domingo, 26 de enero de 2025

Los habitantes del viento. Marion Zimmer Bradley.

Había sido una larga permanencia para la tripulación del Starholm, en busca de elementos pesados para combustible… Ocho meses en un idílico paraíso verde; un mundo dulce, azotado por el viento, susurrante, habitado únicamente por árboles y corrientes de aire. Pero finalmente mostraba su único y peculiar problema.
Concretamente, enfrentaba al capitán Merrihew con el problema de Robin, varón, de padre desconocido, que había nacido un día antes, y un mes prematuramente, de la doctora Helen Murray.
Merrihew la había encontrado en el suelo de la cabaña que albergaba el laboratorio, pálida y tranquila, con el niño a su lado.
La pequeña cabaña, toscamente construida a base de planchas de madera verde, se levantaba en un claro del bosque que el Starholm había utilizado como base de operaciones durante su estancia en el planeta; era un hermoso lugar situado en un amplio valle, junto a un profundo y caudaloso río, en uno de sus meandros. La tripulación, cansada de permanecer encerrada en la nave, había construido fuera media docena de cabañas a lo largo de aquellos ocho meses.
Merrihew miró a Helen. Luego le espetó:
—Es una bonita situación. Tú, de entre toda la gente de esta condenada tripulación…, ¡el médico de la nave! Es… es… —incapaz de articular los sonidos a causa de la rabia, acabó soltando una frase ridículamente inadecuada—: Es… ¡un descuido criminal!
—Lo sé. —Helen Murray, demasiado joven y demasiado hermosa para ser oficial de una nave que tenía como objetivo un viaje de diez años, parecía todavía débil y pálida, y su voz era una dulce sombra de su vigorosa personalidad—. Me temo que cuatro años en el espacio me han vuelto poco cuidadosa.
Merrihew rumiaba sus pensamientos mientras la contemplaba. Había algo en las condiciones de gravedad de la nave que, aunque no afectaba la potencia, hacía imposible la concepción; ningún niño había sido concebido en el espacio y ninguno lo sería. En los planetas, el efecto se iba pasando lentamente, y por eso hasta que no hubieran pasado tres meses, la doctora Murray no había comenzado a administrar anticonceptivos a las veintidós mujeres de la tripulación, ella incluida. Por entonces aún ignoraba que estaba embarazada.
Fuera, el bosque frondoso susurraba, y Merrihew sabía que Helen había vuelto a ignorar su existencia. El bebé estaba envuelto en una manta y yacía junto a ella. A Merrihew le parecía un mono peludo, pero los ojos de Helen ardían de pasión mientras le acariciaba suavemente la cabeza.
Él permanecía de pie, escuchando el sonido del viento, y de vez en cuando hacía comentarios tales como:
—Estas cabañas no van a tardar un mes en caer hechas pedazos. No importa, para entonces ya nos habremos ido.
En aquel momento entró en la cabaña la doctora Chao Lin; era una mujer angulosa, de unos treinta y cinco años.
—¿De tertulia, Helen? —dijo—. Bueno, ya ha llegado el momento. Déjame que me lleve a Robin.
Helen dijo, protestando débilmente:
—Me estás mimando demasiado, Lin.
—Te hará bien —insistió Chao Lin.
Entonces, Merrihew explotó en un súbito arrebato de furia y frustración:
—Maldita sea, Lin. Estás estropeándolo todo. ¡El niño morirá en cuanto entremos en el hiperespacio, y tú lo sabes tan bien como yo!
Helen se incorporó, protegiendo a Robin con sus brazos.
—¿Estás proponiendo acaso que le ahoguemos como a un gato?
—Helen, yo no estoy proponiendo nada. Únicamente constato un hecho.
—Pues no es un hecho. No va a morir en el viaje, porque no estará a bordo cuando éste se realice.
Merrihew miró a Lin con impotencia, pero la expresión de su rostro se dulcificó.
—¿Vamos a… ponerle a dormir y a enterrarle aquí?
La cara de la mujer se puso blanca.
—¡No! —gritó, protestando apasionadamente, y Lin se inclinó para hacer que soltara al niño, al que asía frenéticamente.
—Helen, vas a hacerle daño. Déjale en el suelo. Allí.
Merrihew la miraba trastornado, y, finalmente, dijo:
—No podemos abandonarle y dejar que muera lentamente, Helen…
—¿Quién ha dicho que voy a abandonarle?
Merrihew preguntó lentamente:
—¿Estás pensando en desertar? —Y luego añadió, al cabo de un minuto—: Existe una posibilidad de que sobreviva. Después de todo, su propio nacimiento se produjo en contra de todo precedente médico. Tal vez…
—Capitán —en la voz de Helen había un tono de desesperación—, ni siquiera drogado ha podido sobrevivir un niño menor de diez años un salto por el hiperespacio. Un recién nacido moriría en cuestión de segundos. —Atrajo a Robin de nuevo contra ella y dijo—: No hay otra solución… Tienes a Lin como médico y Reynolds puede realizar las tareas de ayudante. Este planeta no está habitado, el clima es suave y es totalmente improbable que muramos de hambre. —Su cara, normalmente tan dulce, se había puesto dura como una roca—. En el informe puedes poner que he muerto, si lo deseas.
