No lograba explicarme qué me pasaba, pues siempre que escuchaba a los Beatles su música me elevaba, era un puente a la alegría. Pero ese día sus canciones sonaban como un tren triste en medio de una tormenta de nieve. El profesor de gimnasia, viendo que además de la cultura necesitábamos un poco de ejercicio, nos sacó al campo de fútbol a trotar: 20 vueltas.
Mientras trotaba iba tarareando a los muchachos del puerto de Liverpool. La lluvia empezó a arreciar y el profesor nos dio la orden de seguir trotando.
El día terminó. Cuando llegué a mi casa, a eso de las cuatro, cogí el periódico para leerlo. Casi se me caen los ojos: en la primera página había un titular que decía: “Asesinado el ex beatle John Lennon”. Todo era lógico. Unas noches antes había soñado con unas gafas redondas que se rompían sobre la nieve. 


 Un poco triste, pero más feliz que los demás. Rafael Chaparro, 2013.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Soledades, derrotas y otros desconciertos. Javier Setó.

Fue cuestión de mala suerte. No nos pusimos de acuerdo. Yo le cedía el paso y él a mí. Yo se lo volví a ceder y él me hizo seña de que pasara. ¡Parecía que no se fiara! Le volvía a hacer seña y él a mí. Por un momento nos quedamos los dos parados, ¡y justo cuando arranco se le ocurre pasar! Porque llevaba yo el coche. Si llega a ser a la inversa, a ver quién estaría ahora contándolo. 

 

jueves, 24 de noviembre de 2016

¡Yo he matado a Alfred Heavenrock! Jean Ray.

Apoyé la bicicleta contra el poyo y desplegué el mapa que me habían entregado en la casa Calson, Mivvins y Mivvins.

Era un mapa del condado de Kent y de una parte del Surrey, pero la empleada que me lo dio afirmó que el de Kent se daba mejor.

Había mentido, por supuesto, porque no he conocido jamás gentes menos dispuestas que los habitantes de Kent a comprar navajillas de afeitar de Sheffield, tubos de pasta de jabón, frascos de lociones…; en fin, todo lo necesario para que una cara esté bien afeitada.

El mapa era lo suficientemente detallado para dirigirme a St. Mary Cray, saliendo de Londres por Lewisham; pero, a partir de Orpington, presentaba vergonzosos errores y lagunas.

Así fue como busqué en vano Chesfield, que la empleada había marcado con lápiz rojo para hacerme creer que era un buen sitio para vender.

Afortunadamente, un ser hirsuto y flaco vino en mi ayuda.

Surgió de una espesura, en donde seguramente acababa de echar un sueñecito provechoso, cubierto de ramitas y arena rojiza.

-¿Puede usted darme fuego?- preguntó, tocándose los restos del sombrero.

Tenía y se lo di.

-Es que tampoco tengo cigarrillos- añadió.

Le di el cigarrillo y el fuego y me echó una mirada de perro agradecido.

-¿Busca usted algo por aquí?- me preguntó entre bocanadas de humo.

-En efecto: Chesfield.

-Le da usted la espalda, pero no lo sienta. Está lleno de cretinos… Esto es Ruggleton.

-¿Ruggleton? Ese pueblo no figura en el mapa.

-Ya no es necesario. La aviación alemana hizo todo lo preciso para que desapareciera. Usted ha apoyado su bicicleta contra los últimos vestigios de mi casa.

-¿Este poyo?

-Es la piedra angular de la chimenea del comedor. De cuando en cuando vengo a visitarle y a quitar las hojas secas de la tumba de Polly.

-¡Oh!… ¿Su esposa?

-No, mi burro. Un animal muy inteligente. Aún me pregunto en qué podría beneficiar su muerte a los boches. ¿Pensarían ganar la guerra con ello?

Y se dispuso a marcharse.

-Si ha venido aquí a vender algo, diríjase más bien hacia la parte de Elms. La gente allí es menos bestia que en Chesfield- dijo.

-Por tanto, ¿todo esto es lo que queda de Ruggleton?- murmuré acariciando el poyo.

-No todo en realidad. Está la casa de miss Florence Bee, que ha sido respetada milagrosamente. Pasará por delante de ella cuando vaya a Elms. Está casi enfrente del cementerio. La casa está por alquilar; pero ¿quién será el loco que viniera aquí?

E hizo un gesto circular con la mano.

-Rugleton…, Polly…, os digo adiós para siempre- dijo con énfasis.

-¿Para siempre?

