viernes, 3 de febrero de 2017
El fin de una dinastía o historia natural de los hurones. Angélica Gorodischer.
Dijo el narrador: —Era un príncipe triste el joven Livna'lams; tenía siete años y era un
príncipe triste. No era que pasara por sus momentos de tristeza como pasan todos los
chicos por príncipes que sean; no era que se quedara como ausente en medio de una
frase o de algo que estaba haciendo; no era que se despertara con un peso en el pecho,
o que a veces quisiera llorar sin motivo aparente. Eso le pasa a todo el mundo, a
cualquier edad que se tenga y a cualquier condición a la que se pertenezca. No, no,
escuchen bien lo que les digo, no se distraigan y digan después que no les he dado
suficientes explicaciones. Si a alguien no le interesa lo que digo, puede irse; eso sí,
tratando de no molestar a los demás. El pabellón está abierto hacia el sur y hacia el norte
y los caminos siguen siendo anchos y llevan a países verdes y a países negros y en el
mundo hay mucho que hacer, tamizar el grano y golpear el hierro y sacudir las colgaduras
y cavar el surco y hablar mal del vecino y echar las redes; pero acá lo que se hace es
escuchar. Pueden cerrar los ojos y cruzar las manos sobre la barriga si quieren, pero
aprieten la boca y abran las orejas a lo que les digo: era triste siempre el joven príncipe,
triste como estar solo cuando se es viejo y la muerte no tiene ningún apuro. Todos sus
días eran desolados y grises y vacíos por llenos que estuvieran, que lo estaban.
Ah, sí, sí que lo estaban, porque eran los años de la dinastía de los Hehvrontes, esos
gobernantes rígidos y orgullosos, altos y bellos, de piel blanca y ojos y pelo muy negros,
que caminaban sin mover los hombros ni la cintura, con la cabeza alta y la mirada puesta
más arriba del horizonte, sin mirar a los costados aunque allí estuviera su propia madre
en agonía, ni para abajo aunque el camino se hiciera irregular e incómodo, cayéndose en
un pozo si pozo había y manteniendo allá en el fondo, de pie, la dignidad de reyes del
mundo. Así les fue; se lo digo yo que he leído los viejos textos hasta que mis pobres ojos
quedaron casi opacos; así les fue.
El abuelo de Livna'lams fue el octavo de la dinastía de los Hehvrontes; y el padre,
bueno, del padre hablaremos después. Hablaré yo a decir verdad, porque ustedes,
ignorantes y zafios, nada saben de la secreta historia del Imperio, ocupados como están
en los despreciables menesteres de acumular oro, alhajar sus casas por vanidad y no por
gusto de lo bello, y comer y beber y revolcarse en espera de la apoplejía y el final.
Hablaré yo, cuando llegue el momento. Por ahora básteles con saber que la soberbia de
los Hehvrontes había elaborado un protocolo estúpido y brillante como no se vio otro en el
Imperio, salvo el de los Noóram que también fue estúpido pero no brillante y sí siniestro.
Por suerte, por suerte para las gentes como ustedes, los Noóram se mataron entre ellos y
nadie cree ya en esa leyenda que decía que un sirviente había salvado de la masacre al
niño recién nacido de la Emperatriz Tennitraá llamada La Serpiente y también la Tuerta,
aunque vaya a saber si lo fue.
El protocolo Hehvrontes lo cubría todo: llenaba la corte y el palacio y se filtraba en las
reparticiones públicas, el ejército, las escuelas, los hospitales y los burdeles. Los burdeles
de categoría, entiéndanme, porque todo lo que quedaba por debajo de una fortuna
considerable o de un título sonoro, carecía de importancia y por lo tanto estaba libre del
protocolo. Pero en el palacio, ah, en el palacio. Allí sí que los señores de ojos negros y
barbas negras habían tejido una verdadera pesadilla en la que un estornudo era un
crimen y un sombrero torcido una infamia y el movimiento intempestivo de un dedo una
tragedia.
Livna'lams no escapaba a todo eso, ¿cómo podría haberlo hecho si era el príncipe
heredero, el décimo Hehvrontes y, se los digo desde ya, el último? ¿Cómo, si era el hijo
único de la Emperatriz viuda? ¿Cómo, si los ojos de la corte, del palacio, de la capital, del
Imperio, del mundo, estaban fijos en él?
¿Que era triste por eso dicen ustedes? Vamos, vamos, mis buenas gentes, el ignorante
tiene a su alcance una sola sabiduría que consiste en cerrar la boca, eso dicen los sabios.
Pero yo digo que cuando se es ignorante sin remedio y sin esperanzas, poco lugar queda
en la cabeza hasta para esa pequeñísima sabiduría. Vamos, ¿por qué el protocolo lo iba a
poner triste? ¿Por qué si nueve Hehvrontes antes que él habían sido muy felices, no quizá
los nueve pero sí con seguridad ocho, respetados y satisfechos hasta un punto tal que,
atribuyendo su estado de beatitud a ese mismo protocolo, se dedicaron a complicar y
aumentar los cientos de miles de reglas que los separaban del mundo? Me apresuro a
decirles que él también podría haberse sentido satisfecho y contento porque era un
príncipe como todos los príncipes, hecho para esas cosas frívolas y terribles que
conforman el poder, pero que le era imposible quizá porque algo venía cambiando en la
sangre de los hombres de su familia desde que su abuelo había coronado Emperatriz a
una mujer del sur y de la que se decía que no era completamente humana; quizá a causa
de la ceremonia que su madre, la Emperatriz Hallováh había impuesto en el protocolo del
palacio: quizá debido a las dos cosas juntas.
Ya vamos a llegar a eso. Déjenme que les cuente que la Emperatriz Hallováh era muy
bella; muy, pero muy bella, y joven todavía. El corazón joven tiene más ímpetus para la
vida y el amor, dicen los sabios; y después se sonríen y miran a los ojos al muchachito
deseoso de aprender y agregan: y para la enfermedad y el odio. Se vestía la Emperatriz
siempre de blanco, con largas túnicas de seda o de gasa y sin ningún adorno; ninguno,
salvo una cadena de eslabones de hierro sin pulir, diminutos y pesados, que llevaba al
cuello y de la que colgaba sobre su pecho un medallón liso. Iba siempre descalza y con el
pelo suelto. Como expiación, decía ella. Tenía el pelo del color del trigo maduro, porque
hay que recordar que era una Hehvrontes sólo por alianza, y que por nacimiento venía de
la familia de los Ja'lahdalva, en rápido ascenso desde hacía tres generaciones. Tenía los
ojos grises y la boca fina y la cintura estrecha y no sonreía nunca.
Exactamente una hora después de la salida del sol, siete sirvientes vestidos cada uno
con uno de los colores del arco iris, entraban a la cámara del príncipe Livna'lams y lo
despertaban repitiendo palabras huecas que hablaban de ventura, felicidad, deber,
benevolencia, armadas en frases hacía ya cientos de años. Si yo pretendiera explicarles
las palabras y cómo y por qué cada hombre se vestía un día de un color distinto y así el
que hoy había entrado de azul mañana entraría de añil y pasado de rojo, si pretendiera
describirles los movimientos que hacían y las otras palabras que decían y las ropas que le
alcanzaban al muchacho y el recipiente en el que lo bañaban y los perfumes asignados
para cada día, tendríamos que quedarnos aquí todos hasta la Fiesta de la Cosecha Breve
pasando por lo que queda del verano y todo el otoño y soportando la nieve y la escarcha
para ver la falsa Primavera y otra vez la tierra blanca y el cielo de nubes bajas hasta llegar
al día en que hay que recoger aceleradamente los brotes antes que el sol los achicharre o
el granizo los destroce, y aun así es difícil que pudiéramos terminar ni con la ceremonia
del baño y el peinado, y no sólo por la torpeza y la lentitud con que se pone en
movimiento la poca comprensión que anida en esas cabezas.
El príncipe abría los ojos, negros como los de los Hehvrontes, y sabía que tenía veinte
segundos para sentarse en la cama y otros veinte para ponerse de pie. Los sirvientes se
inclinaban, le testimoniaban su fidelidad y respeto con una fórmula distinta para cada día
del año, lo desnudaban, y rodeándolo lo acompañaban al baño donde otros sirvientes, de
rango inferior, tenían listo el recipiente con agua perfumada y las toallas y las sandalias y
los aceites y los perfumes. Después del baño lo vestían, nunca con trajes que hubiera
usado ya una vez, y rodeándolo todos pero en distinto orden, iban con él hasta la puerta
de los aposentos donde otro siervo hacía funcionar la cerradura y otro abría las dos hojas
para que el muchacho pasara sobre el umbral y se encontrara en la antecámara. Allí los
señores de la nobleza, vestidos con los colores emblemáticos de la casa Imperial, lo
recibían con nuevas reverencias y nuevas fórmulas de adulación y le informaban sobre el
estado del tiempo y la salud de la Emperatriz Hallovâh, que era siempre magnífica, y le
recitaban la lista de los actos a llevarse a cabo ese día en el palacio, y le preguntaban qué
quería como desayuno. El príncipe contestaba siempre lo mismo:
—Nada.