Merrihew echó una mirada a Lin y exclamó:
—¡Helen, estás loca!
Ella replicó:
—Aunque ahora estuviera en mi sano juicio, no tardaría mucho en perderlo si abandonara a Robin. —De su voz había desaparecido la nota de excitación, y ahora hablaba de forma racional, pero inflexible—: Capitán Merrihew, para llevarme a bordo del Starholm tendrías que drogarme o llevarme por la fuerza; te prometo que no podrás hacerlo de otra forma. Y si lo haces…, y si dejan aquí a Robin, o muere en el viaje, juro solemnemente que me mataré a la primera oportunidad que tenga.
—¡Dios mío! —exclamó Merrihew—. ¡Estás loca!
Helen sonrió débilmente al inquirir:
—¿Deseas llevar una mujer loca a bordo?
Chao Lin dijo con calma:
—Capitán, yo no veo otra solución. Lo hubiéramos hecho así si Helen hubiera muerto realmente en el parto. De entre dos soluciones insatisfactorias, debemos elegir la que ocasione menos daño.
Y Merrihew sabía que no tenía alternativa.
Diez días después de que despegara el Starholm, el joven Colin Reynolds, técnico, se suicidaba mediante el procedimiento de abrirse la vena yugular, lo cual (en una gravedad cero) hizo que se distribuyeran varios litros de sangre en forma de grandes glóbulos redondos por todo su departamento. Dejaba una nota incoherente.
Merrihew puso la nota en la papelera y Chao Lin la sangre en el tanque de la enfermería, y lo reportaron como si hubiera sido un accidente; pero Merrihew tenía la desagradable sensación de que la estancia en el planeta verde azotado por los vientos se iba a convertir en una leyenda, difundida entre susurros por la tripulación. Y lo fue. Pero ésa es otra historia.
 
Robin tenía dos años cuando escuchó por primera vez las voces en el viento. Tiró a su madre del brazo y cantó suavemente, imitándolas.
—¿Qué es, cariño?
—Bonito. —Y cantó de nuevo imitando el sonido distante.
Helen sonrió levemente y le golpeó con suavidad una de sus redondas mejillas. Entonces, Robin cambió súbitamente de interés y dijo:
—Hambre. Robin tiene hambre. Mermelada.
—La mermelada después de comer —le prometió Helen ausente, y le cogió en brazos.
Robin le hizo una caricia.
—¡Mami bonita también!
Ella se echó a reír, como una rosada y joven Diana. Se sentía feliz en su planeta solitario; vivían confortablemente en una de las cabañas mayores y únicamente una ligera arruga entre los ojos denunciaba el terror que se había cernido sobre ella durante los primeros meses, cuando cada día que comenzaba había supuesto una nueva batalla contra la debilidad, contra los sonidos desconocidos, contra la soledad y el miedo. Aquellas noches que había pasado despierta, temblando de miedo mientras el viento soplaba sin descanso y su imaginación convertía su sonido en voces; aquellos días en que caminaba estúpidamente alrededor de la cabaña o miraba de mal humor a Robin. Había habido momentos (sólo pasajeros y purgados con horas de pena y sentimiento de culpa) en los que había pensado que incluso el horror de perder a Robin en los primeros días hubiera sido menor que el de pasarse el resto de su vida sola allí, momentos en los que se había preguntado por qué Merrihew no se había dado cuenta de que ella estaba desequilibrada y la había obligado a ir con ellos; por entonces todo aquello no sería más que un recuerdo doloroso.
Todavía débil y sabiendo que debía estar fuerte para Robin, o de lo contrario era tan seguro que moriría como en el caso de que le hubiera abandonado, había pasado los primeros meses como una sonámbula. En su sueño a veces caminaba durante días enteros; luego se despertaba y se encontraba con comida que no recordaba haber recogido. Y de alguna forma habían aparecido las voces del sueño; los vientos susurrantes se habían llenado de voces, e incluso de manos.
Había caído enferma y permaneció sin poder levantarse y delirando; entonces escuchó una voz, difícilmente había podido ser la suya, que le había dicho que si se moría las voces del viento cuidarían de Robin… y luego el trauma y la irracionalidad de lo que la había sacado del delirio, temblorosa y agonizante, y la había hecho levantarse y gritar: ¡No!
Y el resplandor de ojos y voces se había difuminado de nuevo hasta convertirse en ecos vagos, y entonces ya no hubo a su alrededor más que el resplandor del sol en las hojas, y Robin, desnudo y regordete, pataleando bajo los rayos solares.
Entonces comprendió que tenía que mantenerse sana. Nunca volvió a escuchar las voces del viento, y su mente vigorosa y científica rechazó la fantástica teoría de que si creía en las voces del viento podría ver sus formas y escuchar sus palabras claramente. Y los rechazó de forma tan rotunda que cuando los oía hablar los echaba fuera de su mente, y al cabo de un tiempo ya no volvió a oírlos más, excepto en sus sueños inquietos.