-He conseguido trabajo en un buque de carga que va a las Caribes. Una vez allí, pienso dejar el trabajo de a bordo y buscar algo en tierra.

Sosteniendo la bicicleta con la mano, pasé por delante del cementerio, devastado por las bombas de los alemanes más concienzudamente que el Valle de los Reyes por el equipo de lord Carnarvon, y vi a miss Florence Bee apoyada contra la cerca de su jardín observando cómo me acercaba.

Era una mujer que se aproximaba a la cuarentena, de rostro agradable, aunque un poco severo. Me vio echar una mirada sobre el cartel amarillo que estaba colocado sobre la cerca y sonrió.

-Si ha venido de la agencia…- empezó.

Negué con la cabeza.

-Si fuera usted un caballero, intentaría venderle una libra de jabón de afeitar- dije, devolviéndole la sonrisa.

Las ocasiones para cambiar algunas palabras con sus semejantes debían de ser muy raras para miss Bee, porque ella emitió algunos lugares comunes sobre los tiempos tan malos que corrían y sobre la inseguridad en que se vivía, con la evidente intención de no volver demasiado pronto al silencio y la soledad.

Desde el momento en que entré al servicio de Calson, Mivvins y Mivvins, a comisión, eso ni que decir tiene, hasta el instante en que dejé al amo de Polly y que sonreí a miss Bee, no había tenido otras intenciones que vender navajas de afeitar y jabón a los habitantes del condado de Kent.

Un instante más tarde empecé a elaborar un plan completamente diferente de los que debían proporcionarme el condumio cotidiano.

Y fue en ese momento cuando nació Alfred Heavenrock.

Eché una amplia mirada a mi alrededor y moví pensativamente la cabeza.

-Es extraño- dije a media voz-, realmente extraño…

Mientras decía esto, mis ojos iban del cartel anunciador al cementerio, sin detenerse en miss Bee.

-¿Extraño?- preguntó ella.

-Si. Estaba pensando en lo que Alfred Heavenrock me decía el otro día. Alfred Heavenrock es primo mío, un hombre no como los demás, sobre todo en lo que concierne a sus ideas. Un bribón de la cabeza a los pies, a pesar de ser primo mío.

-Heavenrock- murmuró, pensativa, miss Bee.- El nombre no me es desconocido del todo.

Mentía, evidentemente, con la esperanza de prologar aquella conversación inesperada.

-¡Bah!- continué-. No creo que hubiese un Heavenrock en Hastings ni más tarde en la Cámara de los Lores o en la de los Comunes. El único que tiene dinero es Alfred Heavenrock. Yo, yo me contenté con hacer la guerra.

Ella me miró con simpatía.

-¿Quiere usted sentarse, señor…?

-David Heavenrock. Los amigos me llamaban Dave, y si hablo de ellos en pasado es porque todos dieron la piel sobre el suelo francés cazando alemanes.

Nos acomodamos en un banco del jardín.

-¿Por qué ha dicho usted “extraño” cuando miró al cartel anunciador y después al cementerio? Seguí la dirección de su mirada.

Imité el gesto del hombre que se siente sorprendido en el fondo íntimo de su pensamiento.

-¿De verdad se dio usted cuenta?- pregunté, ingenuo-. Pues bien…

Pasó un ángel. Fue un silencio lleno de espera para miss Bee y de confusión, perfectamente interpretada, para mí.

Pero mi proyecto tomaba cuerpo.

-Pues bien- continué en un tono que ponía de manifiesto un verdadero aturdimiento-: el otro día Alfred me dijo: “Oye, David (nunca me llama Dave), oye: ya estoy harto de Londres, de las grandes ciudades y de los viajes.” “Prueba Bath, Margate o Sorlinges”, le aconsejé. Gruñó. “Cierra tu folleto de propaganda. Sin duda esperas sacar de ello una comisión, pero conmigo no la conseguirás. Lo que yo quiero es una casa en un desierto y cerca de un cementerio que no reciba ya ni muertos ni visitas.” Eso es lo que me dijo.

Miss Bee abrió desmesuradamente los ojos.

-¿Es posible? ¡Dios mío!- exclamó.

-Alfred no es un tipo como los demás- repetí-, y no es que pretenda que esté loco, porque no hay nadie más astuto que él para redondear su dinero, pero es un poco…, ejem…, maniático…

-¿Hasta qué punto?

-Digamos que su manía es mover el velador y leer obras de espiritismo. No jura más que por el doctor Dee, una especie de brujo del tiempo de la reina Isabel, que se ocupaba en hacer salir a los muertos de sus sepulturas.

