Pero un lunes, sin
aviso previo, Núñez llegó a La Pirotecnia con una valija, o tal
vez era un baúl grandioso, descomunal, pasó por la portería a las
diez y media, no marcó la tarjeta, no subió al guardarropa. Abrió
la puerta vaivén de un puntapié y dijo:
–Buen día,
miserables.
Veinte empleados,
tres jefes de sección y un gerente sintieron recorrido el espinazo
por una descarga eléctrica que los unía en misterioso circuito. En
el silencio sepulcral de la oficina, las palabras de Núñez
resonaron fantásticas, lapidarias, apocalípticas, increíbles.
Nadie habló ni se movió.
–Buen día, he
dicho, miserables.
Núñez, con calma,
corrió su escritorio hasta ponerlo frente a los demás, y, como un
catedrático a punto de dar una clase magistral, apoyó el puño
derecho sobre el mueble, estiró a todo lo largo el brazo izquierdo y
apuntando al cielo raso con el índice, dijo:
–Cuando un hombre,
por un hecho casual, o por la síntesis reflexiva de sus
descubrimientos cotidianos, comprende que el mundo está mal hecho,
que el mundo, digamos, es una cloaca, tiene que elegir entre tres
actitudes: o lo acepta, y es un perfecto canalla como ustedes, o lo
transforma, y es Cristo o Lenin, o se mata. Señores míos, yo vengo
a proponerles que demos el ejemplo y nos matemos de inmediato.
Levantó del suelo
la valija, la puso sobre el escritorio, se sentó y extrajo de entre
sus ropas una enorme pistola. Mientras sacaba del bolsillo un puñado
de balas, la señora Martha, una dactilógrafa, dio un grito:
–¡Silencio!
–rugió Núñez.
Ella se tapó la
boca con las manos; de sus ojitos redondos brotaban lágrimas.
–Señora –el
tono de Núñez era casi dolorido–, tenga a bien no perturbarme. El
hombre, genéricamente hablando, se vuelve tan feo cuando llora…
Llorar es darle la razón a Darwin. Toda la evolución de la
humanidad es un puente tendido desde el pitecantropus a la Belleza.
La fealdad nos involuciona. Por eso, porque sólo ella, en cualquiera
de sus manifestaciones, tiene la culpa del estado en que se halla el
mundo, no titubearé en eliminar de inmediato cuanto pueda seguir
afeándolo. Sin embargo, quisiera que cada uno de ustedes muriese por
propia voluntad. La señora Martha ya no lloraba. Él dijo:
–Sí, por propia
voluntad, después de haber comprendido lo grotesco, lo irrisorio que
es el empleado de oficina. Por otra parte, amigos, el suicidio es la
muerte perfecta. Morimos porque se nos antoja. Nadie, ninguna fuerza
inhumana nos arrastra. No hay intervención del absurdo. Queda
eliminada la contingencia. Se hace de la muerte un acto razonable;
quien se mata ha comprendido, al menos, por qué se mata.
Se interrumpió.
Había interceptado una seña subrepticia que el señor Perdiguero
acababa de hacerle al cadete.
–Oh, no. –Núñez
sacudía la cabeza, apenado. –Trampas no. Oiga, señor Perdiguero,
parece que usted no ha comprendido –sopesaba la tremenda Ballester
Molina–. Ocurre que fui campeón intercolegial de tiro al blanco.
De pronto gritó:
–¡Mirarme todos!
Veinticuatro pares
de ojos convergieron sus miradas en los ojos de Núñez: abejas
penetrando en el agujerito del panal.
–¡Pararse!
Veinticuatro
asentaderas se despegaron de sus sillas como accionadas por súbitas
tachuelas.
–¡Sentarse!
Veinticuatro
unánimes plof.
–¿Comprendido?
Encendió un
cigarrillo. El humo, azul, se elevaba en sulfúricas volutas. Núñez
meditaba. Como quien prosigue en voz alta una reflexión íntima,
dijo:
–Sí.
Indudablemente el oficinista no pertenece a la especie. Es un estado
intermedio entre el proletario y el parásito social. Un monstruito
mecánico íncubo del Homo Sapiens y la Remington. Imagino el futuro:
los hombres nacerán provistos de palanquitas y botones. Una leve
presión aquí, camina; otra allá, habla; se acciona aquel botón,
eyacula; éste de acá, orina. No, no me miren asombrados. Eso es lo
que seremos con el tiempo. Sucede que se ha degradado el trabajo; la
gente ya no quiere andar de cara al sol, la camisa entreabierta y las
manos sucias, de gran francachela con la naturaleza. No. El campo
está vacío. Los padres mandan a sus hijos al colegio para que sean
empleados de banco. Porque también eso se ha degradado: la
sabiduría. Que trabajen los brutos y que estudien los locos; el
porvenir del género humano está detrás de un escritorio. Si
Sócrates resucitara sería gerente.
