domingo, 23 de junio de 2024

El conejo. Miguel Delibes.

Y cada vez que veía al herrador, Juan le decía:
-¿Cuando me da el conejo, Boni?
Y Boni, el herrador, respondía preguntando:
-¿Sabrás cuidarle?
Y Juan, el niño, replicaba:
-Claro.
Pero Adolfo, el más pequeño, terciaba, enfoncándole su limpia mirada azul:
-¿Qué hace el conejo?
Juan enumeraba pacientemente:
-Pues… comer, dormir, jugar…
-¿Cómo yo? -indagaba Adolfo.
Y el herrador, sin cesar de golpear la herradura, añadía:
- Y cría, además.
Juan agarraba al pequeño de la mano:
-El conejo que nos dé Boni criará conejos pequeños y cuando tengamos muchos le daremos uno a Ficu.
-Sí -decía Adolfo.
Boni, el herrador, aunque miraba para los chcios, siempre acertaba en el clavo.
-¿Es cierto que quieres el conejo?
-Claro -repondió Juan.
-¿Y sabréis cuidarle?
-Sí – dijeron los niños a coro.
-Pues mañana a mediodía os aguardo en casa -añadió el herrador.
Y cuando los niños descendían carretera abajo, cogidos de la mano, les voceó:
-Y si le cuidáis bien os daré, además, un pichón.
Y Adolfo le dijo a Juan:
-¿Un pichón? ¿Qué es un pichón?
-Una paloma -contestó Juan.
-¿Y vuela? -dijo Adolfo.
-Todas las palomas vuelan -dijo Juan.
Al entrar en la Plaza, vieron los grupos de gente y a Sebastián y Rubén con los cirios y una mujer que sollozaba. Y Evelio, el de la fonda, dijo:
-Le venía de atrás; si no le dijo nada al médico fue por no enseñarle los pechos.
Esteban, el del molino, se rascó el cogote:
-En una soltera se comprende.
Juan y Adolfo, cogidos de la mano, merodeaban entre los grupos sin que nadie reparara en ellos, hasta que llegó el cura y enhebró una retahíla ininteligible, y las mujeres se santiguaron, y los hombres se quitaron las boinas y las daban vueltas, sin dejarlo, entre los dedos. Y Juan soltó a su hermano y se descubrió y empezó a girar su sombrero tal y como veía hacer a los hombres. Y al ver sacar aquello de la casa, le dijo a Adolfo en un cuchicheo:
-Es un muerto.
-¿Dónde está el muerto? -voceó Adolfo.
Y los hombres dijeron:
-¡Chist, chaval!
Y Adolfo abrió aún más sus ojos azules y bajó la voz y le dijo a Juan:
-¿Dónde está el muerto, Juan?
Y Juan respondió:
-Metido en esa caja.
Y Adolfo miró primero a la caja blanca, y luego a su hermano, y luego a la caja blanca otra vez, y, finalmente, alargó su manita y cogió la de su hermano, y ambos arrancaron a andar tras del cortejo, mientras el cura continuaba murmurando frases ininteligibles. Y al cruzar frente al potro, Boni, el herrador, estaba quieto, parado, la boina entre los dedos, mirando pasar la comitiva. Y al ver en último lugar a Juan, le guiñó un ojo y le dijo:
-¿Dónde vais vosotros?
-Al entierro -dijo Juan- Es un muerto.
-¿Y el conejo?
-Mañana -dijo el niño.
El herrador volvió a calarse la boina, enjaretó el acial, tomó el martillo y le dijo a Juan por entre las patas del macho, indicando con un movimiento de cabeza la curva por donde desaparecía el cortejo:
-A ver si le cuidas bien, no le vaya a ocurrir lo que a la Eulalia. Adolfo levantó su mirada azul:
-¿Sabía volar la Eulalia? -preguntó.
-¡Chist! -respondió Juan, uniéndose al grupo.