Eso también como expiación, decía la Emperatriz, sólo que era una farsa como todo lo
demás, porque nadie esperaba que el jovencito se muriera de hambre. Pero no era una
farsa, porque Livna'lams nunca tenía hambre. Los nobles entonces le rogaban que tomara
alimentos para mantenerse fuerte, valiente, justo, bello y bueno como debía ser un
Emperador. El muchachito accedía y allá iban todos a una sala en donde había una mesa
tendida y en donde once sirvientes se ocupaban de los cubiertos, los platos, las copas, las
fuentes, las servilletas, los ornamentos, el agua que bebía y lo poco que comía el príncipe
heredero, mientras los nobles miraban y aprobaban, de pie detrás de la silla de madera
vieja y olorosa cubierta de almohadones y tapices. Cada alimento, cada bocado, cada
sorbo, cada gesto, estaba cuidadosamente planificado y regido por el protocolo del
palacio. Y cuando todo eso terminaba, otro sirviente abría la puerta de la estancia y otros
nobles esperaban al futuro Emperador y había llegado el momento del encuentro diario, el
único, entre el hijo y la madre.
Hasta las desventajas tienen sus ventajas, dicen los sabios. Claro que los sabios
también dicen tonterías porque hasta la sabiduría tiene su necedad, eso lo digo yo. Pero
no hay duda de que la tristeza tiene su lado bueno. Si Livna'lams no hubiera sido un
príncipe triste, en esos momentos hubiera sentido miedo, o rabia, o desesperación. Como
era triste, tan triste, no podía sentir nada y no le importaba nada; ni siquiera le importaba
la Emperatriz Hallováh, su madre.
Ella estaba sentada vestida de blanco en un sillón tapizado de terciopelo blanco,
rodeada por sus setenta y siete damas de honor, vestidas de colores brillantes y cargadas
de joyas de oro y piedras, tocadas con diademas, calzadas con zapatos de raso bordado,
las manos llenas de anillos y pulseras. Cuando el príncipe entraba, las damas se
inclinaban y la Emperatriz se ponía de pie, porque si ella era su madre, él iba a ser
Emperador. Ella saludaba primero:
—Que el día te sea propicio, príncipe.
Él contestaba:
—Que el día te sea propicio, madre.
Hasta ustedes que no saben nada de nada, y de palacios y de cortes menos que nada,
se darán cuenta de qué maneras diferentes se dirigían uno al otro. Pero entonces, con las
damas inclinadas siempre hacia el suelo en señal de sumisión, la Emperatriz Hallováh
hacía como que se enternecía y besaba al niño y le acariciaba la cara y le preguntaba
cómo había dormido y si había tenido sueños felices y si la quería mucho y si le gustaría ir
a pasear con ella por los jardines. El príncipe tomaba una mano de la mujer entre las
suyas y contestaba:
—He dormido perfectamente y mis sueños han sido felices y sonrientes, madre. Te
quiero mucho, madre. Nada me gustaría más que dar un paseo por los jardines, madre.
Cumplida esta parte del protocolo, el príncipe y la Emperatriz caminaban uno al lado
del otro tomados de la mano hacia las grandes puertas encristaladas que daban a los
jardines. Al llegar allí la mujer se detenía y miraba a su hijo:
—Por muy felices que seamos —decía—, no podemos expresar nuestra dicha hasta
que no hayamos cumplido con nuestros deberes por penosos que sean.
—Iba a sugerirte, madre —decía el príncipe— que como conductores y protectores de
nuestro pueblo tan amado, nos debemos a él y nuestra tarea principal es velar porque se
haga justicia sobre vivos y muertos.
—Los muertos pueden esperar, príncipe.
A esta altura del diálogo las damas dobladas en dos sentían cierto alivio al pensar que
pronto podrían enderezar las espaldas y los cuellos.
—En efecto, madre, pero no el pueblo que reclama nuestro pronunciamiento sobre los
que han muerto y fueron grandes y sobre los que han muerto y fueron traidores.
Las damas se enderezaban, el príncipe y la Emperatriz ya estaban en los jardines. Con
el sol o con nieve o con lluvia o con viento o con granizo, rayos, relámpagos, centellas o lo
que fuera, los dos, el niño y la mujer toda vestida de blanco, caminaban cada mañana
hasta la fuente central en la que ocho cisnes de mármol abrían las alas bajo las cascadas
que caían de una corola de alabastro. Hacia el sur se abría un bosque cruzado por
senderos y siguiendo uno de ellos muy adentro en la sombra verde si había sol y negra si
había tormenta, se llegaba a lo que había sido una estatua. Sí, sí, había sido dije, porque
poco era lo que quedaba intacto. El pedestal, por ejemplo, estaba intocado, entero,
aunque con un punzón se había trabajado sobre el mármol veteado de rosa para borrar
las inscripciones, los nombres y las fechas. Pero ahí encima todo lo que había era un
trozo informe de mármol blanco que tendría o no vetas rosadas, quién podría adivinarlo,
porque estaba tan roto y sucio que poco era lo que se podía distinguir. Había sido la
representación de un hombre, quizá; si se lo observaba bien podían entreverse el muñón
de un brazo, una pierna destrozada, un cuello truncado que nada sostenía, el contorno de
un torso. Eso había sido, y ante eso se paraban el príncipe y la Emperatriz y esperaban.
En primer lugar llegaban los nobles, después las damas, enseguida los oficiales de la
guardia del palacio y del ejército, magistrados, letrados y funcionarios. Y allá muy lejos
quedaban los sirvientes tratando de asomarse por encima de las cabezas de los notables
a ver lo que pasaba.
Lo que pasaba era día a día, siempre, siempre lo mismo. Unos momentos de silencio
hasta que todo parecía callarse entre los muros del palacio. Y de pronto se alzaban
juntas, al mismo tiempo, las voces de la madre y el hijo:
—Maldito seas —decían—, maldito, maldecido, vituperado, odiado, despreciado para
siempre. Que tu recuerdo sirva para despertar sólo rencor hacia tu persona, tu rostro y tus
actos. Maldito seas.
Otro silencio y hablaba la Emperatriz:
—La traición ensucia y corrompe todo lo que toca —decía ella—. Prometo a los cielos y
a la tierra y a las gentes que la pueblan expiar por el resto de mi vida la culpa de haber
sido tu mujer, de haber compartido tu trono, tu mesa y tu lecho.
De nuevo se callaban todos. El príncipe niño tomaba un látigo que le ofrecía uno de los
nobles, un látigo de mango de nácar, diecisiete colas y garfios de acero en las puntas, y
castigaba con él a la estatua, a lo que quedaba de la estatua: veinte golpes que
resonaban entre los árboles. En fin, a veces a algún pájaro se le ocurría ponerse a cantar
justo en ese momento y eso se consideraba un lamentable inconveniente que se
comentaban en voz baja durante lo que quedaba del día en todo el palacio, desde el salón
del trono hasta las cocinas. Pero ya se sabe que los bichos y las plantas y las aguas
tienen ellos también su protocolo, y que por lo visto no están dispuestos a cambiarlo por el
de los hombres.
¿Y qué pasaba enseguida, dicen ustedes? Ah, mis buenas gentes, todo estaba
previsto, como se imaginarán. O no se imaginarán, porque si pudieran hacerlo no
vendrían aquí a escuchar narraciones y quejarse como viejas si al contador de cuentos se
le olvida algún detalle. Enseguida otro noble recibía el látigo de manos del príncipe, que
se acercaba a su madre. La Emperatriz se inclinaba, porque su hijo era tan pequeño
todavía, sostenía el medallón liso que colgaba de su cuello en la cadena de eslabones
negros de hierro, lo abría, y el niño escupía adentro, sobre una cara y un nombre tallados
en la lámina de piedra blanca y borrados a medias con un punzón, la cara y el nombre del
hombre muerto, su padre, el Emperador.
No, no, lo siento mucho, no puedo decirles cómo se llamaba el noveno Emperador de
la dinastía de los Hehvrontes porque no lo sé. Nadie lo sabe; es algo que el mundo ha
olvidado. Su culpa y su traición, se decía, habían sido tan espantosas que jamás volvió a
pronunciarse su nombre. Más aún, ese nombre se borró de los anales, de las leyes, los
decretos, los libros de historia, los registros oficiales, los monumentos, las monedas, los
escudos las cartas y los poemas. Sí, porque el Emperador había escrito poemas y
canciones desde muy joven. Desgraciadamente había sido un buen poeta, tanto que el
pueblo se apoderó de sus versos y los cantó, en los tiempos felices en los que reinaba en
paz. Si he de decirles la verdad, muchas de sus estrofas sobrevivieron a pesar de todo, y
se dice que Livna'lams las oyó cantar en algunas regiones alejadas cuando ya él mismo
era Emperador. Pero la memoria es frágil y eso es una bendición, dicen los sabios; y sé,
porque yo sé muchas cosas, que hubo uno de ellos que dijo o que escribió que el tiempo
va perdiendo todo en sus espejos. La memoria es frágil y las gentes habían olvidado de
dónde venían esas palabras y esas rimas. Lo importante era que el nombre se olvidara, y
se olvidó.
Y la Emperatriz dejaba abierto el medallón escarnecido sobre su pecho, daba la
espalda a la estatua rota y se alejaba con su hijo hacia el palacio. Entonces comenzaba el
desfile. Los personajes más imponentes primero, los otros después hasta llegar a los
sirvientes, todos pasaban frente a la estatua y cada uno hacía lo que podía para
demostrar odio y desprecio. Había quienes la escupían, quienes la apedreaban, quienes
la golpeaban con varas o con cadenas o con su propio cinturón, quienes la ensuciaban
con barro o con desperdicios, y hasta quienes, esperando que la hazaña llegara a oídos
de la Emperatriz, llevaban una bolsita con los excrementos del día anterior, y la vaciaban
sobre el mármol.