Mientras hablaba,
sus manos iban dejando caer rítmicas cápsulas sobre la valija: top,
top, top. Parecía absorto en aquella operación.
–¿Saben? Me dio
miedo averiguar el número exacto de oficinistas que hay en Buenos
Aires… De pronto bramó:
–¡Pararse!… Así
me gusta: la obediencia y la disciplina son grandes virtudes. Si no,
miren ustedes a Alemania: el pueblo más disciplinado de la Tierra.
Por eso lo pulverizan sistemáticamente en todas las guerras. Pero,
al menos, se hacen matar con orden. Sentarse. Lo que quiero decirles
es que los odio de todo corazón. Y los odio porque cada hombre odia
a la clase que pertenece. Ustedes, los oficinistas, son mi clase. Y
nadie se asombre, que esto es dialéctica: la lucha de clases se
basa, no como suponen los místicos, en la aversión que se tiene a
la clase explotadora, sino en el asco personal que cada individuo
siente por su grupo. Esto es simple. Si los proletarios no odiaran su
condición de proletarios, no habría necesidad de hacer la
revolución. Querer transformar una situación es negarla; nadie
niega lo que ama. Lo que pasa es que por ahí se juntan cien mil
tipos enfermos de misosiquia y, por ver si resulta, deciden dar
vuelta al revés la cochina camiseta social, y es lógico que, para
lograrlo, deban exaltar justamente aquello que aborrecen. Pero yo
estoy solo. Yo no me siento unido a ustedes por ningún vínculo
fraterno. Yo no les digo: salgamos a la calle y tomemos el poder. No
me interesa reivindicar al empleado. Nunca gritaría: ¡Viva el Libro
Mayor!, ¡queremos más calefacción en la oficina!, ¡dennos más
lápices y tanques de birome!, ¡necesitamos cuarenta blocks Coloso
más por mes! No. Yo, simplemente los odio. Y cuando les haya hecho
comprender lo espantoso que es ser empleado de oficina, entonces, con
la unánime aprobación de todos, procederé a matarlos.
Calló. Se había
quedado mirando al cadete, un muchacho morochito, de apellido Di
Virgilio. Volvió a hablar después de una pausa.
–Oíme, pibe
–dijo, y en su voz secretamente se mezclaban la conmiseración y la
ternura–. Vos todavía estás a tiempo. El muchacho, sobresaltado,
dio un respingo.
–Sí, sí, a vos
te digo. Vos todavía estás a tiempo; tirate el lance de ser un
hombre. Escuchá. El empleado de oficina no es un hombre. Es
cualquier cosa, una imitación adulterada, un plagio, una sombra.
Todos estos que ves acá son sombras. Fijate qué caras de nada
tienen. Y no es que siempre hayan sido así. Se volvieron idiotas de
tanto cumplir un horario, de atender el teléfono, de sacar cuentas
millonarias mientras tenían un peso en el bolsillo. Vos no te
imaginas cómo embestía calcular por miles cuando estás haciendo
magia negra para llegar a fin de mes sin pedir un adelanto. Oí:
estos sujetos tienen grafito en el cerebro, los metes de cabeza en la
maquinita sacapuntas y Faber va a la quiebra, son lápices
disfrazados de gente. Zombies que hacen trabajar sus reflejos a razón
de noventa palabras por minuto. Autómatas que piensan con las
falangetas. Pero vos todavía estás a tiempo, pibe; todavía tenés
derecha la columna y aún no te salió el callito irremediable en el
dedo mayor… ¿Sabes cómo se llama este dedo?
Núñez irguió,
agresivo, su dedo del medio. Dijo:
–Dedo del corazón.
Qué me contás. Grandioso como un símbolo; un callito que te sale,
alegórico, justo en el dedo del corazón.
La señora Martha,
furtivamente, enjugó una lágrima. Después, como quien la guarda,
envolvió su pañuelito y lo metió en el bolsillo.
