De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de
Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de marzo,
Antonia la asistenta era la más encorvada, la más abatida, la que
torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento. A
veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los
enrojecidos párpados, y las gotas de agua y las burbujas de jabón
parecían lágrimas sobre su tez marchita.
Las compañeras de
trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo,
entre la algarabía de las conversaciones y disputas, se cruzaba un
breve diálogo, a media voz, entretejido con exclamaciones de
asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo
los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para
interminables comentarios. Nadie ignoraba que la infeliz, casada con
un mozo carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y
de su marido, en un barrio extramuros, y que la familia vivía con
desahogo, gracias al asiduo trabajo de Antonia y a los cuartejos
ahorrados por la vieja en su antiguo oficio de revendedora,
baratillera y prestamista. Nadie había olvidado tampoco la lúgubre
tarde en que la vieja fue asesinada, encontrándose hecha astillas la
tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y
brincos de oro. Nadie, tampoco, el horror que infundió en el público
la nueva de que el ladrón y asesino no era sino el marido de
Antonia, según esta misma declaraba, añadiendo que desde tiempo
atrás roía al criminal la codicia del dinero de su suegra, con el
cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo, el
acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de
dos o tres amigotes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto,
que, en vez de ir al palo, salió con veinte años de cadena. No fue
tan indulgente la opinión como la ley: además de la declaración de
la esposa, había un indicio vehementísimo: la cuchillada que mató
a la vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba abajo,
como las que los matachines dan a los cerdos, con un cuchillo ancho y
afiladísimo, de cortar carne. Para el pueblo no cabía duda en que
el culpable debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó
a infundir sagrado terror cuando fue esparciéndose el rumor de que
su marido «se la había jurado» para el día en que saliese del
presidio, por acusarle. La desdichada quedaba encinta, y el asesino
la dejó avisada de que, a su vuelta, se contase entre los difuntos.
Cuando nació el
hijo de Antonia, ésta no pudo criarlo, tal era su debilidad y
demacración y la frecuencia de las congojas que desde el crimen la
aquejaban. Y como no le permitía el estado de su bolsillo pagar ama,
las mujeres del barrio que tenían niños de pecho dieron de mamar
por turno a la criatura, que creció enclenque, resintiéndose de
todas las angustias de su madre. Un tanto repuesta ya, Antonia se
aplicó con ardor al trabajo, y aunque siempre tenían sus mejillas
esa azulada palidez que se observa en los enfermos del corazón,
recobró su silenciosa actividad, su aire apacible.
¡Veinte años de
cadena! En veinte años –pensaba ella para sus adentros–, él se
puede morir o me puedo morir yo, y de aquí allá, falta mucho
todavía.
La hipótesis de la
muerte natural no la asustaba, pero la espantaba imaginar solamente
que volvía su marido. En vano las cariñosas vecinas la consolaban
indicándole la esperanza remota de que el inicuo parricida se
arrepintiese, se enmendase, o, como decían ellas, «se volviese de
mejor idea». Meneaba Antonia la cabeza entonces, murmurando
sombríamente:
–¿Eso él? ¿De
mejor idea? Como no baje Dios del cielo en persona y le saque aquel
corazón perro y le ponga otro…
Y, al hablar del
criminal, un escalofrío corría por el cuerpo de Antonia.
En fin: veinte años
tienen muchos días, y el tiempo aplaca la pena más cruel. Algunas
veces, figurábasele a Antonia que todo lo ocurrido era un sueño, o
que la ancha boca del presidio, que se había tragado al culpable, no
le devolvería jamás; o que aquella ley que al cabo supo castigar el
primer crimen sabría prevenir el segundo. ¡La ley! Esa entidad
moral, de la cual se formaba Antonia un concepto misterioso y
confuso, era sin duda fuerza terrible, pero protectora; mano de
hierro que la sostendría al borde del abismo. Así es que a sus
ilimitados temores se unía una confianza indefinible, fundada sobre
todo en el tiempo transcurrido y en el que aún faltaba para
cumplirse la condena.
¡Singular enlace el
de los acontecimientos!
No creería de
seguro el rey, cuando vestido de capitán general y con el pecho
cargado de condecoraciones daba la mano ante el ara a una princesa,
que aquel acto solemne costaba amarguras sin cuenta a una pobre
asistenta, en lejana capital de provincia. Así que Antonia supo que
había recaído indulto en su esposo, no pronunció palabra, y la
vieron las vecinas sentada en el umbral de la puerta, con las manos
cruzadas, la cabeza caída sobre el pecho, mientras el niño, alzando
su cara triste de criatura enfermiza, gimoteaba:
–Mi madre…
¡Caliénteme la sopa, por Dios, que tengo hambre!