Llegados a las galerías del palacio, el príncipe y la Emperatriz se saludaban y se
separaban. Ella empleaba el resto de la mañana en reuniones con sus ministros; y a la
tarde se ocuparía de la justicia y tomaría parte en los actos oficiales. El muchachito
recibía a sus preceptores y estudiaba historia, geografía, matemáticas, música, estrategia,
política, danzas, cetrería y todas esas cosas que un Emperador tiene que saber para
poder hacer después lo que se le dé la gana que para eso es emperador.
Dije que era un príncipe triste el joven Livna'lams. También era un príncipe inteligente,
despierto y curioso. He ahí otra de las ventajas de la tristeza: no embota las cualidades
intelectuales al contrario de la melancolía y el rencor que sí lo hacen. Sus preceptores
habían descubierto hacía mucho tiempo que el muchacho aprendía en diez minutos lo
que a otros les hubiera llevado una hora, para no hablar de príncipes completamente
idiotas que nunca aprendieron nada. Y como ya tenía siete años, que es una edad
importante, y ya no hacía falta que los nobles estuvieran presentes en las horas de
estudio para fiscalizar el aprendizaje, se llegó a un acuerdo tácito que resquebrajaba
secretamente el protocolo: los preceptores enseñaban lo que tenían que enseñar,
Livna'lams aprendía lo que tenía que aprender, y todos podían irse adonde quisieran a
ocuparse de sus asuntos. Los maestros a hurgar en sus librotes o a escribir tratados
aburridísimos sobre temas que ellos creían que eran originales e importantes, o a
emborracharse o a jugar a los dados o a maquinar felonías contra los colegas, y el
príncipe a buscar un poco de soledad.
La encontraba a veces en las salas de música y a veces en los establos y a veces en
las bibliotecas. Pero la encontraba siempre en los rincones más alejados de los jardines
del palacio. Sólo cuando tenía mucha, mucha suerte, podía pulsar algún instrumento o
hablar con los caballos y las yeguas recién paridas o leer sin que apareciera algún
afinador o maestro de música o palafrenero o bibliotecario lleno de genuflexiones a
ofrecerle algo o a quedarse contemplándolo y esperando órdenes. Casi nunca, o mejor
dicho nunca había nadie, en cambio, al pie de los muros de los jardines, entre las
enredaderas tupidas, los bancos escondidos, las puertas tapiadas, las fuentes secas, las
pérgolas. No sé lo que hacía el príncipe ahí. Creo que dejaba pasar el tiempo, nada más
que eso. Creo que miraba y oía lo imprevisto; creo que tristemente como siempre,
ensayaba un poco de amor por algo, los bichos de alas tornasoladas y duras, los tallos, la
tierra y las piedras caídas de las murallas.
Ahora escuchen con atención porque algo sucedió un día. El día era gris y caluroso y lo
que sucedió fue que el príncipe oyó voces. No, no estaba loco ni tocado por los dioses:
oyó voces y se sintió irritado.
¿No bastaba con los bibliotecarios y los palafreneros? ¿Tendría que aprender a
esconderse también de los jardineros? Miró a su alrededor y pensó que sí, que
probablemente algún imbécil había descubierto estos rincones descuidados del jardín y
había pensado en hacer méritos disponiendo que se enarenaran los caminos y se
podaran los árboles y se restauraran los bancos, y peor, que se arrancaran las
enredaderas.
—Creo que estás tan loco como yo —dijo una de las voces, suave y lenta.
Se oyó una risotada:
—Compañero —dijo la otra voz—, no te puedo decir que andes muy descaminado.
Esta otra voz era más profunda, más rica, más fuerte.
No son jardineros, se dijo Livna'lams, los jardineros no hablan así, no se ríen así. Y
tenía razón. ¿Alguno de ustedes tiene el honor de conocer a un jardinero? Son personas
admirables, créanme, pero no andan por ahí haciendo reflexiones sobre la locura propia o
ajena. Se inclinan sobre la tierra y conocen muchos nombres y muchos idiomas y no hay
cosas en este mundo que los impresione demasiado, como que ven la vida
correctamente, tal como debe hacerse, de abajo hacia arriba y en ondas concéntricas.
Pero qué saben ustedes de todo esto, qué les interesa. Lo que ustedes quieren saber es
qué pasó en el jardín del palacio el día en que el Príncipe oyó las voces.
Bien, bien, yo les diré lo que pasó, con tanta certeza como si hubiera estado ahí. No
son jardineros se dijo el muchachito, así que nadie va a venir a arrancar enredaderas; y
eso le pareció muy bien. Y como le pareció muy bien, se levantó de los escalones en los
que había estado sentado y caminó tratando de no hacer ruido hacia el lugar en el que los
hombres hablaban. Claro que él no estaba acostumbrado a caminar en silencio por un
jardín destruido: podía caminar blandamente por los salones del palacio pero no podía
hacerlo allí. Pisó una rama seca, hizo rodar una piedrita, rozó un arbusto, y frente a él
apareció un hombre enorme, el hombre más alto y más ancho que él había visto nunca,
tostado por el sol, barba y ojos y pelo muy negros. El hombre agarró al príncipe por un
brazo con una mano gigantesca y poderosa. El príncipe gritó:
—¡Qué estás haciendo, insolente! —le gritó al hombre grandote.
El gigante se rió. Se rió con la misma risa profunda y desmesurada que Livna'lams
había oído hacía pocos minutos, pero no lo soltó:
—¡Aja, aja, ajajá! —dijo después de reírse—. ¿Vas a venir a ver lo que tenemos aquí?
Eso iba dirigido no al príncipe sino por lo visto al dueño de la otra voz que se asomó
detrás del grandote. Era, este otro, un hombre más bajo y más delgado, casi flaco,
también atezado por vaya a saber qué soles, sin barba, de pelo negro revuelto, ojos
negros muy brillantes, como divertidos, boca grande y cuello largo y delicado:
—Me parece que sería mejor que lo soltaras —dijo con voz perezosa y neutra.
—¿Por qué? —preguntó el gigante—. ¿Por qué lo voy a soltar? Quién sabe desde
cuándo está ahí. Mejor que no lo suelte. Mejor que le dé una buena paliza para que aprenda a no andar espiando, para que se olvide hasta de que anduvo por aquí esta mañana.
—Nada de palizas —dijo el otro— a menos que quieras que nos corten la cabeza.
El grandote consideró la posibilidad y pueden ustedes apostar sus mezquinos ahorros
a que no le gustó nada: aflojó la mano y soltó al muchacho. El príncipe se alisó la manga
de seda y miró a los dos hombres. No tenía miedo. Dicen que los príncipes nunca tienen
miedo pero no lo crean, es una mentira. No sólo tienen miedo cuando tienen que tenerlo
sino que a veces lo tienen cuando no hay por qué tenerlo, y hasta ha habido algunos que
han vivido con miedo y han muerto de miedo. Pero Livna'lams no sintió miedo. Los miró y
vio que estaban vestidos con telas bastas como los trabajadores del campo o los albañiles
y que calzaban sandalias ordinarias y llevaban una bolsa muy gastada a la cintura. Vio
también que ellos tampoco tenían miedo, cosa que no le llamó la atención porque ¿por
qué habrían de tenerlo?, y que no estaban dispuestos a inclinarse ni a rendirle homenaje
ni a esperar sus órdenes en silencio, cosa que sí le llamó la atención:
—¿Quiénes son ustedes? —dijo.
—Ah, te gustaría saberlo, ¿no? —dijo el gigantón.
Esa respuesta tan poco protocolar, esa respuesta burlona y fanfarrona no ofendió al
príncipe: le gustó.
—Sí, me gustaría saberlo —dijo cruzando los brazos.
—Pues yo no te lo pienso decir, mocoso. —Bueno, basta, Renka —dijo el otro hombre.
—Y también quiero saber qué están haciendo acá —dijo el joven príncipe.
—Acabamos de terminar nuestro trabajo, príncipe —dijo el hombre más bajo—, y
estábamos descansando.
—Cómo has sabido quién soy —dijo el príncipe.
—¿Príncipe este renacuajo? —preguntó Renka al mismo tiempo.
El hombre le contestó primero a Renka:
—Sí, por eso te dije que si le pegabas nos iban a cortar la cabeza.
Y después a Livna'lams:
—Por tus ropas.
—Y qué sabe un albañil de las ropas de un príncipe —dijo el muchacho.
—Atención, renacuajo —dijo Renka—, atención que a mí no me importa que seas
príncipe. Atención que nosotros no somos albañiles, somos aventureros y por lo tanto
filósofos y por lo tanto si bien no te vamos a dar una paliza porque nos encanta tener las
cabezas pegadas al cuello, tampoco vamos a hacer monerías ni a mover el rabo en tu
honor.
Entonces el muchacho hizo una cosa maravillosa, estupenda, magnífica. ¿Qué hizo?
Descruzó los brazos, echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas.
—Tampoco somos payasos —dijo Renka ofendidísimo.
Pero el otro hombre, que se llamaba Loo'Loö aunque no es un nombre o si lo es es un
nombre muy raro, también echó la cabeza hacia atrás y sujetándose la barriga con las dos
manos se rió a carcajadas junto con el príncipe. El gran Renka los miró muy serio, se
rascó la cabeza, y cuando Livna'lams y Loo'Loö dejaron de reírse y se secaron las
lágrimas les dijo:
—Si quieren mi opinión, están locos los dos. No me extraña porque los filósofos y los
príncipes tienen cierta propensión a volverse locos. Eso sí, nunca oí decir que un
renacuajo tuviera sesos suficientes para enloquecer.
El muchacho se rió de nuevo y después los tres se sentaron en el suelo y se pusieron a
conversar.
