Hay unos versitos que Manuel aprendió en la escuela y que nunca han dejado de intrigarle. Dicen así:
Admiróse un portugués
de ver que, en su tierna infancia,
todos los niños de Francia
supieran hablar francés.
«¡Arte diabólica es!»,
dijo, torciendo el mostacho,
«que para hablar en gabacho
un fidalgo en Portugal
llega a viejo, y lo habla mal,
y aquí lo parla un muchacho.»
Manuel siempre ha comprendido muy bien la admiración de este buen portugués, y no sólo en su infancia, sino que también ahora sigue admirándose secretamente de los niños ingleses o alemanes, o de los españoles, que hablan mejor su idioma que los viejos hispanistas extranjeros. Y también se sentía solidario con aquel personaje de Moliére que un día descubre, atónito, que toda su vida ha estado hablando en prosa sin saberlo. ¡Cómo!, viene a decir, cuando yo digo: Trae acá las pantuflas, ¿eso es prosa? Y se queda muy contento de esa pericia que él no creía poseer hasta entonces.
A Manuel nunca le han parecido tan atolondrados o superfluos esos dos motivos de estupor, y más bien cree que, bajo la comicidad, se esconden unas cuantas verdades obvias e inquietantes. Porque desde muy pronto, en efecto, adquirimos la lengua materna con una perfección pasmosa, manejamos felizmente las estructuras sintácticas y morfológicas, distinguimos sin error las sutiles diferencias entre los verbos ser y estar y sin embargo no hemos estudiado gramática para ello. Lo sabemos porque lo sabemos, un poco al modo de aquellos santos varones que recibían por arte angélico el don de lenguas o el dominio magistral de la apologética. Pero sucede, claro está, que a la sabiduría que se obtiene espontáneamente, y que además no es privativa de uno sino de toda la comunidad, no se le da importancia, y ni siquiera somos conscientes de ella. Si reparásemos, por ejemplo, en lo difícil que es andar, hablar, pensar y observar a nuestro alrededor al mismo tiempo, nos sorprenderíamos también de nuestra habilidad casi circense. En fin, que sabemos muchas cosas sin saber que las sabemos, y en esto consistía la didáctica de Sócrates: en hacer evidente al prójimo la consciencia de ese saber difuso.
Manuel piensa que algo similar ocurre también con la narración. Todos somos narradores y todos somos más o menos sabios en este arte. Si alguien tiene dudas al respecto, sólo debe reparar en que la mayor parte del tiempo que dedicamos a comunicarnos con los demás o con nosotros mismos, la ocupamos en contar lo que nos ha ocurrido, o lo que hemos soñado, imaginado o escuchado. O en recordar, que es también una forma de narración. Espontáneamente, instintivamente, el hombre es un narrador. Todos somos diariamente Simbad, aquel mercader que vivía en Bagdad y que un día se embarca para ir a negociar a lejanas tierras, sufre un naufragio y corre aventuras sin cuento. Y esto le sucedió siete veces. Luego, pasados los años, regresa definitivamente a Bagdad, retoma su vida ociosa y se dedica a contar sus andanzas a un breve auditorio de amigos. Bien mirado, se pregunta Manuel, ¿qué otra cosa hacemos todos diariamente? Simbad es Proust o Valle-Inclán, pero Simbad es también esa señora que vuelve del mercado y le cuenta a las vecinas lo que le acaba de pasar en la carnicería. Nadie sabe por qué, pero nos produce placer narrar, recrear con palabras lo que hemos vivido. Recrear: es decir, que nunca contamos fielmente los hechos, sino que siempre inventamos o modificamos algo, o lo que es lo mismo: a la experiencia real le añadimos la imaginaria, y eso es sobre todo lo que nos causa placer. El placer de añadir un cuerno al caballo y de que nos salga un unicornio. De ese modo, vivimos dos veces el mismo hecho: cuando lo vivimos y cuando lo contamos. A menudo pasa que, en la realidad, hemos representado papeles secundarios en un suceso. Al contarlo, sin embargo, nos reservamos el papel de protagonistas (aunque sólo sea porque lo contamos desde nuestra perspectiva). La realidad nos pone en nuestro sitio; luego, nosotros, por medio de la narración, ponemos a la realidad en el suyo. El mendigo deviene príncipe, la realidad se rinde ante el deseo, la vida se confunde por un instante con el sueño. Somos narradores por instinto de libertad, porque nos repugna la servidumbre de la propia condición humana en un mundo donde no suele haber sitio para nuestros afanes de verdad, de salvación y de plenitud. Y luego, si la historia merece la pena, el oyente se la contará a su vez a otra persona, y así sucesivamente, y en cada versión se agregarán nuevos detalles y se omitirán o corregirán otros, hasta alcanzar su forma definitiva y felizmente anónima.