–Y, sin embargo,
te va a salir: si te quedas, te va a salir. Y dentro de veinte años
serás jefe de sección –al decir esto, Núñez percibió una
chispa de odio en los ojos del actual jefe–, pero estarás miope,
tendrás una protuberancia escandalosa junto a la uña y, de tanto
vivir torcido, te vendrá una hernia de disco a la altura de la
quinta o sexta vértebra. Haceme caso, si no, dentro de veinte años,
después de haber viajado diecinueve mil veces en colectivos
repletos, a razón de cuatro colectivos por día, vas a odiar a la
humanidad, te lo juro. Yo sé lo que te digo: ándate con los
jíbaros, diseca cráneos, hacete anarquista, enamórate como un
cretino. Qué sé yo. Pero no sigas acá.
Di Virgilio, con la
punta de la lengua asomando por entre los dientes, lo miraba.
Después, con lentitud, como fascinado, se puso de pie y quedó junto
al escritorio. Núñez sonreía.
–Sí, ándate.
Ándate, te digo…
El muchacho empezó
a caminar hacia la salida. De pronto se detuvo; con gesto de pedir
permiso volvió la cabeza. Núñez se levantó de un salto. En el
extremo de su brazo extendido, la pistola se sacudía frenéticamente;
las venas de su cuello parecían dedos.
–¡Ándate,
bestia!
Di Virgilio
desapareció por la puerta vaivén. Un segundo después se ondulaba
vertiginosamente en los vidrios ingleses de la ventana que daba a la
calle. El hombre volvió a sentarse.
–Como decíamos
hace un rato, parodiando al célebre fraile –continuó con calma–:
somos una porquería. Cualquiera de nosotros tiene, como mínimo,
quince años de trabajo. Esto, que ya nos acredita como imbéciles,
sería suficiente para eximirnos de todo escrúpulo en lo que atañe
a una eliminación masiva. Pero hay más. El trabajo, en sí, es una
extravagancia; en las condiciones actuales de nuestra sociedad asume
caracteres de manía paroxística, tan graves, que hay una ciencia
destinada a estudiarlo. Ella nos informa que, en el presente, el
hombre le dedica el sesenta y cinco por ciento de su vida, y memorizo
textualmente: “más de la mitad de nuestro existir consciente y
libremente propositivo”. Problemas Psicológicos Actuales, de
Emilio Mira y López, página doscientos siete, capítulo ocho. Y
bien. Yo puedo demostrar que ese porcentaje, con ser impresionante,
no es exacto. No hay tal mitad de existir libre. Sin llegar a
conclusiones terroristas y afirmar, por ejemplo, que no hay en
absoluto libre existir puesto que la libertad es un mito canallesco,
hagamos este cálculo.
Una fría mirada de
Núñez paralizó, casi sobre las teclas de las máquinas de sumar,
los dedos de por lo menos cuatro empleados.
–Lo del cálculo
es con la cabeza –anotó–. Cada día, semana tras semana, todos
los meses de estos últimos quince años, nosotros, los oficinistas
de este peligroso depósito pirotécnico –Núñez acarició
significativamente la valija–, nos hemos levantado, los menos
madrugadores, a las siete de la mañana, para ocupar nuestro
escritorio a las ocho en punto. Hemos ido a almorzar, hemos vuelto,
hemos salido a las seis de la tarde. ¿A qué hora regresábamos a
nuestra casa?: otra vez a las siete, es decir, medio día después.
Agreguemos a esto las ocho horas de sueño que recomiendan los
higienistas más sensatos: veinte horas. Las que faltan han sido
repartidas, y sigo memorizando el opus de antes, en “satisfacer
nuestras urgencias instintivas”, leer el diario, indignarse por el
precio de la fruta, escuchar el informativo, destapar la pileta. Los
más normales. Porque los otros, los que disparando enloquecidos de
una oficina a otra pudieron pagar la cuota inicial del aparato
televisor (que viene a ser la más sórdida, la última maquinación
para embrutecer del todo al género humano), los otros, digo: ni eso.
Qué tal.
Alguien hipó un
sollozo.
–¿Es necesario
decir qué es lo que se hace los sábados y domingos?: dormir, ir al
bailongo del club, al cine, al partido, a votar. Algunos, todavía, a
misa. Los solteros, salir con la novia o el novio a darse codazos por
Corrientes; los casados, pintar la cocina…
–¡Basta! –clamó
la señora Antonia–. Máteme.
–Aún no. La
humanidad, mujer, y sólo ella, manifiesta entre los hombres la
voluntad del Gran Tao… ¡Y las vacaciones! ¿Recuerdan ustedes
cómo, en qué estado de ruina, volvieron de las últimas vacaciones?