Por aquel entonces ya había aceptado su aislamiento y la belleza de su mundo y comenzó a prepararle una vida feliz a Robin.
El verano anterior, a falta de otra ocupación (ya que el invierno era templado y no faltaban durante esta estación frutas y raíces), Helen había reunido pacientemente parejas de pequeños animales semejantes a conejos y ahora tenía todo un corral. Le proporcionaron una variación a su dieta y después de unos pocos experimentos desafortunados había descubierto una forma de hacer flexibles sus pieles. No se preocupó de cultivar plantas, aunque pensaba que cuando Robin fuera mayor se ocuparía de ello. Por el momento era suficiente con estar sanos, salvos y protegidos.
Robin estaba escuchando de nuevo. Helen aguzó su oído, ya muy fino por el continuo silencio, pero lo único que logró percibir fue el murmullo de las hojas y el viento; lo único que vio fue el brillo del tronco plateado de un árbol.
¿Viento? ¿Cuando no había ramas moviéndose?
—Ridículo —se dijo drásticamente, y tomó al niño en sus brazos, abrazándole antes de colocarle en su cadera—. Mamá no hablaba en serio, Robin. Vamos a buscar moras.
Pero en seguida se dio cuenta de que el niño estaba prestando atención de nuevo a algún sonido que ella no podía escuchar.
Cuando, según sus cálculos, llegó el quinto aniversario de Robin, Helen le hizo una cama especial para él y la colocó en otra de las habitaciones de la cabaña. Él echó de menos el calor del cuerpo de Helen y el reconfortante sonido de su respiración; porque Robin, desde su nacimiento, había sido un niño desvelado.
Sin embargo, la primera noche que pasó solo, Robin se sintió curiosamente liberado. Hizo algo que nunca antes se había atrevido a hacer por miedo a que Helen se despertara: se levantó de la cama y se puso a contemplar el bosque desde la puerta de la cabaña.
Por aquel entonces el bosque estaba muy cerca de la entrada. Robin recordaba vagamente el tiempo en que el claro frente a la casa era más amplio. Ahora, más allá del camino que Helen había mantenido limpio de matas, los matorrales avanzaban otra vez lentamente, e incluso lo que Robin llamaba el «lugar quemado» estaba cubierto por hierbas nuevas.
Robin estaba acostumbrado a permanecer solo durante el día, incluso cuando no tenía más que un año, pues Helen se veía obligada a dejarle, o bien cobijado dentro de la cabaña o en un pequeño patio empalizado. Pero no estaba acostumbrado a quedarse solo durante la noche.
A lo lejos, en el bosque, podía oír los susurros de la otra gente. Helen decía que no había otra gente, pero Robin lo sabía mejor que ella, porque podía escuchar sus voces en el viento, como fragmentos de las canciones que Helen le cantara un día para dormirle. Y a veces podía verlos en las zonas sombrías.
Una vez que Helen había estado enferma, hacía mucho tiempo, Robin había corrido desamparado del patio cercado hasta la habitación interior una y otra vez, hambriento, sucio y furioso, porque Helen no hacía más que dormir en la cama con los ojos cerrados, levantándose solamente para ir tambaleándose de un lado a otro, de la misma forma que él cuando se cayó y se rompió la rodilla; entonces las voces del viento habían penetrado en la propia casa. Robin tenía vagos recuerdos de voces, de manos que le tocaban con más suavidad que las manos de Helen. Pero no podía recordarlo bien.
Ahora que podía oírlos con claridad, saldría en busca de la otra gente. Y así, si Helen se ponía enferma de nuevo, habría otras personas que jugarían con él y se ocuparían de cuidarle. Pensó alegremente: ¿No se llevaría Helen una sorpresa?, y echó a correr por la explanada.
Helen se despertó, no a causa de ningún sonido, sino del silencio reinante. No oyó la suave respiración de Robin desde la otra alcoba y al cabo de un momento se dio cuenta de algo más:
El viento estaba en silencio.
Pensó que tal vez se aproximaba una tormenta. Un cambio en la presión del aire podía causar aquella calma; pero ¿y Robin? Fue de puntillas hasta su alcoba. Como había sospechado, su cama estaba vacía.
¿Dónde podría estar? ¿En el claro frente a la casa? ¿Con la tormenta que se aproximaba? Se calzó unas sandalias hechas a mano y echó a correr fuera, rompiendo el silencio del bosque con sus gritos:
—¡Robin…, Robin!
Silencio. Y muy a lo lejos, un débil y ominoso susurro. Y por primera vez desde aquel terrible año de soledad se sintió perdida, sola en un mundo extraño. Atravesó la explanada corriendo, buscándole desesperadamente con la mirada, intentando decidir qué camino había de tomar. ¿Hacia el bosque? ¿Y si se había ido al río? Había un lugar en que la orilla se elevaba, donde se producían los rápidos…, su garganta se cerró convulsivamente, y su llamada se convirtió casi en un aullido:
—¡Robin! ¡Robin, querido! ¡Robin…!
