lunes, 13 de febrero de 2017

Literatura. Julio Torri.

El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del Sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores. 
La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; y la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al escribir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.

domingo, 12 de febrero de 2017

Tres cosas antes de morir. Sandro Centurión.

Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro. Podía morir tranquilo. Sin embargo cuando le llegó la hora se dio cuenta de que jamás había viajado en barco, ni había escalado una montaña, ni se había emborrachado con tequila, entonces se puso en campaña para hacer esas tres cosas antes de morir. Las hizo en poco tiempo y ya en su lecho de muerte cayó en la cuenta de que jamás había cazado un tigre, ni había buceado en aguas cristalinas, ni le había cantado una canción al oído a una muchacha. Se levantó de un salto y salió corriendo. Un tiempo después estuvo a punto de morirse pero recordó que nunca había comido helado de chocolate en la mañana, ni había arrojado flores al río, ni había cantado ópera bajo la ducha.
Dicen que anda haciendo cosas increíbles por el mundo. Sólo tres cosas más antes de morir, dice y sigue viviendo.

 

sábado, 11 de febrero de 2017

De raíz. Miguel Mena.

Cuando me dijeron que mi hijo no podría hablar nunca, que tenía un cromosoma atravesado y una nube oscurecía la zona del cerebro donde se amasa el pensamiento y se tejen las palabras, lo primero que recordé fue que había planeado aprender con él los nombres de los árboles. Lo ansiaba desde que nació: andar por el campo, juntos los dos, y distinguir las hayas de los abedules, los arces, los castaños, los quejigos, los robles y los enebros. Pensé en ello mientras por detrás de la cara del médico, un rostro inexpresivo envenenado para dar malas noticias, observaba los árboles de aquella clínica meciéndose suavemente, como acunando una pena. Le pregunté al doctor qué árboles eran aquellos y pareció tan extrañado por mi pregunta que se encogió de hombros y no supo contestarme. Le noté incómodo, como si quisiera dar la consulta por finalizada. Nos despedimos, cogí a mi hijo en brazos, salimos de la clínica y al cruzar el jardín, con el sol de espaldas, observé que nuestras sombras dibujaban una silueta en la que yo era un tronco seco y aquel niño de pelo rizado sobresalía como una gran flor que me brotaba.

 

jueves, 9 de febrero de 2017

Reunión. John Cheever.

La última vez que vi a mi padre fue en la estación Grand Central. Yo venía de estar con mi abuela en los montes Adirondacks, y me dirigía a una casita de campo que mi madre había alquilado en el cabo; escribí a mi padre diciéndole que pasaría hora y media en Nueva York debido al cambio de trenes, y preguntándole si podíamos comer juntos. Su secretaria me contestó que se reuniría conmigo en el mostrador de información a mediodía, y, cuando aún estaban dando las doce, lo vi venir a través de la multitud. Era un extraño para mí —mi madre se había divorciado tres años antes y yo no lo había visto desde entonces—, pero tan pronto como lo tuve delante sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi fatalidad. Comprendí que cuando fuera mayor me parecería a él; que tendría que hacer mis planes contando con sus limitaciones. Era un hombre corpulento, bien parecido, y me sentí feliz de volver a verlo. Me dio una fuerte palmada en la espalda y me estrechó la mano.


—Hola, Charlie —dijo—. Hola, muchacho. Me gustaría que vinieses a mi club, pero está por las calles sesenta, y si tienes que coger un tren en seguida, será mejor que comamos algo por aquí cerca.


Me rodeó con el brazo y aspiré su aroma con la fruición con que mi madre huele una rosa. Era una agradable mezcla de whisky, loción para después del afeitado, betún, traje de lana y el característico olor de un varón de edad madura. Deseé que alguien nos viera juntos. Me hubiese gustado que nos hicieran una fotografía. Quería tener algún testimonio de que habíamos estado juntos.


Salimos de la estación y nos dirigimos hacia un restaurante por una calle secundaria. Todavía era pronto y el local estaba vacío. El barman discutía con un botones, y había un camarero muy viejo con una chaqueta roja junto a la puerta de la cocina. Nos sentamos, y mi padre lo llamó con voz potente:


—Kellner! —gritó—. Garçón! Cameriere! ¡Oiga usted!
Todo aquel alboroto parecía fuera de lugar en el restaurante vacío.


—¿Será posible que no nos atienda nadie aquí? —gritó—. Tenemos prisa.


Luego dio unas palmadas. Esto último atrajo la atención del camarero, que se dirigió hacia nuestra mesa arrastrando los pies.


—¿Esas palmadas eran para llamarme a mí? —preguntó.


—Cálmese, cálmese, sommelier—dijo mi padre—. Si no es pedirle demasiado, si no es algo que está por encima y más allá de la llamada del deber, nos gustaría tomar dos gibsons con ginebra Beefeater.


—No me gusta que nadie me llame dando palmadas —dijo el camarero.