El coro benévolo y
cacareador de las vecinas rodeó a Antonia. Algunas se dedicaron a
arreglar la comida del niño; otras animaban a la madre del mejor
modo que sabían. ¡Era bien tonta en afligirse así! ¡Ave María
Purísima! ¡No parece sino que aquel hombrón no tenía más que
llegar y matarla! Había Gobierno, gracias a Dios, y Audiencia y
serenos; se podía acudir a los celadores, al alcalde…
–¡Qué alcalde!
–decía ella con hosca mirada y apagado acento.
–O al gobernador,
o al regente, o al jefe de municipales. Había que ir a un abogado,
saber lo que dispone la ley…
Una buena moza,
casada con un guardia civil, ofreció enviar a su marido para que le
«metiese un miedo» al picarón; otra, resuelta y morena, se brindó
a quedarse todas las noches a dormir en casa de la asistenta. En
suma, tales y tantas fueron las muestras de interés de la vecindad,
que Antonia se resolvió a intentar algo, y sin levantar la sesión,
acordóse consultar a un jurisperito, a ver qué recetaba.
Cuando Antonia
volvió de la consulta, más pálida que de costumbre, de cada
tenducho y de cada cuarto bajo salían mujeres en pelo a preguntarle
noticias, y se oían exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de
protegerla, obligaba a la hija de la víctima a vivir bajo el mismo
techo, maritalmente con el asesino!
–¡Qué leyes,
divino Señor de los cielos! ¡Así los bribones que las hacen las
aguantaran! –clamaba indignado el coro–. ¿Y no habrá algún
remedio, mujer, no habrá algún remedio?
–Dice que nos
podemos separar… después de una cosa que le llaman divorcio.
–¿Y qué es
divorcio, mujer?
–Un pleito muy
largo.
Todas dejaron caer
los brazos con desaliento: los pleitos no se acaban nunca, y peor aún
si se acaban, porque los pierde siempre el inocente y el pobre.
–Y para eso
–añadió la asistenta– tenía yo que probar antes que mi marido
me daba mal trato.
–¡Aquí de Dios!
¿Pues aquel tigre no le había matado a la madre? ¿Eso no era mal
trato? ¿Eh? ¿Y no sabían hasta los gatos que la tenía amenazada
con matarla también?
–Pero como nadie
lo oyó… Dice el abogado que se quieren pruebas claras…
Se armó una especie
de motín. Había mujeres determinadas a hacer, decían ellas, una
exposición al mismísimo rey, pidiendo contraindulto. Y, por turno,
dormían en casa de la asistenta, para que la pobre mujer pudiese
conciliar el sueño. Afortunadamente, el tercer día llegó la
noticia de que el indulto era temporal, y al presidiario aún le
quedaban algunos años de arrastrar el grillete. La noche que lo supo
Antonia fue la primera en que no se enderezó en la cama, con los
ojos desmesuradamente abiertos, pidiendo socorro.
Después de este
susto, pasó más de un año y la tranquilidad renació para la
asistenta, consagrada a sus humildes quehaceres. Un día, el criado
de la casa donde estaba asistiendo creyó hacer un favor a aquella
mujer pálida, que tenía su marido en presidio, participándole como
la reina iba a parir, y habría indulto, de fijo.
Fregaba la asistenta
los pisos, y al oír tales anuncios soltó el estropajo, y
descogiendo las sayas que traía arrolladas a la cintura, salió con
paso de autómata, muda y fría como una estatua. A los recados que
le enviaban de las casas respondía que estaba enferma, aunque en
realidad sólo experimentaba un anonadamiento general, un no
levantársele los brazos a labor alguna. El día del regio parto
contó los cañonazos de la salva, cuyo estampido le resonaba dentro
del cerebro, y como hubo quien le advirtió que el vástago real era
hembra, comenzó a esperar que un varón habría ocasionado más
indultos. Además, ¿por qué le había de coger el indulto a su
marido? Ya le habían indultado una vez, y su crimen era horrendo;
¡matar a la indefensa vieja que no le hacía daño alguno, todo por
unas cuantas tristes monedas de oro! La terrible escena volvía a
presentarse ante sus ojos: ¿merecía indulto la fiera que asestó
aquella tremenda cuchillada? Antonia recordaba que la herida tenía
los labios blancos, y parecíale ver la sangre cuajada al pie del
catre.
Se encerró en su
casa, y pasaba las horas sentada en una silleta junto al fogón.
¡Bah! Si habían de matarla, mejor era dejarse morir!
Solo la voz
plañidera del niño la sacaba de su ensimismamiento.
–Mi madre, tengo
hambre. Mi madre, ¿qué hay en la puerta? ¿Quién viene?