-¡Qué horror!- exclamó miss Florence, cuyos ojos brillaban de alegría y de esperanza, ansiosa de oír más.

Pero me guardé muy bien de ampliar mi información.

-Esas tonterías me revuelven el estómago- continué-, pero me veo obligado a escucharlas porque de cuando en cuando Alfred me ayuda algo, muy poco, debo confesarlo. Sin embargo, tal vez le haga un servicio hablándole de su casa que se alquila, precisamente.

Me levanté para marcharme, aunque mi proyecto exigía una entrevista mucho más larga.

-Permítame que le ofrezca… un vaso de vino- propuso miss Bee tras un momento de vacilación.

Hice un ademán cortés de rehusar su ofrecimiento.

-Jamás bebo vino ni licores.

Me echó una mirada llena de admiración.

-En ese caso, no me rechazará una taza de té. Es muy bueno. Es de Lyon, de antes de la guerra.

Acepté, no sin haber vacilado visiblemente a mi vez.

Me hizo entrar en un salón de aspecto agradable y hasta rico, porque desde la entrada reparé en dos telas de Histler y en una fastuosa colección de objetos de plata, pero no manifesté asombro alguno.

El té era excelente, así como los cigarrillos: muratti.

-Hábleme de su primo- me pidió miss Bee-, puesto que puede llegar a convertirse en inquilino mío.

-¡Oh!- exclamé-. No le he prometido a usted nada. En verdad, Alfred no es un tipo vulgar, y aunque es supersticioso como el diablo, no espere que le sacará gran cantidad de dinero. Cuando se trata de dinero, se vuelve frío y exacto como una máquina eléctrica de calcular.

-No tengo esa intención- protestó la mujer-. Me sentiré contenta con alquilar esta casa completamente amueblada por un precio razonable, a fin de poder evadirme para siempre de estos lugares malditos. Cuento con retirarme a Doncaster, en donde poseo una propiedad.

-¡Qué feliz es usted al poder decir eso!- murmuré.

Las mujeres han afirmado frecuentemente que mi boca es agradable de mirar cuando, por una rápida bajada de las comisuras, expresa amargura. Creo que no están equivocadas.

Esbocé, pues, una mueca de esta clase y miss Florence la apercibió.

-No se ponga triste, señor… Dave- balbució-. La propiedad de Doncaster no puede causar la dicha de nadie.

-Una bala bien disparada, digamos en pleno corazón, hubiera hecho la mía- dije, componiéndome una cara triste-: una bala como la que recibió Percy Woodside en Octeville, Y Bram Stone un poco más lejos…

Ni Percy Woodside ni Bram Stone habían existido jamás, y ni por la casualidad mayor hubiera podido alcanzarme jamás una bala, ya que hice el servicio militar muy retaguardia, como ayudante de farmacia.

-No sea amargo, Dave- suplicó.

Su mano se había posado sobre la mía.

-Todo el mundo tiene preocupaciones… A propósito: ¿es usted casado?

Me encogí de hombros.

-A Dios gracias, no. No hubiera podido ofrecer a mi mujer más que amor y agua clara, lo cual, según el proverbio, nutren muy mal a todo el mundo.

Esta vez no mentía.

La vi sonreír.

Era muy agradable de ver, y mis miradas se posaban con placer en su boca un poco grande, sus dientes deslumbradores y sus ojos oscuros. Al mismo tiempo admiré el espléndido camafeo que llevaba prendido en el pecho y que valoré en unas cien libras.

-Hábleme de su primo- repitió, lamentando visiblemente tener que dar otro giro a la conversación.

-Puedo describírselo: se cree guapo, pero es deplorablemente feo, con su bigotillo retorcido, sus espesas cejas rojizas y sus horribles gafas oscuras. Está echando barriga. (No puedo sufrir a los hombres gordos.) Siempre tiene las manos sucias, como si acabase de rebuscar en el fondo de una buhardilla…, y…, y… ¡bebe!

-Y usted- dijo miss Florence sonriendo-, usted es sobrio, lo cual explica su repugnancia, aunque en eso demuestra usted un poco de falta de caridad.

-Si bebiese whisky o ginebra, como todo el mundo, podría pasar: pero no sale jamás sin una botella plana completamente llena de kirschwasser. ¡Qué horror! Y si acabara ahí… Pero considera una injuria si se niega uno a saborearlo, porque es lo único que gusta compartir con el prójimo. ¡Lo que me ha hecho sufrir imponiéndome por la fuerza ese atroz brebaje!

