sábado, 13 de enero de 2024

La evolución de las especies. Eduardo Fraile.

Los dinosaurios, que dominaron la Tierra

en el Pleistoceno, son hoy humildes pajarillos: ved-

los ahí: esos saltitos del gorrión, del jilguero,

los delatan, su plumaje, su canto

hecho de chispitas de sonido y del luz. La adaptación

al medio ha trocado su forma radical-

mente. ¿Se reconocerían hoy

aves y lagartos? Fueron siglos, milenios,

de soñarse más ligeros, más gráciles,

más libres

de sí, de su poder, de su masa,

de su terrenalidad. Y al fin lo consiguieron.

Aquella aspiración

insensata se alcanzó generaciones y generaciones

después, de tal manera

que ninguno de los miembros de la especie fue consciente

del cambio, de la transformación

(de la metamorfosis), y al cabo de que aquello

que pasó (que fue pasando de manera lentísima)

constituía el logro, la conquista,

la coronación del afán de sus antepasados.

Nosotros fuimos peces una vez,

‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍fuimos

olas que echaron a andar y no volvieron,

‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍ángeles

que pusieron pie a tierra,

‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍‍‍ ‍‍hombres

que se soñaron inmortales, Dioses que quisieron morir...

In memoriam, 2014.

miércoles, 10 de enero de 2024

La línea verde. Lilian Elphick.

Voy en el metro rumbo al hospital. Alguien “se ha precipitado a las vías del tren”, avisa una voz neutra. Todos abajo. Alguien. No sé si es hombre o mujer, si se levantó temprano con la decisión instalada en sus ojos, si salió en ayunas de su casa, si se despidió de su familia. Alguien. Un nadie que ya ha muerto.
La calle me recibe con su aletazo de siempre: mendigos mano estirada, violinista eximio en la esquina, vendedores ambulantes. El hospital ya está cerca. Llevo útiles de aseo, unas zapatillas de levantarse que acabo de comprar. Y es mi hermano el que está postrado en una sala de recuperación del Hospital Del Salvador, en la calle Salvador, por supuesto. Ingresar a este recinto es casi como entrar a un cuento de Borges. Pasillos interminables, lóbregos; bibliotecas de la sanidad. La línea verde pintada en el suelo me guía por los anchos corredores; a mi derecha, patios de naranjos antiguos, algún kiosco de diarios y gaseosas. Hoy lunes hay mucha gente. Pasan los moribundos en sus camillas de metal, los ancianos, las madres con sus hijos ahogados por la contaminación. Yo sigo la línea verde, la señal que me llevará al infierno o al paraíso, según el estado de ánimo. Falta poco. Me queda una gran escalera, un pasillo amarillo suave, insoportable, unas salas de espera frías y oscuras donde nadie espera y ya, estoy cerca. A diez metros diviso a mi hermano. Le llega el sol de mayo en la espalda flaca. La bolsa de suero brilla en su soledad hecha gota. Ahí está, vivo, cuando hace unos días estuvo a punto de irse a la otra orilla. Hola, le digo, y le paso los periódicos y el librito de puzzles. Las enfermeras me advierten que “unos minutitos no más”, pero pasan veinte minutos y ellas conversan de novios, ropa interior, de los sueldos malos y el frío de las mañanas.
Mi hermano sonríe apenas; se nota cansado, coloca su cabeza en la almohada y se hunde cerrando los ojos. Me dan ganas de llorar, pero reprimo las lágrimas para cuando esté de vuelta en la línea verde. Me voy. Chao, le digo. Hago el camino de vuelta. No tengo necesidad de mirar el piso. El hospital me abraza cuando bajo al patio de los viejos naranjos y ya me he olvidado de esa huella, de lo interminable, del olor a anestesia y sangre, a pacientes, a sillas de ruedas, a la muerte tan encima pillándote los talones, verde que te quiero verde.


martes, 9 de enero de 2024

El fantasma. Enrique Anderson Imbert.

Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación.
¿Con que eso era la muerte?
¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte los objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha... Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso.
Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! "Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo", pensó.
Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida condición de mamífero.
-Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde morada.
Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para animarlo otra vez.
¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos.
-¡No entres! -gritó él, pero sin voz.
Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.
-¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder! -gritaba él, pero sin voz.

lunes, 8 de enero de 2024

Éramos tan felices. Gloria Rendón.

