jueves, 7 de mayo de 2020

La tía Leonor. Ángeles Mastretta.

La tía Leonor tenía el ombligo más perfecto que se haya visto. Un pequeño punto hundido justo en la mitad de su vientre planísimo. Tenía una espalda pecosa y unas caderas redondas y firmes, como los jarros en que tomaba agua cuando niña.
Tenía los hombros suavemente alzados, caminaba despacio, como sobre un alambre. Quienes las vieron cuentan que sus piernas eran largas y doradas, que el vello de su pubis era un mechón rojizo y altanero, que fue imposible mirarle la cintura sin desearla entera.
A los diecisiete años se casó con la cabeza y con un hombre que era justo lo que una cabeza elige para cursar la vida. Alberto Palacios, notario riguroso y rico, le llevaba quince años, treinta centímetros y una proporcional dosis de experiencia. Había sido largamente novio de varias mujeres aburridas que terminaron por aburrirse más cuando descubrieron que el proyecto matrimonial del licenciado era a largo plazo.
El destino hizo que tía Leonor entrara una tarde a la notaría, acompañando a su madre en el trámite de una herencia fácil que les resultaba complicadísima, porque el recién fallecido padre de la tía no había dejado que su mujer pensara ni media hora de vida. Todo hacía por ella menos ir al mercado y cocinar. Le contaba las noticias del periódico, le explicaba lo que debía pensar de ellas, le daba un gasto que siempre alcanzaba, no le pedía nunca cuentas y hasta cuando iban al cine le iba contando la película que ambos veían: «Te fijas, Luisita, este muchacho ya se enamoró de la señorita. Mira cómo se miran, ¿ves? Ya la quiere acariciar, ya la acaricia. Ahora le va a pedir matrimonio y al rato seguro la va a estar abandonando».
Total que la pobre tía Luisita encontraba complicadísima y no sólo penosa la repentina pérdida del hombre ejemplar que fue siempre el papá de tía Leonor. Con esa pena y esa complicación entraron a la notaría en busca de ayuda. La encontraron tan solícita y eficaz que la tía Leonor, todavía de luto, se casó en año y medio con el notario Palacios.
Nunca fue tan fácil la vida como entonces. En el único trance difícil ella había seguido el consejo de su madre: cerrar los ojos y decir un Ave María. En realidad, varias Avesmarías, porque a veces su inmoderado marido podía tardar diez misterios del rosario en llegar a la serie de quejas y soplidos con que culminaba el circo que sin remedio iniciaba cuando por alguna razón, prevista o no, ponía la mano en la breve y suave cintura de Leonor.
Nada de todo lo que las mujeres debían desear antes de los veinticinco años le faltó a tía Leonor: sombreros, gasas, zapatos franceses, vajillas alemanas, anillo de brillantes, collar de perlas disparejas, aretes de coral, de turquesas, de filigrana. Todo, desde los calzones que bordaban las monjas trinitarias hasta una diadema como la de la princesa Margarita. Tuvo cuanto se le ocurrió, incluso la devoción de su marido que poco a poco empezó a darse cuenta de que la vida sin esa precisa mujer sería intolerable.
Del circo cariñoso que el notario montaba por lo menos tres veces a la semana, llegaron a la panza de la tía Leonor primero una niña y luego dos niños. De modo tan extraño como sucede sólo en las películas, el cuerpo de la tía Leonor se infló y desinfló las tres veces sin perjuicio aparente. El notario hubiera querido levantar un acta dando fe de tal maravilla, pero se limitó a disfrutarla, ayudado por la diligencia cortés y apacible que los años y la curiosidad le habían regalado a su mujer. El circo mejoró tanto que ella dejó de tolerarlo con el rosario entre las manos y hasta llegó a agradecerlo, durmiéndose después con una sonrisa que le duraba todo el día.
No podía ser mejor la vida en esa familia. La gente hablaba siempre bien de ellos, eran una pareja modelo. Las mujeres no encontraban mejor ejemplo de bondad y compañía que la ofrecida por el licenciado Palacios a la dichosa Leonor, y cuando estaban más enojados los hombres evocaban la pacífica sonrisa de la señora Palacios mientras sus mujeres hilvanaban una letanía de lamentos.
Quizá todo hubiera seguido por el mismo camino si a la tía Leonor no se le ocurre comprar nísperos un domingo. Los domingos iba al mercado en lo que se le volvió un rito solitario y feliz. Primero lo recorría con la mirada, sin querer ver exactamente de cuál fruta salía cuál color, mezclando los puestos de jitomate con los de limones. Caminaba sin detenerse hasta llegar donde una mujer inmensa, con cien años en la cara, iba moldeando unas gordas azules. Del comal recogía Leonorcita su gorda de requesón, le ponía con cautela un poco de salsa roja y la mordía despacio mientras hacía las compras.