Miss Florence se echó a reír.

-¡Exagera usted! Yo misma no retrocedo ante un vasito de kirsch fresco y perfumado.

Fruncí las cejas y adquirí aspecto descontentadizo.

-No se haga el malo- dijo ella amablemente-. No hay que juzgar demasiado severamente a los demás. Hay que saber perdonar sus pequeñas faltas. ¿Acaso no tiene usted algunas?

Fijé mis ojos en los suyos.

-Sí, y no solo pequeñas, sino grandes. Y no son faltas, sino defectos. Primero, quiero que se respete a los muertos y que no se les moleste en su divino reposo por medio de prácticas de brujería…

-Pero eso no es un defecto…- exclamó mi nueva amiga.

-Conforme, a condición de no conducirse como un borracho indecoroso cuando se vulnera lo que yo considero como ley sagrada.

-¿Sería usted… un poco… violento?

-Lo soy. Más de una vez he descargado mi puño en las narices de Alfred por este motivo. Escuche: yo soy de los que defienden a sus amigos. Los míos están muertos…, ¡y muertos continúo defendiéndolos!

Vi que sus labios temblaban.

-¡Dios mío!- exclamó ella lentamente-. Dave, usted es un verdadero hombre.

Me levanté del sillón y esperé, para estrecharle la mano, a que ella me alargase la suya.

-Adiós, miss Bee- dije-. Hablaré a Alfred. Pero recuerde que no tengo ninguna influencia sobre él.

-¿Por qué me dice usted adiós?

Bajé los ojos. Mi boca esbozó su rápido y amargo rictus.

-Porque…, y, además, no lo sé. ¡Adiós!

Me alejé a largos pasos, sin volverme. Luego monté en mi bicicleta.

Mientras me marchaba no aparté los ojos del espejo retrovisor.

Miss Florence Bee, inmóvil contra la cerca, con la mano apoyada en el corazón, me seguía con la mirada…


Necesité varios días para poner mi plan a punto y encontrar cinco o seis libras.

La bicicleta pertenecía a Colson, Mivvins y Mivvins; pero vendí mi tomo de Shakespeare, una edición muy bonita que lamentaré toda la vida. Me gasté dos chelines apostando sobre Halifax, que corría en las carreras de Norwood.

El diablo tenía que estar a mi lado, porque el caballo me hizo ganar diez libras.

Tuve algunas dificultades en encontrar una botella de Kirschwasser; menos, en procurarme ácido prúsico, porque ya he dicho, creo, que durante la guerra había sido farmacéutico.

Un tinte capilar, que volviese mi cabellera pelirroja y que, en un dos por tres, recuperase su verdadero color, fue más difícil de encontrar. Pero lo logré.

Bigotes postizos, un traje bastante decente, aunque algo llamativo; gafas de cristales ahumados…; todo eso lo conseguí en pocas horas.

En el colegio había interpretado algunos papeles en las comedias de salón y todo el mundo me predestinaba que yo acabaría siendo actor.

La vida se complace en desmentir a los profetas.

Desde aquella época lejana he hecho cientos de trabajos, excepto el de actor.

Lo que no impidió que el espejo me devolviese la imagen de un Alfred Heavenrock perfecto.

Mis cálculos no concedían a este recién nacido de bigotes y gafas más que veinticuatro horas de existencia apenas.


-Míster Alfred Heavenrock- dijo miss Florence Bee-, le he reconocido inmediatamente; tanta exactitud empleó su primo en describirle.

-Entonces, ha debido de parlotear bien a cuenta mía- respondí con espantosa voz de carraca-, porque no lo haría de otra forma.

-No dijo nada de particular- respondió miss Bee.

-Vamos, vamos, conozco bien a David. Es un ser envidioso porque no triunfó en la vida. Pretende que no existe nada por encima de la estricta honradez. ¡Qué imbécil!, ¿verdad?

-No lo considero así- dijo miss Florence, mordiéndose los labios.

-Ta, ta, ta, es un animal. No vacila en emplear sus puños hasta cuando no se le ataca directamente. Es cierto que eso le sirvió de mucho durante la guerra. Es valiente, debo admitirlo, aunque yo no sea de los que admiren esa virtud militar. ¿Cómo lo encuentra usted? Muy bien de aspecto, ¿verdad?

-En realidad, no está mal- respondió con franqueza miss Bee.

