lunes, 27 de febrero de 2023

Los dientes y los huesos son blancos. Isabel Mellado.

Dedos

Quería ser novia de Brahms. Que tocáramos juntos muchos acordes y me hablase en mayúscula. Desconfiaba del corazón como oficina de correos, de las cacofónicas caricias. No quise que los días fuesen conejos muertos sacados del sombrero.

Conocí a Lucio mientras atravesábamos tres siglos con los dedos. Primero fue Bach, luego Beethoven, Sibelius y Ligeti. Él parecía un centauro, mitad hombre, mitad chelo.

Él y yo lo sabíamos; poner los dedos es tirar los dados. Cuando llegamos a su casa, aún olíamos a aplausos. Nos duchamos para partir de cero y acabamos como archipiélago desparramado en la alfombra. No era buen dueño del hogar, Lucio. Todo el suelo con pelusas, involuntarios peluches de tiempo.

Haciendo el amor descubrí unos ojos llenos de buenos rincones. Acaricié sus piernas, sus hermosas costillas, iguales a los libros inclinados de su biblioteca. Y su sexo era alta cultura. Yo quise ser culta.

Aquella noche nos mantuvimos despiertos hasta que los enchufes bostezaron. Hablamos de música, de personas a las que imaginábamos inteligentes y horizontales. Hablábamos bien del pasado, con la benevolencia con la que se recuerda a un canalla difunto.

¿Para qué tanto recordar? Recordar es ponerse calcetines usados y con agujeros, dijo con su voz de avena. Mejor las horas bien ceñidas a los huesos. No ir con la vista puesta en más de dos o tres compases por delante y sobre todo, cantar, cantar bien la melodía.

Salimos a caminar por la mañana. El sol era una ardilla.

A partir de entonces, pusimos durante meses los codos sobre la noche. Fue un invierno marsupial, mucho bueno cupo dentro.

Él era leve. En bicicleta o a pie, no alcanzaba el cielo a montarse sobre sus hombros.

¿Se cansó la vida de tolerar tanta alegría?




Deprisa

Ruedas y semáforos en negro. Una sirena. Los oídos todavía le funcionan. Y se esparce con sus propias manos. ¿Es que nadie puede aligerar su labor de muerto?

Segundos lo apartan de sí. Pertenece aún y odia las despedidas. Viviría incluso en la letra A o en el chirriar de un grillo.

Con paciencia contempla, encontrando un paisaje donde parece no haberlo.

Recuerda: al comenzar, todo era ella. Ella, eya, älla, hella. Dejaron caer el exterior dentro.

¿Y si el tiempo no pasa, tan solo cambia de sitio?

No cerrar los ojos ahora. Quedarse y cantar. No caer al compás vacío. O al sabor del asombro cuando se enfríen los labios.

Pensar, sentir. Quizá por eso lágrimas deprisa.




Un pentagrama

Andar en bicicleta es silbar con las piernas. Vueltas y más vueltas, y otra, y todavía una más. Compases que son párpados, que son días. Hacia delante o hacia atrás. Ritmo, velocidad y trayecto. ¿Solo tengo que buscarte en la esquina correcta de la lengua?




Corazón de origami

En el funeral el cura, con su bigote lento, con sus palabras pasadas por harina y huevo.

(Suena Bach.)

Chao, Lucio. ¿Adónde crees que vas? Suelta ahora mismo ese mirar hacinado tras los párpados. No seas literal con esto de morir, no seas rígido. Piensa que estudiaste tantos años el chelo no para dejarte las manos hechas polvo.

Has muerto, lo admito, pero no hay fin que pueda contigo. Si quieres que te olvide, tendrás que entrar a desalojar mi cuerpo.

Por las noches me repueblo y me extermino. Busco sonidos como andamios.




Guardo un papelito con su letra

El sol se puso frívolo y las estrellas pordioseaban. Todo olía a necio y de mi viola salían notas como garbanzos secos (¿o como costras, mejor?). Una viola no es una alcancía.

Vivir era una posibilidad entre muchas. ¿Vivir con la sangre alquilada a un dios-gasolinera? Mis palabras tenían las rodillas sucias de tanto hincarse frente a él.

Ese año el cielo estuvo pésimo. Necesité músculo para mantener una sonrisa, con dos ya no pude.

 Diez bicicletas para treinta sonámbulos, 2019.

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