Durante el
reinado de Felipe III vivía en esta calle, asistido por un criado,
un sacerdote que al parecer era poseedor de muchas riquezas. Una
noche, el criado asesinó al sacerdote, decapitándole, y tras
recoger todo el oro y las joyas que encontró en la casa huyó a
Portugal.
Pasaron
los años y, cuando aquel crimen impune había sido olvidado, el
criado, hecho ya un caballero gracias a las riquezas sangrientamente
adquiridas, regresó a Madrid en la convicción de que no sería
reconocido por nadie.
Un
día que el flamante caballero recorría las calles del Rastro, las
cabezas de carnero que se ofrecían en una carnicería le recordaron
que era ése uno de los platos de su preferencia en sus antiguos
tiempos de criado, y decidió comprar una y llevársela a su casa
para que se la cocinasen.
Llevaba
el hombre la cabeza en un capacho oculto bajo la capa, ignorante de
un rastro de sangre muy copioso que iba dejando tras de sí. A la
vista de aquella sangre un alguacil lo detuvo para conocer lo que
ocultaba bajo la capa. El hombre sacó el capacho y mostró su
contenido, pero la cabeza de carnero se había convertido en la
cabeza de aquel sacerdote a quien asesinara tantos años antes, cuyos
ojos fijos lo miraban acusadoramente.
Horrorizado,
el antiguo criado confesó su crimen y fue juzgado y condenado a
muerte. Se dice que, en el mismo momento de su ajusticiamiento,
aquella cabeza prodigiosa que había sido la prueba del crimen volvió
a ser la de un carnero común y corriente.
Leyendas españolas de todos los tiempos. 2000.
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