¿Esto es la Vida?: ahorrar energías y pesos durante trescientos
cincuenta y cinco días para extravertirlos frenéticamente en diez.
Eso es la vida. Vivir a la sombra un año y agarrarse una insolación,
complicada con quemaduras de tercer grado, en una semana y media de
veraneo.
–Máteme –suplicó
la mujer.
–No sea cargosa,
señora –y Núñez la amenazó con la culata–. ¿Comprenden
ustedes? Yo lo he comprendido. Yo sé lo que es viajar, cuatro veces
por día, aplastado, semicontuso, horrorosamente estrujado durante
dieciocho idénticos años, en un ómnibus repleto. Indiscernible
bajo una mezcolanza de trajes, tapados, sobretodos, piernas, diarios.
Ah, yo sé lo que es la Humanidad, delante, detrás, encima del
zapato, contra los riñones; conozco la infame satisfacción de
sentir la cadera de una impúber refregada contra el sexo, o un seno
tibio, abollándoseme en el codo… Ésa es la vida, la que les
espera hasta que se jubilen. Y cuando se jubilen, ¡Dios mío!, de
qué modo habrán perdido la chance de vivir cuando se jubilen. ¿No
entienden? Ustedes ya no pueden cambiar: ya no son jóvenes como Di
Virgilio, ustedes están irrevocablemente condenados a viajar así, a
veranear así; a trabajar frente a un escritorio así… ¡Entiendan!,
si no los mato los espera el banco de la plaza. ¿Se dan cuenta? ¿Se
dan cuenta, animales, lo que significa estar jubilado? La jubilación
es un eufemismo; debiera decirse: “el coma”.
Núñez jadeaba. Una
ráfaga, de angustia los envolvía a todos. El señor Parsimón, Jefe
de Transporte, socialista, en un arranque de humanismo corajudo se
puso de pie. El dedo le temblaba. Habló:
–¡Usted deforma
la realidad! Usted es un maniático, un pistolero, usted…
–Usted se me
sienta –dijo Núñez. Parsimón se sentó.
–Pero no me
callaré –insistía; meritorio, miraba de reojo al gerente–.
Usted nos quiere matar. ¿Y por qué a nosotros? Por qué no al
ochenta por ciento de la población de Buenos Aires, que vive de la
misma manera. ¿Eh? ¿Por qué?
–Voy a explicarle.
Por dos motivos: el primero, y acaso el más importante, se sigue de
que Buenos Aires no es una pirotecnia.
Volvió a acariciar
la valija, consultó el reloj y sonrió enigmáticamente.
–Y, el segundo, es
que en este momento estoy actuando como el representante más lúcido
de un grupo social. Digamos que soy el Anti-Marx del oficinismo, y,
como tal, he resuelto hacer la revolución negativa. Como Marx,
pienso que esto podría originar un proceso permanente. Pero de
suicidios. Iniciado el proceso, yo no hago falta… –Se
interrumpió. –Lo que estoy notando es mucho movimiento. Vamos a
ver: ¡pararse!… ¡sentarse!… Además, ya se los he dicho,
nosotros, particularmente, somos irreivindicables.
–Lo
irreivindicable para usted –quien hablaba ahora era el señor
Raimundi, gerente de la firma, un sujeto pequeñísimo con cara de
ratón bubónico y leves bigotitos canos–, lo irreivindicable para
usted es el género humano.
Dicho esto, calló.
–Usted puede
hablar enfáticamente del género humano, pedazo de cínico, porque
tiene un Kaiser Carabela, no va al cine, no conoce el fixture y entra
al hipódromo por la oficial; pero yo vivo aplastado por ese género
humano. Yo tomo el tranvía 84 en José María Moreno y Rivadavia. Yo
veo a la gente en grandes montones ignominiosos. Pregúnteles a esos
perros mañaneros que alzan filosóficamente los ojos desde su tacho
de basura y miran hacia el colectivo donde se apiñan cien personas,
pregúnteles qué opinan del género humano. Yo he adivinado un
saludo sobrador, socarrón, en la mirada de esos perros; dicen:
“Chau, Rey de la Creación, lindo día para yugaría, ¿no?” Eso
dicen. El amor a nuestros semejantes tiene sentido si no nos
imaginamos a nuestros semejantes en manifestación. Nuestros
hermanos, de a muchos, pueden producir cualquier cosa: miedo,
lástima, oclofobia; pero no buenos sentimientos. La prueba más
concluyente de esta verdad es que los tipos más amantes de la
humanidad, los místicos, los santos, se iban a vivir al desierto o a
la montaña, en compañía de los animales. El mismísimo Jesús
predicaba el Amor Universal en una de las regiones más despobladas
del planeta. Cuando fue a Jerusalén y vio gente, empezó a los
latigazos. Mahoma, mientras estuvo solo, hablaba del Arcángel y de
Borak, la yegua alada; cuando se la tomó en serio y comprendió qué
es el Amor, armó un ejército.