La caja yacía en la primera posa y el cura rezongaba frases extrañas en un tono de voz muy grave, y los hombres iban, se adelantaban de uno en uno y echaban dinero en la bandeja que sostenía el Melchorín; cada vez más dinero; y las monedas tintineaban sobre el metal, y a Adolfo se le abultaban los ojos y decía:
-¿Juan, por qué le dan perras a Melchorín?
Y Juan le aclaraba:
-Para no morirse como la señora Eulalia.
Y así durante tres posas, hasta que llegaron a lo alto, al alcor, donde se erguían los cipreses del pequeño camposanto. Secun andaba allí, junto al hoyo, con la pala en la mano, y Zósimo, el alguacil, sostenía sobre el hombro un azadón. Entre la tierra removida blanqueaban los huesos mondos, y Adolfo apretó la mano de Juan y preguntó:
-¿Eso qué es?
-¡Chist! -le respondió Juan-. Una calavera, pero no te asustes.
-¿Vuela? -inquirió Adolfo.
Pero Juan no respondió. Miraba atentamente cómo bajaban la caja al hoyo con las cuerdas, y luego cómo Secun y Zósimo arrastraban la tierra negra y los huesos blancos sobre ella, y luego cómo Melchorín pasaba la bandeja, y luego, finalmente, nada.


Y a la hora de comer Juan le dijo a su padre:
-Papá.
Pero su padre no le oyó. Escuchaba las conversaciones de sus hermanos mayores y miraba con evidente simpatía a Adolfo, a quien su madre regañaba porque se había manchado. Así es que Juan repitió “papá” hasta cuatro veces y, a la cuarta, su padre se volvió a él:
-Papá, papá, no se te cae esa palabra de la boca. ¿Qué es lo que quieres?
Juan dijo tímidamente:
-Boni, el herrador, me va a regalar un conejo.
-¿Ah, sí? -dijo distraídamente el padre.
-Es para Adolfo y para mí -agregó Juan.
-¿Para Adolfo también? -rió el padre-. ¿Y para qué quieres tú un conejo, si puede saberse?
-Para que vuele -dijo Adolfo.
Intervino Juan:
-Para que críe; son las palomas las que vuelan. Boni dice…
-Calla tú; déjale al niño -añadió el padre.
-Los conejos tienen alas -dijo Adolfo.
Y su padre rió. Y su madre rió. Y rieron, asimismo, los hermanos mayores.
Y a la mañana siguiente se presentó Juan con el gazapo, blanco y marrón, en un capacho y dijo:
-Mamá, ¿tienes un cajón?
Mas la madre se soleaba, adormilada en la hamaca, y no respondió. Juan insistió, penduleando el capacho, hasta que al fin la madre entreabrió los ojos y murmuró:
Este niño, siempre inoportuno. En la cueva habrá un cajón creo yo.
Y Juan bajó a la cueva y subió un cajón, y Luis se encaprichó con el conejo y sacó a su vez la caja de herramientas y le puso al cajón un costado de tela metálica y le abrió un portillo para meter y sacar al animal, y Juan, al ver a su hermano afanar con tanto entusiasmo, le decía:
-Aquí criará a gusto, ¿verdad, Luis?
Mas Luis, enfrascado en su tarea, ni siquiera le oía:
-Es bonito el conejo que me ha dado el Boni, ¿verdad, Luis?
Luis decía, al cabo, rutinariamente:
-Es bonito.
Adolfo se aproximó a Juan.
-¿Es la casa del conejo? -preguntó.
-Sí, es la casa del conejo, ¿te gusta? -dijo Juan.
-Sí -dijo Adolfo.
Y tan pronto Luis concluyó su obra, Juan agarró al gazapo cuidadosamente, abrió el portillo y lo metió dentro. El niño miraba al bicho fruncir el hociquito, cambiar de posición, aguzar las orejas, y decía:
-Está contento en esta casa, ¿verdad, Luis?
-Sí, está contento -decía Luis.
-¿Y va a volar? -preguntó Adolfo.
