Cuando
me dijeron que mi hijo no podría hablar nunca, que tenía un
cromosoma atravesado y una nube oscurecía la zona del cerebro donde
se amasa el pensamiento y se tejen las palabras, lo primero que
recordé fue que había planeado aprender con él los nombres de los
árboles. Lo ansiaba desde que nació: andar por el campo, juntos los
dos, y distinguir las hayas de los abedules, los arces, los castaños,
los quejigos, los robles y los enebros. Pensé en ello mientras por
detrás de la cara del médico, un rostro inexpresivo envenenado para
dar malas noticias, observaba los árboles de aquella clínica
meciéndose suavemente, como acunando una pena. Le pregunté al
doctor qué árboles eran aquellos y pareció tan extrañado por mi
pregunta que se encogió de hombros y no supo contestarme. Le noté
incómodo, como si quisiera dar la consulta por finalizada. Nos
despedimos, cogí a mi hijo en brazos, salimos de la clínica y al
cruzar el jardín, con el sol de espaldas, observé que nuestras
sombras dibujaban una silueta en la que yo era un tronco seco y aquel
niño de pelo rizado sobresalía como una gran flor que me brotaba.
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