Corrió a través de los senderos abiertos por sus propios pies, prestando atención a los murmullos del viento y de las hojas que súbitamente se habían levantado a la fría luz de la luna. Era la primera vez, desde que la nave partió, que Helen se aventuraba a adentrarse en la noche de su mundo. Llamó de nuevo a su hijo, con la voz quebrada por el pánico:
—¡Ro…bin!
Un súbito fulgor, un reflejo blanco, y un niño apareció en medio del sendero. Helen exhaló un suspiro de alivio y echó a correr hacia su hijo… para, inmediatamente, caer presa de la desolación. No era Robin quien estaba frente a ella. Aquel ser estaba desnudo, era aproximadamente una cabeza más bajo que Robin y era niña.
Había algo curioso en aquella carne desnuda y resplandeciente. Era como si sólo pudiera ver a la niña bajo la luz directa de la luna. Tenía la cara redonda, sin expresión, y rodeada por una masa de cabello sin color, es decir, del color exacto de la luz de la luna. La audible respiración de Helen la había detenido; cerró los ojos convulsivamente y cuando volvió a abrirlos de nuevo, el sendero estaba oscuro y vacío y Robin corría hacia ella a través del bosque.
Helen le tomó en sus brazos con un grito extraño y corrió, apretándole contra su pecho, de vuelta a la cabaña. Una vez dentro atrancó la puerta y puso a Robin en su propia cama, acostándose luego ella, temblorosa, demasiado asustada para hablar, demasiado asustada para reprenderle. Le daba miedo plantearse lo que había sucedido. Había tenido una alucinación, se dijo a sí misma, una alucinación, otro sueño, un sueño…
Un sueño, igual al otro Sueño. Ella le confería la dignidad de ser El Sueño porque no se parecía a ningún otro que jamás tuviera. Lo soñó por primera vez antes del nacimiento de Robin y había sentido vergüenza de contárselo a Chao Lin, por miedo al escepticismo y sentido común que la caracterizaba.
La décima noche de su estancia en el planeta verde (el Starholm no era ya más que un oscuro recuerdo), una vez que los científicos de Merrihew se hubieron convencido de que aquel pequeño mundo era un lugar seguro, sin animales salvajes, enfermedades o nativos agresivos, la tripulación había pedido permiso para acampar en el valle despejado de árboles que había junto al río. Una vez concedido el permiso, se habían ido separando por parejas, como era lo usual, e incluso aquellos que en aquel momento no estaban unidos a nadie encontraron compañero para aquella noche.
Tuvo que haber sido aquella noche…
Colin Reynolds era dos años más joven que Helen y su relación, que ya duraba unos cuantos meses, no se basaba tanto en una pasión mutua como en una especie de necesidad infantil en él y de impersonal solicitud femenina en Helen. Todas las relaciones de la joven habían sido así, llenas de compañerismo, agradables, pero nunca apasionadas. No obstante, curiosamente, Helen era una mujer capaz de sentir pasión, una gran devoción; pero ningún hombre se la había despertado y ahora ya nunca sucedería. Únicamente el nacimiento de Robin había despertado en ella emociones profundas.
Pero aquella noche, mientras Colin Reynolds dormía, Helen permanecía despierta, intranquila, escuchando el sonido del viento al agitar las hojas. Al fin se levantó y se dirigió al borde del río, permaneciendo a una prudente distancia de la orilla, y empeñada en escuchar las voces del viento. Al cabo de un tiempo se quedó dormida y tuvo El Sueño, que habría de repetírsele en múltiples ocasiones.
Helen se tenía por una científica, sin lugar para las fantasías, y por eso lo llamaba, inflexiblemente, un sueño; un sueño nacido de algún conflicto no diagnosticado. Ni siquiera se atrevía a rememorarlo totalmente.
Había un hombre en su sueño (a ella le parecía que formaba parte de aquel mundo verde y azotado por los vientos), que la había encontrado durmiendo junto al río. Pese a su estado soñoliento, Helen había sospechado que tal vez uno de los otros miembros de la tripulación, insomne como ella y atraído por el brillo del agua, la había encontrado allí. Tales cosas no son imposibles, siendo como eran las costumbres que imperaban entre los miembros de la tripulación de una nave espacial.
Pero a ella, en su semivigilia, le había parecido que había ciertos caracteres alienígenos en él, que le impedían verle con claridad incluso a la brillante y verdosa luz de la luna. Ningún sueño ni ningún hombre le habían parecido nunca tan llenos de vida; fue sólo su radical racionalización del sueño lo que la mantuvo en silencio cuando meses más tarde había descubierto, para su horror y secreta desesperación, que estaba embarazada. Sentía que se hubiera librado de la presión de aquel sueño si hubiera reconocido abiertamente que Colin era el padre del niño.
Pero en un primer momento (en la fría y verde mañana que amaneció) no había estado del todo segura de que se tratara de un sueño. Al ver las hojas inundadas por la luz del sol había reprimido su impulso de hablar por miedo a hacer el ridículo; no podía ir preguntando a todos los hombres del Starholm: «¿Has sido tú el que se acercó a mí anoche? Porque si no has sido tú, entonces es que hay otros hombres en este mundo, hombres que no pueden ser vistos claramente a la luz de la luna.»