Juan inclinó la cabeza a nivel de la de su hermano y le dijo:
-Los conejos no vuelan, Ado. Las que vuelan son las palomas. Y si cuidamos bien al conejo, el Boni nos dará una.
-Sí -dijo Adolfo.
Juan corrió hacia Luis, que se encaminaba a la casa con la caja de herramientas en la mano:
-Luis -le dijo-, ¿me harás otra casa si el Boni me da una paloma?
-¿Otro bicho? -rezongó Luis.
Juan le miraba sonriente, un poco abrumado. Dijo:
-Boni me dará un pichón si crío bien al conejo.
-Bueno, ya veré -dijo Luis.
Y Juan volvió donde el conejo, a mirar cómo fruncía el hociquito rosado y cómo le palpitaba el corazón en los costados. Después cogió a Adolfo de la mano y se llegó donde su padre.
-Papá -dijo-, ¿qué comen los conejos?
El padre se volvió hacia él, sorprendido.
-¡Qué sé yo! -dijo-. Verde, supongo.
-Sí -dijo Juan atemorizado, y corrió donde su madre y la dijo:
-Mamá, ¿qué es verde?
-Jesus, qué niño tan pesado -dijo la madre-. Verde, pero, ¿verde qué?
-Papé dice que los conejos comen verde y yo no sé lo que es verde.
-¡Ah, verde! -respondió la madre-. Pues yerba digo yo que será.
A la tarde, el niño bajó donde el herrador.
-Boni -le dijo-, ¿qué comen tus conejos?
Boni, el herrador, se incorporó pesadamente, oprimiéndose los riñones con las manos y sin llegar a enderezarse del todo.
-Bueno, bueno -dijo-, los conejos tienen buen apetito. Cualquier cosa. Para empezar puedes darle berza y unos lecherines. Y si se porta bien dale una zanahoria de postre.
Juan tomó a Adolfo de la mano. Adolfo dijo:
-A mí no me gusta eso.
-¿Cuál? -inquirió Juan.
-Eso -dijo Adolfo.
Cada mañana, Juan llevaba al conejo su ración de berza y de lecherines. Algún día le echaba también una zanahoria, pero el conejo apenas roía una esquina y la dejaba.
-No le gusta eso -decía Adolfo-.
Y Juan le explicaba pacientemente que el conejo tenía la tripa llena de berza y de lecherines y no le quedaba hueco para la zanahoria. Adolfo denegaba obstinadamente con la cabeza:
-No le gusta eso -decía.
En un principio, el conejo mostraba alguna desconfianza, pero tan pronto advirtió que los pequeños se aproximaban para llevarle alimentos se ponía de manos para recibir las hojas de berza y aún las comía delante de ellos. Ya no le temblaban los costados si los niños le cogían, y le gustaba agazaparse al sol, en un rincón, cuando Juan le sacaba de la cueva para airearse. En todo caso, Juan alejaba al conejo de la casa porque su mdre dijo el primer día que “aquel bicho olía que apestaba”.
Al concluir el verano comenzó a llover. Llovía lenta, incansablemente, y Juan burlaba cada día la vigilancia para salir a por lecherines. Cada vez regresaba con una brazada de ellos, y el conejo le aguardaaba de manos, impaciente. Juan le decía:
-Tienes hambre, ¿eh?
Y, en tanto comía, añadía:
-Adolfo no viene porque no le dejan, ¿sabes? Está lloviendo. Cuando deje de llover te sacaré al sol.
Y, al cuarto día, cesó, repentinamente, de llover. Juan vio el cielo azul desde la cama, y sin calzarse corrió a la cueva; mas el conejo no le recibió de manos, ni siquiera aculado en un rincón, como acostumbraba a hacer los primeros días, sino tumbado de costado y respirando anhelosamente. El niño introdujo la mano por la tela metálica y le acarició, pero el animalito no abría los ojos.
-¿Es que estás malo? -preguntó Juan.