Los nísperos son unas frutas pequeñas, de cáscara como terciopelo, intensamente amarilla. Unos agrios y otros dulces. Crecen revueltos en las mismas ramas de un árbol de hojas largas y oscuras. Muchas tardes, cuando era niña con trenzas y piernas de gato, la tía Leonor trepó al níspero de casa de sus abuelos. Ahí se sentaba a comer de prisa. Tres agrios, un dulce, siete agrios, dos dulces, hasta que la búsqueda y la mezcla de sabores eran un juego delicioso. Estaba prohibido que las niñas subieran al árbol, pero Sergio, su primo, era un niño de ojos precoces, labios delgados y voz decidida que la inducía a inauditas y secretas aventuras. Subir al árbol era una de las fáciles.
Vio los nísperos en el mercado, y los encontró extraños, lejos del árbol pero sin dejarlo del todo, porque los nísperos se cortan con las ramas más delgadas todavía llenas de hojas.
Volvió a la casa con ellos, se los enseñó a sus hijos y los sentó a comer, mientras ella contaba cómo eran fuertes las piernas de su abuelo y respingada la nariz de su abuela. Al poco rato, tenía en la boca un montón de huesos lúbricos y cáscaras aterciopeladas. Entonces, de golpe, le volvieron los diez años, las manos ávidas, el olvidado deseo de Sergio subido en el árbol, guiñándole un ojo.
Sólo hasta ese momento se dio cuenta de que algo le habían arrancado el día que le dijeron que los primos no pueden casarse entre sí, porque los castiga Dios con hijos que parecen borrachos. Ya no había podido volver a los días de antes. Las tardes de su felicidad estuvieron amortiguadas en adelante por esa nostalgia repentina, inconfesable.
Nadie se hubiera atrevido a pedir más: sumar a la redonda tranquilidad que le daban sus hijos echando barcos de papel bajo la lluvia, al cariño sin reticencias de su marido generoso y trabajador, la certidumbre en todo el cuerpo de que el primo que hacía temblar su perfecto ombligo no estaba prohibido, y ella se lo merecía por todas las razones y desde siempre. Nadie, más que la desaforada tía Leonor.
Una tarde lo encontró caminando por la 5 de Mayo. Ella salía de la iglesia de Santo Domingo con un niño en cada mano. Los había llevado a ofrecer flores como todas las tardes de ese mes: la niña con un vestido largo de encajes y organdí blanco, coronita de paja y enorme velo alborotado. Como una novia de cinco años. El niño, con un disfraz de acólito que avergonzaba sus siete años.
—Si no hubieras salido corriendo aquel sábado en casa de los abuelos, este par sería mío —dijo Sergio, dándole un beso.
—Vivo con ese arrepentimiento —contestó la tía Leonor.
No esperaba esa respuesta uno de los solteros más codiciados de la ciudad. A los veintisiete años, recién llegado de España, donde se decía que aprendió las mejores técnicas para el cultivo de aceitunas, el primo Sergio era heredero de un rancho en Veracruz, de otro en San Martín y otro más cerca de Atzálan.
La tía Leonor notó el desconcierto en sus ojos, en la lengua con que se mojó un labio, y luego lo escuchó responder:
—Todo fuera como subirse otra vez al árbol.
La casa de la abuela quedaba en la 11 Sur, era enorme y llena de recovecos. Tenía un sótano con cinco puertas en que el abuelo pasó horas haciendo experimentos que a veces le tiznaban la cara y lo hacían olvidarse por un rato de los cuartos de abajo y llenarse de amigos con los que jugar billar en el salón construido en la azotea.
La casa de la abuela tenía un desayunador que daba al jardín y al fresno, una cancha para jugar frontón que ellos usaron siempre para andar en patines, una sala color de rosa con un piano de cola y una exhausta marina nocturna, una recámara para el abuelo y otra para la abuela, y en los cuartos que fueron de los hijos varias salas de estar que iban llamándose como el color de sus paredes. La abuela, memoriosa y paralítica, se acomodó a pintar en el cuarto azul. Ahí la encontraron haciendo rayitas con un lápiz en los sobres de viejas invitaciones de boda que siempre le gustó guardar. Les ofreció un vino dulce, luego un queso fresco y después unos chocolates rancios. Todo estaba igual en casa de la abuela. Lo único raro lo notó la viejita después de un rato:
—A ustedes dos, hace años que no los veía juntos.
—Desde que me dijiste que si los primos se casan tienen hijos idiotas —contestó la tía Leonor.
La abuela sonrió, empinada sobre el papel en el que delineaba una flor interminable, pétalos y pétalos encimados sin tregua.
—Desde que por poco y te matas al bajar del níspero —dijo Sergio.
—Ustedes eran buenos para cortar nísperos, ahora no encuentro quién.
—Nosotros seguimos siendo buenos —dijo la tía Leonor, inclinando su perfecta cintura.
Salieron del cuarto azul apunto de quitarse la ropa, bajaron al jardín como si los jalara un hechizo y volvieron tres horas después con la paz en el cuerpo y tres ramas de nísperos.
—Hemos perdido práctica —dijo la tía Leonor.
—Recupérenla, recupérenla, porque hay menos tiempo que vida —contestó la abuela con los huesos de níspero llenándole la boca.

Mujeres de ojos grandes, 1990.

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