-¿Ve? Todas las mujeres están de acuerdo para decir lo mismo. ¿Cree usted que saca algún provecho de eso como podría hacerlo si quisiera? En absoluto. ¡Ese asno es un virtuoso!

-¿Quiere usted ver la casa?- le preguntó miss Bee con voz helada.

-A eso he venido, y también- añadí, riendo groseramente- para ver si era usted tan bonita como él dijo.

-¿Cómo? ¿El dijo que…?

-Lo dijo, sí; pero no espere nada de ese dechado de virtud.

Mis Bee se irguió, con las mejillas encendidas.

-Dejemos eso, míster Alfred Heavenrock- dijo, recalcando con fuerza el nombre-, y sírvase seguirme.

La casa era muy bonita, cómodamente amueblada y muy bien cuidada.

-¿Le cuestan muy caros los criados?- pregunté.

-Hace meses que carezco de ellos. El lugar es muy solitario; pero no lo siento. Claro que, a veces, el cuidado de esta casa se hace demasiado pesado para mí sola.

Hice una mueca de disgusto.

-Seguramente encontrará usted personal en Elms- dijo, muy de prisa.

-O en Londres, no se preocupe- respondí-. En el fondo, esta gran soledad es lo que me agrada.

Me volví hacia la ventana y me quedé contemplando el cementerio. De cuando en cuando, como perdido en mis pensamientos, murmuraba:

-¡Oh, sí!… Está bien eso… Eso podría convenirme…

Me volví a miss Florence y mi voz se hizo más agria, más apagada que nunca.

-Escuche, pequeña mía…

Noté cómo reprimía un sobresalto de indignación.

-… soy hombre franco como el oro- continué-, lo cual no quiere decir que lo tire por la puerta o por las ventanas. Su casa me gusta lo suficiente para alquilarla. Pero no vaya a pedirme un precio exorbitante, porque, entonces, no hay nada que hacer.

-¿Cien libras al año?- dijo-. Y un alquiler por tres años.

-Corre demasiado- respondí-. La mitad, no digo que no.

-No discutamos- dijo con desgana-. El precio es razonable…

-Ponga sesenta libras y pago al contado…

Saqué el fajo de billetes. Eran billetes falsos, adquiridos por tres chelines el ciento. Quedamos de acuerdo en sesenta libras y no oculté mi alegría.

-Extienda el recibo, querida mía. Acaba usted de hacer un negocio fabuloso, y yo, yo no me quejo, aunque, según mi opinión, sea un poco caro. ¿Quiere que lo celebremos con una copa?

-No tengo vino para ofrecerle- dijo fríamente.

-Yo tengo el que me hace falta- dije, sacando del bolsillo mi frasco achatado y cogiendo dos copas del aparador.

La suerte estaba echada. Miss Florence iba a morir. El licor, del que iba a entregarle una copa, la mataría dentro de unos cuantos segundos.

Yo ya había reparado en la caja de caudales que no tenía ni un disco cifrado: su bolso de mano, entreabierto sobre un velador, y que estaba repleto de billetes de banco y de algunas alhajas de valor.

Hecho eso, Alfred desaparecería y volvería David.

Pero he aquí que, de repente, abandoné este plan e inmediatamente concebí otro, hacia el cual no se alargaba la sombra de la horca.

Me es imposible determinar el tiempo que esto me llevó. Yo creo que la cuestión tiempo no estuvo en juego; tan inmediato, tan espontáneo fue, pero ¡cuán grandioso!

Volví a dejar las copas sobre el aparador y me guardé el frasquito.

-Dígame, pequeña- murmuré-, ¿sabe usted que David es menos tonto de lo que yo creía?

Miss Florence dejó la pluma, porque se disponía a escribir, y me miró interrogativamente.

-Bonita…, ya lo creo que lo es usted, ¡caramba!, y si no me he dado cuenta hasta ahora, es que no pensaba más que en nuestro negocio y los negocios son antes que todo, ¿verdad, bonita mía?

-¿Entonces?

-¿Sabe usted que ese imbécil de David no quiere volver a verla jamás?

La pluma se escapó de la mano de miss Bee y echó un borrón sobre el recibo aún en blanco.

-Porque está enamorado de usted… ¡Fue un flechazo! Me dijo… (déjeme que me ría) que jamás podría amar a otra mujer que no fuera usted. Sí, sí, sí. Dijo eso, el triple idiota.

Vi cómo se pasaba la mano por la frente y se estremecía todo su ser.

-¡El estúpido!- grité yo con todas mis fuerzas-. Si yo hubiese estado en su lugar, ¿sabe usted lo que yo hubiera hecho?