Y como el conejo no reaccionaba, abrió precipitadamente el portillo y lo sacó fuera. El animal continuaba relajado, sin vida: apenas un leve hociqueo y una precipitada, arrítmica respiración. Juan lo depositó en el suelo y corrió alocadamente hacia la casa:
-¡Mamá, mamá! -voceó-. El conejo está muy malito.
Su madre lo miró irritada:
-Déjate de conejos ahora y cálzate -dijo.
Juan se puso las sandalias y buscó a Adolfo:
-Adolfo -le dijo-. El conejo se está muriendo.
-A ver -dijo Adolfo.
-Ven -dijo Juan, tomándole de la mano.
El conejo, tendido de costado sobre la yerba, era como un manojito de algodón, apenas animado por un imperceptible estremecimiento:
-¿Tiene sueño? -preguntó Adolfo.
-No -respondió Juan gravemente.
-¿Por qué no abre los ojos? -demandó Adolfo.
-Porque se va a morir -dijo Juan.
Y, repentinamente, soltó la mano de su hermano y corrió donde el herrador:
-Boni -le dijo-, el conejo está muy malo.
Boni, el herrador, se llevó las manos a los riñones antes de incorporarse:
-No será para tanto, digo yo.
-Sí -dijo Juan-. No quiere andar ni tampoco abrir los ojos.
-¡Vaya por Dios! -dijo Boni-. Pues sí que le has cuidado bien.
El niño no contestó. Tomó la mano encallecida del hombre y le encareció tirando de él.
-Vamos, Boni.
-Vamos, vamos -protestó el herrador-. ¿Y qué va a decir la mamá? Sabes de sobra que a la mamá no le gusta que los del pueblo metamos las narices allí.
Pero siguió al niño cambera abajo; y al llegar a la puerta, advirtió:
-Tráeme el conejo, anda. Yo no paso.
Y cuando el niño regresó con el conejo, Adolfo corría torpemente tras él, y al ver al herrador, le dijo:
-¿Es que va a volar, Boni?
El herrador examinaba atentamente al animal:
-Volar, volar…, sí que está malito, como para volar -volvió los ojos a Juan-. ¿Le mudas la cama?
-¿Qué cama? -preguntó el niño.
-¿Es que quieres que el onejo esté tan despabilado como tú si ni siquiera le haces la cama?
-Yo no lo sabía -dijo Juan humildemente.
Aún insistió el herrador:
-Y le habrás dado la comida húmeda, claro.
Juan asintió:
-Como llovía…
-Llovía, llovía -prosiguió el herrador -. ¿y no tienes una cocina para secarlo? Mira, para que lo sepas, los lecherines mojados son para el animalito lo mismo que veneno.
-¿Veneno? -murmuró Juan aterrado.
-Sí, veneno, eso. Les fermenta en la barriga y se hinchan hasta que se mueren, ya lo sabes.
Se incorporó el herrador. Juan le miraba vacilante. Dijo, al fin:
-¿Se podrá curar?
-Curar, curar -dijo el herrador-. Claro que se pude curar, pero no es fácil. Lo más fácil es que se muera.
Juan le atajó:
-Yo no quiero que se muera el conejo, Boni.
-¿Y quién lo quiere, hijo? Estas cosas están escritas -replicó el Boni.
-¿Escritas? ¿Quién las escribe, Boni? -preguntó el chico anhelante.
El herrador se impacientó:
-¡Vaya pregunta! -dijo secamente.
Adolfo miraba de cerca, casi olfeteándolo, al conejo. Al cabar, aun encuclillado, alzó su mirada azul muy pálida, casi transparente:
-Tiene sueño -dijo.
-Sí -dijo el herrador-. Mucho sueño.
Lo malo es si no despierta.
Se agachó bruscamente y le puso a Juan una manaza en el antebrazo:
-Mira, hijo, lo primero que le vas a poner a este bicho es una cama seca.
A Juan se le frunció la frente:
-¿Una cama seca? -indagó.
