Cuando cumplí los cinco años
ya había peleado en cientos de batallas,
había matado a miles
y sufrido multitud de heridas
para después levantarme y seguir en la lucha.
Después del bombardeo, el cielo se llenó
de cenizas volando y de pájaros.
Mi madre me tomó de la mano
y me llevó al jardín
donde estaban los cerezos en flor.
Había una gata acicalándose
de cuya cola quise tirar,
la dejé tranquila un momento,
porque estaba ocupado intentando darle a las moscas
con una espada de cartón.
Todo lo que necesitaba era un caballo para montar,
como el que estaba amarrado a un carro fúnebre,
tras un montón de escombros,
esperando con la cabeza agachada
a que terminasen de cargar los ataúdes.
El señor de las máscaras, 2010.
No hay comentarios:
Publicar un comentario