Esta
es la última carta que te escribo. No porque quiera, sino porque
materialmente no puedo hacerte otra. La tinta está cara, lo sé, y
tampoco ahora fabrican los lápices que me gustan. Ya no hay
cuadernos como los de antes, muy anchos y de páginas blancas y
suaves. Las estampillas han subido mucho, pero de cualquier modo
ahora no las necesito, ni siquiera un sobre para meter la carta
cuando esté terminada, porque en verdad ahora lo urgente es el
tiempo, se acaba el tiempo y todavía no he empezado a escribir todas
las cosas que debo decirte, aunque me exijo un enorme esfuerzo para
mover las manos y sacarme el lápiz y el papel que llevo en los
bolsillos.
Me
cuesta solamente intentarlo, pero todo estará recompensado sabiendo
que leerás mi carta como si fuese la primera misiva de amor que te
envié desde aquella ciudad remota cuyo nombre olvidé; además en
este instante todo se me borra en la memoria debido a la escasez del
aire y a cierta incomodidad que no debiera representar un problema en
un momento tan importante para nosotros como éste.
También
me apena molestarte porque debes ser tú la que debes venir a buscar
la carta, pues a mí me da vergüenza presentarme con esa corbata y
este traje negro que no me pertenecen. Perdóname, desde el comienzo
no he hecho nada más que lamentarme y hay tantas otras cosas en las
cuales no es justo culparte de nada, pero has debido fijarte bien,
cuando me viste en la cama no estaba muerto sino dormido, y delante
de ti me taparon y metieron en este ataúd donde me cuesta mucho
escribirte porque no hay luz y es bastante incómodo gritar en esta
posición y sin el aire suficiente para rogarte que me saques de
aquí.
Los 1001 cuentos de 1 línea. Gabriel Jiménez Emán, 2004.
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