domingo, 14 de diciembre de 2025

La vida instrucciones de uso. (Capítulo LIII). George Perec.

Winckler, 3
La tercera habitación del piso de Gaspard Winckler.
 
Aquí, frente a la cama, junto a la ventana, era donde estaba aquel lienzo cuadrado que le gustaba tanto al creador de puzzles y que representaba a tres hombres vestidos de negro en una antesala; no era un cuadro, sino una fotografía retocada, arrancada de La Petite Illustration o de La Semaine théâtrale. Representaba la escena 1 del acto III de Las ambiciones perdidas, melodrama sombrío de un imitador mediocre de Henry Bernstein llamado Paulin Alfort, y mostraba a los dos padrinos del héroe —interpretado por Max Corneille— yendo a buscar a éste a su domicilio media hora antes del duelo en el que hallaría la muerte.
Era Marguerite la que había descubierto la fotografía en el fondo de uno de aquellos puestos de libros de ocasión que existían aún en la época bajo los soportales del Théâtre de l’Odéon: la había pegado a una tela; la había arreglado, pintado, enmarcado; y se la había regalado a Gaspard con motivo de su instalación en la calle Simon-Crubellier.
De todas las habitaciones de la casa, ésta era la que recordaba más entrañablemente Valène, una habitación tranquila, algo pesada, con sus altos zócalos de madera oscura, su cama cubierta con una colcha malva, su estantería de madera torneada atiborrada de libros dispares y, delante de la ventana, la mesa grande en la que trabajaba Marguerite.
La recordaba examinando con lupa los delicados arabescos de una de esas cajas venecianas de cartón dorado con sus festones en relieve o preparando sus colores en una minúscula paleta de marfil.
Era bonita, con discreción: tez pálida salpicada de pecas, mejillas ligeramente hundidas, ojos azulgrises.
Era miniaturista. Rara vez pintaba asuntos originales: prefería copiar o inspirarse en documentos existentes; por ejemplo, había dibujado el puzzle de prueba que Gaspard Winckler había recortado para Bartlebooth sacándolo de unos grabados en acero publicados en Le Journal des Voyages. Sabía copiar maravillosamente, con sus casi imperceptibles detalles, las diminutas escenas pintadas en el interior de los relojes de bolsillo, en las cajitas de rapé o en las guardas de los misales liliputienses, o restaurar tabaqueras, abanicos, bomboneras o medallones. Sus clientes eran coleccionistas particulares, vendedores de curiosidades, porcelanistas deseosos de reeditar vajillas prestigiosas estilo Retour d’Égypte o Malmaison, joyeros que le pedían que representase en el fondo de un dije, destinado a recibir un único mechón de cabellos, el retrato del ser querido (realizado a partir de una fotografía casi siempre mala) o libreros de arte para los que retocaba alguna viñeta romántica o alguna miniatura de libro de horas.
Su minuciosidad, su respeto, su destreza eran extraordinarios. En un marco de cuatro centímetros de largo y tres de ancho encerraba todo un paisaje, con un cielo azul pálido sembrado de nubecillas blancas, un horizonte de colinas blandamente onduladas con laderas cubiertas de viñedos, un castillo, dos caminos por cuya intersección galopaba un jinete vestido de rojo y montado en un caballo bayo, un cementerio con dos sepultureros armados de layas, un ciprés, unos olivos, un río bordeado de chopos con tres pescadores sentados en sus orillas y, dentro de una barca, dos personajes minúsculos vestidos de blanco.
O bien, en el esmalte de un sello, reconstruía un paisaje enigmático en el que, bajo un cielo matutino, entre la hierba pálida que bordeaba un lago helado, un asno husmeaba las raíces de un árbol, de cuyo tronco colgaba un farol gris y entre cuyas ramas se ocultaba un nido vacío.
Paradójicamente aquella mujer tan precisa y tan mesurada sentía una irresistible atracción por el desorden. Su mesa era un eterno batiburrillo, atestada siempre con un material inútil, un amontonamiento de objetos heteróclitos, un maremágnum cuyo avance había que repeler siempre antes de empezar a trabajar: cartas, vasos, botellas, etiquetas, portaplumas, platos, cajas de cerillas, tazas, tubos, tijeras, libretitas, medicinas, billetes de banco, calderilla, compases, fotografías, recortes de prensa, sellos; y cuartillas sueltas, páginas arrancadas de blocs, de almanaques, un pesacartas, un cuentahílos de latón, el tintero de grueso vidrio tallado, las cajas de plumillas, la caja verde y negra de 100 plumillas de La République n.