A veces nos sentábamos en las cabezas de los alfileres a mirarnos las unas a las otras, haciéndonos morisquetas. A veces nos dejábamos caer en caída libre hasta casi estrellarnos contra las baldosas verdes y rojas para, en el último momento, desplegar nuestras alas transparentes y elevarnos zumbando y haciendo arabescos con nuestros vuelos. A veces volvíamos a las cabezas de los alfileres, pero otras nos íbamos a chupar la miel que había quedado en el fondo de los vasos abandonados sobre la mesa de la cocina. Entonces, a veces, alguna de nosotras, por joven e inexperta, por vieja y torpe, por golosa, o simplemente por descuido, caía en la miel y allí quedaba irremediablemente atrapada. Al principio agitaba con violencia las alas y las patas, intentando inútilmente emprender de nuevo el vuelo, luego los movimientos se hacían más y más lentos, hasta quedar completamente quieta, flotando sobre la superficie dorada. Las otras aguardábamos en silencio a que todo terminara. Para ese momento ya habían aparecido las hormigas. Venían sin precipitarse y, mientras nosotras volábamos en círculos por sobre el vaso y cantábamos cantos luctuosos con nuestras voces aflautadas, esperaban pacientemente, no por respeto sino porque en el tiempo que duraba la ceremonia, el cadáver chupaba la miel y a las hormigas les encantan nuestros cadáveres azucarados. Una vez terminábamos, con habilidad y calma lo recuperaban. Arrastrándolo a la orilla, lo subían por la pared de vidrio hasta el borde y desde allí lo descolgaban hasta la mesa, todo con mucho cuidado para que no fuera a perder, para que no perdiera, ni una gota de miel. Allí lo lamían con ternura, con la misma ternura que se lamían unas a las otras y comenzaban a arrastrarlo hacia el hormiguero, cantando alabanzas a la miel y sus delicias. No detestábamos a las hormigas por esto, antes bien las dejábamos hacer y las veíamos alejarse con un profundo sentimiento de gratitud. Cuando desaparecían de nuestra vista, volábamos a las cabezas de los alfileres o a los alambres de la luz o a los cristales de las ventanas y nos congratulábamos mutuamente de que no hubiera sido ninguna de nosotras. Éramos tan felices.

domingo, 7 de enero de 2024

La bajada del cuadro limpio. Juan Martínez de las Rivas.

