Tras el
apocalipsis la Tierra tardó poco en recuperarse de la devastación. Mucho más
costó sacudirse el nauseabundo olor muerte.
El globo,
agarrado a la manita del niño, pensaba angustiado: "¡Que no me suelte, por
dios, que no me suelte!"
Se
emborrachó del azul del cielo, se drogó con miradas, y acabó enloquecido de
tanta vida.
El náufrago,
de cara al mar, en el silencio de su isla, anhela mirar el bullicio desde la
ventana de su casa, en la gran ciudad.
El único
sueño del dios fue ese sueño extraño, en el que el hombre existía.
El dios
pidió cenar ligero. No quiso repetir la pesadilla en la que ese ser salvaje, el
hombre, le mataba.
El dios
sueña que se pudre, se gangrena. A la mañana siguiente despierta convertido en
hombre.
El acupuntor
clava el alfiler en la espalda del paciente. Muy lejos de allí, el muñeco vudú
emite un gemido sordo, frío, de tela.
Los
autómatas enamorados, inmóviles, sentados frente a frente; se miran sin
parpadear, llenos de amor sus ojos muertos.
Los
corazones de los autómatas enamorados laten despacio, sigilosamente; pero al
mismo, exacto, compás.
El mecanismo
del autómata enamorado se rompió, su corazón frío deja de latir. Ella deja
escapar dos pequeñas lágrimas de aceite.
Todas las
noches, en las frías paredes del taller, entre el tictac mecánico de los
autómatas se puede escuchar algún suspiro.
El sueño
estaba hecho de una materia tan confusa, extraña y difusa que parecía la
realidad.
El final del
sueño era una alta cima. La escale, me senté allí arriba, con las piernas
colgando en el vacío, a mirar la luna.
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