Recordaba que los hombres de Merrihew habían afirmado que aquel mundo estaba deshabitado, y deshabitado debía estar. Cinco años más tarde, estrechando contra sí a su hijo dormido, Helen recordaba el sueño, analizaba sus fantasías repitiéndose una vez más: «Tuve una alucinación. No fue más que un sueño. Un sueño, porque yo estaba sola…»
 
Cuando Robin cumplió los catorce años, Helen le contó la historia de su nacimiento y le habló de la nave.
Era un muchacho alto y silencioso, fuerte y atrevido, pero nada hablador; escuchó la historia en silencio y luego se quedó mirando a Helen durante un rato. Finalmente, dijo en un susurro:
—Podías haber muerto…, renunciaste a muchas cosas por mí, ¿verdad, Helen? —Se arrodilló y le tomó la cara entre las manos.
Ella sonrió y se separó un poco de él.
—¿Por qué me miras así, Robin?
El muchacho no pudo traducir en palabras sus pensamientos; las emociones no estaban en su vocabulario. Helen le había enseñado todo lo que sabía, pero siempre le había ocultado sus sentimientos a su hijo. Él le preguntó al fin:
—¿Por qué no se quedó mi padre contigo?
—No creo que se le pasara por la cabeza —contestó Helen—. Se le necesitaba en la nave. Perderme a mí ya era suficientemente malo.
Robin dijo apasionadamente:
—¡Yo me hubiera quedado!
La mujer se echó a reír.
—Bueno, en realidad eso es lo que hiciste, Robin.
—¿Me parezco a mi padre? —preguntó él.
Helen le miró gravemente, intentando encontrar las semiolvidadas facciones del joven Reynolds en la cara de su hijo. No, Robin no se parecía a Colin Reynolds, ni tampoco a Helen. Le tomó una mano entre las suyas; pese a su robusta salud, Robin nunca se ponía moreno; su piel era de un tono perla pálido, de tal forma que bajo la verdosa luz del sol se hacía casi invisible dentro del bosque. Su mano yacía en la palma de la de Helen como una sombra. Finalmente, ella dijo:
—No, no te pareces en nada a él. Pero bajo la luz de este sol, eso era de esperar.
Robin le dijo confidencialmente:
—Yo soy como la otra gente.
—¿Los de la nave? Ellos…
—No —le interrumpió Robin—, tú me has dicho siempre que cuando fuera mayor me hablarías de la otra gente. Pero yo me refiero a la otra gente de aquí. Los que están en los bosques. Los que tú no puedes ver.
Helen miraba al muchacho, incrédula.
—¿Qué es lo que quieres decir? No hay otra gente. Estamos solos. —Luego recordó que todos los chicos imaginativos se inventan compañeros de juegos. Solo, pensó, Robin ha estado siempre solo, sin otros niños, sin pensar que es un poco… extraño. Entonces le dijo con voz tranquila—: Lo soñaste, Robin.
El muchacho la miró, estupefacto.
—¿Quieres decir —le preguntó— que tampoco puedes oírles? —Se levantó y salió de la cabaña.
Helen le llamó, pero él no se volvió. Entonces, ella echó a correr tras él y le tomó por un brazo, deteniéndole casi a la fuerza. Luego le susurró:
—Robin, Robin, ¡dime qué es lo que quieres decir con eso! No hay nadie aquí. En una o dos ocasiones yo creí haber visto… algo, a la luz de la luna, pero sólo era un sueño. Por favor, Robin…, por favor…
—Si no es más que un sueño, ¿por qué estás tan asustada? —le preguntó Robin, con la voz entrecortada por la pena—. Si nunca te han hecho daño…
No, ellos nunca le habían hecho daño. Ni siquiera cuando, hacía largo tiempo, en su sueño, uno de ellos se le había acercado. Y los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas…, en los pensamientos de Helen bailaba el recuerdo de una vida que jamás volvería a vivir en otro mundo. Ella miró el pálido e impaciente rostro de su hijo y tragó saliva.
Cuando habló, su voz sonó ronca.
—¿Te he hablado alguna vez de la racionalización, desear que algo sea verdad de tal forma que llegues a creerte tú mismo que lo es?
—¿Y no puede suceder lo mismo cuando deseas que algo no sea verdad? —replicó Robin.
Helen no quería dejarle que se fuera. Le suplicó:
—No, Robin, no puedes malgastar tu vida y romperte el corazón buscando algo que no existe.
El muchacho la miró a la cara y súbitamente una nueva emoción nació en él; se arrodilló junto a ella y escondió la cara en su pecho. Luego murmuró:
—Helen, no te abandonaré nunca, nunca haré nada que no desees que haga, no quiero a nadie más que a ti.
Y por primera vez después de muchos años, Helen rompió a llorar sin poder controlarse, sin saber por qué lloraba.