Se dijeron muchas cosas ese día pero cuando el sol estuvo alto en el cielo, el príncipe
se levantó y les dijo que tenía que irse, que lo esperaban en el palacio para la comida del
mediodía.
—Una lástima —dijo Renka—. Nosotros tenemos queso —y golpeó cariñosamente la
bolsa que se mecía sobre su cadera, colgada con un tiento del ancho cinturón— y vamos
a comprar vino y fruta.
El príncipe tomó eso como una invitación:
—Pero es que yo no puedo —dijo.
—Por qué —dijo Renka.
El joven Livna'lams se dio vuelta y echó a andar. Dos pasos más allá se detuvo y miró
a los dos hombres: Loo'Loö estaba todavía sentado en el suelo y mascaba un tallo verde.
—No sé por qué no. Mañana, cuando terminen el trabajo, ¿van a venir a descansar
aquí otra vez?
—Yo digo que no —dijo Renka—, yo digo que ya hemos sudado bastante en este
maldito lugar de esta ciudad infernal, pero éste insiste en que nos quedemos y como yo
soy bueno y generoso y tengo el corazón tierno como el de una paloma enamorada y no
puedo ver sufrir a un amigo, le voy a dar el gusto —y suspiró.
—Hasta mañana —dijo el muchachito. Los dos lo saludaron con la mano. —¿Qué vas
a comer, renacuajo? —preguntó Renka a los gritos.
—¡Pescado! —contestó el príncipe corriendo hacia el palacio.
Nunca había corrido antes. ¿Se dan cuenta? Tenía siete años y era la primera vez que
corría. Pero se detuvo a la vista del palacio y caminando con el paso de los príncipes
Hehvrontes llegó al comedor donde lo esperaban los nobles, los caballeros, los sirvientes
con todo el rompecabezas preparado y listo para funcionar. Se sentó, el príncipe, frente al
plato vacío, y dijo:
—Quiero pescado.
Hubo una conmoción en palacio. El protocolo no prohibía de ninguna manera que un
príncipe heredero pidiera para comer lo que se le antojara, pero nadie recordaba que
alguna vez este príncipe heredero hubiera abierto la boca para expresar un deseo y
mucho menos el deseo de comer algo determinado, él, que nunca tenía hambre. No se
puede saber si es cierto que un cocinero tuvo un ataque de nervios y que dos sirvientes
se desmayaron, pero sí se dijo, y es bastante verosímil, que al enterarse la Emperatriz
había alzado una ceja, hay quienes dicen que la izquierda, hay quienes dicen que la
derecha, y había perdido el hilo de lo que le estaba diciendo a una de sus damas de
honor. El joven príncipe comió dos platos de pescado.
Al día siguiente, no, no les voy a contar todo lo que pasó al día siguiente que fue igual
en todo al día anterior. Salvo en una de esas cosas que los emperadores Hehvrontes
jamás pudieron prever en el protocolo: salvo en que hubo sol. ¿Que cómo lo sé? Ah,
hombrecito, ése es mi privilegio, saber. Y cuento con otro más, derivado de éste: que
ustedes no sepan lo que yo sé y cómo lo sé. Había sol y el hombre flaco estaba reclinado
en el pasto, a medias escondido bajo unas enredaderas. Y Renka, de pie, espiaba el
sendero casi borrado por los yuyos que venía del palacio. El sendero también iba hacia el
palacio, pero Renka vigilaba lo que vendría.
—¿Te parece que vendrá? —preguntó.
Loo'Loö miraba quizá una lagartija perezosa o contemplaba la enredadera sobre su
cabeza:
—Me gustaría decirte que sí, que va a venir —dijo.
Hasta ustedes que son tan sensibles como una piedra al borde del camino habrán
sentido que los dos aventureros, llamémoslos así por ahora aunque sólo uno de ellos lo
era de verdad, y el joven Livna'lams, estaban unidos por algo que no era la casualidad.
Preguntémonos, pregúntenselo ustedes porque yo ya lo he hecho y me he contestado, si
es el azar el que rige a los hombres o si todos nuestros actos están previstos como el
protocolo demente de los Hehvrontes. En esta cuestión tan singular no podemos recurrir a
los sabios porque mientras algunos sostienen que todo es azar, otros dicen que el azar no
cuenta y quizá unos y otros tengan razón puesto que detrás de azar o no azar todos
sospechan un orden secreto. La lagartija se movió apenas, satisfecha con el sol, elegante
y gris como una moneda nueva.
—Va a venir —dijo el hombre flaco que no sé, esto no lo sé, si creía en el azar.
—Va a venir —repitió y puso la mano sobre la vieja bolsa de cuero que le colgaba de la
cintura.
Y fue. Y les dijo:
—Buenos días —y se detuvo.
Quiero decir que no se quedó en donde estaba sino que no supo qué más decirles.
Escapar del protocolo era emocionante, había sido muy divertido el día anterior, pero ese
día el joven príncipe advirtió que también podía ser peligroso. Pero sí, peligroso; piensen
un poco si es que pueden y verán cómo es más seguro obedecer a una ley por estúpida
que sea, que actuar por cuenta propia; porque actuar por cuenta propia, a menos que uno
sea tan malvado como algunos emperadores, es ir inventando leyes justas, y si uno se
equivoca, ya ha dado el primer paso hacia el poder, que es lo que pierde a los hombres.
Y para que me entiendan de una vez les digo que el muchachito dijo sólo buenos días
porque el protocolo no le indicaba cómo dirigirse a esos dos hombres que eran
trabajadores muy humildes, y aventureros y filósofos según decía Renka, pero que
también eran algo más, algo indefinido, misterioso, grande, atractivo y terrible.
—Buenos días, jovencito —dijo Renka.
El otro no dijo nada.
—Te diré una cosa —dijo el gigante—. No te llamé renacuajo porque he decidido que
tal vez no seas un renacuajo —sonrió—. Tal vez seas un hurón. ¿Te gustan los hurones?
—No sé —dijo el príncipe—, nunca he visto un hurón.
Y se sentó junto a Loo'Loö y Renka también se sentó.
Te traje un regalo, príncipe —dijo el hombre flaco.
—¡Silencio! —tronó Renka—. Voy a disertar sobre los hurones.
En ese momento Livna'lams pensó que no le gustaba ser príncipe, y que antes que
mandar y decidir y dar órdenes prefería obedecerle a Renka, aunque para eso tuviera que
esperar por el regalo.
—Los hurones —dijo el gigante de ojos negros— son unos animalitos dorados que
tienen cuatro patas y un hocico. Las patas de adelante les sirven para cavar sus ciudades
subterráneas, para cazar ratas y para acariciar los alimentos y las crías. Las patas de
atrás les sirven para apoyarse sobre la tierra, para levantarse sobre las hembras y para
saltar. Las cuatro juntas les sirven para correr, caminar y bailar. El hocico les sirve para
husmear, para sostener los bigotes, para comer y para mostrar que son benévolos y
simpáticos. También tienen una cola peluda que les sirve para alimentar el orgullo
justificado por otra parte, porque ¿qué sería de un hurón sin el orgullo de ser hurón? Su
característica congénita es la prudencia pero con el tiempo van adquiriendo otra que es la
sabiduría. Para ellos todo el mundo es rojo porque tienen los ojos de ese color, que es el
más adecuado para los hurones. Les interesan muchísimo la ingeniería y la música.
Tienen ciertos dones adivinatorios y les gustaría volar pero hasta ahora no han hecho el
intento porque la prudencia se los impide. Son fieles y valientes. Y suelen conseguir lo
que se proponen.
Renka miró a su compañero y al muchachito, se alisó los bigotes y la barba y dijo:
—He terminado. Podemos dedicarnos a otros asuntos.
Livna'lams aplaudió:
—¡Muy bien, Renka, muy bien! Me gustan los hurones. Acepto ser un hurón. Y ahora,
¿puedo ver el regalo que me trajo Loo?
—¿Por qué no? —dijo Renka.
El hombre flaco abrió la bolsa y sacó un papelito amarillo doblado. El príncipe alargó la
mano.
—Todavía no —dijo Loo'Loö.
—Es un hurón muy joven —dijo Renka—, orgulloso, prudente, pero no lo
suficientemente sabio todavía.
El príncipe estaba confundido, quizá avergonzado, indeciso con toda seguridad. Pero
vean qué cosa, no estaba triste. Claro que como Renka tenía razón y se trataba de un
hurón muy joven, no sabía que ya no estaba triste así como no había sabido que el
carozo que escondía su carne imperial era el carozo de la tristeza. Loo'Loö desdobló el
papelito amarillo una vez, dos veces, tres, siete veces, y resultó que desplegado tenía la
forma de un círculo. Del centro salía un hilo muy largo, muy fino, muy fuerte. Loo'Loö lo
desenrolló. Después tiró del hilo y el círculo se convirtió en una esfera amarilla de papel
amarillo, liviana, translúcida, prisionera. Livna'lams contuvo e! aliento: —¿Y ahora?
—Ahora hay que soplar adentro —dijo Loo'Loö. —¿Por dónde?
—Por aquí, por donde entra el hilo. El príncipe sopló. La esfera amarilla se encabritó.
Loo'Loö puso el extremo libre del hilo en la mano del muchachito hurón, y el globo subió al
cielo. Hagan memoria, ustedes que me escuchan; traten de recordar y evítenme el trabajo
de describirles lo que sintió el príncipe cuando vio la esfera de papel tan arriba y el orgullo
de los hurones le llenó el pecho. ¿Sienten algo? ¿Reaparece aunque sea débilmente la
memoria de aquellos días? El príncipe volvió al palacio con el cuello dolorido, con un
papelito amarillo doblado oculto en el puño. Y con hambre.