—Debería haber traído el silbato —replicó mi padre—. Tengo un silbato que sólo oyen los camareros viejos. Ahora saque el bloc y el lápiz y procure enterarse bien: dos gibsons con Beefeater. Repita conmigo: dos gibsons con Beefeater.


—Creo que será mejor que se vayan a otro sitio —dijo el camarero sin perder la compostura.


—Ésa es una de las sugerencias más brillantes que he oído nunca —señaló mi padre—. Vámonos de aquí, Charlie.


Seguí a mi padre y entramos en otro restaurante. Esta vez no armó tanto alboroto. Nos trajeron las bebidas, y empezó a someterme a un verdadero interrogatorio sobre la temporada de béisbol. Al cabo de un rato golpeó el borde de la copa vacía con el cuchillo y empezó a gritar otra vez:


—Garçon! Cameriere! Kellner! ¡Oiga usted! ¿Le molestaría mucho traernos otros dos de lo mismo?


—¿Cuántos años tiene el muchacho? —preguntó el camarero.


—Eso no es en absoluto de su incumbencia —dijo mi padre.


—Lo siento, señor, pero no le serviré más bebidas alcohólicas al muchacho.


—De acuerdo, yo también tengo algo que comunicarle —dijo mi padre—. Algo verdaderamente interesante. Sucede que éste no es el único restaurante de Nueva York.


Acaban de abrir otro en la esquina. Vámonos, Charlie.
Pagó la cuenta y nos trasladamos de aquél a otro restaurante. Los camareros vestían americanas de color rosa, semejantes a chaquetas de caza, y las paredes estaban adornadas con arneses de caballos. Nos sentamos y mi padre empezó a gritar de nuevo:


—¡Que venga el encargado de la jauría! ¿Qué tal los zorros este año? Quisiéramos una última copa antes de empezar a cabalgar. Para ser más exactos, dos bibsons con Geefeater.


—¿Dos bibsons con Geefeater? —preguntó el camarero, sonriendo.


—Sabe muy bien lo que quiero —replicó mi padre, muy enojado—. Quiero dos gibsons con Beefeater, y los quiero de prisa. Las cosas han cambiado en la vieja y alegre Inglaterra. Por lo menos eso es lo que dice mi amigo el duque. Veamos qué tal es la producción inglesa en lo que a cócteles se refiere.


—Esto no es Inglaterra —repuso el camarero.


—No discuta conmigo. Limítese a hacer lo que se le pide.


—Creí que quizá le gustaría saber dónde se encuentra —dijo el camarero.


—Si hay algo que no soporto, es un criado impertinente —declaró mi padre—. Vámonos, Charlie.


El cuarto establecimiento en el que entramos era italiano.
—Buongiorno —dijo mi padre—. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti fortio. Molto gin, poco vermut.


—No entiendo el italiano —respondió el camarero.


—No me venga con ésas —dijo mi padre—. Entiende usted el italiano y sabe perfectamente bien que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani. Subito.


El camarero se alejó y habló con el encargado, que se acercó a nuestra mesa y dijo:


—Lo siento, señor, pero esta mesa está reservada.


—De acuerdo —asintió mi padre—. Denos otra.


—Todas las mesas están reservadas —declaró el encargado.


—Ya entiendo. No desean tenernos por clientes, ¿no es eso? Pues váyanse al infierno. Vada all’ inferno. Será mejor que nos marchemos, Charlie.


—Tengo que coger el tren —dije.


—Lo siento mucho, hijito —dijo mi padre—. Lo siento muchísimo. —Me rodeó con el brazo y me estrechó contra sí—. Te acompaño a la estación. Si hubiéramos tenido tiempo de ir a mi club…


—No tiene importancia, papá —dije.


—Voy a comprarte un periódico —dijo—. Voy a comprarte un periódico para que leas en el tren.


Se acercó a un quiosco y pidió:


—Mi buen amigo, ¿sería usted tan amable de obsequiarme con uno de sus absurdos e insustanciales periódicos de la tarde? —El vendedor se volvió de espaldas y se puso a contemplar fijamente la portada de una revista—. ¿Es acaso pedir demasiado, señor mío? —insistió mi padre—, ¿es quizá demasiado difícil venderme uno de sus desagradables especímenes de periodismo sensacionalista?


—Tengo que irme, papá —dije—. Es tarde.


—Espera un momento, hijito —replicó—. Sólo un momento. Estoy esperando a que este sujeto me dé una contestación.


—Hasta la vista, papá —dije; bajé la escalera, tomé el tren, y aquélla fue la última vez que vi a mi padre.

 

miércoles, 8 de febrero de 2017

Fecundación. Eva Díaz Riobello.