Por último, una
hermosa mañana de sol se encogió de hombros, y tomando un lío de
ropa sucia, echó a andar camino del lavadero. A las preguntas
afectuosas respondía con lentos monosílabos, y sus ojos se posaban
con vago extravío en la espuma del jabón que le saltaba al rostro.
¿Quién trajo al
lavadero la inesperada nueva, cuando ya Antonia recogía su ropa
lavada y torcida e iba a retirarse? ¿Inventóla alguien con fin
caritativo, o fue uno de esos rumores misteriosos, de ignoto origen,
que en vísperas de acontecimientos grandes para los pueblos, o los
individuos, palpitan y susurran en el aire? Lo cierto es que la pobre
Antonia, al oírlo, se llevó instintivamente la mano al corazón, y
se dejó caer hacia atrás sobre las húmedas piedras del lavadero.
–Pero ¿de veras
murió? –preguntaban las madrugadoras a las recién llegadas.
–Sí, mujer…
–Yo lo oí en el
mercado…
–Yo, en la
tienda…,
–¿A ti quién te
lo dijo?
–A mí, mi marido.
–¿Y a tu marido?
–El asistente del
capitán.
–¿Y al asistente?
–Su amo…
Aquí ya la
autoridad pareció suficiente y nadie quiso averiguar más, sino dar
por firme y valedera la noticia. ¡Muerto el criminal, en víspera de
indulto, antes de cumplir el plazo de su castigo! Antonia la
asistenta alzó la cabeza y por primera vez se tiñeron sus mejillas
de un sano color y se abrió la fuente de sus lágrimas. Lloraba de
gozo, y nadie de los que la miraban se escandalizó. Ella era la
indultada; su alegría, justa. Las lágrimas se agolpaban a sus
lagrimales, dilatándole el corazón, porque desde el crimen se había
«quedado cortada», es decir, sin llanto. Ahora respiraba
anchamente, libre de su pesadilla. Andaba tanto la mano de la
Providencia en lo ocurrido que a la asistenta no le cruzó por la
imaginación que podía ser falsa la nueva.
Aquella noche,
Antonia se retiró a su cama más tarde que de costumbre, porque fue
a buscar a su hijo a la escuela de párvulos, y le compró rosquillas
de «jinete», con otras golosinas que el chico deseaba hacía
tiempo, y ambos recorrieron las calles, parándose ante los
escaparates, sin ganas de comer, sin pensar más que en beber el
aire, en sentir la vida y en volver a tomar posesión de ella.
Tal era el
enajenamiento de Antonia, que ni reparó en que la puerta de su
cuarto bajo no estaba sino entornada. Sin soltar de la mano al niño
entró en la reducida estancia que le servía de sala, cocina y
comedor, y retrocedió atónita viendo encendido el candil. Un bulto
negro se levantó de la mesa, y el grito que subía a los labios de
la asistenta se ahogó en la garganta.
Era él. Antonia,
inmóvil, clavada al suelo, no le veía ya, aunque la siniestra
imagen se reflejaba en sus dilatadas pupilas. Su cuerpo yerto sufría
una parálisis momentánea; sus manos frías soltaron al niño, que,
aterrado, se le cogió a las faldas. El marido habló.
–¡Mal contabas
conmigo ahora! –murmuró con acento ronco, pero tranquilo.
Y al sonido de
aquella voz donde Antonia creía oír vibrar aún las maldiciones y
las amenazas de muerte, la pobre mujer, como desencantada, despertó,
exhaló un ¡ay! agudísimo, y cogiendo a su hijo en brazos, echó a
correr hacia la puerta.
El hombre se
interpuso.
–¡Eh…, chst!
¿Adónde vamos, patrona? –silabeó con su ironía de presidiario–.
¿A alborotar el barrio a estas horas? ¡Quieto aquí todo el mundo!
Las últimas
palabras fueron dichas sin que las acompañase ningún ademán
agresivo, pero con un tono que heló la sangre de Antonia. Sin
embargo, su primer estupor se convertía en fiebre, la fiebre lúcida
del instinto de conservación. Una idea rápida cruzó por su mente:
ampararse del niño. ¡Su padre no le conocía; pero, al fin, era su
padre! Levantóle en alto y le acercó a la luz.
–¿Ese es el
chiquillo? –murmuró el presidiario, y descolgando el candil
llególo al rostro del chico.
Éste guiñaba los
ojos, deslumbrado, y ponía las manos delante de la cara, como para
defenderse de aquel padre desconocido, cuyo nombre oía pronunciar
con terror y reprobación universal. Apretábase a su madre, y ésta,
nerviosamente, le apretaba también, con el rostro más blanco que la
cera.