En el entrecejo de
Núñez dos arrugas paralelas caían verticalmente, profundas, hasta
el nacimiento de su nariz. Murmuró algunas palabras en voz baja. El
señor Parsimón pareció a punto de decir algo, pero un gesto
terrible de Núñez lo detuvo.
–¡Nadie más
habla! Luego, cambiando de tono:
–Y pensar que hubo
tiempos en que la humanidad era feliz. Porque, saben, hubo una época
en que ocurrían milagros sobre el mundo. La Tierra era ancha y
hermosa. Los dioses no tenían ningún prurito en compartir el
cotidiano quehacer del hombre; intervenían en las disputas de la
gente; astutamente disfrazados, les violaban las esposas… ¡Época
azul! Las diosas, lascivas, se revolcaban con los efebos sobre el
trebolar, y era posible ver, en cualquier medianoche de plenilunio,
un carro que venía por la llanura, uncido de panteras. Y sobre el
carro, los dioses, fachendosos, peludos, pegando unas carcajadas
bestiales, coronados con racimos de uvas… A propósito, ¿saben lo
que tengo en esta valija?: una bomba de tiempo, media docena de
detonadores, siete kilos de dinamita y tres barras de trotil.
Cuando acabó de
decir esto, pudo presenciar el espectáculo más extraordinario que
nadie contempló en su vida. Durante diez segundos, todos
permanecieron mudos, estáticos, como un marmóreo grupo escultórico:
después, en un solo movimiento, se pusieron de pie, corrieron hasta
el centro de la oficina, se abrazaron, corearon un alarido dantesco,
y, lentamente, con la perfección de un ballet, fueron retrocediendo
hasta la pared del fondo. Allí, cayeron desmayados unos cuantos; los
demás, con los ojos enormes elevados hacia el techo, parecían
rezar.
–Exactamente así
–dijo Núñez– era el terror que experimentaban las ninfas cuando
llegaba Pan. Por eso, al miedo colectivo se le llama pánico. En fin.
Al verlos ahí, apelmazados, no puedo evitar figurarme el Sindicato
de Empleados de Comercio. Todos unidos: alcahuetes, jefes, delegados…
¡Manga de proxenetas! –gritó de pronto, y los de la pared lo
miraron con horror: ojos de inmóviles mariposas clavadas por el
insulto, como a un cartón–. Pero la Gran Insurrección, la
verdadera, reventará como el capullo de una rosa increíble algún
día. Ciertos hombres, por supuesto que no todos, comprenderán que
la Armonía es la fuerza primordial del universo, y la Belleza, la
síntesis última. Vendrá un profeta y dirá, mientras carga una
ametralladora atómica: “¡Crearemos las condiciones del mundo
venidero, restituiremos el helenismo y las máquinas serán nuestros
esclavos! ¡Somos inmortales! ¡Adelante!”… Por eso, compañeros,
voy a matarlos.
–¡Nuestros hijos!
–¡Nuestras
esposas!
–Cállense,
farsantes. Un criminal que, al llegar a su casa, embrutece a su mujer
explicándole los beneficios de la mecanización contable, o las
posibilidades que tiene de ser ascendido a secretario del gerente, si
echan o se jubila o se muere el actual, no tiene esposa. Por otra
parte, mirándolo bien a usted, no, no creo que ella lo llore como
una loca. ¡Sus hijos! ¿Creen ustedes que el hecho de robarse algún
lápiz para el vástago escolar les da derecho de paternidad? –Núñez
pudo observar que Raimundi, al escuchar lo de los lápices, estiraba
el cuello por detrás del amontonado grupo, tratando de localizar al
aludido. –En verdad, en verdad les digo, que sólo los huérfanos
de nuestra generación entrarán en el Reino.
Consultó el reloj.