No, nadie supo nada, no, todavía no. Los días siguieron transcurriendo iguales unos a
otros, decididos de antemano, perfectos, secos y duros como venían siendo desde el
primer Hehvrontes. La ceremonia del escarnio frente a la estatua ruinosa del bosque
seguía desenvolviéndose entre los árboles en los que a veces cantaba un pájaro, pero al
príncipe no le importaba: ya no odiaba al padre sin nombre, si es que lo había odiado,
como le habían explicado que tenía que odiarlo, porque amaba a Renka y a Loo. Toda
desventaja tiene sus ventajas dicen los sabios. Y yo agrego que toda ventaja tiene sus
desventajas y que ésa es la del amor, ésa precisamente, la de no permitir nada más, ni
siquiera la prudencia de los hurones.
Al día siguiente del día del globo amarillo, Renka le enseñó al príncipe hurón un poema
que hablaba del viento de la noche, del olvido, y de un hombre que está sentado a la
puerta de su casa, esperando. Otro día inventaron adivinanzas. Otro día se acostaron
boca abajo sobre la tierra y se arrastraron en busca de hurones pero no pudieron
encontrar ninguno.
—Una lástima —dijo Renka—, hace mucho que quiero bajar a sus ciudades
subterráneas.
Otro día Renka y Loo’Loö le enseñaron a Livna'lams a trenzar el cuero y él quiso
enseñarles a tañer el rabelio pero ellos se rieron de él y le dijeron que ya sabían.
Entonces les contó cómo transcurrían sus días en el palacio y ellos asintieron
gravemente. Otro día empezó a llover mientras los tres teorizaban sobre las distintas
formas de remar contra la corriente en un río encrespado, y los dos hombres construyeron
un refugio con ramas y cubrieron al príncipe hurón con sus sayos baqueros y los tres
cantaron a gritos y desafinando mucho la canción de la lluvia que no cesa. Otro día los
aventureros le explicaron cómo se caza el tigre cebado y Renka mostró una cicatriz que
tenía en la espalda y aseguró que era el zarpazo de un tigre al que él había terminado por
estrangular con sus manos desnudas, y Loo'Loö se rió mucho pero le dijo a Livna'lams
que era cierto:
—En cambio yo, príncipe, nunca he cazado tigres. ¿Para qué? —dijo.
Esa noche el muchachito pensó antes de dormirse en la caza del tigre cebado; pensó
que alguna vez él desafiaría a los tigres, a todos los tigres del mundo, y que Renka y Loo
estarían cerca alentándolo.
Otro día jugaron al sintu y Loo’Loö les ganó todos los partidos.
En esos días el príncipe terminaba tan rápidamente con las tareas que le imponían sus
preceptores, que muchas veces tenía que esperar largo rato a los dos hombres en el
rincón abandonado de los jardines, y cuando llegaban les decía:
—¿Por qué demoraron tanto?
O:
—Creí que ya no vendrían.
O:
—¿Cómo es que yo puedo llegar siempre antes que ustedes?
Renka y Loo’Loö explicaban que tenían que hacer su trabajo y que demoraban porque
había muchas letrinas para limpiar en las dependencias de servicio del palacio. Al príncipe
hurón se le ocurrió, claro, que dos hombres tan extraordinarios como Renka y Loo no
tendrían que estar fregando letrinas sino haciendo tareas importantes vestidos de
terciopelo y seda. Pero ellos le dijeron que estaba equivocado, que en primer lugar las
tareas consideradas despreciables por los poderosos favorecen las disquisiciones
filosóficas, y que en segundo lugar mantener limpias las letrinas de la servidumbre es
mucho más importante de lo que parece, ya que los sirvientes se dan cuenta de que
alguien se preocupa por ellos y su bienestar cosa que los pone de excelente humor y así
atienden con diligencia a sus señores que a su vez se sienten satisfechos y se inclinan a
la benevolencia y a la justicia; y que finalmente el lienzo basto es mucho más cómodo que
los terciopelos recamados y es cálido en invierno y fresco en verano, mientras que las
telas ricas son heladas en invierno y sofocantes en verano. El príncipe hurón dijo que eso
era cierto. Y lo es. Lo es, claro que sí, por eso los sabios dicen que el oro es dulce en el
bolsillo y amargo en la sangre. Pero quién se acuerda de los sabios hoy día, quién que no
sea un contador de cuentos o un poeta.
Renka y Loo'Loö se acordaban de los sabios: ellos mismos eran sabios aunque no
pensaban que lo eran. Vean si no lo que pasó en esos días. En esos días que eran
iguales entre sí pero diferentes de los días anteriores que habían sido iguales entre sí, se
presentaron dos acontecimientos notables, para usar un adjetivo poco adecuado. Pero lo
uso porque no encuentro una palabra que abarque ella sola el significado de cambio total
en todos los órdenes, el interno, el externo, el político y el cósmico. El primer
acontecimiento estaba contemplado en el protocolo del palacio y se cumplía una vez por
año. El segundo no, y sucedió una sola vez. Escúchenme sin distraerse que les voy a
contar el primero de ellos.
Una mañana el príncipe hurón llegó al rincón abandonado del jardín más tarde de lo
que solía hacerlo y fueron ellos, los dos hombres vestidos de lienzo y cuero y atezados
por los soles, los que le preguntaron por qué había demorado tanto. El muchachito les
contó que no había estudiado con sus preceptores ese día porque era el aniversario de la
muerte de su tío, el hermano menor de su madre, la Emperatriz Hallováh, el Señor del
Atisbo Luminoso, que tal era el nombre que había merecido en la muerte por lo que había
sido en la vida, vástago de la ya muy poderosa familia de los Ja'lahdahlva, el sexto
aniversario, y que él había tenido que asistir a la ceremonia de recordación y homenaje.
Renka escupió en el suelo:
—Bah —dijo—, tanto derroche por un haragán sin escrúpulos.
—No hables así, Renka —dijo Livna'lams.
—¿Por qué no, mi joven hurón?
—Mi tío fue un gran hombre.
Renka volvió a escupir en el suelo:
—¿Estás seguro?
El príncipe hurón pensó y pensó en ese tío al que no había conocido y recordó las
ceremonias de aniversario. Recordó a los nobles y los señores y los magistrados vestidos
de negro, a las damas veladas, a su madre vestida de blanco. Recordó que la Emperatriz
su madre lloraba esa única vez en el año y recordó las palabras del lamento fúnebre que
le tocaba salmodiar a él. Recordó la urna de oro que guardaba las cenizas de su tío y los
retratos de un hombre rubio, de ojos casi transparentes de tan claros, vestido no de lienzo
sino de brocado:
—No —dijo.
—¡Ja! —hizo Renka.
—¿Cómo fue la ceremonia, príncipe? —preguntó Loo'Loö.
El príncipe la describió pero no esperen que yo se la describa a ustedes porque no vale
la pena: no era sino lo contrario de la ceremonia del escarnio al Emperador sin nombre, y
era una farsa. La otra también, como ya verán por lo que les he de ir contando.
El segundo acontecimiento notable en esos días todos iguales sucedió entre los dos
aventureros y el príncipe hurón una mañana en la que muy adecuadamente se anunciaba
una tormenta bramando del otro lado del río, que sólo se desató a la tarde en la oscuridad
repentina como si el mundo hubiera sido un caldero y alguien hubiera decidido taparlo
después de echar agua fría sobre la grasa hirviente. Pero esa mañana la tormenta estaba
agazapada y ellos tres también estaban agazapados mirando en silencio a un escarabajo
eficiente que modelaba pequeñísimas bolitas de barro.
—¿Para qué hace eso? —preguntó Livna'lams.
—Es un nido —dijo Loo'Loö.
—Lo que pasa —dijo Renka— es que es previsor el Señor de los Escarabajos. Cuando
sabe que ha llegado el momento, cuando le tiemblan las alas ásperas y le castañetean las
mandíbulas, corre a juntar bolitas de barro.
—Pero para qué.
—No te impacientes que él no se impacienta. Está apurado pero no se impacienta —
siguió Renka—. Cuando tiene muchas bolitas de barro, no sé cuántas porque nunca fui
escarabajo, pero las suficientes, sale bamboleándose hacia donde hay una Señora de los
Escarabajos y la encuentra, nunca se equivoca. Si hay otro escarabajo rondando, abre
grandotas las quijadas y lo decapita. Después viene con la Señora de los Escarabajos
adonde están las bolitas, hacen juntos lo que tienen que hacer y ella pone los huevos y él
los cubre con las bolitas y los cuida y ella se va, la muy casquivana, y espera que la
encuentre otro Señor de los Escarabajos al que hasta es posible que le hable mal del
primero.
El príncipe hurón alargó un dedo hacia el bicho.
—No lo molestes —dijo Loo'Loö—. Se va a sentir muy desdichado si lo interrumpes.
—Las Grandes Señoras suelen hacer esas cosas —dijo Renka— y a mí no me gustan
las Grandes Señoras y no es que haya conocido muchas.
—Bueno, Renka —dijo Loo'Loö—, no vamos empezar otra vez con eso.
—Te voy a contar un secreto, joven hurón —siguió Renka como si nadie hubiera dicho
nada o como si alguien hubiera dicho algo pero él no lo hubiera oído—. Tu madre la
señora Hallováh es una Grande Señora y tu tío el Señor Hohviolol de los ambiciosos
Ja'lahdahlva fue un sinvergüenza, débil, avaro, fanfarrón, y vicioso, que en vez de morir
de fiebre en su cama blanda como un hombre honesto, debió morir apaleado en la plaza.
Y tu padre no fue un traidor.