La civilización le debe mucho a las historias. Por medio de la habladuría narrativa —del decir, del opinar, del chismorrear— la gente a veces logra convertir la vida, la experiencia, en relato. El relato es como un cofre donde guardamos trozos de vida, capaces así de ser trasmitidos a las generaciones venideras. De ese modo atesora la comunidad sus mejores o más significativas experiencias, que a veces se incorporan al propio lenguaje en forma de relato semántico. Y ésa es una gran fuente de conocimiento. Y, en cierto modo, de salvación. El relato sirve para que no se pierda del todo lo vivido. En el fondo, es una manera de oponerse a la muerte. Si fuésemos inmortales, quizá no contaríamos historias.
Las historias a veces nos recuerdan que contar no es un juego inocente. Por medio de historias mitológicas se han inventado patrias y dioses en nombre de los cuales se muere y se asesina. Scherazade se salva gracias a su talento narrativo, y en Las mil y una noches hay muchos personajes que escapan a la muerte gracias a que se saben una buena historia. Allí, los reyes más crueles se vuelven magnánimos cuando alguien los embauca con un relato bien urdido. No dicen: «¡La bolsa o la vida!», sino «¡el cuento o la vida!». Y es que las palabras, cuando están bien puestas unas detrás de otras, tienen un gran poder. Celestina embrolla a sus víctimas con palabras, y ésa es su mejor magia. Don Quijote y Emma Bovary pierden el norte de la realidad cotidiana, y fundan otra imaginaria, porque son lectores que también sucumben al hechizo de los relatos. Hasta Sancho, en la noche temerosa de los batanes, retiene a su amo con el señuelo de un cuento extravagante. Isaak Babel, en Cuentos de Odesa, pone en boca del narrador que se dispone a contar la historia de Benia Krik, el rey de los bandidos, el siguiente parlamento, dirigido al oyente:
«Olvide por un momento que hay unos lentes sobre su nariz y un otoño en su alma. Imagine por un momento que arma escándalo en las plazas y tartamudea ante el papel. Usted es un tigre, un león, un gato. Usted puede pasar la noche con una mujer rusa y la dejará contenta. Si al cielo y a la tierra les hubiesen puesto asas, usted agarraría esas asas y atraería el cielo hacia la tierra» (traducción de Augusto Vidal).
Tal es el prólogo del narrador antes de empezar a contar. Y es verdad que las buenas historias son poderosas, y nos convierten en tigres, y nos hacen olvidar que tenemos un otoño en el alma.
Una de las mujeres más atractivas e infortunadas de la literatura fue seducida por las historias que le contaba un hombre mayor que ella, y que además era feo y bárbaro. Ella se llamaba Des dé mona, y él Otelo.
Otelo se ha casado en secreto con Desdémona, y los nobles de Venecia lo detienen por mago y corruptor, pues sólo la magia puede explicar que Desdémona se haya prendado de un ser «hecho para inspirar temor más que deleite». ¿Queréis saber cuál es mi magia?, dice él. Las historias que le conté. No sólo a ella, también al padre: a los dos los hechiza con la magia de la narración.
«Yo le contaba mi historia entera desde los días de mi infancia (...), le hacía relación de muchos azares desastrosos, de accidentes patéticos por mar y tierra, de cómo había escapado por el espesor de un cabello a una muerte inminente (...). Hacía mención de vastos antros y de desiertos estériles, de canteras salvajes, de peñascos y de montañas cuyas cimas tocaban el cielo.»
Todo eso se lo cuenta a su padre. Pero Desdémona está por allí, yendo y viniendo por la casa, y a veces se detiene a escuchar y oye retazos de esas historias magníficas. Otelo, consciente de su poder de narrador, encuentra el modo de contarle esas historias a ella sola.
«Le robé lágrimas, cuando hablaba de alguno de los dolorosos golpes que habían herido mi juventud. Acabada mi historia, me dio por mis trabajos un mundo de suspiros. Juró que era extraño, que en verdad era extraño hasta el exceso, que era lamentable, asombrosamente lamentable (...). Me dio las gracias y me dijo que si tenía un amigo que la amara me invitaba a contarle mi historia, y que ello bastaría para que se casase con él. Me amó por los peligros que había corrido y yo la amé por la piedad que mostró por ellos. Ésta es la única brujería que he empleado» (traducción de Astrana Marín).
Y ésa es también, claro está, la brujería de Shakespeare. Shakespeare nos seduce a nosotros como Otelo a Desdémona.