–¡Qué chiquillo
tan feo! –gruñó el padre, colgando de nuevo el candil–. Parece
que lo chuparon las brujas.
Antonia sin soltar
al niño, se arrimó a la pared, pues desfallecía. La habitación le
daba vueltas alrededor, y veía lucecitas azules en el aire.
–A ver: ¿No hay
nada de comer aquí? -pronunció el marido.
Antonia sentó al
niño en un rincón, en el suelo, y mientras la criatura lloraba de
miedo, conteniendo los sollozos, la madre comenzó a dar vueltas por
el cuarto, y cubrió la mesa con manos temblorosas. Sacó pan, una
botella de vino, retiró del hogar una cazuela de bacalao, y se
esmeraba sirviendo diligentemente, para aplacar al enemigo con su
celo. Sentóse el presidiario y empezó a comer con voracidad,
menudeando los tragos de vino. Ella permanecía de pie, mirando,
fascinada, aquel rostro curtido, afeitado y seco que relucía con
este barniz especial del presidio. Él llenó el vaso una vez más y
la convidó.
–No tengo
voluntad… –balbució Antonia: y el vino, al reflejo del candil,
se le figuraba un coágulo de sangre.
Él lo despachó
encogiéndose de hombros, y se puso en el plato más bacalao, que
engulló ávidamente, ayudándose con los dedos y mascando grandes
cortezas de pan. Su mujer le miraba hartarse, y una esperanza sutil
se introducía en su espíritu. Así que comiese, se marcharía sin
matarla. Ella, después, cerraría a cal y canto la puerta, y si
quería matarla entonces, el vecindario estaba despierto y oiría sus
gritos. ¡Solo que, probablemente, le sería imposible a ella gritar!
Y carraspeó para afianzar la voz. El marido, apenas se vio saciado
de comida, sacó del cinto un cigarro, lo picó con la uña y
encendió sosegadamente el pitillo en el candil.
–¡Chst!…
¿Adónde vamos? –gritó viendo que su mujer hacía un movimiento
disimulado hacia la puerta–. Tengamos la fiesta en paz.
–A acostar al
pequeño –contestó ella sin saber lo que decía. Y refugióse en
la habitación contigua llevando a su hijo en brazos. De seguro que
el asesino no entraría allí. ¿Cómo había de tener valor para
tanto? Era la habitación en que había cometido el crimen, el cuarto
de su madre. Pared por medio dormía antes el matrimonio; pero la
miseria que siguió a la muerte de la vieja obligó a Antonia a
vender la cama matrimonial y usar la de la difunta. Creyéndose en
salvo, empezaba a desnudar al niño, que ahora se atrevía a sollozar
más fuerte, apoyado en su seno; pero se abrió la puerta y entró el
presidiario.
Antonia le vio echar
una mirada oblicua en torno suyo, descalzarse con suma tranquilidad,
quitarse la faja, y, por último, acostarse en el lecho de la
víctima. La asistenta creía soñar. Si su marido abriese una
navaja, la asustaría menos quizá que mostrando tan horrible
sosiego. Él se estiraba y revolvía en las sábanas, apurando la
colilla y suspirando de gusto, como hombre cansado que encuentra una
cama blanda y limpia.
–¿Y tú? –exclamó
dirigiéndose a Antonia–. ¿Qué haces ahí quieta como un poste?
¿No te acuestas?
–Yo… no tengo
sueño –tartamudeó ella, dando diente con diente.
–¿Qué falta hace
tener sueño? ¡Si irás a pasar la noche de centinela!
–Ahí… ahí…,
no… cabemos… Duerme tú… Yo aquí, de cualquier modo…
Él soltó dos o
tres palabras gordas.
–¿Me tienes miedo
o asco, o qué rayo es esto? A ver cómo te acuestas, o si no…
Incorporóse el
marido, y extendiendo las manos, mostró querer saltar de la cama al
suelo. Mas ya Antonia, con la docilidad fatalista de la esclava,
empezaba a desnudarse. Sus dedos apresurados rompían las cintas,
arrancaban violentamente los corchetes, desgarraban las enaguas. En
un rincón del cuarto se oían los ahogados sollozos del niño…
Y el niño fue
quien, gritando desesperadamente llamó al amanecer a las vecinas que
encontraron a Antonia en la cama, extendida, como muerta. El médico
vino aprisa, y declaró que vivía, y la sangró, y no logró sacarle
gota de sangre. Falleció a las veinticuatro horas, de muerte
natural, pues no tenía lesión alguna. El niño aseguraba que el
hombre que había pasado allí la noche la llamó muchas veces al
levantarse, y viendo que no respondía echó a correr como un loco.
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