Miss Florence no dijo una palabra, no hizo un gesto; pero creí ver deslizarse una lágrima por su mejilla.

-¡Esto es lo que yo hubiera hecho!

Me acerqué a ella y le planté bruscamente los labios en el cuello.

¡Ah, amigos míos! ¡Qué tigresa!

Dio un salto, su silla se cayó con ruido, algo se rompió sobre la mesa, creo que fue el tintero, y recibí la bofetada más formidable que jamás deshonró la mejilla de un hombre.

-¿Y… el alquiler?- balbucí.

-Haré de mi casa un asilo para perros errantes antes que alquilarla a un sinvergüenza de su especie. ¡Salga le digo, Alfred Heavenrock!

¡Con qué dureza fue lanzado este “Alfred” y con cuánto desprecio!

Deslicé mi frasco de kirsch y los billetes falsos, y me retiré.

Una vez en el jardín, me volví y lancé a miss Bee el más innoble de los insultos que un hombre puede arrojar a la cara de una mujer.


Alfred Heavenrock desapareció aquel mismo día con su bigote postizo, su tinte rojo, sus gafas, su frasco de kirsch y sus billetes falsos, y David Heavenrock recuperó su lugar en la vida.

Dos días después yo llamaba a la puerta de miss Bee, y por un instante creí que iba a ponerse enferma. Cerré precipitadamente la puerta detrás de mí.

-No creo que nadie me haya visto- murmuré.- He tomado senderos apartados.

-¿Por qué?- preguntó la mujer-. Usted puede venir aquí sin ocultarse de nadie.

-No- dije con voz sorda.

Solo entonces ella se dio cuenta de mi aspecto descompuesto, mis ojos huidizos y mis manos temblorosas.

-Quería verla por última vez, Florence- balbucí.

-¡Dios mío! ¿Qué ha pasado, Dave?

-Ha pasado que… Pero no, permítame que le haga una pregunta, una sola, más será terrible.

-No podría hacerme semejante pregunta. Le conozco demasiado bien- exclamó ella cogiéndome una mano.

-Lo será, sin embargo.

-Entonces, ¡hágala!

Me puse a hablar en voz muy baja.

-Alfred me dijo que…, que usted… ¡Dios mío, las frases se niegan a salir de mi boca!… ¡No, no puedo preguntárselo!

-Insisto- dijo, y sus labios estaban muy cerca de los míos.

-Que él le hizo la corte, que usted no le negó nada, que… ¡Oh, no!…

De repente, sentí sus labios sobre los míos.

-Ha mentido. ¡Es el más bajo de los hombres!… ¿Me cree usted, Dave?

Me separé de ella y le cogí la cabeza entre las manos.

-La creo ahora, pero… Perdóneme, le creí a él, y…

-¿Y qué?

Me erguí, feroz.

-Perdí la cabeza, lo vi todo rojo, cogí algo que estaba sobre la mesa, algo pesado, y golpeé.

-Y golpeó- repitió ella como un eco.

-Cayó… No se movió más.

-No… se… movió… más- repitió ella lentamente.

-Muerto…

Hubo un silencio, muy largo, casi terrible. Luego ella sollozó y se apretó contra mi pecho.

-Mi amado, mi hombre… Tú has hecho eso… ¡por mí!

La rechacé suavemente.

-Tengo que marcharme. No lo lamente, Florence, puesto que yo mismo no lo siento. ¡Que se cumpla mi destino!… ¡Adiós!

-¡No!

Y echó el cerrojo.




No me hizo más que una sola pregunta sobre “mi crimen” y solo una vez:

-¿Y el cadáver?

-En el río- murmuré-. Es espantoso, ¿verdad?

-Es perfecto.


Yo esperaba que miss Bee me ofreciera dinero suficiente para atravesar el mar y rehacer mi existencia. No ocurrió nada de eso.

Abandonamos Ruggleton algunos días más tarde. Nos dirigimos a Doncaster, y tres semanas después estábamos casados.

Ningún matrimonio fue jamás más perfecto, más feliz. Mi mujer era muy rica y me prohibió que buscase una ocupación. Un año más tarde nacía nuestro hijo: un varón.


Tenía Lionel veinte meses cuando Florence regresó un día del paseo, descompuesta y temblorosa.

-Dave, ¿estás completamente seguro de que Alfred está muerto?- me preguntó.

La miré con estupor.

-Claro que sí, querida. ¿Por qué esa pregunta?

-¡Porque lo he visto!