Pero ahora viene la segunda parte de la historia, que son los relatos que Otelo (con la ayuda inapreciable de Iago, que acaso es el mayor bellaco que ha dado la literatura) se cuenta a sí mismo, y de los que también él es víctima. Otelo, con su poder narrativo, transforma imaginariamente a Des dé mona. Desdémona es pura e ingenua, y Otelo se entrega al placer terrible y fascinante de convertir a su mujer en una puta.
Así que Otelo le cuenta historias a Desdémona, Iago se las cuenta a Otelo, Otelo se las cuenta a sí mismo, y Shakespeare, todas hiladas, se las cuenta a un auditorio atónito.
Contar, contar, contar. Así que todos somos más o menos sabios en el arte de narrar antes de que los profesores nos inicien en la erudición de las técnicas narrativas (o tecniquerías, como decía Unamuno), del mismo modo que, desde la infancia, manejamos gentilmente la gramática por más que los lingüistas vengan después a demostrarnos que, hasta su advenimiento, hemos vivido en la más absoluta ignorancia gramatical. Manuel cree que existe en el hombre, desde su niñez, un saber espontáneo y difuso sobre el que quizá habría que construir, como una prolongación lógica y armoniosa, el edificio canónico del conocimiento. Pero a menudo, lo primero que se hace en la escuela es destruir el encanto y la espontaneidad y convertir al niño o al adolescente en un adulto prematuro. Se le pervierte estéticamente. Y qué decir del lenguaje: antes que aprovechar la pasión y la inventiva lingüística que hay en todo niño para fortalecer así su competencia idiomática (hablar y escribir como Dios manda), se le enseñan requilorios gramaticales. Manuel piensa que hay una cierta pedagogía insana, y un punto bellaca, que es cómplice del mal gusto que señorea hoy en nuestra sociedad.
Manuel recuerda a veces, a propósito de esto, cómo un día, un grupo de alumnos de bachillerato le contó en clase las experiencias de su viaje de fin de curso. Allí había simultaneidad (hablaban varios a la vez mezclando distintas secuencias del relato); ofrecían versiones alternadas del mismo hecho según el punto de vista de cada cual; combinaban la primera, la segunda y la tercera persona; unos contaban retrospectivamente y otros linealmente; daban saltos en el tiempo (uno anunciaba el final y otro decía: «Sí, sí, pero espera, que antes hay que contar lo que pasó en el autobús»); se interrumpían unos a otros fragmentando el relato; utilizaban distintos registros: patético, irónico, notarial, burlesco, barrocos unos, clásicos otros y otros románticos y otros impresionistas; hacían cambios bruscos de perspectiva; incurrían en digresiones; a unos les gustaba narrar y a otros describir y a otros especular... Manuel puede jurar que ellos no habían leído a Joyce, ni a Thomas Mann, ni a Proust ni a Musil. Así que el profesor se prometió a sí mismo que, cuando tuviese que explicar algo de teoría narrativa, haría como Sócrates: despertarlos a la consciencia de un saber que ellos ya sabían pero que no sabían que lo sabían.
Y algo semejante ocurre, por poner otro ejemplo, con el tiempo narrativo. El tiempo de los libros, el tiempo escrito, se parece mucho al del recuerdo. El diablo de la botella, de Stevenson, es un relato que ocupa unos dos años y medio: treinta meses. De ellos, casi todos están despachados convencionalmente, y la verdadera acción ocupa unas cuantas horas de unos cuantos días, dispersos en esos treinta meses.
En la vida diaria y objetiva, sin embargo, no podemos omitir el tiempo anodino: lo tenemos que vivir todo, minuto a minuto. La vida, con su tiempo lento y a menudo vulgar, se nos antoja a veces una suma de peripecias irrelevantes. Pero si uno mira el pasado entonces advierte una trama de episodios significativos. La vida, de pronto, tiene un argumento, y se parece mucho a una novela: el tiempo gris ha desaparecido, o hace las veces de un hilo que uniese las perlas de nuestras mejores o más intensas experiencias. La vida, en el presente, es como un tapiz visto muy de cerca: no vemos sino las minucias y accidentes del entramado; cuando nos alejamos, distinguimos nítidamente sus figuras.
Así que la memoria selecciona y poetiza el pasado, y convierte nuestra vida en una obra de arte. Cuando recordamos, la memoria nos está ofreciendo una lección magistral y práctica de teoría literaria, de manejo del tiempo imaginario.
Con todo esto de que somos narradores y gramáticos poco menos que innatos, podría quizá pensarse que la pedagogía puede llegar a ser el asunto más sencillo del mundo cuando se conectan los contenidos con las experiencias de la vida, y cuando hay pasión, amor y sentido común. Y así debía de ser. Sin embargo, todos sabemos que el diablo dispone las cosas de otro modo.