º 705 de Gilbert y Blanzy-Poure, y la caja beige y gris de 144 plumillas redondilla n.º 394 de Baignol y Farjon, el cortapapeles de mango de asta, la gomas, las cajas de chinchetas y grapas, las limas de uñas de cartón esmerilado y la siempreviva en su marquito de Kirby Béard, y el paquete de cigarrillos Athletic y su corredor de camiseta blanca a rayas azules, que llevaba el número 39 escrito en rojo en el dorsal, cruzando mucho antes que los demás la línea de meta, y las llaves atadas con una cadenita, el doble decímetro de madera amarilla, la caja con la inscripción CURIOUSLY STRONG ALTOIDS PEPPERMINT OIL, el bote de loza azul con todos sus lapiceros, el pisapapeles de ónice, los pequeños recipientes hemisféricos algo parecidos a los que se usan para los baños de ojos (o para asar los caracoles), en los que mezclaba los colores, y la copa de plata inglesa, cuyos dos compartimentos estaban siempre llenos, uno de pistachos salados y el otro de caramelos a la violeta.
Sólo un gato podía moverse en medio de aquella acumulación sin provocar derrumbamientos, y, de hecho, Gaspard y Marguerite tenían un gato, un gatazo rubio que al principio habían llamado Leroux, luego Gaston, luego Chéri-Bibi y por último, tras una última aféresis, Ribibi, a quien nada gustaba tanto como pasear por entre todas aquellas cosas sin desordenarlas lo más mínimo, acabando por acomodarse confortablemente encima de ellas, cuando no se instalaba sobre el cuello de su ama dejando colgar las patas indolentemente a lado y lado.
Marguerite le contó un día a Valène cómo había conocido a Gaspard Winckler. Fue en mil novecientos treinta, una mañana de noviembre, en Marsella, en un café de la calle Bleue, no lejos del arsenal y del cuartel de Saint-Charles. Fuera caía una lluvia fina y fría. Ella llevaba un traje chaqueta gris y un chubasquero negro ceñido en el talle con un cinturón ancho. Tenía diecinueve años, acababa de regresar a Francia y, de pie junto al mostrador, se tomaba un café solo y leía los anuncios de Les Dernières Nouvelles de Marseille. El dueño del café, un tal La Brigue, personaje nada courteliniano, vigilaba con desconfianza a un soldado, pues parecía haber decidido que no tendría con qué pagar el café con leche y el pan con mantequilla que se estaba tomando.
Era Gaspard Winckler, y no iba muy descaminado el dueño del café: la muerte del señor Gouttman había dejado a su aprendiz en una situación difícil; Gaspard, con diecinueve años escasos, conociendo a fondo gran cantidad de técnicas sin tener de verdad ningún oficio, carecía prácticamente de toda experiencia profesional y no tenía vivienda, amigos ni familiares; cuando, expulsado de Charny por el propietario de la casa que Gouttman tenía alquilada, volvió a La Ferté-Milon, fue para enterarse de que su padre había muerto en Verdún, su madre, casada en segundas nupcias con un empleado de seguros, vivía ahora en El Cairo, y su hermana Anne, un año más joven que él, acababa de contraer matrimonio con un tal Cyrille Voltimand, que trabajaba de enladrillador en París, en el distrito diecinueve. Y así, un día de marzo de 1929, Gaspard Winckler llegó a pie a la capital, que veía por primera vez en su vida. Recorrió concienzudamente las calles del distrito diecinueve y fue preguntando con muy buenos modos a cuantos embaldosadores encontró en su recorrido por un tal Voltimand Cyrille, que era como si dijéramos su cuñado. Pero no dio con él y, no sabiendo qué hacer, acabó por alistarse en el ejército.
Pasó los dieciocho meses siguientes en un fortín entre Bou Jeloud y Bab-Fetouh, no lejos del Marruecos español, donde prácticamente no tuvo otra cosa que hacer que esculpir bolos extraordinariamente adornados para las tres cuartas partes de la guarnición, actividad que era como otra cualquiera y que al menos le permitió no perder su habilidad manual.
Había vuelto de África la víspera. Había jugado durante la travesía y le habían limpiado los bolsillos. Marguerite estaba también sin trabajo, pero le pudo pagar el café y el pan con mantequilla.