-Una brazada de paja, vaya.
-Tiene sueño -dijo Adolfo. El conejo tiene sueño.
-¡Calla tú la boca! -cortó el herrador. -Luego, no le des de comer en todo el día, y mañana, si le ves más listo, le das… O, mejor, ya vendré yo. Si mañana le vieras más listo, me mandas razón con la Puri o te acercas tú mismo.
Y cuando el Boni salió a la carretera, Juan cogió al conejo con cuidado, le acostó sobre su antebrazo y franqueó la puerta del jardín. Le dijo a Adolfo, conforme avanzaba por el paseo bordeado de lilas de otoño:
-El conejo se va a poner bueno. El Boni lo ha dicho.
Adolfo le miró:
-¿Y volará? -dijo.
-No -prosiguió Juan-, los conejos no vuelan.
Luego metió la paja en el cajón y depositó al conejo encima, pero Luis le miraba hacer, y cuando Juan cerró el portillo, dijo:
-Ese conejo las está diñando.
-No -protestó Juan-. El Boni dijo que se pondrá bueno.
-Ya -dijo Luis-. Este no lo cuenta.
En ese momento el conejo se agitó en unas convulsiones extrañas:
-Mira, ¡ya corre! -voceó Adolfo.
-Está mejor -dijo Juan-. Antes no se movía.
-Ya -dijo Luis-. Está en las últimas. Además me da grima ver sufrir a los animales. Le voy a matar.
Abrió el portillo, y Juan se agarraba a su cuello y gritaba:
-¡No, no, no…!
Se asomó su madre:
-¡Marcharos de aquí con ese conejo!
-Se está muriendo -dijo Luis-. El animal sólo hace que sufrir.
-Matadle -dijo, piadosamente, la madre.
-Luis le sujetó por las patas traseras, la cabeza abajo.
-No -dijo todavía, débilmente, Juan-. Boni dice que se curará.
-Sí, mátale -dijo Adolfo con una prematura dureza en sus ojos azules.
Y Luis, sin más vacilaciones, le golpeó por tres veces con el canto de la mano detrás de las orejas. El conejo se estremeció levemente y, por último, se le dobló la cabeza hacia dentro. Luis le arrojó en la yerba:
-Listo -dijo frotándose una mano con otra, como si se limpiara.
Juan y Adolfo se aproximaron al animal:
-Tiene sueño -dijo Adolfo.
-Sí… está muerto -dijo Juan aganchándose y acariciándole suavemente.
Sus ojos estaban húmedos, y continuaba atusándole, cuando su madre le chilló.
-¡Llevadle lejos, que no dé olor! ¡Enterradle!
Juan se incorporó súbitamente:
-Eso, Adolfo -dijo-, vamos a enterrarle.
Le había brotado, de pronto, una alegría inmoderada.
-Sí -dijo Adolfo.
-Eso -insistió Juan-. Vamos a hacer el entierro.
Entró en la cueva y salió con la azada al hombro, y luego le entregó a Adolfo una tapa de cartón y le dijo:
-Ahí se echan las perras, ¿sabes?
-Las perras, eso -dijo Adolfo jubilosamente.
Y Juan suspendió el conejo recelosamente de las patas traseras y caminaba por el paseo de lilas, el bicho en una mano, la azada al hombro, salmodiando una letanía ininteligible. Y Adolfo le seguía a corta distancia con el cartón a guisa de bandeja, y, súbitamente, voceó:
-Se hace pis. El conejo se está haciendo pis.
Juan se detuvo, levantó el conejo y vio el chorrito turbio que mancillaba la piel blanca del animal y escurría, finalmente, hasta las losetas del paseo. Miró de nuevo incrédulamente, y al cabo chilló, volviendo la cabeza hacia la casa:
-¡Papá, mamá, Puri, Luis, el conejo se ha meado cuando ya estaba muerto!
Pero nadie le respondió.

La mortaja, 1970.

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