Sepan, buenas gentes, que el príncipe hurón no se sorprendió. Sépanlo con tanta
seguridad como lo sé yo: como si él mismo hubiera venido de la muerte y de los años
para confiármelo. Sepan que en vez de sorprenderse sintió que le habían sacado de
adentro el carozo de tristeza y lo habían reemplazado por un carozo de ira. Y que se dio
cuenta de que no lo había hecho Renka en ese momento sino que lo había ido haciendo
él mismo, lentamente, a lo largo de mucho tiempo, con infinita paciencia y secretamente
pero no solo. No, nada de eso, no solo. Aunque parezca raro, su madre la Emperatriz
Hallováh lo había ayudado en esa larga tarea, y el protocolo de los Hehvrontes también.
—Basta, Renka —dijo Loo'Loö.
Y entonces el príncipe hurón sí se sorprendió. Se sorprendió al oír la voz conocida que
sonaba en un tono desconocido, como si las cuerdas de un laúd de dama hubieran tocado
una marcha guerrera en vez de una balada. Y se sorprendió al ver cómo lo miraba el
hombre flaco y dulce que se llamaba o no Loo'Loö, cómo lo miraba a él mientras le
hablaba a Renka. Oía y veía no precisamente un tono y una mirada desconocidos pero sí
que él no podía identificar.
—Renka, ¿me lo vas a contar todo? —dijo Livna'lams, el Hurón.
—Por cierto que sí, joven hurón —dijo el gran Renka.
—De ninguna manera —dijo Loo'Loö.
Los dos hombres se enfrentaron y el Príncipe Hurón se acordó de los tigres. No, Renka
no era un tigre: era un elefante rabioso a punto de embestir. Él había visto una vez un
elefante poseído por la locura de la selva, lo había visto arrasar con hombres y armas y
carros aplastando lo que se le ponía al paso, y lo había oído bramar de furia mientras
mataba y mientras moría vencido por fin. El otro sí, Loo'Loö, el otro era un tigre, un
magnífico tigre flexible, sereno y peligroso, decidido a defender su territorio contra lo que
fuera. El Príncipe Hurón pensó por un segundo que el tigre iba a saltar buscando con las
garras un punto débil en la coraza del elefante. Pero estaban quietos los dos, mirándose.
—No quiero —dijo Loo'Loö.
—No, ¿eh? —dijo el aventurero grandote—. ¿Por qué vinimos entonces? ¿Para qué
vinimos?
—Por otras razones.
—¡Ja! —hizo otra vez Renka—. Me hacen gracia tus razones, me río sin parar cuando
pienso en tu habilidad para enhebrar razones, compañero.
—Hay cosas en las que es mejor no intervenir —dijo Loo'Loö tranquilamente—. Creo
que estuvimos de acuerdo en eso.
—Estuvimos —dijo Renka—. Eso fue hace mucho, hace tanto que ya no me acuerdo.
Pero ahora lo conocemos y lo hemos elevado al rango de Hurón, ¿no? Va a ser
Emperador algún día, ¿no?
—Sí —dijo Loo'Loö sonriendo y su sonrisa llenó el mundo del Príncipe Hurón como lo
llenaban la risa y los rugidos de Renka, pero lo llenó de luz, no de estruendo.
—Entonces —dijo el grandote—, tiene que enterarse, tiene que saber algo más que
música y política y con qué pie entrar al salón del concejo y de qué color son las plumas
que tiene que usar el tercer día de la semana. Te voy a decir una cosa, compañero: tiene
que saber todo, tiene que oír y ver y tocar y oler y gustar y sufrir todo para poder averiguar
algún día qué clase de Emperador va a ser, ¿no? A costa de lo que sea.
—Estoy de acuerdo —dijo Loo'Loö—. Pero no quiero.
—¡Mentira! —rugió Renka—. Mentira, no hay nada que quieras con más fuerza. Estás
mintiendo.
Otra vez creyó el Príncipe Hurón que el tigre y el elefante iban a saltar y a
destrozarse. Pero otra vez sonrió Loo'Loö:
—No quiero —dijo—. Es muy joven y no hay que molestarlo, hay que dejarlo tranquilo
como a los escarabajos. Y a los hurones.
—Él no es un escarabajo, no es más que un muchacho. Pero es príncipe, para su
desgracia —dijo Renka—. Los escarabajos saben mucho más que él. No digamos los
hurones.
Eso, extrañamente, pareció decidir la cuestión. Loo'Loö dejó de mirar a Renka con el
feroz empecinamiento que habían mostrado sus ojos muy negros y se sentó en el suelo y
escuchó. Y Renka lo dijo todo, como había prometido. Y yo se los cuento ahora a ustedes
que nunca van a ser emperadores. No lo cuento para que me comprendan, que ya he
renunciado a semejante pretensión; ni para que comprendan al Príncipe Hurón. Lo cuento
porque dicen los sabios que las palabras son hijas de la carne y que como tales se
pudren si se las guarda encerradas.
—Tu padre fue un hombre bueno, joven Hurón —empezó Renka—, te lo digo yo que fui
su amigo durante muchos años y su único amigo durante otros muchos años.
Claro, se dijo Livna'lams, claro, tiene que haber sido así, fue así. Y escuchó. Renka le
habló de un hombre bello, de ojos negros y pelo negro, de un hombre tranquilo, mesurado
y justo, de un Emperador que protegió a su pueblo y compuso canciones y construyó
ciudades y fertilizó los campos. De un hombre que se ganó el cariño de todos los que lo
conocieron menos el de su mujer, que estaba enamorada de otro.
—El otro era un imbécil —dijo Renka— y eso no habla muy bien de tu madre. Un
imbécil, sinvergüenza, vicioso, fanfarrón, cobarde, avaro y ambicioso, y eso habla peor de
tu madre. Lo siento mucho pero es mejor que te lo diga yo y no que lo vayas sabiendo de
a poco y diciendo en tu corazón no, no, no, y llenándote de sufrimiento hasta que no
tengas otra salida que decirte sí, sí, sí.
—Terminemos con eso —dijo Loo'Loö—. Que le hables de su padre, bueno, por lo visto
hubiera tenido que arrancarte la lengua para impedírtelo y no sé si quería hacerlo. Creo
que no. Pero no le hables de su madre.
Renka se rió con su risa de siempre, como cuando contaba sus aventuras o se burlaba
de sí mismo porque había perdido al sintu.
—Siempre dije que estabas loco, compañero siempre lo dije.
Pero no crean que ahí terminó la conversación Es cierto, Renka no habló más de la
Emperatriz Hallováh, pero siguió diciéndole al joven Hurón que cuando llegó la guerra,
cuando el invasor se acercó a las fronteras del Imperio, el Emperador su padre convocó a
los generales y el ejército se puso en marcha. Flores caían, dijo Renka, puñados de flores
sobre los hombres en armas, y el Emperador que no era un cobarde ambicioso como el
otro que se quedó en palacio fingiendo que estaba enfermo, y lo estaba, de miedo, el
Emperador iba al frente de las tropas. Se luchó en las fronteras, dijo Renka, y todos
fueron valientes pero el más valiente fue el noveno gobernante de la casa de los
Hehvrontes. Sólo que en el palacio había quedado el otro, muy pálido, muy rubio, muy
asustado, al cuidado de su hermana la Emperatriz Hallováh. Sólo que los dos esperaban
y deseaban que el Emperador muriera en batalla.
—Hubiera sido inútil porque aunque ella no lo sabía, te llevaba ya en la barriga, joven
Hurón —dijo Renka.
No sólo no murió el Emperador sino que venció al enemigo. Entonces, cuando llegaron
al palacio las noticias de la retirada del invasor, cuando se supo que el triunfo era seguro,
hubo que encontrar otro medio: el de la traición, ya que la muerte había fallado.
—Pero el traidor no fue tu padre —siguió el gigante—, no lo fue.
Y Renka contó cómo alguien se encargó de que los ministros encontraran la supuesta
prueba de la traición del Emperador.
—Dije que alguien —aclaró Renka—, no dije que fuera ella.
—No importa —dijo Loo'Loö.
Y al muchachito;
—En realidad no importa quién fue, príncipe. Importa, ya que Renka lo quiso y quizá yo
también, que sepas que no te traicionó, aunque él tampoco sabía que ibas a nacer.
—La prueba —dijo Renka sin mirar a ninguno de los dos— era una carta, era esa copia
secreta de las cartas secretas que queda en una gaveta muy escondida y esta vez
inexplicablemente poco escondida. En esa carta el Emperador ofrecía al enemigo la
rendición incondicional y la sumisión eterna a cambio de oro, mucho oro para sus arcas,
mucho oro para comprar lujos, ocio y vicios.
El Príncipe Hurón despertó y se encaró, no con Renka sino con Loo'Loö:
—¿Y él no volvió para decir que no era cierto?
—Buena pregunta —fue Renka el que contestó—. Sí, joven Hurón, sí, volvió. Pero
volvió a escondidas, como si verdaderamente hubiera sido un traidor, porque de los
ministros a los generales y de los generales a la tropa y de la tropa al pueblo, el paso es
muy corto. La sensatez es inversamente proporcional al número de cabezas, dicen los
sabios; y por si no lo has entendido eso quiere decir que cuanta más gente hay para
pensar un pensamiento, más feo y torcido y deforme nace el pobre. Así que si los
ministros lo creyeron por qué no iban a creerlo los generales y la tropa y el pueblo, ¿eh?
Por qué no si el sello personal del Emperador estaba al pie de la carta, ¿eh? Cierto que
alguien tenía acceso al sello, vaya a saber quién compañero, vaya a saber quién.