 
En una ocasión, en medio de las sombras que descienden justo antes de la puesta del sol, ella creyó ver a un hombre moviéndose entre los árboles, y por un instante, mientras se volvía hacia ella, se dio cuenta de que estaba desnudo. Le había visto sólo durante un segundo o dos, y luego le perdió entre las sombras; su sentido común le dijo que debía tratarse de Robin. Quedó un poco turbada y triste; se propuso firmemente hablar con él, reprenderle por correr desnudo por el bosque y desaparecer de una forma como aquélla. Luego sintió vergüenza y se prometió no mencionarlo. Pero después de aquello, no volvió a internarse en el bosque.
Robin se dio vagamente cuenta de la vigilancia a que le sometía y también supo cuándo cesó. Pero no abandonó sus correrías sin rumbo, si bien no volvió a hablar de búsquedas ni de oníricos habitantes de los bosques. A veces le parecía que una sombra cobraba forma y escuchaba un distante murmullo que se convertía en una voz que se burlaba de él; un brazo blanco, la sombra de una cara aparecían ante él, hasta que agitaba la cabeza y se fijaba bien en aquel punto.
Una tarde, al anochecer, vio un repentino brillo entre los árboles y se quedó parado, mirándolo fijamente, hasta que el camino de luz se convirtió en un rostro blanco de ojos sombríos, luego en unos brazos blancos y desnudos, translúcidos, y luego en la silueta completa de una mujer, apoyada por un instante en el tronco de un árbol. A la luz del anochecer se la veía claramente; no nebulosa o irreal, sino neta y diferenciada de tal forma que podía distinguir una ligera mancha en uno de sus hombros y una hoja enganchada en sus cabellos sin color. Robin, paralizado, vio cómo se detenía, sonreía y luego se perdía en las sombras.
Aún permaneció sin moverse, con el corazón palpitante, un segundo después de que se hubo marchado; luego dio un salto, invadido por la excitación del descubrimiento, y corrió por el sendero hasta su casa. Pero luego se detuvo en seco, mientras el mundo giraba a su alrededor, y hundió la cabeza en un montón de hojas.
No conocía todavía la naturaleza de la emoción que había nacido en él. Lo único que notaba era una pena intolerable y el total convencimiento de que nunca, nunca le hablaría a Helen de lo que había visto o sentido.
Permaneció allí tumbado, con la cara ardiéndole, oculta entre las hojas, sin darse cuenta de que se había levantado viento, de que las hojas se agitaban violentamente, de que la oscuridad iba aumentando y en la lejanía se advertía la presencia de la tormenta. Finalmente, una fría lluvia le hizo volver a la realidad; se puso en pie y empapado y helado comenzó el camino de regreso a su casa. Sobre su cabeza las ramas de los árboles crujían, y Robin, azotado por la violenta lluvia, sintió que todo aquel tumulto no era más que el eco de su propia y silenciosa agonía.
Estaba totalmente empapado cuando empujó la puerta de la cabaña y se dirigió tambaleándose ciegamente hacia el fuego, deseando que Helen estuviera durmiendo. Pero ella se encontraba junto a la chimenea que ambos habían construido el verano anterior.
—¿Robin?
Mortalmente débil, él le respondió:
—¿Qué otro podría ser?
Helen no respondió. Se aproximó a él, con su pequeña figura recortada a la luz del fuego, y le llevó hacia un lugar cálido. Entonces dijo, casi con humildad:
—Tenía miedo de… la tormenta… Robin, estás totalmente empapado. Ven junto al fuego y sécate.
Robin se relajó con el sonido de aquella voz. Qué delicada es Helen, pensó, y aún puedo recordar el tiempo en que solía rodearme con sus brazos; ahora apenas me llega al hombro. Ella le llevó comida y Robin comió con apetito, escuchando cómo caía la lluvia, pero incómodo bajo la mirada de Helen. Ante sus ojos estaba todavía vivido el recuerdo de la mujer del bosque, y era tan viva la imaginación de Robin, aumentada por la soledad y no velada más que por contadas impresiones, que le pareció que Helen tenía que verla también. Y cuando su madre se acercó a él, la imagen se hizo tan viva en sus pensamientos que tuvo que hacer un poderoso esfuerzo por eliminarla.
El día siguiente amaneció gris y lluvioso. Permanecieron en el interior de la casa, junto al fuego; Robin, medio enfermo y febril por la mojadura del día anterior, estuvo tumbado junto a la chimenea, demasiado indolente para moverse, y mirando ir y venir a Helen por la habitación; no sabía exactamente por qué su fina y rápida forma recortada contra la luz grisácea le llenaba de dolor y melancolía.
La tormenta duró cuatro días. Helen acabó todas sus tareas domésticas y se sentó, inquieta, cogiendo los pocos libros que ya se sabía de memoria. Ellos la habían obligado a quedarse con todas sus posesiones personales, todas aquellas cosas que ella había elegido en una ya olvidada y lejana Tierra para un viaje interestelar de diez años. Por primera vez después de muchos años, Helen pensaba de nuevo en la vida y en la civilización que había dejado atrás por causa de Robin, que no era más que un montoncito de carne rosada en su brazo y que ahora yacía tumbado en el suelo junto a la chimenea, sin hablar, cortando sin ninguna finalidad un trozo de madera con su navaja (resto desechado del Starholm y que ahora era su más preciada posesión). Helen sintió que un lento horror se cernía sobre ella. ¿Era aquel mundo toda la herencia que le había dado en su locura? Este mundo nos ha vuelto locos a los dos. Robin y yo estamos un poco locos de acuerdo con los esquemas de la Tierra. Y cuando yo muera, pues moriré la primera, ¿entonces qué? En aquel momento, Helen habría dado su vida por creer en su viejo sueño acerca de un pueblo habitante del bosque.
