El agente de tránsito silbó y el conductor se detuvo. Lo primero que le pidió fue su licencia de conducir y la respuesta fue que la “había olvidado en casa”. El oficial echó un rápido vistazo a la parte delantera y luego otro a la trasera del auto dándose cuenta que carecía de placas. Entonces le pidió al conductor los documentos del vehículo, a lo que éste contestó que no los llevaba. Imaginando algo fraudulento buscó las calcomanías gubernamentales en el parabrisas, pero no las había: es más, tampoco había parabrisas. Buscó en los otros cristales, pero tampoco estaban, ni había otros cristales. Quiso ver entonces las plaquitas de identidad de fabricación en el marco de las puertas, pero no había ni plaquitas ni puertas. Ordenó al conductor entonces abrir el cofre para ver el número de registro del motor, pero el auto no tenía cofre, ni motor y por lo tanto no había número alguno. Desesperado quiso anotar la marca del auto, el modelo y el color. Pero era imposible identificar la marca, así como tampoco el modelo ni el color. En el colmo de la exasperación buscó las llantas para anotar al menos su medida, pero tampoco tenía llantas. Desconsolado, enojado y rabioso, rompió su libreta de infracciones y se sentó en la banqueta a llorar amargamente. Mientras, el exconductor ponía tierra de por medio, alejándose rápidamente por el camellón de la avenida, con pasos cortos y silenciosos, sin dejar de volverse a ver a aquel extraño oficial de Tránsito.
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