Murmuró: falta poco, y una nueva ola de desesperación convulsionó
a los de la pared. La mujer que hacía un momento suplicaba ser la
primera en inmolarse yacía en el suelo, grotescamente abrazada a los
tobillos de Parsimón, quien, dando inútiles saltitos, trataba de
desembarazarse de ella. Núñez se puso de pie. Parecía soñar en
voz alta.
–Es cierto.
Algunos hombres son inmortales. Yo soy de ellos. Di Virgilio se
encargará de propagar mi nombre. El dará testimonio. Also sprach el
señor Núñez… Cuando esto explote, otros comprenderán; dirán:
él lo hizo. Cuando lo entiendan, ellos también se matarán. La hez
humana será raída de la Tierra. Algún conscripto inspirado
organizará el fusilamiento de los oficiales y suboficiales; los
curas de aldea entrarán a sangre y fuego en el Vaticano. En
crujientes hogueras serán quemadas todas las estadísticas, todos
los biblioratos, todas las planillas, todos los remitos. Millones de
huérfanos de empleados nacionales, en jocunda caravana, abandonarán
las ciudades e irán a poblar el campo. ¡Basta de rascacielos
insalubres!, dirán. ¡A vivir en las márgenes de los ríos, como
los beduinos; no hacia arriba, lejos de la tierra, sino a lo largo!
Oh, y algún día la vida será otra vez ancha y hermosa. Cuando
falte espacio aquí, poblaremos la Luna y Marte. La Galaxia también
es ancha y hermosa. La Belleza, coronada de pámpanos como un dios
borracho, entrará triunfal en la casa del hombre, cortejada de
machos cabríos… No, los hombres no nacerán provistos de
palanquitas y botones. Les será restituida el alma a los hombres.
¿Comprenden? ¿Comprenden ustedes?
Algunas cabezas
comenzaron a levantarse. La voz de Núñez temblaba de puro
profética. Era Dionisos. Sólo los jefes y sus allegados parecían
no entender. El hombre levantó la Ballester Molina.
–¡Será la
euforia de vivir! –gritó, al tiempo que, con formidable estruendo,
disparaba unos cuantos tiros al aire–. ¡La embriaguez! ¡La
canonización de la risa! Los presidentes de los pueblos serán
elegidos por concurso, en grandes Juegos Florales de poesía. Porque
todos los hombres serán poetas. ¿No entienden, tarados? Esta es la
chispa madre. Dentro de un instante volarán por el aire todas las
instalaciones de La Pirotecnia. Dentro de un instante seremos el
monumento negativo: no un panteón, un agujero. Y, de acá a cien
años, pondrán una placa recordatoria en el fondo. Una placa con el
nombre de todos nosotros.
Núñez, con ambos
brazos levantados, seguía descargando estrepitosamente la pistola.
Como copos de nieve, caían, desde el cielo raso agujereado,
blanquísimos trozos de yeso. Era el momento sublime, sinfónico. De
pronto, también los ojos de los jefes empezaron a brillar de
felicidad. Los del suelo se habían puesto de pie.
–Así me gusta,
que entiendan. Las hecatombes no necesitan más que una chispita para
propagar el fuego propiciatorio: ¡nosotros somos esa chispita! Veo
la felicidad en todos los rostros. ¡Adelante, hermanos! Hermanos,
sí. Muramos.
En efecto, la
felicidad de todos los rostros, en especial la de los jefes ahora,
iba en aumento. Alcanzó su paroxismo cuando los diez policías y los
empleados del Vieytes entraron por la puerta vaivén. La operación
fue breve: varios puñetazos, un chaleco de fuerza, el atraso del
mecanismo de la bomba, su posterior inutilización y el barrido del
piso.
Perdiguero palmeaba
a Di Virgilio. El muchacho, sin embargo, no parecía satisfecho. Por
fin, Parsimón le dijo:
–En retribución
al servicio que le ha prestado a la compañía, desde el mes que
viene recibirá doscientos pesos de aumento. Raimundi le silbó algo
al oído. Parsimón dijo:
–Ochenta pesos de
aumento.
Se daban las manos.
Todos sonreían.
–Y ahora, a
trabajar –quien hablaba era el gerente–. Porque ya lo ven: sólo
el cumplimiento del deber da buenos frutos. Nuestro compañero Núñez
durante dieciocho años fue un empleado excelente, un hombre
respetable, y una sola llegada tarde, la única de su vida, bastó
para trastornarlo.
Di Virgilio parecía
triste, se miraba fijamente el dedo mayor. Después irguió la
espalda. Las máquinas empezaron a teclear a sesenta palabras por
minuto.
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