Se quedaron callados los tres un largo rato, oyendo los ruidos que hacía la tormenta
indecisa y negra del otro lado del río.
—¿Y después? —preguntó Livna'lams.
—No sé nada más —dijo el gigante.
—Es cierto —dijo Loo'Loö—, es cierto, no sabemos nada más. Nadie sabe nada más.
—¿Él murió? —preguntó el joven Hurón.
—Quizá sí, quizá no —dijo Renka—. No se sabe. Se dijeron muchas cosas.
—¿Qué cosas?
—Se dijo que alguien lo había sorprendido tratando de entrar en el palacio y lo había
matado, no se sabe quién, sólo alguien. Se dijo que alguien no lo había matado. Se dijo
que otro alguien, no digo quién, que era su amigo, le avisó a tiempo y así él pudo escapar.
Se dijo que él mismo se había matado. Se dijo que no se había matado y erraba por los
campos y los montes: muchas gentes dijeron haberlo visto disfrazado de pastor o de
mendigo o de monje, y en más de una ciudad se mató a pedradas a algún inocente que
jamás había soñado con ser Emperador y nada tenía que ver con la familia de los
Hehvrontes. Se dijo que cuando tu madre supo que estaba embarazada de él lloró y gritó
y se golpeó el vientre para expulsarte. Pero eras muy chiquito y estabas muy bien
protegido y todo lo que ella pudo hacer fue vestirse de blanco y andar descalza y sin joyas
y con el pelo suelto. Se dijo que el otro la abofeteó cuando ella se lo dijo porque ella le
había prometido no tener trato con su marido y guardarse para él y porque tu nacimiento
significaba que no sería la sangre de ellos dos, la sangre sin mezcla de los Ja'lahdahlva
sino la de tu padre Hehvrontes la que gobernaría el Imperio. Quedaba un recurso, por
supuesto.
—Eso son conjeturas —dijo Loo'Loö.
—¡Ja! —se burló Renka y la tormenta le hizo eco—. Quedaba un recurso que consistía
en esperar el término y decir que habías nacido muerto y mostrar tu pobre cadáver y
prestarlo al duelo público. La que te salvó, Príncipe Hurón, fue la cortesana que le
contagió su fiebre maligna al otro. Más de dos años estuvo en cama, esta vez enfermo de
verdad, consumiéndose. Y en ese estado ningún hombre puede engendrar hijos y todos
saben eso. Fueron inútiles los médicos y las drogas y las curaciones que lo hacían aullar
y retorcerse. Se murió.
La tormenta gritó algo muy fuerte allá lejos pero el Príncipe Hurón no conocía el
lenguaje de las tormentas como lo conocen los jardineros, y no supo qué decía. Quizá ni
la oyó. Comprendan ustedes, si es que pueden, que el mundo había cambiado.
Dicen los sabios que hay una época para cada cosa, que cada período en la vida de un
hombre tiene su signo, y debe ser cierto porque los sabios saben lo que dicen y si a veces
no los entendemos no es culpa de ellos sino nuestra. Y digo yo, y esto es algo que se me
ha ocurrido a mí y no que haya leído o haya oído decir, que en la vida del Príncipe Hurón
se habían terminado los años de la tristeza y comenzaban los de la cólera. Lo peor que
tiene la tristeza es que es ciega; y lo peor que tiene la cólera es que ve demasiado. Pero
la cólera del príncipe no fue de ésas que se encienden rápidamente y se apagan en pocos
minutos, no; no fue el enojo insensato de un borracho ni el arrebato de un marido celoso.
Fue gestándose solapadamente, ignorada, escondida, como se había gestado Livna'lams
en las entrañas de la Emperatriz Hallováh. De vez en cuando hacía un movimiento y se
sabía que estaba ahí, como cuando Renka habló por primera vez del emperador sin
nombre. Pero después se aquietaba y podía hasta sospecharse que no existía. Y como la
cólera no estaba del todo formada y la tristeza había desaparecido, sólo quedaba la
indiferencia, que es un pesado fardo para un muchachito de siete años.
Fue así como el joven Hurón volvió esa mañana al palacio y ejecutó todos los gestos
previsibles y dijo todo lo que se esperaba que dijera y que se sabía que iba a decir. Fue
así como siguió desempeñando su papel en la vida del palacio y también en la ceremonia
del escarnio día a día junto a su madre vestida de blanco. Fue así como siguió estudiando
y asistiendo a los actos oficiales y escapándose hacia el final de la mañana para
encontrarse con Renka y con Loo'Loö con los que jugaba y reía y exploraba el jardín
ruinoso y a los que a veces volvía a preguntar sobre su padre. Ellos siempre le
contestaban, sobre todo el gran Renka.
La cólera, mientras tanto, no se detenía: él sentía cómo alentaba dentro de él, y su
madre lo adivinaba. No sabía, la Emperatriz, qué era exactamente lo que pasaba, pero
cada día se encontraba más incómoda frente a su hijo, y cuando no lo veía, cuando no lo
tenía delante, le parecía oírlo y verlo a través de las paredes y las estancias del palacio.
En ocasiones él la miraba directamente a los ojos y eso era lo peor de todo. O volvía la
cabeza para no mirarla y eso era peor que lo peor de todo. Llegó a extremar lo que ella
llamaba expiación y durmió por las noches sobre el piso de mármol desnudo de sus
habitaciones en vez de hacerlo en la cama. Y cuando eso no dio resultado se hizo traer a
su mesa los más ricos alimentos pero sólo comió pan duro y bebió agua durante cuarenta
días. Eso tampoco dio resultado: sólo consiguió toser y estremecerse de fiebre y temblar
bajo los vestidos blancos. Se cumplían ya los cuarenta días de ayuno y penitencia cuando
una mañana en la ceremonia de repudio el Príncipe Hurón levantó la cabeza frente a su
madre y en vez de escupir dentro del medallón, la escupió a ella en la cara.
Quizá los nobles y las damas y los magistrados no se dieron cuenta, quizá sí, vaya a
saber. Nadie dijo nada, nadie mostró sorpresa, nadie hizo un gesto, y tampoco la
Emperatriz Hallováh. Decidió, eso sí, matar a su hijo. Y para eso, con el pretexto de su
enfermedad, hizo venir a su cámara a un médico a quien le pidió algún medicamento que
la durmiera profundamente por las noches y le evitara el insomnio, y el muy tonto se lo dio
haciéndole mil recomendaciones sobre la dosis a tomar. La Emperatriz guardó la droga en
un frasco de vidrio muy bien tapado y esperó el momento oportuno para usarlo.
Pero no lo hizo, claro que no, ustedes lo saben ya que han oído hablar del Emperador
Hurón, de su vida, de sus obras, de su locura y de su magnífica muerte. Engañándose a
sí misma y diciéndose que tenía que saber en qué horas del día podría ser más seguro
darle el veneno a Livna'lams, lo hizo espiar por una de sus sirvientas y así se enteró de la
existencia de Renka y de Loo'Loö.
Si alguno de ustedes ha convivido con un desdichado, si alguno de ustedes ha sido
muy desdichado durante mucho tiempo, sabrá la satisfacción que siente el infeliz cuando
encuentra de pronto algo o alguien a quien echarle la culpa de su tormento. Eso
precisamente fue lo que sintió la Emperatriz Hallováh. Hasta se dice que sonrió. Yo no lo
sé con certeza, pero sé que hasta se dice que sonrió. Y sé que mandó llamar al capitán
de su guardia personal y le ordenó que la esperara en sus habitaciones con diez hombres
armados y el verdugo. Después fue descalza, vestida de blanco, espléndida, con los ojos
muy brillantes y el pelo suelto y dos manchas escarlata en las mejillas, a representar la
farsa del escarnio frente a la estatua rota entre los árboles.
Hacia el fin de esa mañana el Príncipe Hurón y los dos aventureros jugaban un torneo
de destreza en el que quien armara más rápidamente y más hábilmente una escala de
cuerdas de cinco metros de largo ganaría el derecho a pedir tres deseos que los otros dos
pudieran satisfacer. Renka y Loo'Loö habían traído las cuerdas cuidadosamente medidas
y cortadas y el gigante las había repartido cuidando que los tres tuvieran el mismo número
de trozos en idénticas condiciones. Y parecía que Loo'Loö iba a ganar.
—Capitán, esos dos intrusos deben ser detenidos y ejecutados de inmediato —dijo la
Emperatriz apareciendo entre los arbustos desprolijos, los pies lastimados por las piedras
sueltas, la cara muy blanca, las manos muy flacas, las mejillas muy rojas.
Renka levantó la cabeza y sonrió. Loo'Loö se puso de pie. La cólera se apoderó para
siempre del joven príncipe. El capitán dio un paso. Las armas se levantaron, apuntando.
La Emperatriz gritó.
Fue un grito desolado y furioso, un grito que hacía años que luchaba por nacer, un grito
sólido, mucho más poderoso que ella misma, un alarido tan enorme que no se
comprendía como podía haber partido de esa garganta débil y de esa boca hendida por la
fiebre.
—Un momento —dijo ella, vencida, cuando el grito se apagó.
Nadie se movió, nadie habló, y pasó un rato largo, larguísimo, en ese silencio quieto.
—Quiénes son ustedes —dijo la Emperatriz blanca.
—Dos humildes trabajadores de las dependencias de servicio de tu palacio, señora —
dijo el gigante negro—. Yo me llamo Renka y mi compañero se llama Loo'Loö, que es un
nombre muy raro. Tan raro es que he pensado muchas veces que no es su verdadero
nombre. Pero nunca he podido averiguarlo porque él sabe guardar sus secretos.