Inquieta, echó a un lado su libro, y Robin, como si hubiera estado esperando eso como una señal, se sentó y dijo casi anhelante:
—Helen…
Agradecida de que hubiera sido él quien rompiera aquel silencio que había durado días, le dedicó una sonrisa alentadora.
—He estado leyendo tus libros —comenzó— y he leído cosas acerca del sol de donde tú vienes. Es diferente de éste. Supón…, supón que aquí existe realmente una especie de gente y algo que hay en esta luz, o en tus ojos, los hace invisibles a tu mirada.
Helen preguntó:
—¿Has estado viéndolos de nuevo?
Él se sintió incómodo por su tono irónico, y entonces ella le dijo con una voz más amable:
—Es una teoría, Robin; pero no explica, entonces, por qué tú los ves.
—Tal vez yo estoy… más acostumbrado a esta luz —dijo él, vacilante—. Y de cualquier forma, tú has dicho que creíste que los habías visto y que luego pensaste que se trataba de un sueño.
A medio camino entre la exasperación y una profunda piedad, Helen comenzó a argumentar:
—Si ese otro pueblo tuyo existiera realmente, ¿por qué no nos han hecho conocer su existencia después de dieciséis años?
La vehemencia con la que él respondía era casi aterradora:
—Creo que sólo salen de noche, que son lo que tus libros llaman una civilización primitiva. —Hablaba con palabras que había leído, pero que nunca había oído, y con una extraña vacilación—. En realidad, creo que no son una civilización, sino que forman… parte de los bosques.
—Un pueblo del bosque —dijo Helen, impresionada a pesar suyo— y nocturno. Siempre es a la luz de la luna o en la oscuridad cuando pueden verse…
—Entonces, tú me crees… ¡Oh, Helen! —gritó Robin, y de repente se encontró contándole lo que había visto, con palabras incoherentes, y terminó con las siguientes palabras—: Y durante el día puedo oírlos, pero no verlos. Helen, Helen, tienes que creerme ahora, tienes que dejar que intente encontrarlos y aprender a hablar con ellos…
Helen escuchaba con el corazón palpitante. Sabía que no deberían discutirlo ahora, después de cinco días de proximidad forzosa, encerrados en la casa, pues les habrían puesto los nervios en tensión; pero no pudo evitar el decirle a Robin con cierta tensión:
—Tú has visto a una mujer y yo… a un hombre. Esas cosas no son más que sueños. ¿Tengo que explicártelo más?
Robin arrojó a un lado su navaja.
—Eres tan ciega, tan tonta…
—Creo que tienes fiebre de nuevo. —Helen se levantó, dispuesta a marcharse.
—¡Me tratas como a un niño! —dijo él con amargura.
—Porque actúas como tal, con tus bonitos cuentos de mujeres en el viento.
Súbitamente, la agonía de Robin estalló incontenible y se agarró a sus rodillas como no lo había hecho desde que era un niño pequeño. Sus palabras le salían atropelladamente.
—Helen, Helen querida, no te enfades conmigo —le suplicó, abrazándola y levantándola del suelo. Ella nunca hubiera imaginado lo fuerte que era; pero parecía un niño pequeño y le abrazó fuertemente mientras él comenzaba a cubrirle la cara de besos.
—No llores, Robin, mi niño, todo está bien —le susurraba.
Gradualmente, la intensidad de su llanto se fue apagando; ella le tocó la frente con su mejilla para ver si tenía fiebre, y él la dejó en el suelo. Helen le permitió que se recostara en su hombro, pensando que tal vez después de la violencia de su disgusto se quedaría dormido, y se había quedado ella misma medio dormida cuando súbitamente algo se aclaró en su mente; bruscamente, intentó liberarse de los brazos de Robin.
—Robin, déjame salir.
Él la miró, sin comprender.
—No te vayas, Helen. Quédate conmigo —le rogó, y le dio un beso en el cuello.
Helen, sintiendo que se le helaba la sangre, se dio cuenta de que aunque ahora podría librarse rápidamente de él, tendría que luchar contra un joven fuerte que no sabía claramente lo que hacía. Se refugió en un agudo tono materno de hacía diez años que había llegado casi a desaparecer, sustituido por el nuevo compañerismo que se había desarrollado entre ellos.
—No, Robin, ya está bien. ¿Me oyes?
Automáticamente, él la soltó y ella se apartó rápidamente y se puso de pie. Robin, demasiado inteligente para no darse cuenta de su cólera, pero demasiado ingenuo para conocer su causa, bajó la cabeza y comenzó a llorar.
—¿Por qué estás enfadada? Lo único que intentaba es hacerte caricias.
