jueves, 16 de abril de 2015

Flor de californía. José María Hinojosa. Microrrelato.



a Manuel Altolaguirre

   El camino tenía siempre un desnivel y la rampa subía y bajaba con ritmo de montaña rusa, con ritmo de tralla restallada.
   Los zigzag fueron menudeando hasta hacerse de una violencia tal que el camino llegó a echar un nudo a mis pies y los puntos suspensivos de los pasos se unieron para formar la línea recta del resbalón.
   Cuando hube llegado a la meta se me ofreció como única salida un túnel recubierto de láminas de sangre. Sobre una placa fotográfica en negativo había escrito a la entrada del túnel la siguiente inscripción:

          CRISTO PUSO LA PRIMERA PIEDRA
          EL VIERNES SANTO DEL AÑO 1925

   Como el camino con sus restallidos no cesaba de crujirme las piernas me vi obligado a entrar cuanto antes en el túnel a pesar de mi repugnancia.
   El túnel, muy largo, fue de una monotonía insufrible y maloliente, no cruzándome en mi marcha con persona alguna y sólo, ya casi al final, me encontré con un guardia que me dijo imperativamente:
   — Lleve usted la derecha.
   Pasé momentos de angustia terribles. Hasta entonces no me había apercibido de la falta de mis dos brazos y sin ellos ¿cómo averiguar cuál era mi derecha?
   Hice esfuerzos enormes por correr y no pude salir del paso lento; quise ocultarme y no hallé lugar propicio para ello y al fin, extenuado, aguardé pacientemente a la terminación del túnel.
   A la salida recuperé los brazos y no bien me hube sentado y encendido un cigarro para fumármelo con tranquilidad, en reposo de mis recientes fatigas, cuando empezaron a agruparse a mi alrededor cuantos transeúntes pasaban por allí. Me lanzaban insultos y me acusaban de llevar una camisa verde con la cual pretendía hacerme pasar por un loro. Era falso lo que me imputaban y cuando llegó el juez le dije con la serenidad que supone la inocencia:
   —Señor juez, le juro que no he dejado un momento de llevar mi derecha.
   Con esta explicación se dio el juez por satisfecho y yo para librarme de los curiosos me zambullí por la primera puerta que vi abierta.
   Esta primera puerta fue la de una iglesia toda blanqueada y con los altares totalmente cubiertos por flores de papel de colores chillones.
   El órgano tocaba un schottisch muy castizo que nunca más he vuelto a oír y que me ha sido imposible recordar su melodía.
   Entré de puntillas sobre las baldosas gibadas dando saltos de pelota de goma por la nave central y en dirección al altar mayor.
   Aún no iba a mediados de la nave cuando comenzaron las columnas a mover sus brazos para indicarme que abandonara aquella dirección y me apartara a una nave lateral.
   Sin pedir explicación alguna me fui a la nave izquierda donde me encontré con una capilla de zinc, y en ella una mujer. La mujer morena de pechos de aluminio y vestida con maillot de cera. Me enredó en un lazo de siseos con el cual tiró de mí hasta atraerme junto a la verja y poder cuchillear a mi oído:
   —Coge la flor de Californía.
   La mujer morena salió de la capilla de zinc y fue saltando con velocidad vertiginosa de una lámpara a otra, de un altar a otro, de una nave a otra.
   Y yo no cesaba de oír por todas partes con euritmia de péndulo exhausto de cuerda:
   —José María, José María,
   Coge la flor de Californía.
   —José María, José María,
   —Coge la flor de Californía.
   —Coge la flor de Californía.
   —Coge la flor de Californía.
Fornía, Fornía, Fornía, Fornía, nía, nía, nía, nía, nía, nía, nía, nía, nía. La mujer morena del maillot de cera y de los pechos de aluminio comenzó a arder por los cabellos.
   Nía, nía, nía, nía.
   La mujer morena ardió por completo y sólo quedaron sus dos pechos que convertidos en globos se los llevó un niño vestido de primera comunión.
   Momentáneamente me quedé solo en la iglesia, oliendo a cera quemada, oliendo a flores contrahechas yo solo.
   Mis pasos retumbaban y fui el centro de aquel ruido sin límites y solo en aquella cárcel de ruido blando pugnaba por salir de ella, en vano, por forjar radios que me condujeran a la tangente.
   Me encaré con las columnas y las columnas no me dijeron nada, me hacían señas equívocas y empecé a creer que eran verdaderas columnas de piedra.
   Partió en dos mi éxtasis una frase ya olvidada pero rediviva: "Coge la flor de Californía".
   Me encaramé en el púlpito y cuando iba a comenzar mi oración para mí, solo en la iglesia, vi moverse con lentitud sobre las baldosas una cigala roja y fosforescente.
   Abrí los brazos y planeé desde el púlpito al suelo. Una vez en mí, sólo en mí, y sin prisión pude ver de cerca la cigala cuyo extremo posterior era una flor color de carne.
   Fue un latigazo quien me decidió a abalanzarme brusca y repentinamente sobre la cigala. Le arranqué la flor y en un supremo hálito de satisfacción me la puse en el ojal del smoking.
   No hube vuelto aún de mí cuando la flor color de carne empezó a corromperse.
   Aún no había pisado el umbral de la puerta para salir de la iglesia y ya se paseaban los gusanos por mi pechera almidonada y blanca, por mi pechera impecable de buceador nocturno.
   Salí a la calle y los gusanos me habían sacado ya los ojos.
   El sol, que llenaba por completo la atmósfera, sólo pude palparlo y de mis manos brotaron diez ojos.




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