El lector que Manuel es piensa a veces que la experiencia estética tiene mucho de revelación personal, y que en esa medida es intransferible y casi incomunicable. Y pone aquel ejemplo que aducía Tolstói de un ciego al que intentaban explicarle cómo era el color blanco. Es como la leche, le decían. Entonces, ¿se vierte?, preguntaba el ciego. Bueno, digamos que es como el papel. Luego entonces, ¿cruje? No, no, digamos que es como la nieve. Entonces, ¿es fría?, inquiría el pobre ciego. No había modo de transmitir aquella experiencia elemental. El profesor que Manuel es, sin embargo, es menos tajante y piensa que, a pesar de todo, algo se puede hacer: si no enseñar literatura, sí poner a los alumnos en disposición de dejarse seducir por ella. Los dos, con los años, han ido sucumbiendo a la paradoja de que la literatura se aprende, pero no se enseña.
Pero luego viene la realidad con sus rebajas. Y la realidad es que un alumno medio de bachillerato lee silabeando y a trompicones, tiene dificultades casi insalvables para entender el editorial de un periódico, escribe con oraciones simples donde apenas aparecen otros verbos que ser y estar, su bagaje léxico es de supervivencia, quiere explicar algo y no le alcanzan las palabras. Pero, eso sí, cuando salga a la calle, o cuando llegue a su casa, los hechiceros de la cultura de masas, en complicidad con la mayoría de los ciudadanos, le tendrán preparado el desquite por medio de algún espectáculo con el que hace tiempo que no consigue conectar la cultura escolar. Lo que la escuela enseña, el mal gusto social lo niega y escarnece. De ser el gran consejero áulico, la vieja y noble cultura humanística, y también la literatura, ha pasado a desempeñar funciones de bufón, y a competir desventajosamente con los otros bufones que ha aportado la más ínfima cultura de masas.
Como mucho le queda aún el pálido resplandor de lo que un día fue: es un bufón cuyos chistes plantean todavía enigmas, y cuyo fulgor estético y moral puede llegar a provocar la alta emoción, y la alta amenidad, del arte y del conocimiento. Pero el hombre común de hoy está cansado de enigmas, y en cuanto a la emoción y amenidad estéticas, los otros bufones las proporcionan más baratas, cómodas y bonitas.
Manuel piensa que uno de los fundamentos de esa enorme trampa, de ese gran malentendido, es el abaratamiento de los placeres, la idea pueril de que la cultura es una forma como otra cualquiera de diversión. Leer es un acto lúdico, dijo alguien, y esa majadería se acató como dogma. Ya, ya, un acto lúdico. Manuel ha conocido a mucha gente eufórica cuando va al fútbol o a merendar al campo, pero apenas ha visto a nadie que, ante la perspectiva de una tarde consagrada a la lectura, diga: «¡Hala, a engolfarse en La Celestina!», o frotándose las manos de placer: «Y esta noche... ¡Petrarca!». No, Manuel cree más bien que la lectura a menudo es un placer que cuesta, aunque sólo sea porque supone aislamiento, concentración, esfuerzo, además de esclarecer o asumir incertidumbres, cosa que siendo placentera es también problemática, como cualquier actividad donde la mente y los sentidos han de estar alerta y a veces en tensión. Y es que hay cierta cultura que no se nos regala por obra y gracia de las experiencias espontáneas, como tampoco se nos da de balde la adquisición de un idioma o el manejo de un instrumento musical.
El profesor, hoy, empieza a tener algo de figura de época. Es uno de los últimos nexos que unen a la sociedad con la tradición. Y, sin embargo, pocas cosas hay tan necesarias hoy como enseñar historia, filosofía o literatura. Si ellas no consiguen civilizar a este mono que parece no acostumbrarse a vivir sin el rabo, nadie sabe qué otra cosa podría salvarlo. Particularmente, Manuel espera que no sean ni los dioses ni los caudillos. Porque de los lectores, de los profesores y de los escritores depende, aunque sólo sea remotamente, que a las generaciones futuras no las devoren las sirenas de la barbarie y del olvido. No otra cosa es lo que consiguió aquella viejecita que, debajo de un evónimo, un día le contó a un niño el cuento del pescador. Anónima la narradora, anónimo el cuento, anónimo el oyente. Anónimo también el profesor. Anónimos todos y finalmente todos necesarios.
El cuento o la vida: hoy más que nunca la escuela está bajo el signo fatal de Scherazade.
Entre líneas: el cuento o la vida. 1996.
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