Al oír aquella frase propia de un niño de cinco años, Helen sintió que le abrasaba la garganta de dolor. Sin embargo, logró articular unas palabras:
—No estoy enfadada, Robin… Te prometo que hablaremos de esto más tarde. —Luego, su autocontrol se desvaneció, se dio la vuelta y corrió precipitadamente a la salida, perdiéndose bajo la lluvia.
Estuvo vagando por los bosques familiares durante largo rato. Su imagen era auténticamente penosa. Ni siquiera era totalmente consciente de que estaba llorando y murmurando en voz alta: «¡No, no, no, no!»
Debió de estar caminando durante varias horas. La lluvia había cesado y se estaba haciendo rápidamente de noche sin que todavía hubiera logrado calmarse y ordenar sus ideas con claridad.
Había estado ciega al no prever, ya desde que Robin era un niño, que aquel día llegaría; eso sólo podía haberlo evitado sí su hijo hubiera sido una niña. O bien (quedó sorprendida por el tono histérico de su risa) si Colin se hubiera quedado con ella y hubieran formado una familia como Adán y Eva.
¿Pero qué iba a suceder ahora? Robin tenía dieciséis años y ella no había cumplido todavía los cuarenta. A Helen le vinieron a la memoria los recuerdos de su cultura; tabúes tan profundamente enraizados que para Helen eran ya prácticamente instintivos. Sin embargo, para Robin nada de eso existía. Para él todo su mundo era el pequeño trozo de bosque y la propia Helen…, la única persona de su mundo, y, más concretamente, y por el momento, la única mujer de su mundo. Todo ello, se dijo amargamente, por instinto. Pero ¿tengo el derecho de comenzar con todo eso de nuevo? Peor aún, ¿tengo derecho a negar su existencia y, cuando muera, dejar a Robin solo?
Se tambaleó e hizo una pausa para tomar aliento, dándose cuenta de que había estado caminando en círculos y que se encontraba en aquel lugar tan familiar de la orilla del río que había tratado sistemáticamente de evitar durante dieciséis años. Al mismo tiempo, se dio cuenta por espacio de un segundo, entre recuerdo y recuerdo, de que los vientos se habían calmado.
Sus ojos inundados de llanto le dolieron al intentar penetrar en las tinieblas teñidas de un tono violáceo que anunciaba la próxima salida del sol y la bruma que colgaba sobre el río. Por entre la bruma que comenzaba a disiparse, creyó entrever, en forma difusa, la silueta de un hombre.
Era alto, y su pálida piel brillaba con los blanquecinos colores de la bruma. Helen quedó helada, con la boca abierta, y durante varios segundos él estuvo mirándola sin hacer el menor movimiento. Sus ojos, unas manchas oscuras sobre la pálida cara, tenían un aire de tristeza infinita y de compasión. Ella creyó que sus labios se movían para hablar, pero no escuchó más que el familiar susurro del viento.
Tras él, como simples retazos, a Helen le pareció discernir otros rostros fantasmagóricos, las puntas de los dedos de unas invisibles manos, ojos, el perfil del busto de una mujer, la curva del pie de un niño. Durante un minuto, sumida en un estado de profunda debilidad y atontamiento, todas las defensas de Helen desaparecieron mientras pensaba: Yo no estoy loca y aquello no fue un sueño y Robin no es el hijo de Reynolds. Su padre fue ése… uno de ésos… y ellos han estado vigilándome a mí y a Robin, Robin los ha visto, él no sabe que es uno de ellos, pero ellos sí lo saben. Ellos saben que yo les he arrebatado a Robin durante todos estos dieciséis años.
El hombre dio dos pasos hacia ella, mientras su translúcido cuerpo adquiría una docena de colores ante sus estupefactos ojos. Su cara poseía una curiosa familiaridad… familiaridad…, y en súbito espasmo de terror, Helen pensó: ¡Me estoy volviendo loca! ¡Es Robin! ¡Es Robin!
Él extendió la mano para tocarla cuando su grito cortó trozos de aire helado por el bosque, multiplicando ecos demenciales en las voces-viento. Se dio la vuelta y echó a correr ciegamente hacia el traicionero acantilado. Tras ella oyó pasos, una voz, el grito de Robin, el extraño hombre, no lo sabía con exactitud. En el horror del incesto, el hijo, el padre, el amante se confundieron súbitamente en uno solo, atormentando su cerebro. En un arranque de locura echó a correr hacia la orilla. Sintió cómo una mano masculina la asía por el hombro, pero ella se soltó retorciéndose y gritando: ¡No, Robin, no, no…!, y se arrojó por el escarpado precipicio, hundiéndose en la violenta corriente en busca del olvido y la muerte…
 
Muchos años después, Merrihew, que se había hecho viejo en el servicio espacial, falsificó los papeles de ruta y llevó su nave a la órbita del pequeño planeta verde que él había denominado el Planeta de Robin. Los viejos edificios estaban en ruinas, y Merrihew buscó durante dos meses de polo a polo por todo el planeta, pero no encontró nada. Nada sino sombras y susurros y las interminables voces del viento. Finalmente, hizo despegar su nave y se marchó.

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