La noche del revuelo los seguí hasta el tendedero, que era donde se hablaban a escondidas. A los cuatro años de edad no estaba yo enseñado a oírlos expresarse en ese lenguaje.
Ya no tendré que meterme los gránulos en la picha para mear limpio.
A partir de ahora tu picha no será de los vampiros sino exclusiva de tu mujer.
Papá lloró, mamá lo besó, y yo me volví asustado al cuarto de la televisión, donde habíamos pasado la tarde queriendo saber de papá. Otra vez ponían las imágenes. Esa tarde iba papá escapado en el último puerto con otro del equipo y un extranjero. El cuñado afirmaba que ganaría la etapa si descolgaba al extranjero, que era más rápido esprintando. Me lo imaginaba subido al cajón con el osito que me traería bajo el brazo y dándoles a las chicas de las minifaldas esos besos que hacían aullar a mamá. La rampa tan inclinada los figuraba a ratos inmóviles en la tele. Gente de cara pintada voceaba desde los arcenes. Algunos desbocados adelantaban a los ciclistas y alzaban los puños. Papá pedaleaba sin levantarse del sillín y sin mirar a nadie. El cuñado aseguraba que escondía sus cartas para dar el mazazo cuando los otros menos se lo esperasen. Pero la sorpresa fue que paró la bici, la giró sin desmontarse y rompió a bajar el puerto por donde lo había ascendido. La cámara lo siguió hasta la primera curva y lo perdió. El locutor informaba de que estaba desfondado o quizá le venían sentando mal los cuatro bocados apresurados del avituallamiento. Descuiden familiares y aficionados que no parece grave la dolencia. El cuñado opinó que le había dado una pájara y se fue a su casa o a dar de comer a los caballos. Después lo grabó la cámara de una moto situada más abajo en la montaña, con el pelotón. Rodaba con prisa entre público y corredores que se le cruzaban extrañados. Algunos espectadores aplaudían, pero se les notaba en las caras el desconcierto de no saber qué aplaudían. Un amigo de la peña ciclista del pueblo también opinó fastidiado y se marchó a recoger a la novia.
Menudo número. Ya se podía haber subido al coche del equipo en vez de bajarse el puerto a la vista de todo el mundo.
No supimos dónde andaba hasta que al final de esa tarde de verano asomó su casco por la puerta de casa. En la bici había bajado el puerto, recorrido la carretera desde Segovia y pedaleado sin parar hasta el pueblo. En los días siguientes no salió de casa. Vino uno de la empresa patrocinadora que lo llamaba y llamaba al teléfono, pero él solo quería hablar con mamá, conmigo y con los abuelos. Pasamos muchas horas juntos, él jugando conmigo y yo ayudándolo a despintar la bicicleta. Decía que la quería dejar pura. Decapamos y lijamos el cuadro hasta el metal y así la colgó de los ganchos del garaje. Después metió en una bolsa los trofeos. La abuela le pidió quedárselos cuando lo vio decidido a tirarlos. Al cabo de una semana ya empezaron a escribir los periodistas que no estaba lesionado sino que abandonaba el ciclismo y la puerta del garaje apareció escrita con espray. El abuelo borró enseguida las palabras y nadie me quiso decir qué ponía en esa pintada. Hasta la abuela se aborrascó y lo pagó con mamá.
Tu marido no dio un ruido ni de niño ni de joven. No sé a qué ha venido ahora montar esto.
Vendimos el chalet del pueblo y los prados en los que íbamos a tener ganado y nos vinimos a vivir aquí, donde nuestros vecinos no tienen rebaños ni coches Mercedes ni tiendas de peletería. Por aquella época papá me preguntaba a menudo qué quería ser yo de mayor. Veterinario, le respondía. De los que no dejan que pongan medicinas malas a las vacas. Pero me daba cuenta de que se lo decía por contentarlo. Él se daba cuenta también. Y en vez de alegrarlo lo entristecía.
Papá y mamá pusieron una tienda. Vendemos menos libros que papelería y prensa, pero nos gusta llamarlo librería. Entra gente curiosa a comprar. Papá los denominaba gente de poesía y ensayo. Clientes que a menudo compran libros, que entre ellos discuten las reseñas literarias de los suplementos culturales, y que a él se le soltaban a hablar del Tourmalet, de Ocaña, de Fignon y de quien fuera. No saben de lo que hablan pero son divertidos, hijo. Mamá bromeaba con nosotros: no os riais tanto, que empezáis a pareceros a ellos…
¿No decíais el otro día que no sé qué novelista es un criptopoeta y otro un sacapremios? ¡Ya no sois ni de aquí ni de allí, libreros!
Desde el principio a papá lo conocieron como el librero ciclista, porque aún era famoso cuando abrimos el negocio y porque casi siempre se acercaba a la tienda en su bici del cuadro despintado. Echándole un ojo a ratos la dejaba sin candar a la puerta. Hasta que hace unos meses se la robaron. Estaba ya enfermo de veras y nos dolía más que se la hubieran quitado. A mamá y a mí nos había costado cogerle cariño a esa bici con la que cambió nuestra vida, pero para papá, que no quería guardar copas, medallas y diplomas, era su trofeo. No es que papá afirmara esas cosas: eran ideas que le averiguábamos. Él solía explicarse a medias, buscando que yo completara los pensamientos.
Donde no tengas buenas medallas…
¿Pon buenos recuerdos?
Tú lo has dicho, hijo.
Creo que era su manera de enseñarme. Como cuando hablaba de su enfermedad.
Fue demasiado tarde para el cuerpo… —El hígado se le estaba descomponiendo, como a otros que se dejaron hacer por médicos y directores deportivos. Con su media frase me decía que ni siquiera la salud lo era todo. Que salvó algo que habría perdido de seguir con aquello—, pero no para el ánimo.
Ahora que tengo casi catorce años entiendo lo que quería transmitirme. Me lo dijo claramente una tarde en que me intentaba ayudar con los deberes y quedó atascado en una tarea: lo importante no es aprender, hijo, sino aprender a aprender. Tú recuérdalo. Pero no vayas a decirle esto a esa gente filósofa que viene por la tienda. Se reirían de nosotros.
Mamá y yo solíamos burlarnos de su bici vieja, la bicicleta pura, como él la llamaba, y cuando la echamos de menos en el recibidor de nuestro piso nos arrepentimos. Conjeturaban en la tienda los clientes que el ladrón sería un coleccionista, un loco caprichoso, pero a mí me pitaba la coincidencia de que desapareciera una bici durante el recreo del instituto, con todos mis compañeros paseando, sin nada que hacer más que comerse el bocadillo, por las calles de alrededor de la librería. De uno en uno fui preguntando a los que conocía de poner manos en lo ajeno y a los obedientes que se les arrimaban. Desde pequeño distingo bien en las miradas y posturas quién comprará algo en la tienda, quién pretende curiosear solamente y quién busca meterse un artículo gratis en el pantalón o bajo la cazadora. También adivino, por los regresos de verano al pueblo a ver a los abuelos, a los callados que en su cabeza acusan de traidor a mi padre. Cuando en los retretes lo tuve delante no dudé. Uno de mi misma clase era. Le dejé que tramara el cuento de que conocía al que se llevó la bicicleta.
Lo convenzo de devolverla esta noche en la plazoleta a cambio de no remover la historia.
Papá y mamá se extrañaron de verme salir tarde de casa, pero solo dijeron que me guardaban el plato de cena tapado con film transparente. Por la debilidad ya no se desplazaba papá del piso más que a consultas y pruebas y pasaba las horas arreglando desperfectos de nuestras cosas, encolando bolsos, cosiendo mochilas, componiendo grifos. Cuando tuve en mis manos la bicicleta del cuadro limpio me creí de repente mucho mayor. Debía bajarla a casa y mostrársela a papá. Pensaba cómo lo haría. No daba igual cómo. Un cliente de la librería, un azuzón que compra el Marca a diario y que me encontró de camino, se me guaseó:
¿Cómo es que empujas la bici? ¡Esos trastos son para montarlos! ¡Te llevan ellos, chaval!
Él no podía comprender. No montaría la bicicleta porque no era una herramienta ni un instrumento sino una verdad de la vida de mi padre. Y yo tenía que mostrarle que lo sabía, que había aprendido a aprender. Cerca de nuestra manzana de casas lo telefoneé: asómate a la ventana, tú asómate a la ventana. Cuando doblé la esquina su figura se recortaba en la luz de la salita. No me vería bien al principio, entrevería quizá una sombra porque la iluminación escasea en nuestra calle. Imagino que fue intuyéndonos en el bulto de carne, manillar y ruedas que se aproximaba al portal y que solo alcanzó a distinguir hijo y bicicleta cuando nos alumbró la farola. No sé por qué se me ocurrió, pero la alcé ante mí ofreciéndosela como si en aquel momento, traspasando una meta, él la ganara en carrera. Pero me pareció que a través del cuadro, en todo el rato que la sostuve con los brazos temblones del esfuerzo, no apartaba la mirada de mí en vez de contemplar su bicicleta recuperada.

