Se sientan en mi consultorio y me señalan sus córneas, quejándose de ardor y dolores crónicos. Procedo entonces con los exámenes y les muestro las imágenes captadas por las radiografías: las persecuciones, los gritos tras las paredes, las balas sibilantes, los uniformes que marchan, los cuerpos en las calles. Les explico que no puedo hacer nada, que sus nervios ópticos guardarán para siempre este horror, pero ellos se agarran de mi bata y me suplican que acabe con su sufrimiento. Me resigno entonces. Les hago firmar un contrato especial, les aplico anestesia y lentamente introduzco las pinzas metálicas en las órbitas de sus ojos.

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