-¡Imposible!

-Sin embargo, así es, Paseaba a lo largo de la tapia del cementerio, cuando la verja se abrió y él se encontró delante de mí. Era él, no había duda, con sus cabellos rojos, su espantoso bigotito, sus manos sucias de tierra, sus gafas ahumadas…

-Un parecido- balbucí.

-No, ¡oh!, no. Se reía burlón y, de repente, con su horrible voz de falsete, me lanzó el insulto, el espantoso insulto que fue la última palabra que me dirigió.

Creo que todo empezó a dar vueltas a mi alrededor y, de pronto, supe lo que era el espanto.

Algunos días más tarde, Florence, sentada en la ventana, lanzó un grito de terror:

-¡Ahí va!

La tarde caía, una chotacabras gritaba en la sombra que empezaba a extenderse. Pegué la frente contra el cristal.

A lo lejos, una figura que la noche hacía indefinida se perdía en la bruma: ¡Alfred Heavenrock!

Pero el crepúsculo y la niebla se prestan corrientemente a la fantasmagoría.


“Mi querido Dave:

No puedo más. Ha vuelto. Me habla. Exige. Amenaza. Tengo que ceder por ti, amado mío, por nuestro Lionel. Me marcho con él. No creo que vuelva a verte jamás.

¡Que Dios tenga piedad de mí!

Tu desgraciada,

Florence.”


Hoy hace tres años que recibí esta carta. La leo todos los días.

Florence no volvió.

No volverá jamás.

Lo presiento, lo sé.

No se tienta impunemente a las fuerzas del infierno.

Lionel ha crecido. Es pelirrojo como un fuego; su voz es agria y crepitante. Se pasan grandes apuros para lavarle. Siempre tiene las manos sucias. Es malo y le gusta extraordinariamente el dinero. Su mayor placer son los chelines nuevos y brillantes.

En sus paseos siempre lleva a la criada hacia el cementerio.

-¿Qué hay bajo esas losas?- pregunta.

-Pues… muertos.

-Quiero hacerlos salir- berrea.

El otro día, en casa de los vecinos, servían licores. Lionel paseó la mirada sobre las botellas y se puso de repente a gritar:

-¡Quiero de ese!… ¡Quiero de ese!…

Y con un dedo ávido señaló un frasco de kirschwasser.

Sus amiguitos le llaman Freddy.

¿Por qué?

...¡Oh, mi querido Shakespeare, cómo te echo de menos! ¡Cómo tus frases, profundas, sombrías, cantan en mi espantada memoria:

“Hay en el cielo y en la tierra más cosas, Horacio, con las que no pueden ni soñar los filósofos...”


Jean Ray, Las 25 mejores historias negras y fantásticas.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Ese soy yo. Ramón Gómez de la Serna.

Cuando vi sacar aquel cadáver del agua, grité:

-Ése soy yo… Yo.

Todos me miraron asombrados, pero yo continué: “Ése soy yo… Ése es mi reloj de pulsera con un brazalete extensible… Soy yo”.

-¡Soy yo!… ¡Soy yo! -les gritaba y no me hacían caso, porque no comprendían cómo yo podía ser el que había traído el río ahogado aquella mañana.


martes, 22 de noviembre de 2016

Macrocosmos, microcosmos. Antonio Rohman Montufar Melo.

Dios, hijo primogénito de El Eterno, edificó un laberinto para perder en él a Satán, su hermano. Dicha empresa (que algunos conocen como El Universo) fue un fracaso: paradójicamente, el principal defecto de la magnánima obra era la perfección, el minucioso orden bajo el cual laboraba. Satán urdió como respuesta un dédalo insondable, caótico, imperfecto (y, por tanto, perfectible) propio de una monstruosa genialidad, destinado a transgredir el nombre, la esencia y la obra de su hermano: la mente humana. 

 

lunes, 21 de noviembre de 2016

Nieve. Antonio Báez.

Hay un parque. Es un parque grande, lleno de senderos, túmulos, bancos, estanques. Nieva por primera vez después de generaciones. De hecho, es la primera vez que los paseantes y vagabundos, que pueblan el parque esa tarde de invierno, ven la nieve en ese parque. La conocen, por supuesto, ya que quien más, quien menos ha cogido un tren, ha hecho el servicio militar en el norte o tuvo que emigrar a Suiza para sacar adelante a la prole. Pero ahora les ha tocado aquí. Esos copos de nieve son para los adultos como una manguera de agua fría en verano para los chiquillos. Excitan sus ilusiones y los ponen de buen humor. Hasta quien no ha comido caliente en los últimos días y no tiene techo donde refugiarse mira con esperanza hacia el cielo. Nieva. Aquí también.