Y entonces Renka sonrió más ampliamente todavía, muy satisfecho de su discurso,
muy feliz y contento, como si no corriera ningún peligro, como si no hubiera diez hombres
de armas apuntándoles a él y a Loo.
El capitán de la guardia, en cambio, estaba desconcertado: no sabía ya para qué
estaba allí, no sabía si tenía o no que matar a esos dos hombres, si tenía al contrario que
retirarse en silencio o si tenía que esperar órdenes de su señora. Un capitán de guardia
es invariablemente un bruto sin cerebro, pero algunos, no siempre los menos brutos,
adquieren cierto entrenamiento que en los mejores casos puede llegar a la sutileza, que
los hace actuar adecuadamente, como si fueran capaces de pensar o de razonar. Este
capitán supo, lo supo en las tripas y en la garganta, que ahí se jugaba algo en lo que él
estaba de más. Y por lo tanto hizo una seña a sus hombres para que bajaran las armas y
retrocedieran, y él mismo retrocedió unos pasos y se quedaron detrás de la Emperatriz
por si ella llegaba a necesitarlos.
—Ustedes tienen que morir —dijo ella, pero no parecía muy convencida de lo que
estaba diciendo.
—Todos tenemos que morir, señora —dijo Renka sonriendo siempre—. En nuestro
caso es una lástima porque todavía nos quedan muchos países extraños para recorrer,
muchos ríos para remontar, muchas bebidas desconocidas para probar, muchas mujeres
dulces para alegrarnos y alegrarles las noches. En tu caso, quién sabe.
Eso era una insolencia, por si ustedes no lo han advertido. Y sin embargo el capitán no
se movió de donde estaba. Fue entonces cuando el Príncipe Hurón habló:
—Te ruego que tengas cuidado, madre —dijo—. No es mi deseo que estos hombres
mueran.
Eso no era una insolencia: era una orden. Recuerden lo que les dije al principio y
recuerden que Livna'lams era el heredero del trono, el que apenas creciera un poco más o
apenas muriera su madre, iba a ser Emperador. La Emperatriz tenía los ojos clavados en
uno de los dos hombres: no miró a su hijo ni se acordó del capitán ni de los diez hombres
armados ni del verdugo.
—Pero gracias a la generosidad del príncipe —siguió ella como si nada se hubiera
dicho—, pueden salvar sus vidas a condición de que se alejen enseguida del palacio y de
la capital y no vuelvan a pisar las provincias del este.
Renka se levantó del suelo; amontonó las escalas sin terminar y se sacudió las manos
quitándose los trocitos de cáñamo.
—¿Qué te parece el trato? —dijo.
—La señora es magnánima —dijo Loo'Loö.
—Sí, ¿verdad? —se insolentó otra vez el gigante—. Tan magnánima es que quizá
quieras pedirle alguna otra gracia.
—Ya está bien, Renka, vamos —dijo Loo'Loö sin dejar de mirar a la Emperatriz.
—No —dijo el Príncipe Hurón—. No quiero que se vayan. Renka, Loo, quédense.
—No me gusta desilusionar a los hurones pero esta vez no tengo otro remedio. Nos
vamos, jovencito.
—Es una orden —dijo Livna'lams.
—¡Aja, aja, ajajá! —se alzó la voz de Renka—. Decirte esto tampoco me gusta nada
pero ahí va: a nosotros nadie nos da órdenes.
Loo'Loö se acercó al Príncipe Hurón:
—Todo eso son bromas de Renka, príncipe —le dijo—. Pero es que no podemos
quedarnos, ya no. No está bien que nos quedemos.
El que iba ser el décimo Emperador de la dinastía de los Hehvrontes entendió:
—¿Adonde irán? —les preguntó.
—Ah, mi joven Hurón —dijo Renka—, quién lo puede saber si ni siquiera nosotros lo
sabemos. No sólo en el este hay provincias, ya te vas a enterar cuando seas Emperador.
En las del oeste hay montañas, en las del norte hay nieve, en las del sur hay pantanos
habitados por bárbaros capaces de matarte por una palabra y de dar la vida por un amigo.
Adiós, príncipe, que seas un buen Emperador y que no se te olviden nunca las cosas que
has visto y las cosas que has oído.
Renka puso sus manos grandotas y morenas en los hombros del príncipe y lo miró y le
sonrió y después se apartó de él y se dio vuelta para irse sin echar una sola mirada, ni de
burla, a la Emperatriz. En cambio Loo'Loö se inclinó y abrazó al muchachito y Livna'lams
apoyó la cabeza durante un segundo en el pecho del hombre.
—Adiós —dijo Loo'Loö y miró a la mujer blanca y se fue.
Los dos hombres desaparecieron entre las ramas y cuando dejó de oírse el ruido de los
pasos el Príncipe Hurón llamó al capitán de la guardia.
—¿Alteza? —dijo el bruto cuadrándose y haciendo sonar los tacos de las botas.
—Me vas a responder con tu vida por las vidas de esos dos hombres —dijo Livna'lams
con su vocecita infantil en la que sonaba ya el tono de las órdenes imperiales—. Los vas a
seguir sin que te vean y alguien te va a seguir sin que lo veas. Los vas a cuidar sin que te
vean y alguien te va a vigilar sin que lo veas. Yo sabré si has cumplido. Y vas a volver al
palacio solamente cuando ellos estén a salvo más allá del límite de las provincias del
este.
El capitán volvió a saludar y se retiró con sus hombres de armas y su verdugo. El
Príncipe Hurón miró a su madre con cierta curiosidad helada y ella sostuvo la mirada
hasta que la dobló un acceso de tos. Después caminaron hacia el palacio, él adelante y
ella atrás con los pies lastimados.
Alguna vez habrán leído algo ustedes o habrán oído algo acerca del reinado del
Emperador Hurón. Sea lo que fuere lo que oyeron o supieron, yo les digo que fue un
hombre justo. Estaba loco, pero gobernó bien. Quizá porque para gobernar, bien o mal,
hay que estar no del todo cuerdo. Porque como dicen los sabios, el hombre sensato se
ocupa de su huerto; el cobarde, del oro; el justo, de su ciudad; el loco, del gobierno; y el
sabio, del espesor de las hojas de los helechos.
Fue el último Emperador de la dinastía de los Hehvrontes. Con él empezó a
deteriorarse el protocolo tan trabajosamente construido por los anteriores, y entraron
gestos no previstos y frases no tabuladas en la vida del palacio. Después de la marcha de
los dos aventureros, de pronto, cuando era aún un niño, dejó de ir a la ceremonia del
escarnio del Emperador sin nombre, su padre. Hay quienes dicen que el día anterior al de
su primera ausencia conversó largamente con su madre, o mejor, que él habló largamente
y ella escuchó, pero eso no consta en ningún escrito y les digo con franqueza que yo no lo
creo. Lo que sí consta en los libros de historia es que la Emperatriz Hallovâh tampoco fue
más al bosque y así dejó de ejecutarse el rito mientras ella se encerraba en sus
habitaciones, en las que se consumió lentamente sin dejarse ver más que por sus
camareras, dando las órdenes a través de una ventana opaca. El joven Livna'lams subió
al trono a los diez años, a la muerte de su madre a la que no volvió a ver y a la que hizo
enterrar con los honores debidos aunque él no estuvo presente en los actos fúnebres.
Se casó cuando llegó a la edad de casarse. Tomó una esposa principal a la que coronó
Emperatriz y seis esposas secundarias. Pero jamás se acostó con ninguna de ellas y por
lo que yo sé con ninguna mujer ni hombre ni animal ni nadie ni nada. Dispuso que las
familias nobles que tuvieran hijos se retiraran de la corte y del palacio: podían conservar
sus bienes y sus privilegios pero con la condición de que no aparecieran por allí mientras
él viviera. Más aún: cualquier sirviente, soldado, magistrado, funcionario, que tuviera
descendencia o cuya mujer estuviera embarazada, debía abandonar la corte. Y al tiempo
que hacia estas cosas también impartía sabiamente la justicia, repartía tierras, fundaba
escuelas y hospitales, embellecía la capital y las grandes ciudades y los pueblitos
remotos, procuraba alimentos y agua potable y asistencia médica a todo el mundo,
consolidaba pacíficamente las fronteras, protegía las artes, asistía a cualquiera que lo
necesitara.
Desdichadamente una de sus intocadas esposas secundarias quedó embarazada: era
muy bella, muy tonta, muy tierna, y tenía una hermosa voz.
No la castigó, como se supuso que lo haría. Permitió que se fuera, libre, sana, rica, con
su amante que era el segundo maestro esgrimista de la escuela de oficiales, que también
era bello y tonto y quizá tierno, pero que de canto no sabía absolutamente nada. Tres días
después el Emperador Hurón firmó el decreto de la locura según el cual todo hombre que
quisiera permanecer en la corte debía ser castrado. Estaba loco, no hay duda; pero
estaban más locos todavía los que prefirieron dejarse mutilar a abandonar la vida en la
corte, que los hubo, y muchos, como que de ese grupo salió Obonendas I el Eunuco, que
no fue un mal emperador aunque muchos opinen lo contrario.
La cólera no abandonó nunca al Emperador Hurón, pero en verdad no le impidió ser
sensato, justo, loco, y quizá sabio. Jamás cobarde, como que la gloria de su muerte se
canta todavía, y eso que tantos años han pasado, se canta con ritmos triunfales en las
tabernas y en las plazas, en las canteras, en los aserraderos y en los campos de batalla.
Pero ésta es otra historia, como dicen que decía otro contador de cuentos.
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