 


Diez bicicletas para treinta sonámbulos, 2019.

viernes, 5 de enero de 2024

Hotel Paraíso. Charles Simic.

Habían muerto millones, inocentes todos.
Yo me quedé en mi cuarto. El presidente
hablaba de la guerra como de una poción de amor.
Los ojos se me abrían del asombro.
Mi cara en el espejo me parecía
una estampilla con dos sellos.


Vivía bien, pero la vida era horrible.
Había tantos soldados ese día,
tantos refugiados que llenaban las calles.
Naturalmente, al tocarlos con la mano
desaparecían todos.
La historia se lamía las comisuras de su boca ensangrentada.


En el canal de pago, un hombre y una mujer
intercambiaban besos voraces y se arrancaban
la ropa entre ellos mientras yo los miraba
sin volumen y con la habitación a oscuras
excepto por la pantalla donde el color
tenía demasiado rojo, demasiado rosa.

Una boda en el infierno, 1994.

jueves, 4 de enero de 2024

El huerto. Luis Cernuda.

Alguna vez íbamos a comprar una latania o un rosal para el patio de casa. Como el huerto estaba lejos había que ir en coche; y al llegar aparecían tras el portalón los senderos de tierra oscura, los arriates bordeados de geranios, el gran jazminero cubriendo uno de los muros encalados.
Acudía sonriente Francisco el jardinero, y luego su mujer. No tenían hijos, y cuidaban de su huerto y hablaban de él tal si fuera una criatura. A veces hasta bajaban la voz al señalar una planta enfermiza, para que no oyese, ¡la pobre!, cómo se inquietaban por ella.
Al fondo del huerto estaba el invernadero, túnel de cristales ciegos en cuyo extremo se abría una puertecilla verde. Dentro era un olor cálido, oscuro, que se subía a la cabeza: el olor de la tierra húmeda mezclado al perfume de las hojas. La piel sentía el roce del aire, apoyándose insistente sobre ella, denso y húmedo. Allí crecían las palmas, los bananeros, los helechos, a cuyo pie aparecían las orquídeas, con sus pétalos como escamas irisadas, cruce imposible de la flor con la serpiente.
La opresión del aire iba traduciéndose en una íntima inquietud, y me figuraba con sobresalto y con delicia que entre las hojas, en una revuelta solitaria del invernadero, se escondía una graciosa criatura, distinta de las demás que yo conocía, y que súbitamente y sólo para mí iba acaso a aparecer ante mis ojos.
¿Era dicha creencia lo que revestía de tanto encanto aquel lugar? Hoy creo comprender lo que entonces no comprendía: cómo aquel reducido espacio del invernadero, atmósfera lacustre y dudosa donde acaso habitaban criaturas invisibles, era para mí imagen perfecta de un edén, sugerido en aroma, en penumbra y en agua, como en el verso del poeta gongorino: «Verde calle, luz tierna, cristal frío».

Ocnos, 1942.