Se casaron a los pocos días y vinieron a vivir a París. Los primeros tiempos fueron difíciles, pero tuvieron la suerte de colocarse pronto: él en el taller de un fabricante de juguetes abrumado de trabajo en vísperas de Navidad, ella, algo más tarde, con un coleccionista de instrumentos de música antiguos que le encargó la decoración, basándose en documentos de la época, de una preciosa espineta que se consideraba que había pertenecido a Champion de Chambonnières y a la que hubo que cambiar la tapa: en medio de abundante follaje, guirnaldas y figuras geométricas enlazadas que imitaban una labor de taracea, Marguerite pintó en dos círculos de tres centímetros de diámetro dos retratos: un joven de rostro algo amanerado, visto de tres cuartos, con peluca empolvada, chaqueta negra, chaleco amarillo, corbata de encaje blanca, de pie, con el codo apoyado en una chimenea de mármol, delante de una gran cortina salmón medio tirada, que descubría parcialmente una ventana a través de la cual se vislumbraba una verja; y una joven, bella, algo gordezuela, con grandes ojos pardos y mejillas bermejas, una peluca empolvada con una cinta color de rosa, una rosa y una pañoleta de muselina blanca muy escotada.
Valène conoció a los Winckler, a poco de trasladarse a la calle Simon-Crubellier, en el piso de Bartlebooth, que los había invitado a cenar a los tres. En seguida se sintió atraído por aquella mujer afable y risueña que fijaba sobre las cosas una mirada tan límpida. Le gustaba el ademán con que se echaba los cabellos hacia atrás; le gustaba la manera llena de seguridad y gracia a la vez con que se apoyaba en el codo izquierdo, antes de esbozar con la punta de su pincel fino como un cabello una microscópica sombra verde en un ojo.
No le habló nunca de su familia, de su infancia, de sus viajes. Sólo una vez le contó que había visto en sueños la casa de campo en la que había pasado todos sus veranos de adolescente: un gran caserón blanco invadido de clemátides, con un desván que le daba miedo y un carrito pequeño tirado por un borrico que atendía por el dulce nombre de Boniface.
Varias veces, mientras Winckler se encerraba en su taller, fueron a pasear juntos. Iban al parque Monceau o seguían el ferrocarril de circunvalación por el bulevar Péreire o iban a ver exposiciones al bulevar Haussmann, a la avenida de Messine, a la calle del Faubourg Saint-Honoré. A veces se los llevaba Bartlebooth a los tres a visitar los castillos del Loira o los invitaba unos días a Deauville. Incluso una vez, en el verano de mil novecientos treinta y siete, cuando navegaba en su yate Alcyon a lo largo de la costa adriática, los invitó a pasar dos meses con él entre Trieste y Corfú, haciéndoles descubrir los palacios rosa de Piran, los grandes hoteles de fines de siglo de Portoroz, las ruinas dioclecianas de Spalato, la miríada de islas dálmatas, Ragusa, convertida de unos años a esta parte en Dubrovnik, y los relieves atormentados de las Bocas de Cattaro y de la Montaña Negra.
Fue durante aquel inolvidable viaje cuando, una noche, frente a las murallas almenadas de Rovigno, Valène confesó a la joven que la amaba, no obteniendo por respuesta más que una inefable sonrisa.
Varias veces soñó en huir con ella o lejos de ella, pero siguieron tal como estaban, próximos y lejanos, con la ternura y el desconsuelo de una amistad infranqueable.
Marguerite murió en noviembre de mil novecientos cuarenta y tres al dar a luz a un hijo que nació muerto.
Durante todo el invierno Gaspard Winckler estuvo sentado junto a la mesa en la que trabajaba ella, cogiendo uno tras otro en sus manos todos aquellos objetos que había tocado, mirado, querido ella: la piedra vitrificada con sus ranuras blancas, beiges y anaranjadas, el pequeño unicornio de jade, salvado de un precioso juego de ajedrez, y el broche florentino que él le había regalado porque tenía tres margaritas en un microscópico mosaico.
Y un día arrojó cuanto había en la mesa y quemó la mesa y llevó a Ribibí al veterinario de la calle Alfred-de-Vigny a que lo pinchara; tiró los libros de la estantería de madera torneada, la colcha malva, el sillón inglés en el que se sentaba Marguerite con su respaldo bajo y su almohadilla de cuero negro, todo lo que llevaba su huella, sin conservar en esta habitación más que la cama y, frente a la cama, aquel cuadro melancólico de los tres hombres vestidos de negro.
Y luego volvió a su taller, en el que once acuarelas, intactas aún en su envoltorio, que traía sellos de Argentina y Chile, esperaban transformarse en puzzles.
La habitación es ahora una estancia gris llena de polvo y tristeza, una estancia vacía y sucia con un papel descolorido; por la puerta abierta al cuarto de baño ruinoso se descubre un lavabo manchado de sarro y orín en cuyo borde desportillado una botella de Pschitt naranja se está enmoheciendo desde hace dos años.

La vida instrucciones de uso, 1978.

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