Hay una flor singular, de pétalos diminutos y blancura exquisita, que crece en los desiertos de Argelia y cuyos ramilletes entretejidos entre los rizos púbicos de las novias se usaban antiguamente en las bodas nómadas. Su aroma azucarado, mezclado con el sudor que transpiraban las jóvenes vírgenes bajo sus trajes, no tardaba en llegar a la nariz del esposo, encendiendo bajo su cintura un fuego tal que, al caer la noche, garantizaba la consumación exitosa del matrimonio. Sin embargo, pocos conocían hasta ahora la existencia de una especie minúscula de araña que anida en los pistilos de estas flores y que, en ocasiones, ejercía de invitado imprevisto en el lecho marital, llegándose a colar en lugares más recónditos donde soltaba sus huevos y moría. La presencia de este parásito no se detectaba hasta meses después del enlace, cuando la esposa alumbraba a un bebé envuelto en crisálidas y -solo a veces- parcialmente devorado por sus hermanas artrópodas.

 Pelos. Microlocas, 2016. (Foto, Eva Díaz Riobello con un ejemplar del libro)

martes, 7 de febrero de 2017

Suciedad. Etgar Keret.

Supongamos que yo ahora estoy muerto, o que abro una lavandería de autoservicio, la primera de Israel. Alquilo un pequeño local, algo abandonado, en la parte sur de la ciudad, y lo pinto todo de azul. Al principio hay sólo cuatro lavadoras y un aparato especial que vende fichas. Después meto también una tele y hasta una máquina tragaperras, un pinball. O que estoy tendido en el suelo de mi cuarto de baño con un balazo en la sien. Me encuentra mi padre. Al principio no se da cuenta de la sangre. Cree que estoy dormitando o que estoy tomándole el pelo con uno de mis estúpidos jueguecitos. Es sólo cuando me toca la nuca y nota algo caliente y pegajoso que le escurre desde los dedos en dirección al brazo cuando se da cuenta de que algo no anda bien. Las personas que van a lavar a una lavandería autoservicio son personas solitarias. No hace falta ser un genio para darse cuenta de ello. Porque yo, que no soy un genio, me he dado cuenta. Por eso procuro que siempre haya en la lavandería un ambiente que suavice la sensación de soledad. He puesto muchas teles, unas máquinas que te dan las gracias con una voz muy humana cuando compras las fichas, y unas fotos de manifestaciones gigantes colgadas en las paredes. Las mesas para doblar la ropa están hechas de manera que obligan a que sean muchos los que las usen a la vez. Y no es por ahorrar, sino que tiene su propósito. Son muchas las parejas que se han conocido en mi negocio gracias a esas mesas. Personas que un día fueron solitarias y que hoy tienen a alguien, a veces incluso a más de una persona que se duerme a su lado por la noche y que los empuja en medio del sueño. Lo primero que hace mi padre es lavarse las manos. Sólo después llama a una ambulancia. Ese lavado de manos le va a costar caro. Hasta el día de su muerte no se va a perdonar a sí mismo el haberse lavado las manos. Hasta se avergonzará de contárselo a nadie. Cómo su hijo yace ahí agonizante a su lado y él, en lugar de sentir pena, compasión o miedo, algo, no consigue sentir nada más que asco. La lavandería esa se convertirá en una red de lavanderías. Una red que se hará fuerte sobre todo en Tel Aviv pero que también tendrá éxito en la periferia. La lógica tras ese éxito será muy sencilla: donde haya gente sola y ropa sucia, siempre acudirán a mí. Después de que mi madre muera, hasta mi padre vendrá a lavarse la ropa en una de esas filiales. Nunca conocerá ahí a una pareja ni hará un amigo, pero las expectativas de llegar a conseguirlo lo empujarán a acudir una y otra vez y a mantener un soplo de esperanza. 

Un hombre sin cabeza. Etgar Keret, 2011.
 

lunes, 6 de febrero de 2017

Sobre la frugalidad. Woody Allen.

Mientras uno pasa por la vida, es extremadamente importante conservar el capital, y no se debe gastar el dinero en simplezas, como licor de pera o un sombrero de oro macizo. El dinero no lo es todo, pero es mejor que la salud. A fin de cuentas, no se puede ir a la carnicería y decirle al carnicero: “Mira qué moreno estoy, y además no me resfrío nunca”, y suponer que va a regalarte su mercancía. (Al menos, naturalmente, que el carnicero sea un idiota.) El dinero es mejor que la pobreza, aunque solo sea por razones financieras. No es que con él se pueda comprar la felicidad. Toma el caso de la hormiga y la cigarra: la cigarra se divirtió todo el verano, mientras la hormiga trabajaba y ahorraba. Cuando llegó el invierno, la cigarra no tenía nada, pero la hormiga se quejaba de dolores en el pecho. La vida es dura para los insectos. Y no creáis que los ratones se lo pasan muy bien tampoco. La cuestión es que todos necesitamos un nido en el que refugiarnos, pero no mientras se lleve un traje bueno.
Para terminar, tengamos presente que es más fácil gastar dos dólares que ahorrar uno. Y por el amor de Dios no invirtáis dinero con ninguna agencia de bolsa en la que uno de los socios se llame Casanova.

 Sin plumas, Woody Allen, 1966.