Los malvados se enternecen con la estampa. Achispan los ojos e imaginan sus atrocidades sobre el blanco manto que lo cubre todo como si fuese una colcha de claveles blancos. Hasta los más juiciosos se atreven a coger un puñado de nieve y lo aprietan en la mano, mientras buscan un objetivo contra el que disparar. Un árbol, vale, pero la gracia no está ahí, sino en darle a alguien, a quien quizás hemos respetado hasta ese preciso instante. Al profesor, es una idea. Es una excelente ocasión para tirarle bombas de nieve a la cabeza. A las chicas, al culo.

Nieva y todos ríen, aunque muestren las caries negras, los colmillos rotos, la boca podrida por los vicios. En el parque empiezan a aparecer los gamberrillos que quieren deslizarse por la nieve a costa de atropellar a las ancianas, que discuten acerca de la fecha concreta de la última nevada.

-Fue poco después de la guerra.

-Bueno, en aquellos tiempos solía nevar de vez en cuando. Pero la última última vivía aún mi marido. Lo recuerdo perfectamente porque me hizo salir a la calle y me cogió por la cintura.

Ploff.

-Ha sido el hijo de puta ese, el negrillo.

-¡Chaval, cuidado! -amenaza la anciana.

Una figura extraña cruza el parque entre la excursión colegial, los jubilados, las viudas, los porretas y las parejas que surgen entre oficinistas curiosos. Una mujer de rostro severo, oscurecido por las arrugas y los pliegues de la edad, vestida con un uniforme o un hábito, que camina, no con la abstracción de una dama dentro de su recinto privado, sino como una reclusa en el patio de un presidio. No le presta atención a lo que sucede a su alrededor. Lleva unas botas rotas y por los agujeros se asoman sus callos ateridos, con esa vida independiente y lúcida que van conquistando las partes de los cuerpos abandonados por el espíritu. Que cada cual se ocupe de lo suyo y lo gestione como le venga en gana: el codo de sus rozaduras, la barbilla de sus largos filamentos de bruja, las manos de la roña, la boca con su aliento. Una mujer hecha de miles de trozos inteligentes, que no obedecen a general alguno. Una mujer para quien la nieve ya no es un milagro, porque viene caminando del lugar de la nieve y se dirige al cementerio de la nieve.

Ploff.

La mujer ignora el golpe, ya que quien debe hacerse cargo de él es su espalda. O más concretamente esa joroba que le ha ido creciendo sobre la cerviz. La mujer se aproxima al grupo de chavales desde el que ha salido el proyectil, sin ánimo alguno de echarles una bronca, al desconocer el motivo por el que podría hacerlo. Se acerca y los raterillos empiezan a hacer esos aspavientos y muecas juveniles, en los que encuentran ficción para su identidad. Recelan.

-No sé si vosotros seréis amigos de mi hijo, pero si le veis, le decís que lo estoy buscando.

-¿Cómo se llama?

-Es mi hijo, da igual su nombre. Cuando lo veáis reconoceréis que es hijo mío.

-¿Se parece a ti? -Más a su padre, pero también a mí. Pero no es el físico en lo que más nos parecemos.

-¿Es de nuestra edad?

La mujer ignora lo dicho y deja que sus palabras caigan a la nieve, en la que se hunden, derritiendo el contorno. Como piedras incandescentes.

Los chicos la ven alejarse y a distancia la increpan. Uno de ellos, el más lanzado, resbala y se abre la crisma contra una piedra. La nieve se tiñe de rojo como si fuese un granizado de grosellas. El chico se queda mirando al cielo con los ojos de par en par. A su alrededor sus amigos corren asustados.

El chico está muy tranquilo. Mira hacia atrás y se ve tumbado en el parque, a la espera de que llegue la ambulancia. Pero si mira a su lado ve a la mujer que se les acercó hace un instante. En su mano, la mano de la mujer.

-Hijo, mi vida -le dice la vieja.

Y el chico siente que su pecho se llena como una esponja cuando coge agua.

-¿Dónde estabas, mamá?

-Buscándote, hijo mío. Llevo años tras de ti.

Nieva. También aquí. La gente juega ilusionada con los copos de nieve. Y esa misma tarde, cuando la vieja sale de la ciudad en un autocar de línea, acompañada de su niño del alma, lentamente deja de nevar.